Esta mañana (siendo esta mañana la mañana en la que escribo esto, no la mañana en la que decido publicarlo) mientras desayunaba y el café hacía su efecto (qué literario, todo, eh) leí el final del libro que hoy nos ocupa. Me refiero a las últimas treinta páginas, más o menos. Siendo fiel a la costumbre un tanto integrista de no leer ni las instrucciones de un armario de Ikea durante el fin de semana, lo último, lo inmediatamente anterior, las primeras ciento setenta páginas las había leído, casi del tirón, el pasado viernes (siendo el pasado viernes… etcétera ectétera).
Sé lo mucho que les interesan estas intimidades, pero en esta ocasión me lo van a tener que perdonar ya que tiene su importancia. El tema es que durante el fin de semana no me pude quitar de la cabeza el dichoso libro. La bicha engancha. La historia que cuenta la novela es la típica historia que tienes que terminar sí o sí, y hacerlo cuanto antes, por lo que La silla es el típico libro que uno, en circunstancias normales, devoraría de una sentada no especialmente larga.
Tenemos, pues, una novela de terror, una historia absorbente y adictiva. La pena es que también tenemos un par de incómodos peros.
Vamos a ello.
El argumento es sencillo. El protagonista, un poco dulce amapola de jardín pese a escribir novelas de terror, es un escritor que quiere sufrir —por aquello de dar cierta credibilidad a la novela que escribe actualmente— lo mismo que sufrirá uno de sus personajes: estar atado a una silla. Atado y amordazado. Le dice a su mujercita querida del alma, a su vez también dulce amapola del mismo jardín («No era una mujer despampanante, más bien lo contrario, tiraba a pequeñita, pero era todo un cielo») que lo ate, por favor, a una silla:
«—Tiene que tener cuatro patas —proseguí—. Has de atarme cada pierna a una de las patas delanteras. Voy a traer una de las sillas del salón.
Comencé a salir del estudio.
—No, no, espera Daniel. ¿Por qué no usas una de las de reserva, de las que están guardadas arriba?
Quedé pensativo. ¿Una de las de reserva? Ah, sí, caí. Cuando las pasadas navidades nos congregamos bastantes personas en la casa, descubrimos que las sillas de las que disponíamos eran insuficientes y algunos tenían que sentarse a la mesa de forma incómoda en banquetas más altas de lo adecuado, o en los grandes sillones que tanto espacio ocupaban. Así que compramos seis sillas plegables, de manera que siempre estuvieran retiradas, pero pudiéramos utilizarlas cuando fuera necesario».
Ese tipo de silla (y ese tipo de narrador, también).
Su mujer diligente, consiente y cumple (pese a no estar en modo alguno de acuerdo con tamaña chorrada porque ella es del tipo de mujer que no disfruta con estos sadismos, que la sacas del misionero y la estás llamando puta).
Tienen un hijo. Daniel adora al cielito lindo de su mujer y a su tierno y todavía gateante querido vástago: «amaba al niño con toda mi alma, era una preciosidad, veía a Irene reflejada en él y hubiera dado mi propia vida por ambos sin dudarlo un solo instante. Cada vez que lo cogía en brazos mi corazón se ensanchaba» porque Daniel es –me duele insistir en este punto— el tipo de hombre que dice preciosidad sin asomo de rubor y cuenta además con un corazón que amenaza con no caberle en el pecho.
A él no le va del todo mal, sus novelas se venden relativamente bien (aquí un guiño al género fantástico: el escritor que vive de su obra) y eso les permite ciertos desahogos: vivir en una linda casita en las afueras de todo, por ejemplo. El típico sitio en el que, si te pasa algo, te puedes dar por jodido si no tienes móvil, coche o un poco de iniciativa. Ya ni te cuento si además estás atado a una silla, amordazado y tu mujer se ha abierto la cabeza por accidente mientras tu hijo gatea peligrosamente cerca del fuego encendido de la cocina.
Ese tipo de premisa.
La novela es una novela de un terror que tiene un punto de tensión muy claro: el niño. Mientras el padre está encadenado a una silla y la madre descansa a pierna sueltísima sobre el frío linóleo, el crío las pasa fenomenalmente putas, algo que pueden ustedes perfectamente imaginar solitos. La indefensión de un niño. ¿Quién no sufriría por algo así? Ese es el drama, no otro. Que el imbécil del protagonista muera de hambre, sed o le caiga un meteorito en la cabeza es algo que nos trae completamente sin cuidado. Sus peripecias para tratar de salvar a su hijo son párrafos que se quieren saltar.
Esto, que parece el argumento de un episodio de Alfred Hitchcock Presenta, se dilata en exceso demasiadas veces (la anécdota del motorista, la historia de amor paralela) y se recarga de adjetivos y prosa lastimera siempre. Lo que nosotros queremos es que alguien ponga a la pobre criatura a salvo, de ahí que media novela se la pase uno cagándose en todo por tener que aguantar tanto pensamiento, tanta reflexión y tanto recuerdo. El estilo de Jasso, lejos de gustarme, me ha parecido en demasiadas ocasiones forzadamentente literario, (me ha parecido intuir demasiadas veces la búsqueda del sinónimo perfecto) lo que sumado a la manía de pararse a contar chorradas (léanse nuevamente las razones por las que el matrimonio había comprado las sillas plegables y denme la razón) lastra continuamente una narración que probablemente hubiese ganado enteros planteada como un relato largo, aunque esto es algo que se dice mucho y con mucha alegría (demasiada, en mi opinión) no siendo ni remotamente cierto. No es el caso.
En cualquier caso ha sido un interesante descubrimiento. Seguiremos a Jasso, que además se pone medio de moda ahora con la publicación de una novela en Valdemar (Disforia).
Con este comentario me dejas loca...creo q no te lo has leído ,si nose entiende que digas esto del autor y del libro. El argumento no se sostiene cuando el protagonista escapa de la silla pisando su cabeza sobre un fogón para quemar la cuerda; argunentando que no se quema...prueba a hacerlo como el lo explica y ya me dices.Leí el libro por tu reseña y ahora que pyedo opinar porque lo lei enterito ,es malo, malo. Saludos
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