Justin Berry sale en la wikipedia. Quiero decir que es un ser humano; que existe. Cuanto tenía unos doce años Justin Berry se compró una webcam con la que empezó a hacer amigos. No tardó en desnudarse; tampoco en ganar dinero o en ver satisfecha su lista de deseos de Amazon, que para el caso es lo mismo. Creció. Le fue bien. Económicamente, al menos. Cuando lo pillaron (ese momento en el que la inocencia ya no sirve de excusa) lo dejó. Denunció. Ya no más regalitos, ni más posturitas ni más pajitas a deshoras. Ahora Justin Berry lucha contra estas terribles prácticas. El bueno de Justin.
El niño que se desnudó delante de una webcam va exactamente de lo mismo, sólo que entrando más en detalle y añadiendo pimienta a las heridas. Se novela una vida que podría perfectamente haber sido la Justin. Al fin y al cabo la novela nace cuando el escritor lee esta noticia y decide hacer algo con ella.
La historia: niño puteadito de doce años en busca de amor da con mar de pollas. Es decir: compra webcam que instala en portátil y ya tiene más amigos que destapando diez cajas de donetes. Uno de ellos, de esos amigos, es especialmente especial. Se dice cienciólogo (nada que objetar, no somos racistas: nos daría el mismo asco si se tratase de un sacerdote católico con wifi por cuenta del incauto ciudadano defensor a ultranza de marcar la x en la casilla de la declaración de la renta) y parece taaaan buena gente que casi da cosa no meterse en la cama con él. El tema es que le levanta el ánimo al bueno del niño un día sí y otro también y le explica cuatro cosas que no sabía. El nene, que se deja querer, descubre en mala hora que las lecciones no eran gratis. Ya llega, ya llega. Quítate la camiseta, quítate el pantalón, acaríciate los pezones, date la vuelta, agáchate, métete un dedito por tu infante culito.
Recuerden: doce años. Piensen en sus hijos, sobrinos, hermanos.
Pero eso es sólo el comienzo. El amigo tiene amigos y la deuda es grande. Se le enchufan veinte en hora punta: haz esto lo otro lo de más allá. Humillaciones, todas; no les cuento más, no quiero hacerles vomitar. Ahora bien, clin clin. Ahora soy tu esclavo, ahora soy tu socio y a los quince nos franquiciamos.
Estoy pensando que no sé si ahora toca hablar de las novelas denuncia.
Qué remedio, supongo.
Las novelas denuncia suenan a coñazo monumental, no me digan. Cuando supe de qué iba, esto fue lo primero que pensé: ahí viene un coñazo monumental. Este es mi prejuicio y de él no me bajo: en mi imaginario particular las novelas denuncia están más o menos a la altura de las autobiografías de enfermos (terminales o no) esperanzados y luchadores o de padres que desahogan la muerte siempre injusta de sus hijos compartiendo su dolor. Yo sé que suena bestia pero para pasarlo mal prefiero leer a Javier Marías. Lo que quiero decir es que yo, por lo general, paso de estas cosas.
Ahora bien, el libro me cayó en las manos. ¿Qué iba a hacer? Empezarlo. Y bueno, mira, quitando la necesitad del autor de provocar la arcada del lector a golpe de escatología humorística (manía de recordarnos que comía bocadillo de escupitajo verde o cucaracha al aire de primavera), el primer capítulo está lo bastante bien como para seguir adelante, que no es algo que uno pueda decir ni de todos los libros ni todos los días. Por lo menos se comprende a qué viene eso de enseñarle la pilila a un desconocido, que es algo que personalmente me cuesta bastante entender. Tenía su lógica, sin ser el dinero la excusa; ya saben: familia humilde, padres violentos, válvula de escape.
El truco para evitar la espantada del lector que pueda pensar que se la han vuelto a meter doblada (valga la redundancia), esto es, que se encuentra precisamente frente a lo que trataba de evitar —un drama humano de proporciones pélvicas o un nene llorando desconsolado por razones harto evidentes— está en el tono elegido por el autor para contar esta historia. El narrador y a la vez protagonista rebaja el dolor de un discurso inevitablemente crudo a fuerza de situarse a cierta distancia de sí mismo y los actos que tuvieron lugar, como si aquello fuese una cicatriz más que la herida abierta que cabría esperar. Una lección de la vida, en definitiva.
«Todo cuanto estoy diciendo es que quién somos nosotros para afirmar que padecer un incesto, o ser abusado o violado o lo que sea, cualquiera de esas cosas, no puede tener a largo plazo sus consecuencias positivas para un ser humano. No digo que necesariamente las tenga todo el tiempo, pero ¿quién somos nosotros para afirmar, maquinalmente, que nunca las tiene? No digo que alguien deba ser violado o abusado, ni que no se trate, mientras está ocurriendo, de algo totalmente terrible y negativo y erróneo, sin duda. Nadie insinuaría algo así. Pero eso es sólo mientras está ocurriendo. El abuso sexual o la violación o el incesto, mientras están ocurriendo. ¿Qué hay del después? ¿Qué hay del más adelante, qué hay de la imagen de conjunto, de la forma en que su espíritu lidia con lo que le ocurrió, se ajusta para lidiar con ello, y el incidente mismo pasa a formar parte de lo que ella es? Todo cuanto estoy diciendo es que no resulta imposible que, en ciertos casos, lo ocurrido pueda hacerte crecer. Hacerte más de lo que eras. Un ser humano más completo».
Más allá de esto, nada, a parte del acojone de pensar que le pueda pasar a los tuyos. Es decir, “hoy” pueden ustedes abrir la edición digital de, no sé, El país, por ejemplo, y encontrarse más o menos lo mismo en formato noticia de quinientas palabras: sin ir más lejos la de uno de veinticinco que captaba menores a través de Instagram: los chantajeaba para obligarles a hacerse fotos y más tarde mantener relaciones sexuales con él en vivo y en directo. Depredador sexual es el eufemismo de grandísimo hijo de puta.
Lo que Serralvo quiere decir con este libro es que se anden ustedes con ojo, que ser moderno no es incompatible con tener cuidado; que sobran organizaciones espontáneas de seres humanos de esas que les llevan muchos años de ventaja en esto de conocer los puntos débiles de su IP. Organizaciones locas de deseo por levantarles la falda a sus hijas. La crudeza de lo narrado se compensa con la ausencia de dramatismo (pese a lo salvaje de alguna de las escenas), algo de humor y la idea de que a los catorce uno ya sabe lo que es un paja y que masturbarse frente a un desconocido no es exactamente lo mismo que aceptar un helado de tu vecino, por más que este parezca venido del inframundo. A la novela del Serralvo se le ve el truco mucho antes de fingir que lo muestra (no quiero entrar en este detalle) pero eso está bien. En este caso, al menos, está bien. Digan NO al valor literario de la lágrima fácil.
Les voy dejando, no quiero interrumpirles; supongo que querrán ustedes hacer otra cosa tipo, no sé, revisar el historial de navegación del nene, por ejemplo.
Estimado Tongoy,
ResponderEliminarEl párrafo citado es de David Foster Wallace, "Entrevistas breves con hombres repulsivos", pags. 149-150 en la edición de bolsillo, aunque con una traducción ligeramente diferente a la de Javier Calvo...
Saludos.
No sé, hay gente para todo. De la misma manera que un tipo es capaz de escribir una obra de doscientas páginas (o más) que va de niños abusados y torturados, también hay gente que se dedica a abrir a los demás por la mitad para hurgarles en los órganos internos y esas personas son felices, a veces buenos, y presumiblemente no más morbosos que otros.
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