lunes, 27 de abril de 2015

“El gran misterio de Bow” de Israel Zangwill

«¿Israel Zangwill? ¿Quién demonios es Israel Zangwill?».

Esto me lo pregunto cuando empiezo a ver uno, dos, tres, cuatro y hasta cinco seres humanos sin más relación que yo mismo y mis circunstancias recomendar este libro, este desconocido libro, de este autor, este desconocido autor. Busco: Zangwill, Israel. Dejen que se lo ahorre: encuentro: que no es nadie. Casi nadie. Tres obras tres a lo largo de su inglesa vida de fin de siglo XIX. Tres obras tres que dice la wiki que fueron betsellers. Aquí tenemos miedo a los betsellers pero Zangwill es lo bastante feo y está lo bastante enmohecido como para igualmente resultar interesante. Miren, vean cómo nos frotamos las patitas.

Lo leemos, su libro. Lo buscamos, claro, primero, (benditas bibliotecas) y lo leemos casi inmediatamente. Y no coincidimos, casi nunca lo hacemos, con el entusiasmo general pero reconocemos que lo hemos pasado bien, suficientemente bien. Ha sido rápido y nada doloroso. Lo bueno si breve...

Edita Ardicia, por cierto. ¿Nos gusta ardicia? Ni idea. Creemos que, ahora, sí, pero no estamos seguros. Mirándoles el catálogo les vemos poquitos libros, algunos muy viejos. Eso nos gusta. Lo viejo, dijo, nos gusta. Los escritores muertos, los libros antiguos, ñam, ñan. Pero: nos preguntamos si es una de esas editoriales que recogen la mierdecilla que rechazan los demás o si son realmente cazadores de tesoros, ojos avizores. Ya nos iremos enterando. Supongo.

Me estoy liando con chorradas. Al libro.

En el distrito de Bow, el barrio de Bow, en Londres, hay una linda casita y en la linda casita una dulce viuda y en la dulce viuda un tierno corazón de casera que alberga dos inquilinos:

«La señora Drabdump era viuda. Las viudas no nacen, sino que se hacen; de otro modo uno habría imaginado que la señora Drabdump siempre lo había sido. La naturaleza le había dado esa figura alta y enjuta y ese rostro pálido y alargado, de labios estrechos, mirada dura y peinado dolorosamente tieso que se asocian siempre a la viudez en la clase baja. Solo en los círculos sociales más altos las mujeres pueden perder a sus maridos y seguir siendo encantadoras».

Digamos que los inquilinos son, imaginando que los nombres les traerán si cuidado, Uno y Otro. Por ejemplo. Un día, muy temprano, Otro se va a trabajar mientras Uno sigue durmiendo porque es de mejor cuna y no necesita darse los madrugones de Otro. Con todo, la viudita, que se ha quedado dormida toda ella, intenta despertarlo a base de golpes en las puertas. Uno no responde. Ella hace el té. Espera. Insiste. Uno, ni caso. Asustada (miedos de viudas) va corriendo a avisar a su vecino, un viejo y lauredado detective ahora retirado y recien despertado. Venga, venga. Voy, voy. Llegan, llaman, son ignorados. Echan la puerta, que está cerrada por dentro, abajo. Sobre la cama, Uno. El cadáver de Uno. Gritos y tal. Fin del capítulo. Del capítulo uno.

Esto se publicó por entregas. Fue un éxito arrollador, dicen. El autor, un tipo la mar de simpático, cuenta, al final del libro, que estuvo recibiendo cartas durante todo el tiempo que duró la publicación del libro (son trece capítulos, si no recuerdo mal); cartas en las que los lectores hacían cábalas sobre la identidad del asesino: puede ser este, otro, Otro o el de más allá. Cuenta el autor que no acertó ni el gato. Nada, cero. Igualito que en Twin Peaks, que si no lo ves no lo crees. Y hete aquí la razón del éxito, supongo.

Es decir: habitación cerrada por dentro, a cal y canto todita ella y señor en cama degollado. Misterio de “cuarto cerrado”, pues, eso tan teatral que tanto nos gusta y que hace siempre nuestras delicias. Tiene de especial también que Borges la mencionó nosécuándo, que es mucho más de los nos va a pasar a muchos.

La novela es fundamentalmente humor y togas; humor elegante, inglés, del que se desliza sin querer queriendo entre la líneas del texto. La novela está plagada de personajes que tantos años de plagios y teleseries condenan ahora a caer en el tópico: que si el detective retirado, el sospechoso de irritantes muecas culpables que ya suponemos en el fondo inocente, la novia del sospechoso, el poeta sin capital y su permanente búsqueda de la belleza, la novia del poeta, la otra novia del poeta, el zapatero, la mujer del zapatero, el policía, el juez, los abogados, el jurado… 

«Sin duda, el humor abunda demasiado. Las novelas de misterio deben ser sobrias y formales. Debería predominar en ellas una atmósfera de terror y asombro, como la que Poe consigue crear. El humor es una salida de tono; resultaría más artístico mantener una nota sombría en su lugar. Pero en aquella época yo era realista, y en la vida real los misterios ocurren a personas reales, con sus peculiares sentidos del humor, y las circunstancias más intrigantes son susceptibles de mezclarse con otras más cómicas». (Nota del autor)

La novela es la investigación, también. En realidad es más una a-ratos-interminable exposición de hechos, ya que no hay pruebas ni pistas ni nada que invite a creer que el asesino no ha sido una aparición, un ángel del señor hecho carne que, guillette en mano, ha venido a dibujarle una sonrisa carmesí al lindo cadáver. La novela son las ganas de saber qué demonios pasó, cómo fue aquello, cómo pudo ser. Es un encadenar un sospechoso tras otro. La novela es entretenimiento (fundamental, esto) pero también es demasiado corta para ser mucho más y su encanto tiene su origen -más que en lo original del planteamiento o la fuerza de sus argumentos- en la nostalgia de tiempos pasados y cierto sabor a clásico injustamente olvidado que todo arrojado lector salvador de causas perdidas no dudará en rescatar.


lunes, 20 de abril de 2015

“Técnicas de iluminación” de Eloy Tizón [o esa espinita]

Dejen que les hable de una espinita. Pero no ahora. Tengan paciencia; denme unos minutos. Lo primero es lo primero.

De todos los relatos incluidos en este recopilatorio hay uno que me gusta especialmente. Entiéndanme: lo que quiero decir cuando digo que me gusta especialmente es que “me gusta” especialmente. Me gusta, ¿lo pillán?: me gusta. Es un matiz sutil.

Las cartas sobre la mesa: les habla un lector lleno de prejuicios. Pero también un lector que está, por lo general, más que dispuesto a enfrentarse a un libro que no las tiene todas consigo o que no las quiere todas conmigo. Y esto pese a que se supone que uno se pone los calzoncillos que le gustan, los calcetines que le gustan y el jersey que le regaló su madre en Navidad. Es de cajón que uno tiende a elegir, también, los libros que cree que le van a gustar. Se supone, digo. El objetivo no otro que leerlos, disfrutarlos, terminarlos; decir: gran libro. Decirlo así, sí: gran libro. O CALLAR. Marcharse a casa, hacer la cena a los niños y dormir como un lirón mientras la crítica salvaje (¡gran libro!) se hace sedimento en la red (o, si hemos optado por el silencio administrativo, cae al suelo alfombrado del salón). 

Hablo de esa crítica. La de decir ¡bien! y orgasmar en público inmediatamente después. O decir pichí-pichí con gran respeto y solemnidad. Reconocer que, bueno, tal vez, tal vez, TAAAL VEEEZ, el autor no esté pasando por su mejor momento. O nosotros, que no tenemos el día, que es una disculpa que también se da mucho.

Asquísimo.

Yo no sé a qué imbécil se le ha ocurrido que de algo así no se puede hacer mofa. 

Aquí no nos importa decir NO. Esm ás, lo confesamos sin asomo de rubor: nos pone un poquito bastante decir NO toda vez que no buscamos prosperar: no queremos escribir, publicar, conocer agentes, recoger firmas, interactuar con letrados, robar lápices en el ikea, asistir a presentaciones literarias. Aquí solo queremos pasarlo bien y de vez en cuando buscar alguna excusa para sacar la mala hostia.

Y Eloy Tizón es, para esto, simplemente PERFECTO.

Vayamos al libro. Decía más arriba que de todos los relatos hay uno que me llama especialmente la atención. Se trata de Alrededor de la boda. Voy a centrar la reseña en ese cuento por motivos harto evidentes: porque sí y porque también (lo de la mala hostia y tal) y para compensar tanta crítica vaga, entusiasta o directamente complaciente. Les voy a contar, con cierto lujo de detalle, a qué he dedicado diez miserables minutos de mi vida, minutos que nunca podré recuperar, dicho sea de paso. 

No pierdan de vista la bolita.

En Alrededor de una boda, una joven invita a su boda a tres sorprendidos amigos con los que apenas sí ha cruzado media palabra en tantos y tantos años de estudios universitarios. Ellos dicen sí. Total qué más da. «¿Asistir a la boda de una desconocida?, pensó Rodrigo. ¿Y por qué no?, pensó Mario. Aquel fin de semana quedaba todavía lejos y no teníamos nada mejor que hacer, pensó Samuel».

Con tanto pensamiento, el relato promete. No me digan, menudas cargas de profundidad. De hecho es lo único que hace: prometer. Todo el relato es uno esperando que ocurra algo. Me refiero a algo que no sea lo que todos sabemos de las bodas, porque otra cosa no, pero tópicos… todos y más. Ahora, ideas: cero.

«Como no conocemos a nadie y nadie nos conoce a nosotros, nos colocan en la mesa de los solteros, rodeados de solteros y solteras.»
«Y los dos estaban enamorados y se alejaban flotando hacia el futuro y la vida en común envueltos en el aroma desfalleciente de las flores, los centros de mesa, las botellas de champán, el humo de las velas y la marihuana fumada y toda la música tristísima de los altavoces, esa música de boda, ni buena ni mala, pero con algo hueco y horrible, capaz de arañarte el corazón y hacerte sangrar al menor descuido».
«Un niño en forma de pera, muerto de sueño, se quedó dormido en su silla, desmadejado contra el respaldo, y una anciana leñosa, como hecha toda ella de arpillera y varillas de paraguas, lo señaló con el índice y exclamó: Inocente».
«El champán seguía corriendo alegremente, los músicos continuaban tocando igual que si peleasen» 

Podría poner doscientas citas más, una por párrafo y serían toditas igual de interesantes. Las citas de Eloy Tizón tienen algo especial, algo que las hace inconfundibles: demuestran un extraordinario conocimiento del alma humana y tienen un maravilloso efecto narcótico.

El relato sigue. Eloy se demuestra incansable. El lector, inconsolable, se retuerce (alguno incluso de placer, que hay gente para todo). Los chicos, la boda, los bailes, las lágrimas de despedida, los aplausos, los borrachos. TODO. Las chicas, etiquetadas solteras de boda y sus atardeceres, también:

«Y las chicas protestaron y tenían tanto frío debajo de sus vestidos escasos sujetos con tirantes que sin ponemos de acuerdo los tres amigos nos quitamos las chaquetas al unísono y se las pusimos como galanes anticuados sobre los hombros desnudos, así las arropamos».
«Así termina la boda de nuestra amiga Sofía en Múdela, cuando los seis permanecemos un rato inmóviles saboreando el instante, la respiración del mundo, el silencio sin fisuras, tan solo un grillo a lo lejos». 

Y ya está. Eso es todo. No me dejo nada. No he descubierto nada. No hay NADA.


MODO PUBLICIDAD ON

Desde el martes y hasta finales de junio Eloy Tizón impartirá un curso de relato breve en Hotel Kafka. 30 horas, 450 euros. Vayan ustedes. Aprendan del maestro. Escriban su propio relato sobre el bautizo de su sobrino o el cumpleaños de tu hermanito en el parque de bolas de la esquina. Revienten la taquilla. 

MODO PUBLICIDAD OFF


El recopilatorio se compone de diez relatos. Este es casi el mejor. El menos forzado, seguro (el resto es Tizón haciendo posturitas y sobre él cabría hacer otra reseña pero malditas las ganas). Es un relato que les costará olvidar. Ustedes terminarán el libro y el cuento sobre la boda de Sofía seguirá ahí, imperturbable, cual monolito. Ustedes cenarán y dormirán doce mil veces, conocerán a su futura pareja, se casarán, tendrán hijos, nietos, serán testigos de huracanes, tifones, crisis económicas, hambrunas, seis cambios de papa, conocerán y olvidarán el nombre de ochocientos cuarenta y tres ministros, comerán bizcochitos a escondidas, enterrarán cuatro gatos y dos perros… harán, en definitiva, todo lo que hay que hacer (alguno incluso sin perder la compostura) pero todos sus esfuerzos serán en vano porque el cuento de la boda de Sofía seguirá ahí, recordándoles que, a día de hoy y probablemente mañana también, Eloy Tizón es y seguirá siendo considerado por la crítica, por sus colegas, por sus lectores por completos desconocidos y por su prima de Teruel, que lo ha visto crecer, como uno de los mejores escritores de su generación. 

Y ustedes no.

Esa espinita.


martes, 14 de abril de 2015

‘Sueños de trenes’ de Denis Johnson

Aunque ocasionalmente lo haga, no soy amigo de releer. Sí partidario, no amigo. Al igual que tantos —Nabokov entre otros muchos— soy de la opinión de que es en la segunda lectura de un libro donde todo, todo, se decide. Todo crítico que se precie (no el crítico cabaretero de blog, ese no cuenta para nada) debería leer dos veces, mínimo, el libro que fuese a reseñar. Pero tenemos tanta prisa, verdad, tanto que leer y tanto que hacer. Y yo el primero. 

Mi primera lectura de Sueños de trenes fue, digamos, decepcionante. Había escuchado maravillas (ya estamos…) y claro, expectativas que no se cumplen, sospechas, sentimiento de culpa… ¿Seré yo, señor, seré yo? No, qué voy a ser yo. Pues bien, a pesar de ello, hoy me he levantado profesional y me he dicho: léetelo otra vez, Tongoy, cojones, que no se diga. Y a ello fui y en ello estuve (ayuda que sean cuatro páginas) escasas dos horas, tres cafés, dos tostadas y el tiempo de un cigarrillo de esos que ya no fumo.

La novela no lo vale, las dos lecturas, el tiempo invertido. No lo vale. La novela está bien, quiero decir, se lee. Se lee dos veces, tres, se puede leer veintisiete veces si se desea, pero no lo vale. Porque la novela no es otra cosa que esto: 

La novela es un señor y su vida. Finales del siglo XIX, comienzos del XX. Oeste americano. Lo que se hace: se talan árboles, se cortan, se preparan, se trasladan. Se tienden puentes, se tienden vías. Se cruzan trenes a la otra orilla. A eso se dedica el protagonista. A eso y a: casarse, tener una hija, perder una hija, perder a su mujer, perderlo todo, volverse loco, recuperar la cordura, dejar los trenes, construir una casa, otra. Más cosas que tiene que ver unas veces con la soledad y otras veces no.

Lo que hace Grainier (el protagonista) es levantarse, digamos, las veces que haga falta. Vivir.

Pero seamos justos: no es así de simple.

La novela utiliza la biografía de un hombre como excusa para biografiar un momento concreto: el fin de una era. El final de la inocencia. El final del libro lo deja claro: «Y de pronto todo se volvió negro. Y aquella época desapareció para siempre».

«Grainier vivió más de ochenta años, hasta bien entrada la década de 1960. Durante su vida viajó en dirección oeste hasta quedarse a siete kilómetros del Pacífico, aunque jamás llegó a ver el océano, y en dirección este hasta la población de Libby, que ya estaba a sesenta kilómetros dentro de Montana. Tuvo una única amante su mujer, Gladys—, fue propietario de media hectárea de tierra, dos yeguas y un carromato. Jamás se emborrachó. Jamás adquirió un arma de fuego ni habló por teléfono. Viajó habitualmente en tren, muchas veces en automóvil y una vez en avioneta. Durante la última década de su vida vio la televisión siempre que iba por el pueblo. Jamás averiguó quiénes eran sus padres y no dejó ningún heredero».

Es innegable (o algo así) que Johnson logra transmitir con acierto lo que aquello debió ser (casi digo fue). La vida de este hombre, dentro de la sencillez, o precisamente gracias a, parece una forma bastante acertada de aproximarnos al espíritu de la época, de un tiempo en el que todo parecía posible sin serlo necesariamente. Lo que tampoco puedo negar es que a la novela le falta vida y le falta espacio para respirar: se habla de grandes praderas, pero no las vemos; se habla de tierras calcinadas, pero no las olemos; se habla de muertes, pero no las sentimos. Incluso los reencuentros (importantes reencuentros) pasan sin pena ni gloria. A Grainier le falta vida y eso se transmite a la novela. Los personajes secundarios son meros estereotipos sin profundidad, poco más que atrezzo.

No sé, sinceramente, qué hace de esta novela el clásico del que habla Rodrigo Fresán (parece que si lo dice Fresán ya está, como si Fresán, ahora Institucionalizado, ya no necesitase argumentar):

«No hay duda: un clásico instantáneo y, en lo formal, una de las muestras más acabadas de aquello que Henry James celebraba como «la hermosa y bendita nouvelle». Algo que enseguida se ubica y acomoda sin problemas dentro de la gran tradición de su país y parece evocar las serpenteantes raíces de Nathaniel Hawthorne y Herman Melville, el tronco del más noble Ernest Hemingway y de la más estoica Flannery O’Connor, y las ramas electrificadas de Robert Stone y Barry Hannah, así como el tránsito y trance del luminoso cine con voz en off de Terrence Malick o el oscuro fraseo y humor fronterizo y espiritualidad sin fronteras de ciertas baladas con la voz de Johnny Cash. Y algo que -digámoslo- también convierte a buena parte de lo que hace el más celebrado Cormac McCarthy (excepción hecha de «Meridiano de sangre») en materia mucho más tramposa y afectada y fácil y efectista».
Hawthorne, Melville, O´Connor, Malick, Cash, McCarthy, Stone, Hemingway… Lo de siempre: plagarlo de nombre ilustres y dejar que sea el lector el que se ocupe de las asociaciones. Lo siento, no me vale. ‘Sueños de trenes’ se lee, pero no brilla ni frotando.



miércoles, 8 de abril de 2015

‘El año del desierto’ de Pedro Mairal

Se dice: estupenda novela de corte y confección apocalíptica. Se dice: genial. Se dice: obra maestra. Se dicen: muchas tonterías.

De obra maestra, nada. De buena novela, poco. De errores vulgares: para regalar.

Lo cierto es que esta novela, quitando lo atractivo del argumento y lo (a ratos) efectivo del desarrollo, no hay por dónde cogerla. 

Esto es así porque es así. Y ya. Pero voy a desarrollarlo un poco.

El año del desierto va de esto:

Buenos Aries querido. La protagonista es recepcionista de una empresa de inversiones o no sé qué. La historia comienza un día que ella espera a su novio y se producen revueltas en las calles por cosas que tienen que ven con desacuerdos y tal y su novio no acaba de llegar. Ese drama. Bueno, tanto da, no es el tema. Las revueltas crecen, la situación se extrema. Violencia engendra violencia. Un día dejan de funcionar los ordenadores, otro los teléfonos. Otro día te quedas en casa, no te vayan a zurrar por el camino y descubres que el agua está dejando de ser potable y que tanta epidemia y tanta rata suelta no puede ser bueno. Lo habitual: problemas de abastecimiento, etcétera. La población, amenazada, se refugia en los edificios y así no se puede dormir.

Mientras tanto, la Intemperie avanza.

La intemperie es un algo abstracto que se va comiendo los edificios y va asediando la capital. Donde había estructuras, ahora hay baldíos. Esto es: emigración. Esto es: masificación. Esto es: hambruna. 

La primera parte de la novela es una suerte de versión ampliada de aquella novela de Ballard llamada Rascacielos que comentamos en su momento por AQUÍ. Pues bien, la cosa es un barrio haciéndose fuerte frente al mundo: se hacen túneles, se tienden puentes entre edificios, se levantan alambradas, se derriban paredes, se viola la intimidad, se protege de un exterior hiperviolento y ahora desconocido. Hasta que un buen día la-nena-buscando-a-su-churri-cual-Marco-enamorado da con una puerta a la calle, igualito que el amigo Carrey en El show de Truman, y descubre que no es para tanto la cosa. 

Y echa a andar.

Y aquí, más o menos por aquí, es cuando la novela se pierde.

Porque es a partir de este momento que la novela deja clara su intención: retroceder en el tiempo. A medida que la protagonista avanza, la sociedad retrocede. De la era tecnológica a la edad de piedra. Literalmente. El hombre, en su lucha por la supervivencia, descubre que, frente a la falta de antibióticos, no hay como la medicina natural. Para Mairal parece que de esto al taparrabos median doce meses.

Y oye, tampoco es eso. Qué necesidad, pregunto. 

Con esto se descarta la posibilidad de leer una novela de ciencia ficción toda vez que el esfuerzo por construir una ficción apocalíptica creíble ni existe ni se la espera. Todo es focalizar la acción sobre un personaje que será testigo de la pérdida (gratuita, siempre) de valores, conocimientos y lenguaje y todo en el plazo de un año. Y digo gratuita porque en ningún momento, repito, en ningún momento, se explican las razones de, por ejemplo, el resurgir del machismo o la enfermiza devoción religiosa de curas que dan de espaldas la misa en latín. 

«—Lo que se llamó tecnología y progreso no fue más que la mano siniestra del capitalismo salvaje. Hay que volver a la tierra y a las manos. Las máquinas les quitan el trabajo a los hombres, la ciencia nos quita el pan de las manos, la ciencia todo lo pudre».
[…]
«—Si el país sale adelante, será a pulso, con la fuerza de los brazos, no de las máquinas. Sólo a partir de la simpleza podremos volver a comenzar un país más justo. Sin armas de fuego que vuelven cobardes a los hombres. Sólo desde esa lucha cuerpo a cuerpo y con la gracia de Dios podremos defender valientemente nuestra dignidad».
[…]
«—La desaparición de nuestras ciudades no es más que la gracia de Dios manifestándose, mostrándonos el camino verdadero, extirpando los cánceres de corrupción de las urbes pecaminosas. Dios nos ama y nos bendice y nos ha enviado a Juan Martín Celestes como un instrumento de su salvación».

Cuando digo que la novela no se sostiene (si acaso he llegado a decir tal cosa) es porque una vez descartada la premisa inicial, esto es, la razón por la que estábamos leyendo, todo lo que queda es un inmenso chiste, un chiste de proporciones legendarias: toda la gracia consiste en ver cómo ha sido la evolución del ser humano que llegando del mar (origen de la vida) ha ido evolucionando a lo que es ahora: un mono mirando un móvil. 

«Me volví bastante hábil. Yo, que unos meses atrás atendía teléfonos en una oficina con piso de moquette, que traducía cartas al inglés vestida con mi tailleur azul y mis sandalias, ahora hundía las manos en la sangre caliente, separaba vísceras, abría al medio los animales, despellejaba, buscaba coyunturas con el filo».

Podemos buscar alegorías pero también podemos no hacerlo.

El caso es yo venía a leer una novela sobre el fin del mundo, no a recibir una lección de historia. Esto me molesta un poco, he de confesarlo, porque tampoco es como si el viaje hubiese sido absolutamente genial y maravilloso y valiese la pena el esfuerzo sólo por asistir a lo que estaba teniendo lugar entre sus demasiadas páginas. Me siento estafado, además, toda vez que, como decía más arriba, la involución reflejada es completamente gratuita y no atiende a más razones que las que marca la línea del tiempo de alguna enciclopedia digital:

«Cuando llevábamos más de una semana de marcha, entramos en una zona dominada por la tribu de los turfes, que vivían bajo tierra en cuevas redondas. Habían olvidado por completo el castellano. Domesticaban ñandúes y arrastraban las cosas con sogas, como si hubiesen olvidado también la rueda».

Es por esto que dicen por ahí que El año del desierto es un rewind de la historia (argentina). Y dicen verdad. Pero es un rewind fallido desde el momento (y lamento insistir) en el que hay que aceptar pulpo como animal de compañía. Estamos muy acostumbrados a buscar y condenar a voz en grito fallos en los guiones cinematográficos y sin embargo no tenemos problema en obviar la inmensa cagada que esta novela, que más allá del divertimento general, ocasional, y la prometedora primera mitad, se limita a construir una ficción a golpe de escenas unidas por un débil hilo argumental que lo mismo se podía haber ahorrado el bueno de Pedro. Total para qué.

«Apo se ausentó una tarde y apareció al día siguiente; la vimos salir del monte con el hijo en brazos. Se había internado a parir sola en la espesura. Cuando mostró que el bebé era varón, las mujeres hicieron un gran escándalo contra los hombres. Parecían culparlos de algo, y ellos bajaban la cabeza arrepentidos. Era una vieja creencia de la que supe después: en los tiempos antiguos las mujeres parían mujeres y los hombres parían hombres. Así fue siempre hasta que un grupo de hombres descuidó a sus recién nacidos para ir de caza durante varios días. Al regresar encontraron a sus hijos muertos. Entonces los dioses decidieron que los varones no eran capaces de gestar a sus hijos. A partir de ese momento las mujeres debieron gestar tanto mujeres como varones. Por eso, cada vez que nacía un varón, se les recordaba esa creencia a los hombres, reprochándoles que esa mujer había tenido que hacer el trabajo de ellos».


domingo, 5 de abril de 2015

“El idioma materno” de Fabio Morábito

Cabría preguntarse qué interés puede tener para esa especie en peligro de extinción que es el lector de blogs, lo que el autor de un espacio dedicado a las reseñas literarias le pueda contar sobre su propia experiencia lectora. Probablemente —más que probable, seguramente— nada.

A mí personalmente —y aunque he caído en ello en innumerables ocasiones— suelen aburrirme asquerosamente todas aquellas historias que, prescindiendo del humor (porque, ah, si hay humor, ya es otra cosa), hablan de cómo llega uno a un libro o qué ha significado para él ese libro o qué le iba pasando con el dichoso libro a medida que lo leía. Suelen ser relatos adormecedoramente tiernos, emotivos y vilamatinamente plagados de casualidades. Yo, si no hay humor o violencia, bajo discreta e inmisericordemente la vista hasta llegar al último párrafo, que suele ser el que guarda la información relevante: si te ha gustado o no te ha gustado la novelita, pollo.

Esto lo digo porque El idioma materno, es, de alguna manera, Morábito en modo blogger (artículos de entre 350 y 400 palabras) reflexionando sobre qué es literatura, aquello que lo hizo escritor… Aquello que fue leer Anna Karenina, por ejemplo, y que ilustra bien lo que en ocasiones nos ocurre a los lectores con los libros. A saber: Morábito cuenta que leyó el Tolstoi como sin querer, un poco para ver de qué iba el asunto:

«No tenía la intención de echarme semejante tabique, pero no quería quedarme mirando el techo y llegué a la página ochenta cuando se disipó el calor de la compresa. […] Tres días después me encontraba en la sala de espera del dentista y en los anaqueles de las revistas había un solo libro grueso: Anna Karenina. Lo agarré y reanudé la lectura en el punto en que la había interrumpido. […] El doctor me hizo esperar una hora y media, tiempo durante el cual avancé hasta la página 160. Dije avancé, porque yo no estaba leyendo Ana Karenina, sino echando las bases para leerlo en un futuro más o menos cercano. Al absorber cada página sólo estaba tanteando el terreno».

Hace cosa de un año un amiga me prestó el libro de Anna Karenina. Lo coloqué en una estantería, perfectamente visible, a modo de persistente recordatorio. No lo abrí ni una triste vez. Yo quería leerlo, en serio, pero, ya saben, nunca era buen momento. Tantas páginas, tantas novedades, tantos impedimentos. Con el paso de los meses fue cambiando de estantería (había que hacer sitio a otras novedades, tanto o menos apetecibles que aquella) hasta que acabó por fundirse con el paisaje. En algún momento lo compré en digital en una de esas ofertas diarias de Amazon de libros a menos dos euros. Paso un día. Pasó un mes. Pasó un año. Pasó un buen día, mi amiga, muy sensata, por casa y me dijo que si no pensaba leerlo se lo devolviese, porque se estaba planteando una relectura, que es, después de me-lo-ha-pedido-fulano, la excusa más recurrente para recuperar lo que es de uno. Una vez el libro hubo salido de mi radio de acción no tardé ni veinticuatro horas en sentir el impulso incontrolable, una necesidad perentoria, no ya de leerlo (seguía siendo taaan largo), sino de saciar una curiosidad: saber a qué había renunciado, exactamente. Leí, del tirón, esa noche, las primeras cien páginas. A la mañana siguiente llamé a mi amiga y le pedí, por favor, que volviese a dejármelo con la promesa de devolvérselo en tiempo record. El resto es historia: lo leí y es hoy es una de mis novelas favoritas. Todavía está en mi casa, por cierto.

Después de esta paliza, vuelvo a la pregunta inicial: ¿esto es interesante? ¿Es un tema para un blog hablar de uno mismo y las circunstancias de eso que damos en llamar experiencia lectora? Yo creo que no y, de hecho, si a alguno de ustedes les he quitado el sueño con la tonta historia de cómo llegué a leer Ana Karenina, deberían hacérselo mirar.

Pues bien, el libro de Fabio Morábito es esto pero en sentido. Es decir, son sus experiencias, sus impresiones y sus reflexiones en torno a la literatura, el lenguaje (y algún microrrelato bien disimulado) y otras cosas del querer pero, puesto que Morábito es escritor, maneja con acierto su anecdotario particular logrando casi siempre que uno sienta sincero interés por aquello que le está contando y que las mitad de las veces tiene más de autobiografía que de ensayo propiamente dicho. Verán ustedes si les interesa.

«A los siete años me enamoré de un compañero del colegio. Me habría podido enamorar de una niña, pero en mi escuela los niños y las niñas estaban separados, así que me enamoré de la única niña que estaba a mi alcance, y ésa era Massimo P., un niño tímido de facciones delicadísimas que no hablaba con nadie».

Y así, de anécdota que acaba en lección, de lección que nace de un acontecimiento en apariencia inofensivo, es como va construyendo Morábito el particular universo literario que refleja en El idioma materno. Compartirá con nosotros, entusiasmados lectores y/o escritores ávidos de consejos (no hay peor cosa que un ser humano queriendo aprender a escribir), que uno debería escribir «bajo una constante amenaza física, en un pupitre incómodo, con la cabeza gacha y rogando por la eficacia de cada frase» tal como aprendió de un profesor que les zoscaba en clase, cada vez que pasaba la página de un libro que no le gustaba, que como anécdota bien pero como algo más no sé yo. O el habitual paralelismo entre el acto de leer y cuidado de los jardines o la diferencia entre escribir en verso o en prosa: «La prosa es tiránica e implacable, pero juega limpio; la poesía es huidiza y engañosa: no concede nada, no promete nada. El último verso de un poema sella algo que un segundo antes no existía. No hay pues poemas truncos. En cambio, toda la prosa, en un sentido, es inconclusa».

Y así.