martes, 31 de julio de 2012

“El público” de Bruno Galindo

Al grano. Creo que El público es una novela interesante no por su argumento ni porque el narrador sea un nosotros omnisciente (bueno, esto un poco sí) sino por lo que tiene de hipnótico. Resulta sorprendente que a mí, que me interesa muy poco la decoración de los interiores de las casas o pisos o buhardillas de los personajes más o menos importantes, haya caído en el embrujo de su prosa, que cuenta con detalle lo más nimio entre lo nimio. También porque en “El público” los actores somos, en cierto modo, los lectores; unos lectores a quienes se nos identifica más por nuestros hábitos de consumo que por lo arrollador de nuestra personalidad.

El de la agencia, que sabía a qué clase de conclusiones debía irse acercando, indicó que combinamos pósters baratos (Klimt, Van Gogh, el beso de Doisneau, la foto de los obreros en la viga en Nueva York, el retrato warholizado de Audrey Hepburn) con algún objeto de arte más exclusivo (una serigrafía numerada, una reproducción barata de algún fotógrafo premiado). Nos gustan las tallas y máscaras africanas, los kilims marroquíes, los muebles balineses, los fulares con mandalas indios. Tenemos bien a la vista libros de arquitectura y grandes tomos de Taschen (Warhol, Bauhaus, Robert Capa, carteles del rock, grandes del jazz, pin-ups americanas). Algunos hemos recogido algún mueble de un contenedor de la calle alguna vez. Los modelos más o menos actuales de aparatos tecnológicos también marcan la diferencia. 

No tiene maldita la importancia que compartamos o no esto que se indica en la cita. No es el tema. Tampoco importa, por ejemplo, en esta novela, el acto de enamorarse sino el modo en que generalmente lo hacemos; ese cómo suceden las cosas, siempre tan parecido. Es decir: importa aquello que tenemos en común cuando nos sacan la foto de grupo; aquello con lo que, más que menos, podamos identificarnos o identificar a nuestros vecinos si acaso nos creemos tan especiales como para pensar que lo nuestro es diferente. Lo raro, lo excepcional, no tiene cabida en esta novela y eso, creo, es precisamente lo que le da ese algo distintivo. 

En sus primeras visitas ella trajo flores, incienso, velas y servilletas estampadas. Pegó unas estrellas de papel tornasolado y colocó en una estantería dos pequeñas acuarelas (según anunció a Nuestro Hombre, le había dado por volver a pintar). Puso en un vaso con agua un hueso de aguacate del que pronto brotó un vigoroso tallo. Organizó el frigorífico con economía y eficacia: se deshizo de las bolsitas de ketchup y las reemplazó por mostaza francesa, salsas chinas y refinados aceites. Tiró todo lo florecido. Pronto hubo rúcula, tomates cherry, tofu, jengibre fresco y cilantro. Trajo la plancha de su casa y —lo hizo cuando él no estaba, para darle una sorpresa— dobló toda su ropa como si fuera un regalo; arregló el cuartito y encontró, donde no cabía un alfiler, un hueco donde acomodarla. 

Dejo el párrafo anterior no para provocar a las feministas sino como otro ejemplo del estilo. Insisto en la poca importancia que tiene en la novela lo individual. Se trata más bien de describir, de enumerar, de explicarnos a nosotros mismos que somos lo que consumimos; se trata de dar relevancia a todo aquello que marcará la tendencia del grupo que acaba de llegar. Importa lo anodino, lo vulgar, lo aburrido, aquello que en grupo nos difumina y por separado nos hace sentir bien, estar en la onda, aunque obligue a dejarlo todo perdido de tópicos como el anterior, que tiene de real lo que una comedia romántica al uso. En El Público, por ir cerrando algún tema, lo que realmente importa, a lo que se presta más atención, es a todo aquello que hacemos que tiene valor estadístico. El trabajo de Bruno Galindo, lo que mejor hace y por lo que esta novela, vale, en mi opinión, la pena, es convertir los diagramas de flujo en literatura. 

El problema de “El público”, en mi humilde opinión y por no hacer una entrada demasiado babosa, es que se estropea (es un decir) cuando trata de salvar una situación que no pedía ser salvada; cuando obliga al protagonista a convertirse en lo que no hacía falta: un hombre, Nuestro Hombre, metido hasta las orejas en una trama de intriga un poco demasiado hitchckoniana. Voy a decir algo que nunca creí que llegaría a decir, que me horroriza admitir y de lo que espero no tener que retractarme en el futuro: creo que esta novela falla desde el momento en que cae en las redes de la TRAMA. A mí me gustaba mucho leer todo aquello que Galindo me contaba tan bien, incluso esa larga secuencia de enamoramiento tan Up (la película de Pixar) y no veía maldita necesidad de enredarlo todo tanto como se enreda al final, que sin ser para volverse loco, requiere un nivel de interés que yo había perdido en el momento en que había entrado en escena una joven y atractiva millonaria rusa que quería ser puta de barrio madrileña por un día y que tampoco acabé de entender a qué cuernos venía tanta paliza con la muchacha total para lo que acaba pasando, que no es casi nada.

Total, que por aquello de no entrar mucho en detalles y matar la gracia de la novela lo voy a dejar aquí. A los acaban de llegar, bienvenidos al párrafo resumen; al resto: acabo en medio minuto. Que sí, que está bien, que vale; que "El público" arranca estupendamente y progresa adecuadamente hasta que luego, hacia el final, cae en el enredo difícil, quizá buscando ese golpe de efecto que es de esperar llene de elogios desmedidos las fajas de una segunda edición que no llegará nunca. Lo más gracioso es que por lo que yo, personalmente, recordaré esta novela no será por ese final de quedarse boquiabierto (exagero) sino por esa otra primera mitad (algo menos, quizá) tan interesante, adictiva y diferente. Una lectura interesante, en cualquier caso.





miércoles, 25 de julio de 2012

“Mozart” de Gabriela Wiener

Si no fueras tú” -le preguntan en el Proust de Sigueleyendo a Gabriela Wiener- “¿quién te gustaría ser?”. “Hank Moody”, contesta, toda llena de razón. Para los que no estén al corriente: Hank Moody es el protagonista de Californication, una serie interpretada por David Duchovny, a saber, Mulder en Expediente X. Pues bien, en la serie, Moody es un atractivo escritor que se pasa la serie follando, bebiendo y fumando porque follar, beber y fumar es el sumun de la irreverencia en Estados Unidos y estoy viendo que aquí también y así nos va. Y será por ello que Gabriela (que no lo sé, hablo por hablar) se ha hecho un libro a medida de relatos o artículos o una mezcla indistinguible de ambos que, no podía ser de otra manera, tratan de: follar, follar, follar. O no. Mucho sexo. TODO SEXO, en cualquier caso. 

Los articulitos se publicaron aquí y allá. Primero en un libro llamado Sexografías que tuvo mucho éxito (o eso dice) y gracias al cual recibió varias propuestas para hacer más de lo mismo en El País, Primera Línea, Cosas Hombre o la argentina La mujer de mi vida.  Por lo tanto este libro es, tal como advierte Gabriela, “una selección de muchas de esas columnas y reportajes”. Esto se traduce en que yo -que como norma no me leo las columnas de los diarios- ya estoy, en la página 55, hasta los cojones (valga la redundancia) de leer sobre vaginas y pollas y otras cosas del querer, a saber: la de una iguana que tiene dos pollas, penes, perdón; una webcamer que intercambia papeles y ejerce de observadora; un repaso a la sala Bagdad (que me salté casi entera de puro apasionante) o unas entrevistas a una dómina y a un vampiro (de mentirijilla, claro) que le quedaron, en mi opinión, un poco demasiado Serés. Hay muchos más, claro, para aburrir hay, pero tampoco estoy por la labor de resumírselos todos porque en realidad yo en mi tiempo libre me dedico a hacer otras cosas que no son esta. 

Tengo que decir que, independientemente de la sobresaturación temática o precisamente por ella (habrá quien piense que el sexo ahoga la narración), me sorprendió descubrir que a medida que avanzaba en la lectura Gabriela me iba ganando a cada cuento un poco más, de lo que podría deducirse que al final acabé medio encantado sin ser esto ni remotamente así. Digamos que me hubiese gustado leer a Gabriela escribir sobre asuntos menos repetitivos porque entre los amantes de follar en coches o usar vibradores o las pollas pequeñas o los tríos o tirarse a borrachas o probar con viejos o en hoteles o con gente violenta o con el pelo largo o los pies bonitos hay siempre eso que tiene que ver con ponerse cachondo y querer meterla o interiorizarla (a excepción de uno de los artículos, que estaría entre los mejores, que trata precisamente de todo lo contrario), digo que con todo esto se cansa uno un poco de tener que poner cara de sorpresa a cada puto minuto. 

Independientemente de la temática -de la que me voy a abstraer ya completamente durante estos últimos dos minutos de reseña para entregarme a una malintencionada digresión- debo confesar que he descubierto en Gabriela a una más que interesante articulista. Articulista, insisto; ni relatista ni novelista ni cualquier otra ista, al menos de momento o hasta dónde yo sé. Es más, creo que si dirigiese ella la revista Quimera y no su machaca -como ha venido ocurriendo hasta que he tenido esta genial idea- lo más probable es que los artículos fuesen, si no mejores (tengo que suponer que trabajaríamos con la misma materia prima y bueno... uff) sí más dinámicos, más entretenidos o mucho menos afectados por esa estupidez tan del Quimera de ahora, que es un poco de morirse de asco un mes tras otro. Venga, va, ya está, ya se me pasó la tontería. Pues nada, eso, que el librito ni fu ni fa pero que la niña algo mejor. No sé, tengo buenos vibradores. Vibraciones, perdón; tengo buenas vibraciones. Veremos.






martes, 17 de julio de 2012

“Las novelas tontas de ciertas damas novelistas” de George Eliot

Las novelas tontas de ciertas damas novelistas” es un libro que trata exactamente de lo que parece y dura lo que una cerveza (garantizado, esto). 62 páginas, tiene. Aburre entre bastante y mucho porque habla de escritoras de las que ya nadie se acuerda y que me despertaron un interés tal que ni apunté sus nombres. Una locura. Grosso modo George Eliot, que es una mujer seudonomizada, se pone a rajar de sus contemporáneas a quienes considera unas ignorantes, califica de "filósofas de baratillo" y acusa de escribir todas la misma mierda. Lo que vienen siendo novela decimonónica inglesa de mujeres fuertes y pasionales y guapas como guisantes (todos iguales de guapas, quiero decir) que siempre se enamoran del mismo tío. Son mujeres que primero las pasan putas y luego renacen cual ave fénix y pasan a ser la señora de la casa, la envidia de las lurpias y el azote de los corruptos. Hay siempre un cura y mucho valle, mucho campo, mucha siega de agosto. Y bueno… lo que ya todos sabemos. 

A Eliot le parece fatal tanta tontería y sobre todo lo que más le jode, que es un poco lo que nos jode a muchos, es que cualquier simio con un lápiz se ponga a escribir. Estoy exagerando, claro. Bueno no, no lo estoy. Por aquel entonces la mujer acomodada que no tenía que trabajar ni que cambiar pañales podía perder el tiempo en adornar frases y hacer con ellos una novela siempre de amor y sufrimiento y actos expiatorios. Y digo mujeres porque el libro que estoy reseñando va de ello; hombres-jeta dándose al cuento hay unos cuantos también, pero no son el tema, hoy.  

Y ya está, esto es todo. Es que no hay mucho más que decir, la verdad; al fin y al cabo son sesenta páginas miserables que más que a una reseña se prestan a una reflexión que, estando de vacaciones como estoy, me niego a desarrollar. Esto debe ser lo que Eliot escribió un día que la pilló muerta de envidia por el éxito de alguna vecina tonta y se quitó el peso de la inquina a golpe de pluma. Impedimenta cobra por eso unos doce o trece euros, que es a todas luces un despropósito porque no lo valen ni remotamente, por más que uno disfrute enormemente del espectáculo de ver despellejar mediocres.




miércoles, 11 de julio de 2012

“Diario de las especies” de Claudia Apablaza

Esto de Claudia es la enésima exploración de una joven escritora en busca del truco del almendruco; aquello de no tener nada que contar y contarlo a pesar de todo y por encima de todos pero hacerlo bien bonito (es un decir) y diferente, original y postmoderno, supongo que para que no se noten las carencias (argumentales, claro.)

De qué va esto. Bueno, se lo resumo menos que más, que ya hace un año que lo leí: va de una chica, chilena para más señas, que viaja a Barcelona en busca de sí misma o alguien que se le parezca y abre un blog para explorar no sé qué interioridades de la novela tomando como padrino involuntario a Vila-Matas, que de esto sabe mucho. A Vila-Matas es importante tenerlo en cuenta si uno pretende escribir sobre escritores y/o aproximaciones a la novela sin tener que enfangarse en alguna ficción demasiado elaborada. ¿Para qué desarrollar personajes pudiendo ser uno mismo el protagonista y los demás anónimos comentaristas?

El caso es que este libro se plantea como un blog impreso; el blog que escribe la protagonista y que se compone de cinco o seis entradas que fingen ser un curso de literatura avanzada en las que van dejando amigos y desconocidos mensajes de aliento y amor que ella lee desde una biblioteca a la que se ha trasladado a vivir con un puñado de inadaptados que cohabitando follan y leen no sé si todos con todos o si hay criterios de selección de alguna clase. Follar en la biblioteca es, sin ninguna duda, el sueño de todo escritor joven y sano. También está lo de Freud, con diferencia lo mejor: que si Freud por aquí, que si Freud por allá, que si dijo esto o lo otro. Yo siempre he sido más de que me interpreten las citas de según quién o las integren en la narración y me salten ellas a los ojos y crea estar entendiendo aquel misterio insondable que si no es así no es de ninguna manera, por no mencionar que a mi tanta cita y tanto descubrir la pólvora me huele demasiado a chamusquina. Para entender todo esto hay que saber que la autora es licenciada en psicología. ¿Recuerdan las citas metafísicas con las que [el físico] Agustín Fernández Mallo salpimentaba su Nocilla? Pues esto es exactamente la misma mierda pero sin desestructurar con el añadido de que tirar de psicoanálisis le da ese punto intelectual, de novela inteligente, de fe ciega en la psique. Quizá sea esto es lo que algunos entienden por sacarle partido a los estudios o cómo aplicar la psicología a la literatura de ficción sin dejarlo todo perdido de dudas existenciales: “Freud dixit…” y que cada cual apechugue con su cociente intelectual. 

Pero comparado con el valle de lágrimas que es la recta final el resto es como nadar en aceite. En ese final Claudia lo da todo: nos regala un conjunto de páginas sin pies, cabeza ni asomo de interés (para mí esto último es fundamental a la hora de rematar una novela y no me gusta creerme la excepción que regla): hablar por hablar, dejarse llevar por el impulso del momento, rescatar viejos escritos, antiguas ideas, emborronar un folio de pensamientos y luego hacernos pasar por caja. Posmodernidad, esa ramera. En fin: novela horribilis; un coñazus literatus de órdago ante el que caerán rendidos -sospecho- aquellos escritores (y aproximaciones de escritores y escritores que no escriben y amantes de la cosa impresa moderna) con las mismas o similares inquietudes artísticas que la muchacha en cuestión, que son legión. Lo que quiero decir con esto es que parece haber demasiado aficionado a escribir novelas que hablen de literatura y muy poco que se atreva realmente a hacerla (Literatura). Claudia Apablaza sólo es otra más y ni siquiera mínimamente interesante.



jueves, 5 de julio de 2012

“El joven vendedor y el estilo de vida fluido” de Fernando San Basilio

Cuando una novela me parece insoportable, la dejo. Sin embargo, si ha empezado bien pero va decayendo hasta quedar en nada o casi nada, la termino un poco por la curiosidad de ver si remonta y otro poco por aquello del “total para lo que queda...”. En ambos casos hablamos de un grado de tolerancia algo, altísimo y en ambos casos hay razones que justifican una reseña porque siempre, SIEMPRE, se me ocurren chorrocientas excusas diferentes para mandarla a la mierda y contarlo. No es el caso de esta novela. No se equivoquen: “El joven vendedor…” me ha parecido un coñazo monumental pero no ha sido fácil llegar a esta conclusión. Bueno, vale, me han pillado, es broma.; sí que ha sido fácil. Ha estado chupado.

Cuando hace un par de años leí la anterior novela de San Basilio, "Mi gran novela sobre la Vaguada" no salí precisamente encantado, pero tampoco completamente decepcionado. Tuve la sensación de que tenía algo. Estaba esa normalidad, ese escribir desde abajo y llegar a todas partes, hacerlo bien, hacerlo bonito. Joder, parecía tan sencillo escribir que estuve a nada de intentarlo yo también. No, no es cierto, esto. Pero es verdad, así es cómo lo hacía San Basilio. Cuando no hace mucho me enteré de que esta nueva novela se publicaba en Impedimenta, quise pensar que era por algo. Creí que ese saltar de Caballo de Troya -editorial de batalla y promoción- a la liga de los listos (que es la liga en la que –aunque sólo sea por el precio- se ha ido metiendo Impedimenta) tenía que ver con ese algo saliendo a flote al fin; un algo en el que yo creía a un poco a pies juntillas. ¿Lo tengo que decir? Me equivoqué, joder, vale, lo reconozco. Crucifíquenme, si quieren.

Ya sé que no pasa nada por equivocarse. Errar es de humanos o de sabios o de algo. Errar está bien. Esto último podría, si quisiera (quiero, sí), no decirlo tanto por mí como por San Basilio, que en mi opinión se ha pasado un poco de listo con esta novela que me ha hecho perder dos o tres horas. Que no, que tampoco es para matarlo, al fin y a cabo no me he gastado un pavo en ella. 

"El joven vendedor y el estilo de vida fluido" trata sobre lo que ocurre en un centro comercial cuando no ocurre nada en un centro comercial. Quienes practicamos el deporte extremo de entrar en ellos ya sabemos que hay gente que va y que viene, guaridas de seguridad, un puto informativo, restaurantes y tiendas varias de ropa o regalitos o telefonía o qué-sé-yo. Los protagonistas de esta novela que son esos seres humanos que sufren detrás de un mostrador. De eso va esto. Así de complicado. Mercedes Cebrian afirma en el prólogo que le hace a esta pequeña obra maestra del costumbrismo que “lo fascinante de la literatura de San Basilio es que logra convencernos de que el centro comercial La Vaguada y sus aledaños […] son la metáfora perfecta del aquí y del ahora.” Y no. Ni metáfora ni leches: son el aquí y el ahora pero eso no quiere decir nada más que lo quiere decir, esto es: NADA. En otro momento del glorioso prólogo dice: “Esa inquietante mezcla entre ignorancia soberana y conocimiento de baratillo que puebla las mentes de los personajes de El joven vendedor y el estilo de vida fluido es pavorosamente hiperrealista y nos muestra una vez más el talento sambasiliano para un Costumbrismo 2.0 que va mucho más allá de la mera descripción pormenorizada de situaciones cotidianas.” Y no sólo se queda tan ancha otorgándole a San Basilio la renovación de la novela homenaje al tedio sino que no le duelen prendas ir un poco más allá, como hasta el exceso, más o menos: “En esta aventura que transcurre a lo largo de un día, como si se tratase de una versión del Ulises ambientada en el Barrio del Pilar madrileño, acompañamos a Israel, el protagonista, en su frenética búsqueda de «las cosas que de verdad importan»”. El Joyce de la Vaguada, hay que joderse. 

Lo que yo no sé es si este prólogo es en sí mismo una metáfora de algo, un justificar lo injustificable o un querer hacernos tontos a todos. En cualquier caso fue todo uno leerlo y sentir vergüenza ajena y saber que algo iba mal, porque tanto elogio y tanto 2.0 y tanto Ulises y tanta hostia en vinagre no pueden nunca jamás salir del simplismo de esta novela. Porque una metáfora del aquí y el ahora son también mi abluciones matutinas o el cartero quejándose de que nunca estoy en casa o mi madre haciendo unas rosquillas en Navidad. En el joven vendedor hay un chaval que tiene que ir a trabajar, que tiene cuatro euros en el bolsillo y un rollo medio cachondo (es lo mejor y lo único salvable de la novela) con su fe ciega en un libro de autoayuda que ayuda o pretende ayudar a llevar un estilo de vida fluido (siendo esto un algo demasiado largo de contar para tan pocas ganas). Y vale, que bien. Pero el resto de la novela es, se mire como se mire, el niñato paseando por el centro comercial y tomándose unas cervezas y queriendo ligar y enamorándose de quien menos lo esperaba y un poco de todo y un mucho de nada. Y me jode (es un decir) ser tan radical y tan bestia y tan cabrón y tan mal lector para no saber valorar el esfuerzo ajeno pero este es el modo en que reacciono cuando creo me la quieren meter doblada. Porque si de algo estoy convencido es de que esta cosa será la novela del año de la Liga Supraventas. Al tiempo.

Que no, en definitiva, que no. Y ya.


martes, 3 de julio de 2012

Un imposible proyecto de lectura para el segundo semestre del año


LAS UNAS

Planificando las lecturas del verano me encuentro con demasiado de lo que me apetece a rabiar y la imposibilidad de abarcarlo todo en tan corto espacio de tiempo. Hagámoslo semestral, pienso (yo pienso en plural en la intimidad), y así es que me sale una lista con 30 libros que son tan como 30 monumentos a lo inabarcable. Si le quito el componente fantástico el resultado es el de la fotografía: 18 libros, que ya no está mal. Sólo de pensarlo me entra una flojera terrible.

Y es que viendo que este año está siendo un mierda mortal a nivel nacional y parte del extranjero he pensado que es la oportunidad perfecta para tratar de terminar algunos libros que quedaron a medias (los menos) y otros que nunca se empezaron (los más). Los exiliados y Ardinguello están a medio terminar, más cerca del final que del principio; La versión de Barney, Los Bruddenbrook o La Saga/Fuga de J.B todo lo contrario: los empecé y abandoné no sé por qué si me estaban gustando. Bueno, sí lo sé: los dejé precisamente por eso: para disfrutarlos en verano o tiempo de ocio similar. Para el resto, eternas cuentas pendientes, no tengo excusa: se suman a los prejuicios las prisas y las novedades y vence por k.o. la curiosidad al sentido común. 

Esta es la parte en que alguno me recordará -ya lo ha hecho- que tengo por leer esto o lo otro, entendiendo como “esto o lo otro” algo de lo siguiente: La familia Mashber, los Thibault, Mason y Dixon, Eumeswil o Sangre Vagabunda. Lo que no puede ser no puede ser y además es imposible. Y si tengo que elegir (y sí, tengo que elegir) elijo lo que he elegido y bien elegido está.  


LAS OTRAS

Y luego están las otras, que, salvo excepciones, son siempre aquellas con las que uno se va cuando no debería. Son las que distraen del objetivo y las que al mismo tiempo ayudan a desconectar de tantísima calidad y tantísima viejunería que es algo que -moderno como es uno- no he podido nunca aguantar mucho tiempo. Aquí están las que ven: desde reconocidos escritores como Aramburu, Pinilla, Vila-Matas o Andújar a otros semi-desconocidos como puedan ser Garrido ("Las flores de Baudelaire"), Cuadrado Martín ("Las caricias de la caridad") y demasiado largo etcétera: Meruane, Luisgé, Uribe, Zanón, Argemi, Barrueco... Por otro lado estos días me han llegado también algunos manuscritos de gente que sospecho se tomó demasiado en serio el post de Tongoy Editions. Habrá que echarles un vistazo igualmente. Nunca sabes lo que te puedes encontrar. 


LAS DE MÁS ALLÁ

Y ahora, con su permiso, voy a poner el blog en modo vacaciones. Esto en cristiano quiere decir que seguirá exactamente igual que hasta ahora pero conmigo en bañador, con una cervecita bien fresquita en una mano y alguno de los libros (espero que) del primer bloque en la otra. Dejo escritas y programadas algunas reseñas para que se entretengan este mes (incluyendo un par que tenía que haber publicado el verano anterior). Pocos serán del agrado de muchos, me temo. Serán, o deberían ser, las siguientes:





(FIN)

(Bueno y ahora les voy a contar la verdad de este post que parece tan escrito para sacarles de la aburrición del anterior. Verán, están siendo ustedes vilmente utilizados. Razón, aquí: cuando hace unos seis años dejé de fumar no fue tanto gracias a una cuestión de voluntad como de orgullo: durante todo el año inmediatamente anterior al día D me cansé de contarle a todo el mundo lo que iba a hacer: dejaré de fumar el dos de enero, les decía. Y así fue. A ver con qué cara iba a ir yo después a decirle a esa gente que les había mentido tantísimas veces. Total, que lo dejé y hasta hoy. Pues esto es un poco de lo mismo aplicado a la literatura: se lo cuento con la sana intención de sentirme obligado a leer en el plazo indicado. No pueder ser más difícil que dejar de fumar. No me lo creo.)

domingo, 1 de julio de 2012

“Conversaciones con Sartre” de John Gerassi

No soy seguidor de Sartre. Nunca lo he sido. Es más: he sentido siempre hacia Sartre una injustificada indiferencia que seguramente han alimentado las tentativas frustradas de lectura de “La náusea”, un libro que todavía conserva intacto, cerca de su ecuador, un marcapáginas. Llevo doscientos años jurándome volver a él y otro tanto demorándolo. Sí he leído, en cambio, alguna obra de teatro pero tan poca cosa que no ha servido de ayuda a la hora de interesarme por el escritor. Cuando Sexto Piso publicó estás entrevistas pensé que sería una oportunidad de oro para acercarme al personaje y decidir, de una vez por todas y con algo más de juicio, si sí o si no. 

John Gerassi, el entrevistador, es hijo de Fernando Gerassi, un pintor que hace -y durante- miles de millones de años fue amigo personal de Sartre (hacía el final de su vida (la de ambos), cuando tienen lugar las entrevistas, se había producido cierto distanciamiento). A John le proponen entrevistar al escritor y acepta, claro, habiendo sido como había sido medio su medio sobrino. De hecho, si no recuerdo mal, la tesis doctoral de Gerassi giraba en torno a las ideas de Sartre. Las entrevistas, de carácter periódico, pretenden ser un resumen de la vida, obra e ideología del escritor, todo un proyecto que resulta harto complicado resumir en las cerca de 1000 palabras que había planeado dedicarle al post. Llevo semanas, meses, pensando en cuál sería la mejor manera de meterle mano a la reseña y todo por culpa de un planteamiento equivocado: no se puede resumir un libro como este en 1000 palabras del mismo modo que no se puede meter la vida de un hombre como Sartre en un libro de 500 o 600 páginas. 

De entre las muchas ideas que pudieran aislarse del conjunto del libro hay una (dos, en realidad) que me llamó especialmente la atención por lo que tiene de social, literario e intemporal pero sobre todo porque viene muy a cuento de una pregunta que se planteó no hace mucho en los comentarios de alguna de las entradas pasadas de este mismo blog. La pregunta venía a ser algo así como “¿para quién se escribe?”. No lo busquen: no hubo respuesta. Suponía yo -equivocadamente, como viene siendo habitual- que uno escribía siempre para sí mismo, para darse placer, para exorcizar demonios o algo así,  pero lo cierto es que con demasiada frecuencia nos encontramos con escritores que parecen tener muy claro que escriben para la masa toda vez que lo que han dicho se ha dicho cien veces o vuelven una y otra vez sobre el mismo asunto/tema/argumento. Aquí estaría gran parte de la literatura de género o sagas tipo Harry Potter o Alatriste que parecen hechas para llenar los bolsillos de unos y otros. Esto no quiere ser una crítica a esa clase de novela; simplemente es la respuesta que yo me doy a la pregunta formulada. En realidad habría que pensar si uno escribe para publicar o no y a partir de ahí extraer conclusiones.

“¿Para quién escribimos, en realidad?” 

El caso es que durante las entrevistas entre Gerassi y Sarte surge esta cuestión en varias ocasiones pero sólo en una de ellas se lo toman mínimamente en serio. Gerassi deduce que Sartre escribe para la burguesía (su medio natural, por otro lado) con la intención de que ésta se comprometa contra el egoísta ensimismamiento de su clase. “Usted no escribe para las trabajadores”- le dice, porque los trabajadores no van a leer su Flaubert. “Espere –se defiende Sartre– Está usted mezclando cosas diferentes. En primer lugar, las novelas de escritorzuelos comunistas se venden en los encuentros, las reuniones, las conferencias y las asambleas comunistas, y los vendedores ambulantes dan por sentado que comprar esos libros es un deber comunista. Así es como hacen campaña y ganan la llamada batalla de los libros. Los trabajadores los compran pero no los leen. Y ya que se refiere a mi Flaubert: tiene usted razón, no es una novela, sino un libro de lectura compleja, sin duda, que la clase trabajadora no compra ni lee.” 

Entonces cuando el propio Sartre plantea la cuestión: “¿Para quién escribimos, en realidad?” El escritor no concibe la escritura no comprometida, entendiendo ésta como aquella que es políticamente consciente de que la clase dirigente domina y quiere dominar a los pobres, a los extraviados, a los desvalidos mientras que en siglo XIX, por ejemplo, el fin de la escritura estaba en dar sentido a un mundo absurdo, para engañar a la muerte. Hoy el escritor –y en esto parecen estar entrevistador y entrevistado bastante de acuerdo- escribe a fin de exaltar su propia libertad, así como la libertad de sus lectores (precisamente en –y desde el interior de- ese mundo absurdo). 

De todo esto Gerassi deduce que Sartre concibe que el escritor escribe para contribuir a la creación de una sociedad sin clases, porque sólo entonces podrá vivir su existencia absurda sin angustiarse. Y a partir de este punto vuelven a eludir la respuesta y saltan de mata en mata alimentando la digresión: en una sociedad sin clases viviríamos en colectividad y el sentimiento del absurdo sería compartido y no harían falta escritores o bien estos serían simples portavoces de la comunidad cuyo único fin sería que los trabajadores se comprendiesen unos a otros y se diesen cariño o aliento o algo. Que bueno, que no saben muy bien, porque en realidad no se había formulado (entonces) una teoría convincente sobre la sociedad sin clases que englobe el papel del artista. 

En resumidas cuentas: no queda resuelta la cuestión acerca de para quién escriben los escritores aunque sí que no todos buscan lo mismo ergo no hay un objetivo compartido ni conclusión posible. Todo el libro, sus chorrocientas mil páginas, son un repaso no tanto a la vida y obra del escritor como a la situación, al estado de las cosas, que lo llevaron, en su vida, a tomar las decisiones que tomó y a escribir la clase de libros que escribió. Gerassi y Sartre discuten mucho, -incluso parece que se enfaden en ocasiones- pero siempre prevalece el respeto y la admiración del uno hacia el otro. Gerassi es casi siempre un magnífico entrevistador que no duda en dejarse arrastrar por la corriente de las ideas que surgen espontáneamente cambiando de tema si es necesario y con la habilidad suficiente de retomar el hilo o reconducir las cuestión cuando va decayendo el interés. También es un tipo bastante engreído y pedante y medio gilipollas que olvida en ocasiones que el entrevistado no es él. 

El resultado es un libro bastante completo, con sus momentos chorras (como aquel en que ambos presumen de drogarse a placer, en una secuencia bastante patética de lo que entonces debía considerarse progresismo salvaje) pero que cuenta con una cantidad suficiente de información para alimentar unos cuantos debates entre los que destaca el de la revolución, que es la que realmente tendría que haber tratado. Me quedo con la satisfacción de haber sido testigo de un larguísima e interesante conversación y con haber conocido un poco mejor a Sartre. La putada es también me quedo sin malditas las ganas de retomar “La náusea”.