viernes, 11 de noviembre de 2022

“Algún día este dolor te será útil” de Peter Cameron (Apuntes desde el recuerdo #02)


También brevemente. (Ya siempre brevemente).

Puesto que ha pasado más de un mes desde que leí esta novela, hablo prácticamente de oídas.

Dos fueron las razones para hacerlo: una, lo anterior de Cameron, Un fin de semana, resultó ser lo bastante interesante para animarme a seguir con el autor y dos, la sinopsis establecía un parecido más que razonable con El guardián entre el centeno de Salinger, libro que odié y amé por ese orden y en igual media en momentos diferentes de mi vida.

Ni qué decir tiene que de Salinger no tiene ni el blanco de los ojos, pero bienvenida sea cualquier oportunidad de sacar a pasear Su Nombre y tampoco hay que dejar que una comparación interesada nos estropee una novela corriente.

No hay mucho que decir, la verdad, que no pueda leerse en la sinopsis. Se trata de una novela ambientada en Nueva York donde un adolescente inteligente y algo irreverente trata de poner orden en su caos hormonal desafiando a las autoridades paternofiliales y dando al traste, estupidez mediante, con una historia de amor en ciernes que por otro lado tampoco tenía mucho futuro.

La historia es mero entretenimiento que no profundiza en nada y que prácticamente lo deja todo en manos del cuestionable carisma del protagonista y en una ciudad que por sí sola hace la mitad del trabajo. Ocurre que entretenimiento y levedad es exactamente lo que buscaba yo en el momento en que lo leí, por lo tanto y habida cuenta que no decepciona en absoluto no puedo tampoco entrar a criticarla con la mala hostia habitual. Eso y que no tengo tiempo ni muchas ganas y que, joder, la verdad es que apenas me acuerdo.

Leer a Peter Cameron es esto. Lo sabemos y lo aceptamos. Las reglas no pueden estar más claras.

jueves, 3 de noviembre de 2022

“Los días del abandono” de Elena Ferrante (Apuntes desde el recuerdo #01)

Esto me lo cuento más a mí que a ustedes.

Cuanto retomé la actividad bloguera (dios me perdone el exabrupto) lo hice con una doble intención: por un lado pretendía estimular mis hábitos lectores que estaban ligeramente deteriorados cuando no directamente defenestrados desde la pandemia. Por otro lado, quería dejar constancia de mis lecturas toda vez que la memoria es la que es y no parece que vaya a mejorar.

Pues bien: arranca noviembre y desde mediados de septiembre no he dicho esta boca es mía (y si lo hice fue de idéntico modo). Y aunque los libros terminados no han sido más que cuatro, lo cierto es que son cuatro libros que podría haber mencionado siquiera fugazmente.

Con esto quiero decir que hoy toca post de enmienda o lo que es lo mismo, una reseña de mierda en formato píldora para no olvidar y poco más.

miércoles, 5 de octubre de 2022

“Adiós, señor Chips” de James Hilton

Quizá hayan leído Stoner, de John Williams. Si es así, pueden seguir leyendo. En caso contrario, también, pero además les recomiendo buscar el libro. Esta novela es un poco más de lo mismo: la vida de un aburrido profesor. Y ya. Ocurre que mientras que en Stoner encontrarán, por alguna razón que no he acabado nunca de entender, una propuesta literaria absolutamente asombrosa, en Adiós, señor Chips no, porque Hilton no llega no llega y NO LLEGA. No, no es una mala novela, pero tampoco es una novela que vaya a cambiar el curso de nada. Se deja leer y de hecho se lee pero también se olvida con facilidad, que después de aburrirse es LO PEOR.

En Wikipedia, buscando información sobre el autor, —por si hubiera algo de interés que incluir en la reseña (y confiando en que esto sea lo más bajo que me vean caer este mes)— doy por casualidad con la definición perfecta de esta novela, que es considerada como “desvergonzadamente sentimental”. 

Desvergonzadamente sentimental es, desde ya, mi nueva y preferida etiqueta literaria. Vayan preparando el club de lectura. 

Insisto: poco más que añadir: la vida de un hombre cuyo mayor superpoder es ser un aburrido profesor de instituto que nace, crece, se relaciona, enviuda, se emociona, se emociona, se emociona, muere y será recordado. Para alcanzar semejante hazaña se convierte en el típico viejo profesor años treinta que alcanza un grado de moñez del calibre de invitar a café con pastas a los nuevos alumnos del instituto del que ya no es profesor total porque al vivir justo enfrente es todo nostalgia de sí mismo, que ya me dirás tú, llegada la página 100, qué mierda de nostalgia es esa.

En resumen: una novela rabiosamente entrañable y dolorosamente anodina ideal para una tarde de terraza en la que lo mejor, sin lugar a duda, será la cerveza.


Menos que reseña: fe de lectura de “Quebrada” de Mariana Travacio

Tengo pendiente de releer Como si existiese el perdón, la novela anterior de Travacio que valoré muy positivamente en su momento y de la que ahora apenas queda un recuerdo vago. Intuyo (y espero) que con Quedabra será diferente, lo cual ya es mucho decir, quizá demasiado.

La novela, narra el largo —todo lo largo que permiten 180 páginas— peregrinaje de dos seres humanos, a la sazón matrimonio, en busca de su hijo, largo tiempo perdido en el sentido que tiene dejarlo marchar para no volver. Lo que piensan y lo que viven mientras huyen (no hay otra forma de definirlo) de la quebrada en que viven, vivían, un lugar árido y terrible, sin futuro ni esperanza de tal, es el grueso de la novela. Sus sueños, esperanzas, ilusiones. Sus miedos, supersticiones y costumbres ancestrales. No esperen más. Ni ustedes ni ellos. Es una novela breve que se limita a lo imprescindible, lo cual es siempre de agradecer. El lenguaje, cuidado, preciso, a ratos poético y la ambientación, no siempre árida, son el mayor reclamo o atractivo de la novela. Lo segundo ya lo he explicado, de lo primero tienen un ejemplo más abajo.

En conclusión: una novela muy recomendable, siempre y cuando no tengan las expectativas demasiado altas.

«Acá las familias se arman y se desarman a capricho del viento, con la misma facilidad con que el cielo se compone o se descompone con nuestras tormentas. Se habla mucho, acá, pero se dice poco. Llevo años escuchando lo que cada uno quiera contarme. […] Que me entregó a los Romano, que andaban buscando un hijo. Y que ahí estuve, unos años, hasta que se murieron, en el incendio. Que me sacaron del fuego pensando que yo también me había muerto. […] Desde ese incendio, Anselmo me oficia de padre. Es que a Anselmo se le fueron los hijos y le debe haber quedado ese hueco. Así armamos las familias acá. Con lo que tenemos a mano».

martes, 4 de octubre de 2022

“Un fin de semana” de Peter Cameron

No sé ustedes, pero en mi caso la categorización de libros tiende al infinito. Hago listas o creo categorías prácticamente de todo y lo hago, además, a todas horas, compulsivamente, también por escrito. Están, por ejemplo, los libros de verano o de invierno, los libros del Sur, libros para días de lluvia o de viento, para leer al calor del hogar, libros para otros, libros para la Pascua Judía, para la Navidad, libros para la playa, para la piscina, para leer en compañía; libros para llevar siempre en el coche, libros para tener siempre a la vista, libros de mesilla, libros para prestar, para no hacerlo o para encender barbacoas. Libros que sé que no leeré jamás, libros que juro que empezaré mañana, libros que para qué nos vamos a engañar o libros Manolete pa qué te metes. Bueno, cien mil. La última incorporación, culpa de Peter Cameron, es “libros de fin de semana” (hastag #findesemana y tal) y todo por culpa de una novela homónima suya: “Un fin de semana”.

Aunque en mis sueños más húmedos los libros de fin de semana son mamotretos de Dickens o Pynchon la realidad siempre se impone y los requisitos son, por lo tanto, muy diferentes, toda vez que yo el fin de semana acostumbro a leer poco tirando a nada (quedando incluso a deber, en algunos casos). Los libros, pues, han de ser breves y han de ser ligeros; entretenidos, poco exigentes y poco más. O sea: “Un fin de semana” de Peter Cameron, por ejemplo, o cualquier colección de relatos muy breves, extremadamente breves, que tengan ustedes a mano ahora mismo. (También muy de fin de semana es todo aquello que, por su estructura, puede ser leído de cualquier manera en cualquier parte. Pienso, por ejemplo, en las novelas de Renata Adler o David Markson, si acaso alguna de ellas puede considerarse tal cosa).

Como decía, “Un fin de semana” de Peter Cameron, es perfecto para esto. Y además no es una mala novela. Se lee fácil, se lee rápido y se lee bien. Y no da vergüenza ajena. Dudo que se pueda pedir más sin caer en el ridículo.

Respecto al argumento, es bastante sencillo. Un grupo de amigos se reúnen en un fin de semana en la casa de una de las parejas (un pequeño edén) para no celebrar nada más que la vida y, en cierto modo, recodar sin querer queriendo a alguien fallecido recientemente que era a su vez familia de uno, pareja de otro y amigo de todos. Lo interesante, esto es, aquello que le da calidad a la novela, radica en descubrir o no tanto descubrir como asistir a cómo son, cómo reaccionan y cómo interactúan cuatro o cinco o seis personas que llegan a ese fin de semana sobradas de miedos, inquietudes o necesidades, pero sobre todo lo primero. Sobre una base de amor, desconfianza, secretos e inseguridades que aportan todas y cada una de las partes, se construyen una serie de tramas que Cameron hila asombrosamente bien, ajustando los diálogos al mínimo imprescindible y dejando que también los silencios aporten contenido a la narración.

Lo dicho: compleja, que no difícil, a la vez que ligera, apacible, bien escrita y bien construida novela que gira en torno a la idea amor (y cierto modo también la edad) en muchas de sus formas y desde varias perspectivas. Ha sido mi primer Cameron pero no será el último. Supongo que con eso queda todo dicho.

martes, 27 de septiembre de 2022

Esto no es una reseña de “Un hijo cualquiera” de Eduardo Halfon

En 2016, en un post que agrupaba todas las lecturas de febrero de tal año, hablé de Monasterio de Eduardo Halfon en los siguientes términos:

«Yo quería leer otro libro de Halfon pero se dio la casualidad que era el único que tenían en la biblioteca. No me interesó durante la lectura y no me interesó una vez terminado. Lo cerré, lo devolví y lo enterré. No sentí en ningún momento la necesidad de compartir la experiencia, ni para bien, ni para mal. Ni levantó odios y desató pasiones; fue una ausencia total de sentimientos. Halfon será, como dicen por ahí, uno de los grandes, no lo dudo, pero espero que por otras obras. Y digo esto sin ánimo de ofender o llevar la contraria. Lo digo porque Monasterio parece un libro más. Y ya son demasiados y no tiene uno ganas de andar salvando vidas y buscando virtudes bajo las alfombras».

Desde entonces no había vuelto a sentir interés por Halfon hasta que este año, en esta rentreé, supe de Un hijo cualquiera y del contagioso entusiasmo general que despertaba. El resultado ha sido una lectura de escaso o nulo interés, una vez más, seis años después. Denlo por cerrado y enterrado. Y no, pese a este post, tampoco en esta ocasión he sentido la necesidad de compartir la experiencia, ni para bien ni para mal. Ni ha generado odios ni ha desatado pasiones: una vez más, si ha destacado por algo, es por la ausencia total de sentimientos. Sigo sin dudar de que Halfon es de los grandes (esto no es ni remotamente cierto, pero bueno…) pero sin duda no lo es por este libro como tampoco lo fue por Monasterio. Un hijo cualquiera es un libro más, un libro cualquiera. Uno de tantos. Uno del montón (de la parte baja del montón). Quizá porque es un librito, como dicen que dijo su editor en no sé qué momento, de Caras B, la cual es una pobre excusa para justificar una colección de relatos que transitan entre lo mediocre y lo insufrible. Yo entiendo que un editor agradecido en ocasiones se debe a su escritor y que éste quiera dar salida a lo suyo a pesar de haberlo escrito en horas bajas, como también entiendo el hoy por ti y mañana por mí, pero en según que casos, como este, flaco favor se hacen.

Concluyo pues que, ni Halfon es mi escritor ni yo soy, probablemente, para él, su lector ideal. Y que ninguno hemos cambiado; que el tiempo, se ve, no pasa por nosotros. Yo es lo que me llevo. Él no sé.

miércoles, 21 de septiembre de 2022

“La familia” de Sara Mesa

Que la mejor novelista de este país tenga que ser —por imperativo categórico, se ve— Sara Mesa, es un hecho tan incuestionable como que todas las familias felices se parecen, pero las desdichadas lo son cada una a su modo.

Con esto por delante, y habida cuenta de que tal es el tema, La familia, de Sara Mesa, nos tiene que gustar sí o sí de puro miserable. No digo que nos tenga que parecer, como a Laura Fernández (periodista cultural, escritora y se ve que a ratos lectora) una “obra maestra absoluta” pero CASI. Porque esto funciona así: no puedes escribir, amor, la mejor novela española un año y al siguiente venirte abajo. El objetivo es superarse, aunque se haya tocado techo; aunque después no haya más que vacío y uno se lo tenga que inventar.

No voy a andarme con rodeos: La familia es una novela correctamente escrita sobre los horrores de formar parte de algo terrible. Y ya. Ni obra maestra ni obra extraordinaria. Ni siquiera notable. Correcta. Pero, ojo: no entendiendo, como hacen muchos, correcta como sublime (aunque viendo los estándares tampoco es de extrañar) sino como mediocre, como básica; como ajustada al mínimo exigible.

Escribo esta reseña por el mero hecho de escribirla, de dejar constancia escrita de lo opinado, por si algún día quiero volver y no me acuerdo, que es algo muy yo. La escribo, por lo tanto, sin ganas y sin tener verdaderamente nada que decir. Y digo esto casi como un insulto ya que no tener nada que decir de una novela es, de todos los males que puedan aquejarla, junto con el aburrimiento, el peor.

Y ya entrando en materia, pero sin entrar en detalle, decir que La familia la forma una madre, un padre, una hermana, dos hermanos y una prima que también es hermana. Ah, y un tío y una vecina y su hija. Muchísima gente, ya ven. Los personales se van repartiendo las (creo que) catorce partes en que está dividida la novela: todos tienen su momento estelar que es un acontecimiento especial en algún momento de su vida. El conjunto de instantes dibuja la imagen de esa familia que es, como dijimos más arriba, un horror mayúsculo porque siempre lo es ejercer la violencia hacia la infancia, ya sea física ya sea psicológica ya sea la que sea y el padre, un mentiroso, un monstruo amargado, ignorante y manipulador que dirige con brazo de hierro al resto de los miembros, es exactamente lo que hace, de una forma u otra, desde todas y cada una de las páginas de esta novela.

Con Sara Mesa siempre tengo la sensación de que no saca partido a las premisas que ella misma plantea, que pueden ser mejores o peores pero que no están exentas de interés (y supongo que de ahí y de su corrección y de la comparación con el resto del panorama literario español, su éxito inmerecido en el que nos encontramos ahora). Pero hay algo más. Se trata de algo que ya he visto en otras novelas suyas, algo para lo que no tengo suficientes tragaderas: me molesta que sus personajes, Rosa, por ejemplo, en el primer episodio de su vida, cuando recibe una llamada anónima en su centro de trabajo, se comporte como una idiota (a pesar de que —alegría— varios capítulos después demuestre no haberlo sido nunca en absoluto) frente a un problema, como si solo hubiese dos salidas y ninguna buena. El truco de Sara Mesa parece consistir en generar angustia a base de reducir el número de posibilidades. Su universo, por lo general frágil y superficial (entiendo que voluntariamente) está demasiado acotado, sometido a demasiadas restricciones y esto, claro, provoca una sensación de ansiedad en el lector; una sensación falsa, por supuesto, que éste, probablemente adocenado y adormecido, confunde con calidad.

Y de los diálogos prefiero no hablar. No puedo entender que a estas alturas sigan siento tan artificiales, tan repetitivos, vacuos e insulsos. No puedo entender que Sara Mesa siga tratando al lector como si fuese imbécil y, a excepción de Aramburu, que está cortado por el mismo patrón, nadie le diga nada: ni los libreros ni las librerías ni su editor ni Laura Fernández. No lo entiendo, de verdad. No sé por qué tengo que hacerlo siempre yo todo: Sara, por favor, ESOS DIÁLOGOS (al menos los diálogos, ya que lo otro se ve que NI MODO).

De nada.

jueves, 15 de septiembre de 2022

Breve nota de urgencia sobre Joy Williams

Esta es una hora tan buena como cualquier otra de rescatar a Joy Williams del olvido, aprovechando, además, que Seix Barral acaba de publicar su última novela (La rastra) y literariamente se tropezarán ustedes con ella a cada paso, al menos durante las próximas setenta y dos horas, que es la esperanza de vida de un libro en las principales mesas de novedades del país.

A modo de introducción y sin intención de que esto vaya a más, conviene recordar que Joy Williams tiene varias novelas en su haber, tres de la cuales han sido publicadas por Alpha Decay, lo que significa que serán unas ediciones carisísimas y con una tipografía horrible de morirte a pesar de lo cual fingiremos que no nos importa total para darnos de bruces con el cartel de no-quedan-ejemplares y hasta-aquí-hemos-llegado porque estos señores, en lo que a digital se refiere, parecen mi abuela.

Pero yo he venido aquí a hablar de otro libro. Concretamente sus Cuentos Escogidos, de Seix Barral, una colección de relatos que, ahora lo sé, son o parecen ser la Perfecta Puerta Grande de Acceso al Universo Joy Williams, un universo al que nunca me había aventurado fundamentalmente porque el relato es un género que no acostumbro (y que, sin embargo, es el que más alegrías me está dando actualmente). Pero han bastado cuatro (CUATRO) relatos de los incluidos en ese recopilatorio para desarmar todos mis prejuicios y consagrar a Williams como la gran autora que es. 

Decía que habían sido suficientes cuatro relatos para convencerme de las excelencias de JW. No es cierto. Cuando escribo estas palabras he leído cuatro, pero uno fue suficiente para hacerlo posible. Este:

“Martillo”

En un momento equis de este relato se hace mención al martillo de Chéjov, como algo que todos deberíamos saber. No se apuren, yo les cuento:

En 1898 Chéjov escribió un relato (tengo que añadir “extraordinario”) llamado “Las grosellas” en el que un tal Iván Ivánich y un tal Burkin, protegiéndose de la lluvia, llegan a la casa de un granjero llamado Aliojin que los acoge como solo los rusos saben acoger. Instalado al calor del hogar y acompañado de estos dos señores, Iván Ivánich retoma una historia que empezó a relatar tiempo atrás vaya usted a saber dónde. En ella habla de su hermano, un miserable funcionario, un hombre egoísta y avaro que, nostalgia mediante, dedica vida obra y milagros a enriquecerse, con un único objetivo: comprar una propiedad en el campo en la que poder plantar, además de los pies, groselleros, así como disponer de un lugar en el que ejercer de terrateniente, apropiándose así de un papel que solo pueden dar el dinero, la estupidez o un combinación de ambos: «Nikolái Ivánich, que cuando trabajaba en la delegación de Hacienda temía tener opiniones personales, hasta en su fuero interno, ahora sólo enunciaba verdades, con el aire de un ministro». Durante la visita a su hermano, cuando éste le presenta como deliciosas unas grosellas duras y ácidas, Iván Ivanich se sumerge en pensamientos sobre la felicidad, que en su caso siempre han estado mezclados con elementos de tristeza, lo cual le lleva a la conclusión de que «probablemente las personas felices se sienten bien sólo porque los desdichados llevan su carga en silencio; sin ese silencio, la felicidad sería imposible».

Y es entonces cuando sale el hombre del martillo:

«Detrás de la puerta de toda persona satisfecha y feliz debería haber alguien con un martillo que le recordara en todo momento con sus golpes que hay personas desdichadas, que, por muy feliz que uno sea, la vida le enseñará sus garras más tarde o más temprano, que le sobrevendrá alguna desgracia —enfermedad, pobreza, pérdida— y que nadie lo verá ni lo oirá, de la misma manera que él ahora no ve ni oye a los otros. Pero el hombre del martillo no existe, el individuo feliz vive libre de cuidados, las menudas preocupaciones de la vida le agitan tan poco como el viento los álamos, y todo va a las mil maravillas».

Dejando Las grosellas y volviendo a Martillo  (el relato de Joy Williams motivo de este post) sería del todo contraproducente en tanto que insuficiente resumir su argumento. Martillo es un relato tan completo, complejo y lleno de matices que cualquier intento de reducirlo a cuatro líneas sería una falta de respeto que inevitablemente acabaría en desastre absoluto. Con todo, me van a permitir un acercamiento. Tengo que decir que, mientras lo leía, no dejaba de tener la sensación de que en él los silencios eran mucho más importantes que las palabras, o que la clave del relato residía en un hecho casual, en algo meramente anecdótico, que no acababa de ver, como si los árboles no me estuvieran dejando ver el bosque. No fue hasta la segunda lectura y después de haber leído el de Chéjov, que cobró sentido.

En Martillo, al día siguiente de perder el trabajo por negligencia, Angela recibe la visita de su hija Darleen, huérfana de padre desde su más tierna infancia. Darleen es una alumna brillante de dieciséis años que empezó a odiar a su madre «cuando tenía once años, aumentando en teatralidad y estudiada ponzoña hasta estabilizarse a los trece, el año en que se marchó a Mount Hastings». La visita de Darleen a su madre obedece a otra huida, esta vez del instituto y ciertas ingratas tareas que prefiere evitar:

«—¿Cómo va todo en el internado?
—Han terminado la biblioteca nueva y nos han dado dos días libres para que bajemos todos los libros por la colina desde la sede vieja a la nueva. Pretenden utilizarnos como una feliz y solícita cadena humana. Yo me resisto a que me utilicen. Estoy aquí para aprender.
—Así que prefieres venir a casa —dijo Angela.
Hubo un silencio.
—Lo cual es maravilloso —dijo Angela—. Absolutamente maravilloso.
—Voy a colgar, mamá. Puedes continuar sola con tus necedades, si quieres».

ESE silencio. Todo lo que hay saber sobre la relación entre estas dos mujeres está en ese silencio. Tres palabras entre dos líneas de diálogo es todo lo que Williams necesita para construir dos personajes.

Cuando Darleen llega a casa lo hace acompañada de un hombre llamado Deke («su asistente y guía»). El resto es puro teatro. Literal y figuradamente. Deke dedica las horas que pasa entre esas cuatro paredes a criticarlo y cuestionarlo todo y todos y en un momento determinado les habla, a la madre y a la hija, del cuento de Chéjov y del hombre del martillo:

«—¿Cree que es el hombre del martillo? —dijo Angela.
Deke sonrió con modestia.
—Salta a la vista que mamá no es feliz —dijo Darleen».

Ya que no me lo preguntan les diré que, en mi opinión, la grandeza de este relato reside en que Joy Williams nos hace creer que, o bien el hombre del martillo no existe (como opina Chéjov), o bien no se le espera, como opinan Angela y Darleen en tanto que seres infelices que se odian y se temen. Solo Deke, desde su extravagancia y desde su afición a cuestionarlo todo y a todos, sonríe con modestia creyéndose martillo, cuando lo cierto es que, a ciertos niveles, en algunas vidas, en los personajes de Joy Williams, por ejemplo, la felicidad no se acompaña de fuegos artificiales, no es algo que salte a la vista, no tiene la evidencia de una carcajada. Aquí la felicidad se confunde con el paisaje hasta lo inapreciable gracias a que ésta reside en algo tan sencillo como estar acompañado una fría noche de invierno de alguien que te odia o que cree que te odia o que, simplemente ha hecho de ese odio el motor de su vida y sin él, sin ti, ni vida ni odio ni nada. La felicidad, en este relato, no es inmediata; vuelve, en forma de recuerdo de una tarde agradable, al cabo de los años, cuando ya no importa que sea demasiado tarde.

Ya no puedo ser más fan de esta mujer.

martes, 13 de septiembre de 2022

“Los Netanyahus” de Joshua Cohen (Trad. Javier Calvo)

La historia de este libro tiene como origen una anécdota de juventud que Harold “Canon” Bloom contó a Joshua Cohen cuando andaban los dos a partir un piñón. Cabe suponer, por tanto, que, una vez desechadas las capas de cebolla propias de la ficción, el fondo de asunto sea (in)fiel reflejo de la realidad, lo cual confiere un valor añadido al resultado por aquello de que la realidad supera siempre la ficción, etcétera, ya que se cuenta algo que, de puro absurdo, no creeríamos remotamente.

El protagonista es Ruben Blum, un judío que no ejerce de tal ni bajo presión familiar. Son solo años sesenta y Blum es profesor en una pequeña universidad del sur de Nueva York que peca de lo mismo que pecan el resto de las universidades del mundo, motivo por el cual la novela es una comedia descacharrante de principio a fin. En un momento determinado, y por culpa de los microrracismos propios de una comunidad que no se sabe aria, a nuestro héroe, sin estar preparado para semejante cosa, se le pide que evalúe a un candidato a profesor, nada menos que Benzion Netanyahu, historiador israelí especializado en Inquisición Española, casado con un bicho y padre de tres alcornoques (por ese orden), entre ellos el que llegará a ser primer ministro de Israel. El enfrentamiento (o, más bien, la ausencia de tal) entre un sionista militante y un judío americanizado estaría garantizado si no fuese por la pusilanimidad del segundo, no tanto a un nivel académico, donde todo queda en estupor general mal disimulado, como en lo personal, cuando, por mero capricho, los Netanyahu deciden acampar en el salón del profesor Blum, que nunca parece tener demasiados problemas.

Los Netanyahus es una novela rabiosamente divertida que trata sobre la identidad y otros pesares (hilarante la parte dedicada a la nariz judía de la hija del protagonista o cualquier momento en que patriarca israelí abre la bocaza); que presenta unos personajes originales a la vez que estereotipados en tanto que profundamente reales, y que entre broma y broma nos cuela algunas cargas de profundidad ideales para criticar prácticamente todo aquello a lo que en un momento u otro se hace referencia, léase el acomodado mundo académico, la irresoluble cuestión judía, las relaciones paternofiliales o el soterrado racismo institucional.

Termino ya.

Les voy a contar un secreto: al contrario de lo que me gusta dar a entender, acostumbro a sobrevalorar muchas de mis lecturas. Por lo tanto, todo aquello que en un momento dado —durante o inmediatamente después de la lectura— recibe una atención o una valoración inmerecida, termina, al cabo de los días, encontrando su lugar en el inframundo, no sé si por justicia divina o simple sentido común. No ha sido el caso. Andado el tiempo, la novela de Cohen (del que no se habla más porque USTEDES no quieren) ha crecido y lo que en su momento me parecía notable, ahora es un sobresaliente incontestable.

Anoten esto: Los Netanyahus (de puro “jodidamente buena”) será una de las novelas del año o no será.




- Cuando éramos jóvenes, nos lo tomábamos todo muy en serio. Todo lo que leíamos. Todas las exposiciones y con ciertos y libros. Todos aquellos poemas. Éramos gente seria que creía en las cosas. En las ideas. Con gran sinceridad. Y nuestra forma de hablar: «estética ética» y «las pasiones morales de la cultura». Nuestra forma de hablar de política: «la libertad del miedo», «la libertad de los deseos», y el hecho de que era honorable servir a tu país, y la idea de que ser escéptico hacia tu país también podía ser una forma de servirlo... Éramos muy solemnes y estábamos llenos de principios, pero también de intensidad, en relación con la democracia y el amor y la muerte, como si supiéramos qué son esas cosas...
- Me acuerdo. Éramos unos judíos como Dios manda.
- ¿Pero a ti qué te pasa? ¿Quién ha dicho nada de judíos? Estoy harta de oír hablar de judíos. Estoy hablando de nosotros.
- Lo siento.
- Lo que te intento decir, Rube, es que conocer a ese hombre horrible [Benzion Netanyahu] y a su horrible mujer me ha hecho darme cuenta de algo. Me ha hecho darme cuenta de que ya no creo en nada, y no sólo eso, sino que además no me importa. No tengo creencias y me parece bien; me parece mejor que bien, me encanta... Me encanta estar envejeciendo sin convicciones...



jueves, 8 de septiembre de 2022

Rentrée literaria 2022 (Novedades)

No son todos los que están —tal vez ni siquiera sean todos los que son— pero desde luego son muchos más de los necesarios. Me estoy refiriendo a los libros incluidos en el siguiente listado; un listado que no es otra cosa que una recopilación de todas aquellas novedades literarias que, en mayor o menor medida, han llamado mi atención (y alguna que no) y que pueden ser consideradas como parte de la Rentrée en este 2022.

Insisto: no es un listado completo, pero tampoco lo pretende. De momento, tómenlo como un borrador. Mañana no sé pero hoy tengo la sincera intención de mantenerlo actualizado con (casi) todo aquello que vaya encontrando o me vayan ustedes diciendo, si tienen a bien, en los comentarios (ya sea de blog ya sea de Facebook ya sea de Instagram).

Respecto a las ausencias más alarmantes, esto es, las novedades de editoriales como Pálido Fuego, Las afuera, Malas Tierras, Automática, Fulgencio Pimentel o Trotalibros (por poner algunos ejemplos de editoriales que sigo con interés) lamento no poder dar más información, pero es que no la tengo. Agradecido, también, si colaboran: pueden ustedes enviar títulos o directamente los libros, lo que prefieran. Cualquier aportación será bienvenida, especialmente la segunda.

Y ahora les dejo con lo importante.



Acantilado
'En memoria de la memoria' -- María Stepánova
'Cartas escogidas' -- Marcel Proust
'Decisión en Kiev' -- Karl Schlogel
'Los hombres no son islas' -- Nuccio Ordine

Alba
'En busca del tiempo perdido' -- Marcel Proust

Alfaguara
'Abejas grises' -- Andrei Kurkov
'Salvo mi corazón, todo está bien' -- Hector Abad Faciolince
'Las herederas' -- Aixa de la Cruz
'Babysitter' -- Joyce Carol Oates
'Ese día cayó en domingo' -- Sergio Ramirez

Alianza

'Gravedad cero' -- Woddy Allen
'Ucrania 22' -- Francisco Veiga
'El proceso de Roberto Lanza' -- Ronaldo Menendez

Almadía
'Yo maté a un perro en Rumanía' -- Claudia Ulloa Donoso

Alpha Decay
'Conejo maldito' -- Bora Chung
'El aristócrata' -- Ernst Weiss
'No se parece usted a nadie' -- Baudelarie/Flaubert

Altamarea
'Por qué Ucrania' -- Noam Chomsky

Anagrama
'Viaje al este' -- Christine Angot
'Justo antes del final' -- Emiliano Monge
'La familia' -- Sara Mesa
'La encomienda' -- Margarita García Robayo
'Soniechka' -- Liudmila Ulitskaya
'Diarios y cuadernos' -- Patricia Highsmith
'Diarios Vol.II' -- Rafael Chirbes

Automática
'Una carpa bajo el cielo' -- Liudmila Ulitskaya

Blackie Books
'Tostonazo' -- Santiago Lorenzo
'Canina' -- Rachel Yoder
'La ilíada liberada' -- Homero

Cabaret Voltaire
'Mi dueño y mi señor' -- François-Henri Désérable

Capitán Swing
'Islas del abandono' -- Cal Flyn

Chai
'La vida después' -- Donald Antrim

Dirty Works
'Todo lo que necesitamos del infierno' -- Harry Crews

Dos bigotes
'Mi autobiografía de Carson McCullers' -- Jean Shapland

Ediciones de aquí
'¡Nel tajo!' -- Anne F. Garréta

Ediciones del subsuelo
'Siete conferencias sobre Proust' -- Bernard de Fallois

Ediciones invisibles
'Mejillones para cenar' -- Birgit Vanderbeke

El paseo
'En busca del tiempo perdido' -- Marcel Proust
'Confusión de penas' -- Julian Blanc

Errata Naturae
'Bastarda' -- Dorothy Allison
'Clandestina' -- Marie Simon Jalowicz
'El capitalismo o el planeta' -- Frederic Lordon

Firmamento
'Ars moriendi' -- Michel Onfray

Fulgencio Pimentel
'Refugio en el tiempo' -- Gueorgui Gospodínov
'Filial' -- Serguéi Dovlátov
'La comemadre' -- Roque Larraquy
'Las palabras nunca están ahí cuando las necesitas' -- Ingmar Bergman
'Diario del perdedor' -- Eduard Limónov
'Los amantes encuadernados' -- Jaime de Armiñán

Galaxia
'De bestias y aves' -- Pilar Adon
'El sueño del caimán' -- Antonio Soler
'Mis delitos como animasl de compañía' -- Luis Mateo Diez
'La sombra del exilio' -- Norman Manea
'Amor y morriña' -- Theodor Kallifatides

Grijalbo
'Esclava de la libertad' -- Ildefonso Falconees

Hermida
'Los sueños de la primavera' -- Teru Miyamoto

Impedimenta
'Fábulas de robots' -- Stanislaw lem
'La particular memoria de Rosa Masur' -- Vladimir Vertlib
'Cegador 3' -- Mircea Cartarescu
'Viento herido' -- Carlos Casares

Insólita
'Guerra de Jade' -- Fonda Lee

La esfera
'El futuro del dinero' -- Eswand Prasad

Las afueras
'Poco hombre, Crónicas escogidas' -- Pedro Lemebel
'Una escritora en el tiempo' -- Jane Lazarre
'Sobre mi hija' -- Kim Hye-jin
'El que mejor vive es tu gato. Correspondencia' -- Wislawa Szymborska y Kornel Filipowicz

Libros del asteroide
'Un hijo cualquiera' -- Eduardo Halfon
'Antes del salto' -- Marta San Miguel
'La promesa' -- Damon Galgut

Lumen
'La postal' -- Anne Berest
'La ciudad' -- Lara Moreno
'Los alegres funerales de Alik' -- Liudmila Ulitskaya
'Mi Ucrania' -- Victora Belim
'Anteparaíso' -- Raúl Zurita

Malas tierras
'El país del humo' -- Sara Gallardo

Navona
'Cerbantes Park' -- Carlos Robles

Nórdica
'Está muerta mamá' -- Vigdis Hjort
'Cuentos completos' -- Dylan Thomas
'Compray' -- Marcel Proust

Páginas de espuma
'Mientras estamos muertos' -- José Ovejero
'Cuentos completos' -- D.H. Lawrence
'Escribir' -- Marcel Proust

Paidós
'Marcel Proust' -- Roland Barthes

Periférica
'El cuarto mundo' -- Diamela Eltit
'Juárez en Nueva Orleans' -- Yuri Herrera
'Nada más' -- Marguerite Duras

Plaza & Janés
'Cuento de hadas' -- Stephen King

Random House
'Autobiografía del algodón' -- Cristina Rivera Garza
'El pasajero y Stella Maris' -- Cormac McCarthy
'Idaho' -- Emily Rukovich

Salamandra
'Ojo de gato' -- Margaret Atwood
'Ser un hombre' -- Nicole Krauss

Seix Barral
'La rastra' -- Joy Williams
'Montevideo' -- Vila-Matas
'Tolstoi ha muerto' -- Vladimir Pozner

Sexto Piso
'Una oportunidad' -- Pablo Katchadjian
'Los chicos de Hidden Valley Road' -- Robert Kolker
'Más extraño que la bondad' -- Nick Cave
'Imágines primigenias de la religión griega' -- Karl Kerenyi
'El fin de la novela de amor' -- Vivian Gornick
'Dientes de leche' -- Lana Bastasic
'Pequeñas desgracias sin importancia' -- Miriam Toews

Siruela
'Como un espectro. Miao Dao' -- Joyce Carol Oates
'El fantasma de las palabras' -- Louise Erdrich

Sloper
'Los pies fríos' -- Beatriz García Guirardo

Taurus
'La historia de Rusia' -- Orlando Figes

Tránsito
'La palabra bonita' -- Elisa Gabbert

Trotalibros
'La tercera boda' -- Kostas Taktsís

Turner
'Entre la Venus y el cyborg' -- Naeif Yehya

Tusquets
'Vengo de ese miedo' -- Miguel Angel Oeste
'Personas decentes' -- Leonardo Padura

Vaso Roto

 






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Actualizaciones:

12/09/2022 Fulgencio Pimentel, Las afueras

lunes, 5 de septiembre de 2022

“Casas vacías” de Brenda Navarro

Esta novela parte de una premisa muy sencilla: una madre pierde un hijo. Pero literal: desaparece. Y luego hay otra lo encuentra. Miento: no lo encuentra (por encontrar no se encuentra ni a sí misma): lo roba, por guapo. Es el mismo niño, por si no había quedado claro. Después, lo esperado: DRAMÓN. Se pueden imaginar: que una madre pierda un hijo es como para no dejar de llorar en un mes tanto por lo que es como por lo que puede ser:

«Pero también pasa que a los niños los maniatan, violan, descuartizan, esclavizan, los vuelven pornografía. Pero también pasa que es posible que Daniel esté tirado en la basura, pudriéndose, oliendo mal, con cucarachas encima, con gusanos comiéndoselo».

Pero se ve que Brenda Navarro solo tiene medio corazón, de modo que retuerce el argumento hasta darle categoría de culebrón. No pierdan de vista la bolita:

La primera madre, esto es, la que pierde el hijo, está casada con un hombre que ni de cuerpo presente está ni se le espera. Pues esa madre que pierde un hijo tiene otra hija que no es hija o no la suya o no desde siempre, sino que es la hija de una cuñada que recién muere a manos de un marido hijo de puta de esos que matan a sus mujeres. El resultado es, por un lado, una madre que pierde una hija –y no contenta con eso también a su nieta cuando ésta se marcha a México con la nuera– y por otro, una nieta que pierde una madre, que pierde una abuela, que pierde a un padre al que llevan preso —y aún bueno— y que gana una madre de afecto cero y un hermano al que adora y que, vaya por Dios, le roban cuando mejor estaba («¿Qué es un hogar y de qué se conforma? ¿En dónde empezamos a ser padres e hijos?»).

Por si el drama de la madre parecía el problema.

Pero por si no fuera suficiente:

A su vez, la ladrona de niños tiene también un marido que ni es marido ni es nada, y una suegra que es el mismo demonio, motivo por el cual acabaría más sola que la una pero más contenta que unas castañuelas si no fuera porque resulta que ha robado un niño autista: que menudas noches y tal, que ya es mala suerte para una vez que roba algo.

«Y Daniel lloraba como el hombre que sabía que podía comer, dormir y llorar a la hora que se le antojara porque nosotras, aunque cansadas y somnolientas, estaríamos a sus pies. Finalmente, la realidad fue que Daniel se convertía en el carroñero que nos devoraba el tiempo y nos dejaba sudar la putrefacción que emana cuando lo humano se evapora ante el cansancio y luego, otra vez, nos volvía a comer».

La historia es tremenda, no me digan.

Luego, claro, te dicen que si a una bruja la tira Fulano al río por justa venganza y para sanearse la Economía de Aldea Remota y TE DA RISA MARISA con prosa río o sin ella.

Mucho más bicho la Brenda que la Fernanda, dónde va a parar.

La novela es un suspiro en una tarde de otoño un viajero. Un buen rato de morirte de pena y rabia con los horrores mayúsculos de todos y cada uno de los personajes, así como una forma como cualquier otra de iniciarte en la poesía de Wislawa Szymborska que salpica novela motivo por el cual (porque a Brenda, por algún motivo, esto le parece importante; quede pues de sentido homenaje) aprovecharé para terminar con ella esta reseña.



¿Pero es acaso posible
de pronto desacostumbrarse a sí mismo,
al orden del día y de la noche,
a la nieve del próximo año,
al rubor de las manzanas,
a las penas del amor,
del que nunca hay suficiente?

WISŁAWA SZYMBORSKA
Fragmento de «Minuto de silencio por Ludwika Wawrzyńska»

miércoles, 31 de agosto de 2022

“Temporada de huracanes” de Fernanda Melchor

Me he empeñado en reseñar cada lectura (de modo que no esperen las Obras Maestras de la Crítica Literaria a las que estaban acostumbrados) pero realmente no hay mucho que decir de esta novela que, según me cuentan, ha sido la obra más aplaudida y comentada en México en los últimos 5 años. “Todo un fenómeno”. Que cinco años no es nada, ya sabemos, pero AUN ASÍ.

Y es porque no me sugiera nada por lo que me cuesta entender la razón de tanto elogio y desmesura, pero qué sabré yo de literatura mexicana contemporánea más allá de Rabasa, Saldaña Paris, Ruiz Sosa, Arriaga, Bellatín, Monge, Luiselli, Enrigue, Herrera, Herbert, Velázquez, Ignacio Taibo II, Nettel, Villoro, Navarro o las reseñas en Goodreads de Julieta Venegas. Pues no les voy a engañar: nada, la verdad. Con todo, y desde la supina ignorancia, insisto: me extraña, sobremayúsculamente, que esta novela de Fernanda Melchor, que el fin y al cabo es pura forma sobre un fondo ligeramente descafeinado, haya sido lo más comentado de los últimos cinco años, sobre todo si tenemos en cuenta recientes y llamativas novelas de Ruiz Sosa o Brenda Navarro donde además del argumento el estilo es también un valor a tener en cuenta y no en menor medida que en Melchor.

Porque, las cosas como son, al final todo se reduce a doscientas veinte páginas de esto:

«Le decían la Bruja, igual que a su madre: la Bruja Chica cuando la vieja empezó el negocio de las curaciones y los maleficios, y la Bruja a secas cuando se quedó sola, allá por el año del deslave. Si acaso tuvo otro nombre, inscrito en un papel ajado por el paso del tiempo y los gusanos, oculto tal vez en uno de esos armarios que la vieja atiborraba de bolsas y trapos mugrientos y mechones de cabello arrancado y huesos y restos de comida, si alguna vez llegó a tener un nombre de pila y apellidos como el resto de la gente del pueblo fue algo que nadie supo nunca, ni siquiera las mujeres que visitaban la casa los viernes oyeron nunca que la llamara de otra manera. Era siempre tú, zonza, o tú, cabrona, o tú, pinche jija del diablo cuando quería que la Chica fuera a su lado, o que se callara, o simplemente para que se estuviera quieta debajo de la mesa y la dejara escuchar las quejas de las mujeres, los gimoteos con los que salpimentaban sus cuitas, achaques y desvelos, los sueños de parientes muertos, las broncas con aquellos aún vivos y el dinero, casi siempre era el dinero, pero también el marido, […]»

Brevemente.

La historia comienza cuando una bruja maruja es defenestrada y tirada a río. Simplificando hasta la náusea, la novela es la recreación, desde varios puntos de vista, de las maneras y los motivos de este crimen, incluyendo introducción con los sinsabores de la victimada. A medida que la novela avanza la historia retrocede en un intento de dar una respuesta coral a los desencadenantes.

El atractivo fundamental reside en el México rural que describe Melchor, que es negro como un pozo sin fondo, poblado por auténticos monstruos y donde solo hay víctimas, unas de los hombres, otras de las circunstancias. Lo rural es lo que tiene. Pero como esta película ya la hemos visto, no solo en México sino también en Knockemstiff o Yoknapatawpha, por citar solo dos lugares comunes, la sensación que se tiene a medida que se avanza en la lectura (y mira que es chiquito el libro) es que más allá del estilo, que tampoco me parece que sea para tanto, no hay mucho más ni qué rascar ni en qué profundizar. Quiero decir con esto que si ya otros lo han hecho mejor y más miserable, para qué.

Y si no es la estructura y si no la historia y si no es lenguaje entonces qué es ello que llama tanto la atención e invita a tanto elogio. Pues mira, no lo sé. Quizá lo truculento, que nos llama. Quizá que lo necesitamos, nada más: un éxito de masas o descubrir una autora agazapada tras un arbusto en algún lugar de la frontera.

O quizá simplemente está todo tan mal que ya nos vale cualquier cosa.

Con todo: México lindo. Seguiremos probando. También con Melchor.

jueves, 25 de agosto de 2022

Una aproximación a “La ciudad de los vivos” de Nicola Lagioia

Resulta sorprendente la facilidad con la que jóvenes heterosexuales italianos que por lo general no beben, no se drogan y no tienen relaciones homosexuales, se encuentran, repentinamente, cuando ellos no querían, no querían, no querían, con una copa en la mano, con raya en la mesa y con una boca en la polla.

Pues bien, a novela la Lagioia es un relato pormenorizado de esto y poco más.

También hay un crimen, cierto. De hecho, hay varios. Uno lo comenten los protagonistas, otro el autor. Mientras en primero muere alguien, en el otro se viola la intimidad de dos personas hasta un punto que supera con mucho aceptable. Sé que no es lo mismo, pero una cosa es el ejercicio de tratar de entender los motivos por los que dos seres humanos torturan y matan a un inocente cuando drogas y el alcohol proporcionan la excusa perfecta para satisfacer la perversa curiosidad de saber qué se siente al matar, y otra muy diferente el ejercicio de, amparándose en periodismo de investigación o la satisfacción personal, exponer una intimidad con la única intención —no cabe interpretarlo de otra forma— de acabar con su dignidad como justo castigo.

Me explico.

En esta novela, dividida en seis partes, se puede encontrar de todo: la primera, y hasta cierto momento de la segunda, en las que se relatan cronológica y detalladamente los hechos, o la cuarta, en que se detalla el crimen, son ejercicios que podríamos considerar brillantes, tanto por su calidad literaria, o valor periodístico como porque a mí, que a priori me importaba un cuerno esta historia, me anclaron al libro como hacía tres o cuatro días que no me ocurría. Sin embargo, la tercera parte (y algún otro fragmento, ya que en la quinta y sexta se mezcla un poco de todo), dan al traste con lo que hasta ese momento se las podía dar de ejemplar.

A Lagioia, una suerte de Carrere italiano bastante más comedido que el francés, le proponen que haga seguimiento y posterior reportaje de este crimen prácticamente el mismo día que sale a la luz. Movido por cuestiones personales (intuimos que paralelismos) que en un principio no desvela —porque ante todo el misterio, y porque al fin y al cabo de lo que se trata es de dosificar y alimentar una intriga que de otra forma no se sostiene cuatrocientas páginas— acepta el caso, que al final desemboca en este libro, libro para el que no duda en recurrir a todos cuantos trucos sean necesarios, el “yo mismo” entre ellos (1), pero también el de desnudar, literal y metafóricamente, a los culpables.

Durante cuatro años Lagioia investiga investiga investiga. Según sus propias palabras, la «reconstrucción es el fruto de un largo proceso de documentación que incluye documentos judiciales con informes periciales, escuchas telefónicas, sentencias ya definitivas, documentos de audio y de vídeo, declaraciones oficiales y entrevistas».

Pero entrevistas a quién.

Puesto que tanto los autores de crimen como sus familiares resultan prácticamente inaccesibles —fuera de programas de televisión, a los que recurren ninguneando a los cientos de periodistas anónimos que cubren el caso, entre los que se encuentra el sádico Lagioia—, como son inaccesibles, decía, no le queda otra opción que recurrir a las redes sociales. Pues bien, el capítulo tres de ese libro, que no se llama Coro porque sí, es exactamente eso: cuatrocientos chavales y no tan chavales destrozando la intimidad de los acusados, con los que no se tiene ninguna compasión. Llegamos a saberlo todo de ellos: si vienen o van, si fueron o no fueron, si bebieron y qué, si fumaron y qué, si eran pasivos o activos, si cuanto pagaban por mamada, si cuanto cobraban por mamada, si la disfrutaban, si no; si robaban, si procrastinaban, si trabajaban y en qué y cómo y por qué. Si lo que sea. Como si todo valiese, quizá porque todo vale. Como si el filtro fuese cosa del lector; como si el periodismo fuese únicamente preguntar, transcribir y puntear, lo que sea, cualquier cosa, aunque el entrevistado no tenga absolutamente nada que decir:

«ANTONELLA ZANETTI [una perfecta desconocida]: Esa mañana me topé con Luca Varani [la víctima]. Lo conozco desde hace años, íbamos juntos al colegio. Me encontraba con él cuando iba a trabajar, porque solíamos tomar el mismo transporte. Esa mañana nos vimos en el bar de la estación La Storta-Formello. Yo me tomé un café, él se compró un paquete de cigarrillos. Estuvimos charlando un rato, le pregunté qué tal estaba. «Bien», me contestó. Luego montamos en el mismo tren. Yo me senté donde suelo ponerme, mientras que él se fue al compartimento de arriba, donde están los enchufes porque tenía que recargar el móvil. Entre Appiano y Valle Aurelia, un cuarto de hora después, se asomó a las escaleras y me hizo señas. Me acerqué. Me pidió información para llegar a Tiburtina. No entendí bien si tenía que ir justo a la estación o simplemente a la zona. Luego nos despedimos, nos deseamos un buen fin de semana y no nos volvimos a ver».

Íbamos juntos al colegio. Nos vimos en un tren. No nos volvimos a ver. Me pregunto por qué lo llaman periodismo cuando quieren decir basura. Pero bueno, es lo que hay. Y lo más triste es que lo hay durante cien, doscientas páginas. Sin filtros, insisto. Lo que sea. Todo vale que por algo me lo he currado, parece decir Lagioia. Lo importante ocupa medio libro, el resto es cotilleo: qué se pone o qué se quita o si mete o es metido. Lagioia no es periodista. Lagioia es un voyeur con lápiz.

«Si se nos observa con un microscopio o por el ojo de la cerradura —dijo Marco [Prato, uno de los asesinos]—, todos tenemos un lado oscuro más o menos moral, más o menos aceptable. El mío, simplemente, ha salido a la superficie. Sí, me drogaba, pero no en exceso. Sí, tenía sexo, pero como cualquier otro treintañero. Las peticiones más extremas, las más raras, venían de los hombres de quienes me rodeaba, me las sacaban ellos. He sufrido mucha violencia para complacer a varones heterosexuales de los que me prendaba y que me hacían sentir femenina. Es obvio que, cuando se hacen de dominio público, a la conciencia colectiva esos detalles picantes le sirven para señalar con el dedo en vez de mirarse al espejo. La condena pública nos satisface porque nos mantiene alejados de nuestros monstruos, nos hace sentir íntimamente más normales. Convencido como estoy de que la normalidad es un concepto abstracto, yo eliminaría las tres primeras letras de la palabra «perversión». Son todas versiones diferentes de humanidad, distintos matices de individualidad, a veces vividas con sufrimiento.»

Ya termino. Perdonen la extensión.

Honestamente, no sé qué sentido tiene este libro si al final el autor se limita a la mera exposición de miserias. Si el centro, real y metafórico, lo marcan detalles escabrosos que tuvieron lugar semanas, meses o años antes de unos hechos que, probablemente, solo encuentren explicación en la cosificación de la que es victima el ser humano en tanto que individualismo y tal. Personalmente dudo mucho que el nivel de deshumanización que demuestran estos dos personajes con este asesinato tenga mucho que ver con aquello a lo que más atención presta Lagioia, esto es, su sexualidad o el consumo de drogas o alcohol.

Ojalá fuera todo tan sencillo; tan fácil de identificar.






(1) Al final “lo suyo” no era para tanto: el estupidismo habitual adolescente: excesos, errores y una buena dosis de arrepentimiento.

miércoles, 24 de agosto de 2022

“Sed” de Amelie Nothomb

O ya nadie se acuerda o ya a nadie le importa –seguramente porque Ensayo sobre la ceguera fagocitó su producción anterior– pero hace muchos años Saramago publicó un libro llamado El Evangelio según Jesucristo en el que el propio Jesucristo (claro) daba su versión de los hechos. Yo lo leí en la edición de Círculo de lectores, en 1992, por lo que a estas alturas mi recuerdo tiene poco de tal. Supongo que me gustó o no lo hubiese prestado (a fondo perdido, se ve) pero entonces yo era otra persona y hoy mi opinión de entonces carece de valor. Como sea. Que treinta años después Nothomb, por quien no siento especial cariño (al igual que me ocurre con Saramago), repitiese la experiencia de dar voz y voto al muchacho se me antojaba un ejercicio de nostalgia irresistible.

Esto va de las últimas horas de Jesucristo, un monologuista moderadamente gracioso haciendo balance no tanto de toda su vida como de ciertos puntuales momentos (bastante concretos, como los milagros), así como reflexiones varias en torno la vida, la muerte, el amor y otras cosas directamente relacionadas con y desde la encarnación: «el mayor logro de mi padre es la encarnación. Que un poder desencarnado tuviera la idea de inventar el cuerpo sigue siendo una gigantesca genialidad. ¿Cómo no iba a verse superado el creador por esta creación, cuyo impacto no podía prever?».

En este plan.

En general toda la primera parte, en la hace repaso de un pasado relativamente reciente (su relación con Judas, que es un agonías, por ejemplo, o la afición al vino de su santa madre) es bastante divertida. Después de eso, quizá porque va camino del Gólgota y la cruz pesa y entonces risas las justas, se pone algo más filosófico: «Si fuéramos conscientes, elegiríamos no vivir».

La humanización que lleva a cabo la escritora consiste precisamente el eliminar de raíz todo aquellos que puede haber de “divino” en él. Así es que descubrimos (por enésima vez) que hubiese preferido acabar sus días copulando sin medida con Magdalena en algún paraíso fiscal o que el misticismo nada tiene que ver con la divinidad de la que reniega en tanto que “encarnado”: su teoría es no hay mejor forma de ver y sentir a Dios que beber un trago de agua cuando se está muerto de sed (y un poco de ahí, también, el título).

...

Esto no va bien.

Miren, vamos a dejarnos de gilipolleces. Si he de ser sincero, cuanto más pienso en la novela, menos me gusta, de modo que dejémoslo aquí; que al menos nos quede un bonito recuerdo. Las novelas de Nothomb no se prestan a mucho discurso. Uno las lee, las disfruta en la medida que puede y después las olvida. Ella trabaja cuatro meses al año y yo pierdo un par horas y cuatro euros en cerveza un día de agosto en una terraza junto a mar.

A mí me parece un buen trato. No me pidan más. Y a ella, tampoco.


martes, 23 de agosto de 2022

Más que nada, menos que reseña de “Vivir abajo” de Gustavo Faverón Patriau

Los diez finalistas del III Premio Bienal Mario Vargas Llosa (también conocido como el Booker hispano) celebrado en 2019 fueron estos: Gioconda Belli, Rodrigo Blanco Calderón, Alvaro Enrigue, Mónica Lavín, Mónica Ojeda, Laura Restrepo, Alberto Ruy, Antonio Soler, Manuel Vilas y Gustavo Faverón (1). En un mundo ideal lo suyo hubiera sido leerse los diez antes de entrar a juzgar el premio en cuestión, pero la inclusión de Ordesa, de Manuel Vilas, invalida todo juicio. Ningún premio que acepte a Vilas merece respeto, no ya el mío, cualquiera, a no ser, claro, que se haga por caridad o inclusión social, algo que parece que tenemos que descartar habida cuenta de que su nombre vuelve a aparecer —junto con Faverón, Belli, Blanco, y Soler— en una no sé si tercera, cuarta o quinta vuelta.

Vaya por delante que no es de Vilas de quien quiero hablar. Si lo hago es solo por hijoputismo y para dejar meridianamente claro que, por descontado, hay escritores pero también premios de los que uno no se puede fiar y la Bienal Mario Vargas Llosa podría ser, por este motivo, uno de ellos. Partiendo de esa base y habiendo ojeado (y poco más que eso; realmente es casi todo intuición, pero eso sí, infalible, como acostumbro) los otros cuatro finalistas, puedo decir sin riesgo a equivocarme que los señores jueces de la bienal en cuestión no han estado muy finos. Porque solo hay un libro que merecía ese premio (no así la atención, seguramente) y ese libro es el de Gustavo Faverón. No tanto por su calidad o su ambición, fuera de toda duda, sino porque es el único que me he leído.

Bromas aparte: Vivir abajo es un algo (a punto he estado de decir artefacto) indefinible que se acerca peligrosamente a lo extraordinario en el estricto sentido de la palabra, es decir, como aquello que sale fuera del orden o regla general. Ya solo por eso merecería toda nuestra atención, pero es que además el tiempo, que todo lo sabe y todo lo aclara, parece haber demostrado que sí, que efectivamente, que no siempre los libros premiados (como si lo fuera, este) son libros “comprados”.

Perdonen que no entre en mucho detalle, pero es que, aparte de la puñalada trapera de los primeros párrafos, este post tiene como único objetivo dejar constancia de mi lectura para cuando el Alzheimer. Y, bueno, porque la buena literatura hay que defenderla, etcétera, etcétera, he aquí, en este post, mi única aportación (que atiende, por otro lado, a la única ley que respeto, que es la ley del mínimo esfuerzo).

La novela, sí, ya voy.

La novela en un exceso, se mire por donde se mire. En forma y en fondo, ya que estos se complementan. Violenta, oscura, negra como un sótano sin luz, está compuesta por decenas, por no decir cientos, de historias que se entretejen y se alimentan de casualidades y horrores. Literatura, cine, personajes históricos, leyendas… todo vale, todo cabe y todo, al final, cobra sentido. Dividida en cuatro partes, tras una primera impecable —una introducción simplemente perfecta, idea que se refuerza una vez terminado el libro, que pide a gritos volver a ser leído—, y de una segunda a ratos (no muchos, ojo, no se despisten) algo tediosa, todo se precipita llegada la tercera y más extensa y una cuarta que es también un epílogo en el que tal vez se dan demasiadas explicaciones, sin que esto llegue a suponer un inconveniente en ningún momento. En un viaje extenuante y exigente que solo recomiendo afrontar si se tienen tiempo y ganas, y no necesariamente por ese orden, no tanto por su dificultad, que, pese a lo que parece, al final resulta no ser tanta, o lo complejo de su estructura, que tampoco, como por cantidad de personajes e historias cuyo hilo, en algún momento, se nos obliga a retomar y relacionar.

No se me ocurre mejor elogio que manifestar el deseo —diría imperioso si no fuese que tengo demasiado pendiente— de volver al autor, volver a la editorial y, dios me perdone, también a ese premio Bienal que, excepción hecha al amienemigo Vilas, quizá oculte alguna joya todavía por descubrir.








(1) He aquí la relación completa de novelas finalistas.
1. Las fiebres de la memoria de Gioconda Belli. Publicada por Seix Barral.
2. The night de Rodrigo Blanco Calderón. Publicada por Alfaguara.
3. Ahora me rindo y eso es todo de Álvaro Enrigue. Publicada por Anagrama.
4. Vivir abajo de Gustavo Faverón Patriau. Publicada por Peisa.
5. Cuando te hablen de amor de Mónica Lavín. Publicada por Planeta.
6. Mandíbula de Mónica Ojeda Franco. Publicada por Candaya.
7. Los divinos de Laura Restrepo. Publicada por Alfaguara.
8. Los sueños de la serpiente Alberto Ruy Sánchez Lacy. Publicada por Alfaguara.
9. Sur de Antonio Soler Marcos. Publicada por Galaxia Gutenberg.
10. Ordesa de Manuel Vilas Vidal. Publicada por Alfaguara.

lunes, 22 de agosto de 2022

"El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes" de Tatiana Tibuleac

Una niña desaparece (porque siempre desaparece una niña) y el resultado es una madre castigando con siete años de silencio a su otro hijo, el mayor, que se vuelve loco de atar frente a tamaña falta de afecto, porque siempre se odia más lo más se quiere: «Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás».

Esta es la premisa.

Pasan los años; siete o así, durante los cuales papá se busca una en leotardos, mamá resucita pero la nena no. El nene, por su parte, es todo ataques de pánico e ira (a mi hermana no la nombres) ergo también candidato perfecto para el arte y la exclusión social. Y entonces la madre, promesa mediante, se lleva al crío a veranear a la tierra del queso donde ya sabemos todos que va a reconciliar porque la mitad del problema era falta de atención y tal. Es más: no se ha enfriado el motor y ya esto: «En aquel momento sentí —de forma dolorosa y fulminante— que gracias a ese blanco no la odiaba ya tanto. Que el vestido que llevaba esa mañana la había salvado, tal y como en el pasado los trapos blancos salvaban de la muerte a los desertores afortunados. Cuando salí del baño, húmedo y asustado, había perdido la guerra. Mi odio hacia mi madre, aunque no había desaparecido del todo, se había secado y lo cubría una costra, como la costra que cubre en tres días todas las heridas de las personas y en un solo día las de los perros».

Y entonces EL TEMA:

«Mi madre me llevó al campo de girasoles para anunciarme que se estaba muriendo. «Tengo cáncer, Aleksy, un cáncer maligno y rabioso», me dijo, y el día empezó a coagularse en ese mismo segundo.
Su sonrisa de tallos rotos.
El verde escurrido de sus ojos.
Su blanco de nimbo herido».

El resto de la novela son tallos rotos, historias no contadas, reconciliación y cuidados. Doscientas páginas de lento descenso a los infiernos del dolor y la pena porque a la literatura se viene a sufrir, todo lo demás son novelitas con librero al fondo. Ella y él mirándose a los ojos, queriéndose, reconciliándose también con el mundo, aprendiendo lecciones de vida y dejándolo todo perdido de recuerdos, que al final es de lo que se trata porque todo lo que no sea eso es olvido y los marcapáginas no se venden solos:

«Habría sido bonito que fuera[n] verdad. Haber tenido y haber sentido siquiera la mitad de lo que devanaba mi madre aquel sábado de aquel verano, pero los recuerdos, como todas las cosas buenas, son caros. Y nosotros —ella con mi padre, y yo— fuimos siempre unos tacaños y preferimos siempre invertir en nosotros mismos antes que en recuerdos».

Pero, lo dicho: nunca es tarde si el cáncer es terminal. La novela es todo recuerdos improvisados, turbantes enmarcados y terapeutas carísimos y en algún momento también un sueño que no viene a cuento de nada. Gusta porque tiene que gustar: porque hay padres cabrones, madres moribundas, abuelas invidentes, errores imperdonables, niñas desaparecidas, hijos ausentes, mucho arrepentimiento, cáncer, amputaciones, genuflexiones y salchichas caducadas para regalar.

Como para no gustar.

Como para no vender.

jueves, 18 de agosto de 2022

Zweig o el sopor (o “Mendel el de los libros”)

En “Mendel el de los libros” se pone Zweig en modo Vila Matas para contarnos la historia de Mendel, un señor que dedica treinta y seis años de su vida a pasarlos sentado de la mañana a la noche en la mesa de un café sin otro interés que los libros o, más bien, sin otro interés que la parte menos interesante de los libros:

«Dejando a un lado los libros, aquel hombre singular no sabía nada del mundo, pues todos los fenómenos de la existencia sólo comenzaban a ser reales para él cuando se vertían en letras, cuando se reunían en un libro y, como quien dice, se habían esterilizado. Pero tampoco leía aquellos libros para entenderlos, en su contenido espiritual y narrativo. Tan sólo su título, su precio, su aspecto, la página de créditos atraían su atención».

Hoy sería “Google el de los libros”. Ahora nos quejamos de la amenaza que supone que Google empiece a cobrar por el servicio de búsqueda pero este señor no pagaba un triste bocadillo a pesar de lo cual a Zweig le falta el canto de un duro para beatificarlo primero y ponerle un piso después. Pero eso es lo que tiene la literatura: que hace idiotas. Gente de mal vivir que, amparada por la idealización romántica de la literatura que tienen los cuatro de siempre, parasita cuantos medios culturales puede total para nada más que perpetuar su narcisismo habitual.

«Las personas no le interesaban, y de todas las pasiones humanas tal vez sólo conocía una, por cierto, la más humana de todas, la vanidad».

Pues bien, a este parásito se lo llevan preso un día porque ya sabemos que la burocracia no hace amigos y en la guerra como en el amor. Dos años después, ya fuera del campo de concentración del que sale medio idiota, vuelve a ser víctima, pero esta vez del capitalismo, que se ve que es de ciencias. Después se muere (Mendel, no el capitalismo) y entonces, como ayer, solo olvido:

«Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido».

Mendel desprecia a la sociedad y por lo tanto ésta, llegado el momento, lo desprecia a él. No es tan complicado.

Menos mal que solo tiene sesenta páginas.

En honor a la verdad tengo que reconocer que no puedo con este señor. Me aburre soberanamente. Lo admito: como escritor no puede ser más correcto ni más preciso ni más delicado. Pero Ni más aburrido. A excepción, tal vez, de aquellos Momentos Estelares de la Humanidad, que se salvan por méritos propios, el resto de su literatura no me despierta el menor interés y la poca que he leído (por razones obvias) jamás me ha dejado huella. Zweig es agua estancada. La razón por la que he leído esto de Mendel ha sido única y exclusivamente para entender el origen del nombre de un podcast que llevo escuchado un par de semanas (El café de Mendel). Fuera de eso, a este señor, yo, ya, ni con un palo.

Pero estoy divagando.

Respecto a la novela, nouvelle o relato, no hay conclusión. Se supone enésima crítica a los horrores y el absurdo de la guerra, pero desgraciadamente lo hace desde una perspectiva literaria un tanto ensimismada (más propia de poetas que de seres humanos) y por lo tanto sesgada e incompleta. E irritante.

jueves, 11 de agosto de 2022

Se busca: Género: Terror

Un día es una determinada luz la que te lleva a Grecia y al helenismo, a Tucídides, Homero, Heródoto o a sus primos hermanos y al siguiente son Faverón, con esa atmósfera increíble de "Vivir abajo" o Layla Martinez, con suya (mucho más discreta) en "Carcoma", quienes nos recuerdan que el terror SIGUE AHÍ, pese a qué, como explica muy bien Jesús Palacios en un artículo (Terror para el siglo XXI), es un género que amenazaba y supongo amenaza suicidio por culpa del buenismo actual, señal de los tiempos, por otro lado: "El género era mirado con desconfianza por editores, críticos y lectores de un nuevo siglo empapado de sensibilidad liberal, social y reformista, cuyo “buenismo” se sitúa en las antípodas del universo de muerte, crueldad, oscuridad y paranoia que resulta esencial en buena parte, si no toda, de la literatura de terror".

Pese a que me considero "fan" del género lo cierto es que no paso de mero observador. Lo fui, quizá, de una forma breve y leve durante la primera y segunda adolescencia. Nada serio. Y hasta hoy. A excepción de King (pero eso ya no tiene nada que ver con el género; es pura nostalgia de "aquellos maravillosos años") y el cine, los acercamientos han sido más bien casuales. Envidio mucho y sinceramente a esos seres humanos que realmente saben del tema, entendiendo como tales a todos aquellos capaces de recomendar, sin mirar, cinco…, no, diez novelas relativamente actuales (quiero decir: no jodan con Carmilla). No es mi caso, insisto: si me preguntan podría citar al viejo (King) o a John Connolly (permítanme este clavo ardiendo). Bueno, y "La joven ahogada" de Caitlin R. Kiernan, una novela que por alguna razón (probablemente personal) me impresionó como pocas (lo cual me recuerda lo rebuena que era la colección Insomnia de Valdemar, que terminó demasiado abruptamente cuando me quedaba por leer, únicamente, John muere al final de David Wong (pero "algún día", "lo juro")).

Pero si reviso mi historial de lecturas, entonces sí: Lehane (por Shutter Island, ojo), Joe Hill, Angela Carter (esa cámara sangrienta…), los geniales relatos de Graham Masterton recogidos en El hijo de la bestia, Ligotti, Le fanu, Jack Cady, Laird Barron o, tirando para casa, cosillas sueltas de Mariana Enriquez, Schweblin, Jasso, Bueso y Biurrum, por llamarle terror a cualquier cosa. Y poco más. Se mire por donde se mire: una mierda. Porque hablamos de, ¿cuánto?, ¿un dos por ciento? Por favor, que hablamos de diez años. Por favor, ¡que hablamos de fanatismo! Si es que NO TENGO VERGUENZA.

Y por eso, esto. Porque en algún momento (a más tardar esta misma tarde, cuando retome donde lo dejé, la semana pasada, el libro de Faverón), habría que ir mirando de ponerle remedio a tanta supina ignorancia, es por lo que voy a hacer aquello que, conociéndome, debería ser LO ÚLTIMO: rescatar lecturas pendientes (1) y pedir (con la boca pequeña de puro pánico) nuevas y renovadas recomendaciones con las que afrontar el crudo otoño que, al menos aquí, dicen que arranca mañana.

Solo un consejo: no me tomen demasiado en serio a mí, ni se tomen demasiado en serio a ustedes mismos: no quiero/busco/espero obras maestras: quiero/busco/espero solo género en vena; mero divertimento. QUÉ SI NO.








(1) A saber: Nuestra parte de noche, de Marina Enriquez; Después, de Stephen King; Un verano tenebroso, de Dan Simmons; La feria de las tinieblas, de Ray Bradbury o La casa al final de Needless Street, de Catriona Ward.