lunes, 29 de febrero de 2016

Resumen de lecturas FEBRERO 2016

(Brevemente, a contrarreloj y vuelapluma. Mis disculpas.)

2016 iba a ser un gran año. Elegiría cuidadosamente cada lectura, incluiría clásicos y obras maestras para aburrir. Sería un no parar de maravillas. Pero uno es como es y conviene no olvidarlo. Dos meses y ya he vuelto a las andadas, siendo, las andadas, la literatura española. El resultado no por esperado menos decepcionante: no, no y no. Debería jurarme no volverá pecar nunca, nunca, nunca. Y tal vez lo haga. Siempre es divertido volver a caer.

Aquí mis lecturas del mes:

‘Diarios (1999-2003)’ de Iñaki Uriarte

La excepción que confirma la regla. Uno de los mejores libros del año y probablemente y desde ahora uno de mis escritores patrios favoritos. Uriarte hace posible lo prácticamente imposible: que su libro sea siempre la opción primera como refugio entre lecturas, al menos hasta que uno descubre que ya no puede dejar de leer y decide darle prioridad absoluta y terminarlo en dos días, lo que, bien mirado, no es tan buena idea. Muy recomendable. 



‘Trastorno’ de Thomas Bernhard

La idea no escrita es leer algo de Thomas Bernhard cada mes. Y cada mes ponerle un altar y postrarme en él y compararlo con todos los necios del mundo que se creen escritores y no dejar de reír. En enero fue la primera parte de su autobiografía. En febrero, un poco de locura. Un hijo acompaña a su padre, un médico rural, en las visitas de un día cualquiera. Además de los lugareños, visita también al príncipe de la comarca, un hombre, cómo decirlo, singular. Como siempre que se habla de los libros de Bernhard, imprescindible. Y seguimos para bingo: en marzo más Bernhard, pero todavía no he decidido qué (aunque debería ir pensando en dejarme de excusas y afrontar de una puta vez Corrección o Extinción).



‘Las relaciones peligrosas’ de Choderlos de Laclos

Ya existe reseña. Las relaciones, antes conocida como las amistades peligrosas, fue una de mis grandes novelas de juventud, novela que recuperé aprovechando la magnífica edición de Sexto Piso ilustrada por Alejandra Acosta que acaba de salir no hace ni un mes. Libro de amores y odios y venganzas y auténticos cabrones y bestias pardas y mujeres devotas y jovencitas corruptibles que harán las delicias de sátiros y mala gente. La recordaba mejor, menos repetitiva, pero sigue siendo un manual de maldades fenomenal.



‘Bajo el signo de Marte’ de Fritz Zorn

Novela sobre la enfermedad, el rencor y los signos zodiacales, me dicen en los comentarios del blog, al tiempo que me recuerdan lo superficial de mi lectura. Es probable, no lo dudo. Con todo, no veo que establecer una relación entre esto y lo otro y lo del más allá vaya a mejorar mi percepción de la obra (no así la objetiva, parece) que, pese a lo jocoso del post (el inmediatamente anterior), disfruté mucho y recomendaré mucho y otro par de muchos.



‘Instrumental’ de James Rhodes

Estén atentos, será la siguiente reseña. Mañana o pasado en sus pantallas. No quiero adelantar acontecimientos, de modo que les comento el argumento y de mis impresiones ya hablaremos: Instrumental es la autobiografía de Rhores. Rhores fue violado durante cinco años desde que tenía seis por su profesor de gimnasia. Ni se imaginan el infierno. No, en serio; ni se lo imaginan. A pesar de esto que fue su vida hasta hace, literalmente, nada, Instrumental es un libro que sale tan en defensa de la música clásica que, de no ser por lo otro, debería ser manual imprescindible en todos los colegios. Lo dicho, hablamos en un par de días.



‘La tierra que pisamos’ de Jesús Carrasco

Recordarán Intemperie, la gran novela rural española de la última década. Si es así, recordarán a Jesus Carrasco, su autor. Bueno, pues ha vuelto. Pero cómo será la cosa que aquí no se ha enterado ni cristo. De una novela de la que se hablaba hasta en la cervecería a la hora del partido a una sobre la que ha caído un silencio de muerte. ¿Casualidad? ¿Venganza? Cualquiera sabe. Lo mismo es justicia divina o, tratándose de Carrasco, poética.



‘El diario de Adan y Eva’ de Mark Twain

Diría novelita, pero ni eso. Obrita leída casi del tirón un día tonto entre lecturas sin muchas ganas de complicarme la vida con nabokovs, faulkners o bernhards. La cosa es Adán, el primer hombre, hablando de ese hembra puñetera que han puesto a su cargo y Eva rajando del bruto ese que le han impuesto como compañero. Divertido, ligero… mero entretenimiento. La edición medio simpática, con dibujitos y tal.



‘Farándula’ de Marta Sanz

Lo dije el otro día y lo repito hoy: Marta Sanz, grande de España, va camino de ser la Joaquín Sabina de la literatura. Y todo por esa manía que le ha dado con esta novela de encadenar enumeraciones. Nunca tal exceso se ha visto. Pero si sólo fuera por eso… Nunca he sido devoto de esta virgen pero al menos un día me hizo sonreír con aquella novela, cómo se llamaba… Black, black, black! Bueno, ya hablaremos. Debería empezar la reseña hoy mismo y sacarla pronto, como la semana que viene o así. Hablamos.



‘Los insignes’ de David Pérez Vega

Novela de humor sobre la poesía. Lo leo porque “conozco” a David Pérez Vega, porque me cae simpática la editorial que lo edita y porque se supone que critica la poesía, que es una cosa que siempre me ha puesto muy cachondo. La reseña ya está escrita (últimamente estoy que me salgo) pero no la publicaré todavía. O sí, yo qué sé. Según me dé. No dejen de leer este blog y lo sabrán.


* * * * * *


Y ya. Como viene siendo habitual, he roto todas las promesas que me hice antes de empezar el mes. Me tengo por un ser despreciable. No he terminado La muerte de mi hermano Abel; no he leído ninguno de los doce tochos que me comprometí a leer (uno por mes: que si Pureza, que si Las luminarias, que si Los Miserables, que si El idiota, que si Guerra y paz, que si Los Buddenbrook…); he abandonado miserablemente La cartuja de Parma para leer no sé qué (Las relaciones peligrosas, probablemente); no he empezado ninguna de las dos novelas que hace nada “moría” por leer (Música acuática de Boyle y Las alas de la paloma de Henry James) y un largo etcétera.

Lo que sí he hecho es otro planning. Me van ustedes a suponer a muerte con la literatura española, al menos durante un par de semanas. Esto es lo que tengo anotado. Unos caerán y otros no, pero esto es lo que tengo anotado: Cicatriz de Sara Mesa (lectura actual y terminando –de mañana no pasa−); El instante de peligro de Miguel Angel Hernández; Seré un anciano hermoso en un gran país de Manuel Astur; De los otros de Mariano Peyrou (siempre y cuando los bibliotecarios tengan a bien aceptarme la desiderata); el que me han dicho que es uno de los mejores escritores del momento, Jorge de Cascante y su Detrás de ti en el museo del traje; Challenger de Guillem López (segundo intento); tomo dos de los Diarios de Iñaki Uriarte... y (que Dios me perdone) Fiebre, de Matías Candeira. ¿Alguien ha dicho Cocaína, de Daniel Jiménez? Bueno, vale, pues también.




Y ya. 

Bueno, se acabó la peseta. Les dejo. Besos.



martes, 23 de febrero de 2016

‘Bajo el signo de Marte’ de Fritz Zorn

No sé qué nos mueve a leer ciertos libros, honestamente. No sé qué atractivo puede tener, si lo pienso fríamente, leer sobre las desgracias ajenas especialmente cuando alguna de esas desgracias está, como en este caso, tan absolutamente de espaldas a la ficción más consoladora. En el caso de Thomas Bernhard, de cuya autobiografía hablamos hace nada, está el atractivo que tiene el propio personaje, ese malditismo tan suyo y una prosa arrolladora que es como un huracán que lo arrasa todo. El caso de Zorn es diferente. Se trata de un joven burgués a quien un mal día se le descubre el cáncer que lo llevará a la tumba. El libro, de prosa corriente, funcional, es Zorn, un personaje con escaso o directamente nulo atractivo, buscando y encontrando culpables al mal que lo aqueja:

«[…] tal como yo nací, como ese niño que había sido, con el carácter que tenía, y los padres que me tocaron en suerte, y en el estrato social en el que había crecido, yo no fui feliz, sino que me volví neurótico y desarrollé un cáncer».

En ese plan.

Zorn nace en el seno de una familia acomodada de Zurich. Tan acomodada, de hecho, que el muchacho no necesita hacer absolutamente nada para tener la mejor de las vidas. Papi y mami parecen normales, gente con tanta pasta que no necesita hacer ostentación, de la que te besa en la mejilla sin llegar jamás al contacto. Lo mismo en sus relaciones sociales: qué rico todo, tenéis que venir por casa y tal. Papi ese de los que hace solitarios los fines de semana mientras mami lo mira con el aburrimiento que corresponde, pero sin expresar la mínima queja. Todo es política y socialmente no ya correcto sino directamente impecable: la burguesía sabe bien cómo ocultar el palo que lleva metido en el culo. Zorn dedica unos cuantos capítulos a detallar cómo de miserable fue (ahora que se está muriendo lo sabe mejor que bien) su vida en la que desde su ignorancia sobre cuestiones económicas o sexuales lo han hecho, o así lo juzga él, inferior, en el sentido que tiene no estar a altura de los demás. En su universo todo lo que es complicado se oculta y por ello todo tiende a una anormalidad indescifrable. Se mueven como los estorninos en un universo que carece de aristas.

«Cuando se trataba de emitir un juicio acerca de cómo se había apreciado algo, por ejemplo un libro, […] esperábamos que alguno diera el primer paso y dijera, por ejemplo, que lo había encontrado «hermoso». Entonces todos los demás también lo encontrábamos «hermoso», e incluso «bellísimo» o «espléndido». Pero si el primer orador hubiese dicho «no bello», nosotros también lo habríamos aprobado encontrándolo «nada hermoso» e incluso «horrible».

Y esto, así, siempre. Zorn es como ese compañero que todos tuvimos, ese que se sentaba en clase, generalmente en un extremo y no hablaba con nadie; que, quitando los saludos de rigor, lo inevitable, no aportaba nada; que no parecía especialmente listo, probablemente porque no lo era; que no parecía especialmente tonto, tampoco, si acaso reservado; que tenía sus propias lecturas, que no eran generalmente nuestras lecturas toda vez que los demás estábamos demasiado ocupados tratando de robarle un beso (de los constitutivos de delito) a una amiga (la de los brackets no, la otra, que no recuerdo ahora cómo se llama).

Lo que quiero decir con eso es que tal vez no sea, ese personaje, tan especial como Zorn quisiera ni su mal tal como para justificar el cáncer. Lo que sí es cierto es está magníficamente dibujado. Es lo que tiene la autobiografía; te permite alcanzar, incluso con muy poco talento, un detalle que muy pocos escritores pueden ofrecer a golpe de ficción. 

Lo mejor, sin duda, aparte del propio personaje, la crítica despiadada que hace el escritor de esa familia suya que es a su vez todas las familias como la suya, las de todo un estrato social. En ese sentido no se deja nada o no parece dejarse nada y no teme ofender a quien ahora odia mortalmente:

«¿Por amor a quién tendría que callarme? ¿Por amor a quién tendría que disimular la historia de mi vida? ¿A quién tendría que evitar sufrimientos con mi silencio?»

Bajo el signo de Marte es, en definitiva, la historia de un infeliz que un buen día descubre que TODO, absolutamente TODO, es mentira. Que la bondad, la inteligencia, el buen gusto, la educación… todo aquello que era la vida misma era en realidad nada más que cartón piedra mal coloreado, que tiene, para más inri, un huevo de pascua:

«Porque no puede existir un mundo exclusivamente feliz y armonioso; y si mi mundo juvenil fue un mundo nada más que feliz y armonioso, entonces tiene que haber sido falso y mentiroso en sus bases. Por tanto, intentaré formularlo de la siguiente manera: yo no crecí en un mundo infeliz sino en un mundo mentiroso. Y si algo es mendaz, la desgracia no se hace esperar mucho; viene por sí sola, naturalmente».

Ahí estamos: el cáncer.

«Toda mi vida fui bien educado y gentil y ésa es la razón de que desarrollara un cáncer. Y está bien así. Yo creo que cualquiera que haya sido toda su vida bien educado y cortés no merece otra cosa más que contraer un cáncer».

De lo que se deduce que el cabreo es monumental no, lo siguiente.

La culpa, pues, toda de papá y toda de mamá, que ejercieron mal. Y esto pese a saber, como sabe, que papá y mamá siempre, invariablemente, ejercen mal. Porque ser padre es ejercer mal, es hacerlo solo mal pese a querer hacerlo solo bien; es tratar de arreglar lo que no tiene arreglo estropeándolo todo inevitablemente más; educando a sus hijos de «manera totalmente equivocada», completamente fallida; provocando en sus hijos reacciones completamente opuestas a las pretendidas; siendo, siempre, decepcionado, una y otra vez; porque no se trata ya de que no exista ningún manual para ser un buen padre, es que es completamente imposible ser tal cosa. El padre es el enemigo. Al padre hay que matarlo. Un clásico, esto.

El problema de Zorn es que no quiso matar a su padre, pese a que su padre merecía morir más que muchos otros, hasta que fue demasiado tarde.

«Naturalmente, toda la educación que ellos [mis padres] me habían dado había tenido la única finalidad de ayudarme y de darme todo lo mejor que tenían. Ahora bien, ellos me habían dado lo peor que tenían, pero no podían saberlo».

Esto se traduce en que el sujeto, cuando llega a los treinta, descubre que ha malgastado su vida escuchando la música que no era ni tan siquiera la que a sus padres les gustaba sino simplemente aquella que había que escuchar porque la hoja parroquial la coronaba referencia ineludible del año. Y claro, bajón. Idem con los libros. Que, bueno, oye, podía ser peor. No es lo mismo abanderar canon a Bach que a Camela. Tampoco nacer en un suburbio que en la calle Princesa. Di tú que al final se trata de lo mal que lo lleves y Zorn lo llevó fatal.

«Yo no soy desgraciado «porque sí», yo no tuve «mala suerte», no soy infeliz por azar. Me han hecho infeliz. El hecho de ser desdichado no es el resultado de una casualidad o de un accidente, sino de una falta. No «sucedió», sino que fue producido; no es el destino, sino una culpa».

Y eso es todo. O casi, porque viendo que no se acaba de morir, escribe una breve segunda y una tercera parte en las que deja meridianamente claro que hoy sigue pensando lo mismo que pensaba ayer. Que lo comprende oye, que los padres que te tocan son los padres que te tocan y que menos mal que por lo menos tiene una herencia que le da para el seguro privado y algo más, pero que aun así me cago en la leche, que ya es mala suerte que después de pasarte media vida con depresión crónica vayas a morirte precisamente cuando puedes poner los Beatles a toda pastilla sin que te digan ni media.

De ahí el final, glorioso, de una mala hostia insuperable, de los que valen un libro entero: 
«Me declaro en estado de guerra total».

Y morirse, después.

Simplemente genial. El final, digo; el libro, simplemente bien.



«Me declaro en estado de guerra total».

Qué bestia.

lunes, 15 de febrero de 2016

‘Las relaciones peligrosas’ de Choderlos de Laclos

Debía tener yo 17 o 18 años cuando leí por primera vez esta novela. Acababa de ser seducido por la adaptación cinematográfica de Milos Forman cuando la descubrí entre el catálogo de Círculo de lectores. Es más que probable que me hubiese dado de alta en aquello sólo para hacerme con ella. La devoré, literalmente. Si la película me gustó, el libro ni les cuento. Desde el momento cero fui pasto de las llamas y es hasta hoy, hasta ayer para ser exactos, que me han durado los efectos. He tenido desde siempre, desde mucho antes de tener sentido común, sentido que debe estar por llegar, esta novela como una absoluta obra maestra de las pasiones, carnales o no, y las peores intenciones.

Los protagonistas son dos hijos de puta como pocos: ella, la viuda de Merteuil; él, el vizconde de Valmont. Los dos dedican las horas muertas del día a maquinar y destrozar vidas ajenas. Al vizconde le gusta mucho seducir (tanto o más que follar, nada menos) y un buen día se propone la imposible tarea de seducir a una devota y entregada mujer casada, la presidenta de Tourvel, que es algo así como el Everest de los amores imposibles. La seducción, caso de tener éxito, le reportará prestigio internacional, que para el que no tiene mejor cosa que hacer en todo el día está muy bien. El mérito añadido está en engañar a la pobre de la mujer toda vez que el vizconde tiene fama en los salones de de putero y mentiroso.

A la viuda la mueven los actos de venganza mucho más que la satisfacción que le pueda proporcionar el sexo, algo que su condición de mujer le pone a diario en bandeja. Para reventar el matrimonio concertado de equis hombre, pide a su buen amigo Valmont que se beneficie a la prometida del susodicho, una quinceañera recién salida de un convento que anda medio enamoriscadilla de un imberbe que también verá peligrar lo suyo. La idea es “llegarla” al matrimonio en Modo Experto en kamasutra y otras contorsiones.

Y todo esto por whatsapp, esto es, a golpe de carta. La novela es la recopilación de la correspondencia de unos y otros yendo y viniendo y confesando y llorando y reclamando. Son casi quinientas páginas del amor en sus diversas formas, empezando por la ausencia del mismo y terminando por el exceso que lleva a la muerte mortal de necesidad. Hay doscientas páginas de elegantes formas de decir te amo y otras doscientas de yo a ti no total para acabar pecando. A mayor resistencia mayor el golpe, ya se sabe. 

Hoy veo todo esto insoportable, será la edad que me avinagra. El caso es que aquello que a los veinte desataba la locura y pese que, lo reconozco, me sigue pareciendo una historia deliciosa de puro pérfida, es una novela que no me cansaré nunca de recomendar, por activa, por pasiva y por refleja, porque creo sinceramente que es, dentro del género "romántico", lo más; el caso, decía, es que hoy (por ahora) se me ha hecho un poco pesada, porque una cosa es resistirse y otra la generosa obcecación de la Tourvel que roza lo imposible pero sobre todo porque, como he insinuado, fue una novela que ya en su momento marcó un antes y un después llegando el punto que, traducción al margen, recordaba frases enteras (momentos clave por lo que general, que, para no reventarles la lectura, voy a obviar), momentos, instantes, hechos… Todo, la verdad, en definitiva: cómo se llevan a cabo las seducciones, cuáles eran los motivos de cada personaje para hacer lo que hace o cómo termina cada uno de ellos… Y esto lo digo como un cumplido, pues no soy yo bueno para esto de la memoria a largo plazo. 

La contradicción en la que entro y que, dicho sea de paso, acepto con sumo placer es que en esta segunda lectura llevada a cabo veinticinco años después de la primera ha terminado no sé si poniendo en evidencia los defectos de la novela o los míos como lector al no haber sabido envejecer (uno de los dos) del todo bien. En cualquier caso el resultado es el mismo: maravillosa historia, sí, es verdad y geniales los personajes, pero es demasiado larga y en exceso repetitiva. Se puede decir ven cien veces y se puedes contestar no otras cien, pero no es necesario contárselas todas al lector y desde luego no es necesario hacerlo con tanto detalle. Nos hacemos a la idea. Le hubiese hecho un gran favor al mundo que el recopilador de esas cartas hubiese extraviado alguna o directamente metido la tijera en la mitad.


* * * *

Por lo demás, NOTAZA para la edición de Sexto Piso, no sólo ya por la calidad habitual de estos ilustrados sino por los dibujos de Alejandra Acosta, que ha sabido reflejar con gran acierto en cuatro trazos la brutalidad de esos villanos de antología y de una historia cargada de sexualidad. Les he dejado un par de imágenes robadas de la red para que se regalen la vista.

Respecto a la traducción de David M. Copé, nada que objetar: refrescante y muy necesaria actualización de un texto que, de que cualquier otro modo, podría invitar a la espantada de tanto moderno que anda suelto por ahí y al que no le vendría mal echar un poco la vista atrás.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Una reflexión en torno a ‘El origen’ de Thomas Bernhard

Leer un clásico o, como en este caso, aquello que puede llegar a ser un clásico (que lo será, que nadie lo dude, si no lo es ya) siempre es un problema a la hora de simplemente comentarlo, no digamos ya reseñarlo. Por un lado la certeza de que ya se ha dicho todo lo que se tenía que decir; de que se ha dicho más, incluso; que se ha dicho lo que se debía y lo que no se debía, se ha analizado hasta lo enfermizo. Una llega a estos libros ya un poco harto y medio de vuelta de todo. Sabes que te va a gustar. Lo sabes, claro que lo sabes, todos lo sabemos y por eso precisamente tardamos tanto el leerlo: porque nunca es el momento perfecto; porque nunca estamos preparados para leer un libro que sabemos de antemano perfecto, pues pesa como una losa el temor a no entenderlo, de tan bueno, o de no saber apreciarlo, de tan hartos que estamos de leer tanto el Ulises total para nada. Aceptémoslo: nunca será el momento perfecto. Tampoco es que importe, realmente, porque, entrando ya en materia -esto es, en El origen− lo cierto es que no eliges o no has elegido este libro para descubrir al autor o para conocer su infancia o para comprobar si realmente es tan bueno como dicen o como tú mismo recordabas de bibliografía anterior. Eliges este libro para ser feliz el tiempo que dure. Y de hecho ya llevamos el lápiz y los marcadores en el estuche de las opiniones preconcebidas por algo. Me juego un huevo y parte del otro a que dentro de la escala del uno al diez podríamos incluso acertar hasta la centésima cuánto nos va a gustar. Esto, con perdón de El malogrado que rompe esta regla de oro; de todos aquellos libros de Bernhard que todavía no he leído, siempre y cuando hayamos leído algo suyo, porque de todo hay en la viña del señor y yo les puedo hablar de gente, la he visto con mis propios ojos, que ha llegado a cierta avanzada edad sin leer una triste coma del puto Thomas Bernhard, que ya es triste también.

Y esto es así porque es así, no porque yo lo diga yo, de modo que no se me echen encima.

Mi experiencia personal es también algo tardía, de ahí el nivel experto, y sin tirar de listado estoy bastante seguro de no haber leído ni la mitad sus libros. Tal afirmación, una vez vomitada la parrafada anterior, me convierte en el gilipollas número uno de semana, pero esa es una etiqueta que luzco con una sonrisa que no nace tanto del orgullo como de la imagen que tengo de mí mismo en un sillón de orejas disfrutando de todo aquello que todavía me queda por descubrir. Saber que tienes todavía por leer los mejores libros de Thomas Bernhard es una paja que está dos niveles por encima del orgasmo habitual y de hecho yo acompaño siempre sus lecturas con un paquete de clínex a estrenar, porque nunca se sabe.

El origen es exactamente eso. La primera vez lo leí lo hice con escaso o nulo interés, creo que fue animado por una conversación con un viejo conocido. La segunda vez nació de una necesidad. No la necesidad de leer a Bernhard que es por sí misma una necesidad deliciosa, sino por la de hacer hueco en la estantería, ocupar el espacio con alguna otra cosa; por la necesidad, en definitiva, que quitarme de una vez esta espina odiosa del campo de visión.

El caso es que El origen representa, en mi humilde opinión y quedándome todavía tanto por leer del amigo B., uno de mayores acontecimientos literarios de, no sé, mi vida, por ejemplo. 

* * * * *

Vaya por delante que estas memorias no pretenden (que palabra tan fea, pretender) ser realmente una interpretación de lo que fue sino una recreación de aquello por lo pasé; esto es, no se trata del habitual ataque de nostalgia de hogares encendidos y fiestas de pueblo tan propio de jubilados y gentes de poco contar; no se trata de la enternecedora y soporífera exaltación de la infancia sino todo lo contrario: de una búsqueda implacable y enfermiza de la razones que han hecho de nosotros lo que ahora somos, una demostración de lo demoledora que puede llegar a ser ese fugaz instante de nuestras vidas:

«En este lugar tengo que decir otra vez que anoto o incluso sólo esbozo o indico sólo cómo sentía entonces, no como pienso hoy, porque el sentimiento de entonces fue distinto de mi pensamiento de hoy, y la dificultad es, en estas notas e indicaciones, convertir el sentimiento de entonces y el pensamiento de ahora en notas e indicaciones que correspondan a los hechos de entonces, a mi experiencia como alumno, aunque, probablemente, no les hagan justicia, en cualquier caso quiero intentarlo».

Como decía, esta obra es la infancia de Bernhard, infancia en tiempos de guerra, dicho sea de paso, con todos los horrores que eso supone; infancia en la que se desarrollaba, así de feliz, el niño Bernhard:

«La época de aprender y estudiar es, principalmente, una época de pensar en el suicidio, y quien lo niega, lo ha olvidado todo. Con cuánta frecuencia, y de hecho cientos de veces, anduve por la ciudad pensando sólo en el suicidio, sólo en la extinción de mi existencia y en dónde y cómo (solo o acompañado) cometeré ese suicidio, pero esos pensamientos e intentos suscitados por todo lo que hay en esa ciudad me volvieron a llevar, una y otra vez, al internado, al calabozo del internado».

Era, Bernhard, para más inri, un amado hijo de padres responsables

«[…] nuestros progenitores, como padres, cometieron el crimen de la procreación en tanto que crimen de causar premeditadamente la desgracia de nuestra naturaleza y, en común con todos los demás, el crimen de causar la desgracia del mundo entero, cada vez más desgraciado, exactamente igual que sus mayores, y así sucesivamente».

…que recibió una educación típicamente salzburguesa (de esa forma salzburguesa de ser que tienen tantas educaciones hoy en día):

«Los profesores eran sólo los ejecutores de una sociedad corrompida y, en el fondo, siempre sólo enemiga del espíritu y, por ello, eran igualmente corrompidos y enemigos del espíritu, y sus alumnos eran estimulados por ellos a convertirse en seres tan corrompidos y enemigos del espíritu como los adultos».

Si a esto le sumamos el idílico entorno en el que fue criado…

«Esa ciudad fue siempre para mí sólo una ciudad que me atormentó, y que, sencillamente, no permitió al niño y al adolescente que entonces fui la alegría y la felicidad y la seguridad, jamás fue lo que siempre se afirma de ella, por razones comerciales o simplemente por falta de responsabilidad, un lugar en el que un joven se encuentra bien y se desarrolla bien, incluso tiene que ser alegre y feliz, los instantes de alegría y felicidad que he vivido en esa ciudad pueden contarse con los dedos, y los he pagado muy caros».

…ya nos podemos hacer una idea aproximada de hacia dónde irán los tiros. Exacto: a la nuca. 

No todo está perdido. Tal vez para Salzburgo no quepa la esperanza, pero sí para el conjunto de la sociedad si se atiende a una serie de normas básica muy sencillas tipo esta:

«La sociedad tiene que cambiar su sistema de enseñanza si quiere cambiarse, porque si no cambia y se limita y, en gran parte, se suprime, pronto llegará a su ineludible final. Pero el sistema de enseñanza debe cambiarse básicamente, no basta con cambiar algo una y otra vez, aquí y allá, todo debe cambiarse en nuestro sistema de enseñanza si no queremos que la Tierra esté poblada nada más que por seres antinaturales y destruidos y aniquilados por su antinaturaleza».

Francamente, no se me ocurre modo alguno de disculpar (me, también) la no lectura (en condiciones) de esta obra, de verdad que no. No acabo de entender, de hecho, qué hago yo aquí escribiendo ni que hacen ustedes ahí prestándome atención cuando podríamos ambos estar haciendo cosas mucho más interesantes tipo leer compulsivamente a este señor. 



«Porque realmente todo lo que hay en mí se refiere y se remonta a esa ciudad y a ese paisaje, ya puedo hacer y pensar lo que quiera, y cada vez tengo conciencia más viva de ese hecho, un día tendré una conciencia tan viva de él que, por ese hecho como conciencia, pereceré. Porque todo lo que hay en mí está a la merced de esa ciudad que es mi origen».



lunes, 8 de febrero de 2016

‘El hombre de los círculos azules’ de Fred Vargas

Han debido recomendarme a Fred Vargas, no sé, unas doscientas millones de veces. O más. Y lo han hecho lectores muy diferentes, con gustos diferentes y niveles de exigencias entre los que median abismos varios o eso me gusta pensar; lectores que parecen haber alcanzado fácilmente, diría que incluso de forma completamente contra-natura, un consenso en torno a la escritora y más concretamente la serie que nos ocupa, la protagonizada por el comisario Adamsberg. Todos repartiendo likes como locos y esperando ansiosos cada nueva entrega que, dicen, se supera día a día.

Es por ello que estaba escrito que acabaríamos encontrándonos, y eso pese a mi reticencia a leer novelas de género sobre las que llueven elogios. Está uno ya un poco harto de que le toreen, honestamente, y además el negro es un género al que me cuesta mucho volver, supongo que por haber leído demasiado y demasiado malo en el pasado, pero ese es otro tema.

El caso es que aquí estamos, Adamsberg o, si prefieren, Vargas y un servidor frente a frente. Y para no demorar la intriga les diré que esperaba más, como bastante más o así.

Cierto, es una novela que engancha, esto es, que cumple su función, esto es, que hace pasar un rato entretenido, que al final es de lo que se trata, que para octavas maravillas ya tenemos la literatura de verdad y no ese subproducto que es para muchos el género policial. Pero esto ya lo sabíamos y ya lo sabíamos porque la mitad de las veces ya leemos sabiendo lo que nos vamos a encontrar; ya leemos sabiendo que nos va a gustar; ya hemos decidido de antemano que nos vamos a enganchar. 

Pero hablemos de la novela.

La cosa va de un señor comisario de apellido Adamsberg que es medio nuevo en una comisaría de París. Le persigue una reputación intachable de casos resueltos para aburrir. Parece buena gente, es amable, en modo alguno altivo, tal vez algo distante pero del modo que lo somos los hombres dotados de un talento especial. Es el hombre que da las órdenes: olvídense por lo tanto de una proyección salvaje y futuro prometedor o de tener que pelearse con el sargento de turno, al menos en este episodio de su vida. También se trata de un hombre que parece más listo que un ajo pero que en realidad es más tonto que Picio toda vez que su sabiduría tiene demasiado, por no decir todo, de intuición y muy poco de metodología.

Tiene de bueno que no es un borracho, eso se lo concedo, que además es una cosa que durante un tiempo se tenía en este tipo de novelas como un valor añadido junto con dormir con la ropa puesta, estar divorciado y tener una amante paciente y madura, herencia del héroe americano de los noventa. Peeeeero… por otro lado y viendo que la cosa del alcohol es un recurso magnífico para humanizar y entorpecer la labor de los excelentes e infalibles profesionales y en aras de un mayor realismo, se decide que su principal aliado y a la vez compañero y en algún momento amigo, sea un hombre divorciado, borrachuzas del quince, pero también padre ejemplar y tutor de cinco niños –la mayoría propios- al más puro estilo Tribu. En cualquier caso un hombre con el que es mejor no quedar pasadas las cinco la tarde.

El caso a resolver es el que sigue: alguien pinta círculos azules en los suelos París encerrando en ellos diversos objetos inanimados. Esto que parece una estupidez (y, de hecho, lo es) no acaba de hacerle mucha gracia al bueno de Adamsberg que intuye (ahí estamos) que en cualquier momento el círculo rodeará un cadáver, motivo por el cual arranca extraoficialmente una investigación previa al crimen.

Si estuviésemos frente a una novela de corte existencial, nos la pasaríamos esperando un cuerpo del delito que nunca llega y cuestionando la cordura de las fuerzas de orden y la naturaleza. No es el caso. Más pronto que tarde aparece un cadáver y ya puede Adamsberg sacar pechito y ponerse los calzoncillos del “te lo dije”. 

Entremedias, el azar: una mujer que parece haber visto algo, un negro que todo lo contrario, una vieja medio lela que busca novio y una única pista: el olor que deja el asesino, un olor peculiar e inolvidable. Las preguntas van en ese plan: y de nariz qué tal, bien gracias, le ha llamado algo la atención, pues ahora que lo dice: y todos medio coincidiendo y sacando lo mejor de cada uno, poniendo en boca de los taberneros parisinos diálogos absolutamente vergonzosos de puro literarios que a poco estuvieron varias veces de tirarme el libro al suelo y arrancarme los ojos y vomitarme en la boca y mearse por las esquinas:

«—¿A qué [olía]? ¿A whisky? ¿A vino?
—No —dudó el dueño—, ni lo uno ni lo otro. Era algo más dulzón. Imagino más bien vasitos pequeños de licor que se van bebiendo uno tras otro en torno a una partida de cartas entre solterones, con ese estilo de toda la vida, ya sabe, y que a pesar de todo cumple su objetivo como quien no quiere la cosa».

La novela, en cualquier caso, es todo entretenimiento porque, claro, un ser humano pintando círculos azules por París no es algo se vea todos los días y por lo menos se aleja del clásico cadáver de contendor en callejón oscuro. Ah, que no lo hace. Bueno, otra vez será. En cualquier caso eso, unido a la intuición de Adamsberg −intuición de la que se abusa hasta lo enfermizo, todo hay que decirlo− nos ahorra (a Vargas y a los lectores, a todos) algo así como trescientas o cuatrocientas páginas de insufrible investigación y documentación y otras doscientas de entrevistas, lo que deja un esqueleto la mar me majo que te lo lees casi en lo que tardan en hacerte los pies o en llegar el bus, según el nivel de clase media que gastes.

«Era verdad, eso era más o menos lo que pensaba Adamsberg. Sabía que ese nuevo crimen ocurriría. Sin embargo, ni por un segundo había confiado en poder hacer algo por evitarlo. Existen fases en la investigación en las que no se puede hacer sino esperar que llegue lo irreparable para intentar extraer de ello algo nuevo. Adamsberg no tenía remordimientos».



miércoles, 3 de febrero de 2016

Resumen de lecturas ENERO 2016

Si hay un mes largo en el año, ese es enero. Para bien y para mal. Para mal, lo de siempre; para bien, muchas lecturas, demasiados libros, demasiado ruido. En general, ha sido un mes que, en lo que al sentido de este blog se refiere, ha ido de menos a más llegando al más que notable.

Esto fue enero:


La ley del menor’ de Ian McEwan

De La ley del menor ya hemos hablado y ya he dicho lo que pensaba: me decepcionó mucho, no esperando en realidad nada. En general no soy muy seguidor de McEwan, pero confiaba al menos encontrarme una novela tirando a decente; no ya la pequeña obra maestra que siempre se promete porque los libros no se venden solos, pero sí algo que fuese a olvidar en menos de un mes. No hubo suerte. La ley del menor me parece errática y aburrida y sus personajes pobres y acartonados. La ley del menor es Woody Allen en horas bajas.



La habitación de Nona’ de Cristina Fernández Cubas

Colección de relatos. Les voy a contar algo que nunca antes le había contado a nadie: no soporto los relatos. Y Cristina Fernández Cubas no es la excepción. Por un momento creí que sí, pero no. Leí este libro con sincero interés y todavía con más sincera curiosidad y pese a que en el durante la cosa era más que llevadera, en el después no quedó apenas otra cosa que el recuerdo de haber pasado un rato (eso se lo concedo) agradable. Sé que volveré a Cristina Fernández Cubas pero también sé que lo haré del modo que se vuelve a lo meramente entretenido, a lo un poco por encima de la media pero sin la calidad suficiente para lo inolvidable. A lo seguro, en definitiva, y pese a lo que tiene esto de cumplido. Que no está mal, ojo, pero tampoco bien. A destacar, eso sí, el primer relato, el que da título al libro y, si me apuran, al segundo por lo que tiene de homenaje a los inolvidables Tales from the cript.



‘Monasterio’ de Eduardo Halfon

Yo quería leer otro libro de Halfon pero se dio la casualidad que era el único que tenían en la biblioteca. No me interesó durante la lectura y no me interesó una vez terminado. Lo cerré, lo devolví y lo enterré. No sentí en ningún momento la necesidad de compartir la experiencia, ni para bien, ni para mal. Ni levantó odios y desató pasiones; fue una ausencia total de sentimientos. Halfon será, como dicen por ahí, uno de los grandes, no lo dudo, pero espero que por otras obras. Y digo esto sin ánimo de ofender o llevar la contraria. Lo digo porque Monasterio parece un libro más. Y ya son demasiados y no tiene uno ganas de andar salvando vidas y buscando virtudes bajo las alfombras.



El pequeño salvaje’ de T.C. Boyle

También hablamos de él hace nada. Venía a decir que T.C. Boyle me parecía un narrador excelente toda vez que hacía interesante lo que no lo era ni remotamente. La historia es un poco Tarzán en Teruel: niño salvaje rescatado de ambiente seguro y sumergido en civilización, resiste adaptación. Que, bueno, bien, pero es que ya había visto la película. Con todo, Boyle llamó lo bastante mi atención para llamar mi atención por otras obras suyas de compra inminente que, conociéndome, será la forma más eficaz de asegurarme su no-lectura.



‘El origen’ de Thomas Bernhard

Relectura. Palabras mayores y orgasmos múltiples. El origen es la primera parte de las memorias del escritor. No se puede escribir mejor, ni se puede insultar mejor, ni se puede odiar más. No se puede hacer mejor. Del uno al diez, un quince. El origen de Bernhard es un libro del que no hay que hablar; es un libro que hay que leer y no hacerlo debería ser constitutivo de delito porque no hay otro modo de entenderlo ni de apreciarlo y porque todo lo que no sea leer a Bernhard es hacer el imbécil. 

Me hubiera gustado escribir una reseña (idea que todavía no he descartado del todo) pero lamentablemente ha sido un mes especialmente difícil y me he visto obligado a tan injusto sacrificio.



El hombre de los círculos azules’ de Fred Vargas

Mi primer Vargas. Decepción. O mejor dicho, “decepción”. Que no disgusto, ojo. Simplemente esperaba otra cosa o, si no otra cosa, algo más. Desde luego algo mejor. Novelita de misterio, curiosa pero no gran cosa. Invita a leer más, sí, pero sólo si uno pone de su parte. He pensado que estaría bien llevarme a la cama uno de estos cada mes. Pronto empezaré el segundo. De este si hay reseña escrita, será la siguiente que publique. Cosa de un par de días.



Los papeles de Aspern’ de Henry James

Deliciosa. Henry James es un grande y Los papeles una obra magnífica. Esta novela demuestra, por comparación, un poco lo que ya sabíamos: que se escribe demasiada basura. A veces me levanto sintiendo que la literatura ha muerto. Tal vez no lo haya hecho, pero desde luego se ha vuelto absolutamente prescindible. Tenemos obras maestras más que suficientes para llenar no ya una biblioteca sino toda una vida y parte de otras. Henry James… leer a Henry James alimenta mi desprecio y eso me gusta casi tanto o más que lo que me cuenta.



El periodista deportivo’ de Richard Ford

Primer acercamiento a Bascombe. Resultado: más que satisfecho. Richard Ford, como James, hace que escribir parezca tan fácil que resulta ofensivo. Coger un personaje, un don nadie, y darle forma, pulirlo y hacernos viajar de su presente a su pasado con esa facilidad, con esa naturalidad; hacerlo todo tan creíble, tan posible, ser capaz de reflejar tantas contradicciones, de evidenciar tantos matices, de enriquecer tanto los gestos, las miradas, los silencios. El secreto de El periodista deportivo es que Richard Ford construye un personaje no ya perfecto, sino a la perfección. Lo que cuenta es lo de menos, porque lo que cuenta es la vida misma y de eso tenemos todos para aburrir; lo que importa, al menos lo que a mí me importa, es ese buen hacer que demuestra Ford a la hora de conciliar y armonizar lo que somos o creemos ser y lo que somos realmente o cómo nos ven los demás. Reinterpretar el éxito y el fracaso y ser capaz de ver las zonas oscuras de lo uno y las zonas brillantes de lo otro. 



Desgracia’ de J.M. Coetzee

Mil veces recomendado y mil veces demorado este enero parecía ser el mes perfecto para leer Desgracia. Premio. Estupenda novela que se presta a debates varios de difícil o imposible solución. Baste decir que Desgracia es mucho más que una novela que uno lee con interés, casi con avidez; es una novela que se queda ahí y a la que uno recure en sus horas muertas porque es divertido girarla y manosearla y juguetear con ella y dejar que nos haga cosquillas en las zonas grises. Es una novela que está muy lejos, pero MUY lejos de provocar indiferencia. Y eso es lo que se busca y todo lo demás es tiempo perdido y ganas de enredar.



Y todo esto acompañado de Rezzori, jodido Rezzori y la muerte de su hermano Abel, que es todo un hermano y todo un monumento y todo un libro que confío y espero terminar este mismo mes, cuando deje de inventar excusas para no enfrentarme a él.

Y en febrero….

En febrero más Vargas, más Bernhard, más James, más Boyle. Yo qué sé, lo que mejor suene. 

Este año me voy a dar un homenaje, qué coño.