miércoles, 27 de enero de 2016

‘El pequeño salvaje’ de T.C. Boyle

T.C. Boyle era, hasta ayer (excuso decir que para un servidor), un perfecto desconocido. O eso creía, vaya. Hoy, como por arte de magia, se ha convertido, no sé si para mí tanto como para los demás, en uno de los mejores escritores de su generación.

La literatura es lo que tiene: hoy no eres nada, mañana el rey.

Descubro en su biografía que el buen hombre escribió El balneario de Battle Creek, que es una película que yo nunca he tenido por demasiado buena pero que me sirve para, al menos, tener alguna referencia, por más que sea lejana y cinematográfica. Recuerdo incluso haber comprado el libro en la edición más lamentable posible, esto es, tapa blanda a módico precio con periódico dominical. No sé ya qué ha sido de él. Del libro, digo, no del escritor.

Me acerco a Boyle, pues, no a través de Battle Creek, que hubiera sido no tanto lo deseable como lo más natural, sino de El pequeño salvaje, una novelita que nació como parte de otra (recurso finalmente descartado) y que originalmente se vendió conjuntamente con otros relatos pero que aquí, fieles a nuestra costumbre de exprimir gallinas, se publicó de forma independiente.

La historia es bien sencilla: Francia, siglo XVIII. Un niño aparece, en estado salvaje, en no sé qué bosque. Es capturado. Es un poco libro de la selva, esto es: el crío, piensan, se habría criado entre bestias tras haber sido abandonado por sus padres vaya usted a saber por qué razón. De tan en apariencia tonto sus captores lo ingresan en un hospital para sordos pero pronto se le da por imposible. Más tarde se le asigna un presupuesto y un profesor y un proyecto educativo de integración social más por demostrar la valía del instituto que por sincero interés en su recuperación. A su cargo, un entregado profesor. 

Sí, se lo que están pensando: ya he visto la película. Yo también. La dirigió Truffaut en 1970 y aquí se llamó exactamente igual. En riguroso blanco y negro y estilo documental, trata sobre la sociabilización de Victor de Averyron (que así se les dio por llamar a la criatura), un chico nada fácil, hijo de familia desestructurada y tal. Ja.

Así pues, la novela al igual que la película, plantea la tentativa de reinserción social de un niño que ha vivido los diez o doce primeros años de su vida en un estado completamente salvaje: su alimentación, su sexualidad, sus primeras palabras o gemidos o como quieran llamar a lo que hace con la boca cuando no se está comiendo alguna rana o roedor. Su forma de relacionarse, en definitiva.

Es, insisto, un relato breve que, más allá del interés que pueda tener para cada uno la historia en sí, no aporta gran cosa a la literatura. Lo que sí hace es mostrarnos un narrador excelente en tanto que correcto, elegante, más cercano al periodismo (a un periodismo decente, se entiende, no al amarillismo al que nos tienen acostumbrados) que al lirismo, que evita en todo momento sacar otras conclusiones que las evidentes. Que ya no está mal para ser un resto descartado de otra novela.


El pequeño salvaje no es una novela que pueda o quiera recomendar encarecidamente en tanto que la historia me parece muy poco original y desde luego en modo alguno sorprendente, pero es precisamente por esa, digamos, normalidad o… no sé, corrección, lo que la hace más atractiva en tanto que Boyle, partiendo de tamaña desventaja, consigue suscitar el interés suficiente como para atrapar al desconfiado lector que tienen ustedes delante. Si Boyle es capaz de conseguir algo así con esta novelita en cierto modo “tan poca cosa” me pregunto qué ocurrirá con aquello que es realmente objeto de deseo como puede ser Música acuática, por ejemplo, que editó ya en su momento (allá por 1999) Galaxia Gutenberg y que en breve reeditará (ignoro los detalles de la traducción) Impedimenta.

Parece que volveremos pronto a Boyle.




jueves, 21 de enero de 2016

Una aproximación a ‘La muerte de mi hermano Abel’ de Gregor von Rezzori

Bueno, aproximación… menos que tal, la verdad, menos incluso que fe de lectura en curso. Menos que nada. Si acaso oportunismo, ganas a asomar la patita... Ya me conocen. Y es que con poco más de doscientas páginas leídas (25 por ciento del total), realmente poco se puede decir que no sean las simplezas de siempre. Tal vez echar la vista atrás, establecer comparaciones… Tal vez leerles la contra, introducir algún chiste… No, es verdad, no es mucho, pero he decidido o, más bien, me he propuesto (sí, esa clase de propuestas) hacer del blog un espacio realmente libre, no sujeto a convencionalismos o estúpidas imposiciones, normas o regulaciones; me he propuesto abandonar de una santa vez la idea de una web dedicada exclusivamente a reseñar novelas leídas o a despotricar sobre aquellas abandonadas. ¿En qué momento hemos decidido que no se puede o debe hablar de las impresiones que produce determinado libro en determinado momento? ¿Por qué sí en Goodreads, por ejemplo, y no aquí? O, ¿en qué momento las aproximaciones se convirtieron única y exclusivamente en una forma a ajustar cuentas o levantar sospechas y no en trucos de almendruco para recordarnos que estamos vivos, que no todo se ha perdido? Si lo pienso, lo mejor de leer un libro es el momento en el que uno está sumergido en su lectura, no después, una vez se ha terminado y ya no hay nada que hacer, cuando ya está uno vendido, cuando ya todo son sentencias y cero dudas y afronta uno el papel en blanco con una insoportable serenidad.

Pero estoy divagando.

Desde que se publicó esta novela no he escuchado otra cosa que si obra maestra por aquí, que si obra maestra por allá, que si yo qué sé. Y no se equivoquen: me lo creo. De hecho, parte mi problema es ese: que me lo creo siempre y me lo creo todo o más bien me lo quiero creer toda vez que sé que nunca se dice del todo la verdad.

Afronto, pues, la lectura con la ilusión y los nervios de un adolescente ante su primer polvo; como un devoto frente a un altar. 

Ahora es cuando debería empezar la provocación: decir o bien que no, para nada, que menuda mierda y tal o bien que qué locura, santo cielo, qué maravilla, ah, si fuera el resto así. Bueno, pues no, de momento –ya veremos cómo acaba− ni lo uno ni lo otro porque las cosas como son: no hay quien amarre esta puta novela. Está resultando un tanto esquiva de puro excesiva, que ya sabía yo que Rezzori lo era (excesivo y, también, esquivo) pero no imaginaba que tanto, maldita sea, que me va a dar algo, que no es justo que a mí, con lo que me gusta que me cuenten cuentos, me tengan buscando por los estantes, sobre los muebles y bajo las alfombras piezas de argumentos para montar puzzles. 

La muerte de mi hermano Abel trata sobre un señor, de profesión escritor, que tiene entre manos una novela inacabada que lleva como veinte años preparando. Un editor le pide que resuma el argumento en tres frases tres:

«[…] no podría contarle la story de mi libro en tres frases. Ésta prolifera entre mis manos sin que yo intervenga en absoluto, actúa por su cuenta, se multiplica en una suerte de partenogénesis incontrolable. Cualquier cosa que narre, da lugar a otra narración. Cualquier historia genera otras diez: un crecimiento celular híbrido que no es posible controlar de ninguna otra forma». 

Tal cual. Pero tal cual, eh, después no digan no se lo he advertido. Si algo hace el argumento de esta novela es huir permanentemente de un lector que corre tras una sucesión infinita de pistas falsas que no sé sabe cómo acaban tejiendo una urdimbre de un algo que es todo y nada a la vez. Es prácticamente imposible no perderse en algún momento (bueno, lo difícil realmente es encontrarse siquiera una vez) por lo que además de obstinada (especialmente al principio, puesto que es una novela que se toma su tiempo en arrancar) la lectura ha de pausada, prácticamente estática pero fundamentalmente (he aquí mi consejo) recreativa.

Con todo, y a pesar de los juramentos (todo mentira), hay una serie de cosas que la hacen, al menos a los ojos de quien esto escribe, especialmente atractiva, y que son las que realmente me animan y estimulan, traen por la calle de la amargura y condenan y encadenan a la novela. Por un lado está su innegable paralelismo con las obras de otro grande (inmenso, más bien): Thomas Bernhard, a quien robaré una cita a modo de argumento:

«Y precisamente aquí, en ese suelo de muerte que me es congénito, me encuentro en casa, y más en casa en esa ciudad (mortal) y en esa región (mortal) que otros, y cuando hoy voy por esa ciudad y creo que esa ciudad nada tiene que ver conmigo, porque no quiero tener nada que ver con ella, porque desde hace ya tiempo no quiero tener nada que ver con ella, sin embargo todo lo que hay en mi interior (y en mi exterior) viene de ella, y yo y la ciudad somos una relación perpetua, inseparable, aunque también horrible. Porque realmente todo lo que hay en mí se refiere y se remonta a esa ciudad y a ese paisaje, ya puedo hacer y pensar lo que quiera, y cada vez tengo conciencia más viva de ese hecho, un día tendré una conciencia tan viva de él que, por ese hecho como conciencia, pereceré. Porque todo lo que hay en mí está a la merced de esa ciudad que es mi origen».

Bernhard hablaba en su autobiografía mucho y mal Salzburgo, una ciudad que, tal como le ocurría a Rezzori con Alemania, odiaba y amaba casi con la misma loca pasión toda vez que había sido su razón de ser y existir, motor de su creatividad. Tal como comenta José Anibal Campos, traductor de La muerte de mi hermano Abel, en noséqué especial (bueno, sí lo sé, pero ese no es el tema) sobre la obra del escritor

«Rezzori odiaba Alemania con la rabia del hombre profundamente ofendido, del hombre que confió en que se le acogiera en su patria y luego quedó profundamente decepcionado. Sin embargo, yo creo que en esto pasó por alto lo mucho que le debe a Alemania. Porque el cuestionamiento crítico que siempre experimentó en este país fue un desafío y un estímulo extremo para su creatividad». 

Otro de sus grandes atractivos reside no tanto en las decenas o cientos o miles de pequeñas historias como en una serie de personajes a cual más atractivo empezando por el tío Ferdinand, hasta el momento la más feliz creación de esta novela, un tierno y a su manera inevitablemente despreciable personaje que habita fuera y dentro de su tiempo (si acaso tal cosa es posible) mientras lucha por conservar un mínimo de aquello que fue tanto una época como él mismo: «El tío Ferdinand inmortaliza el mundo en el que ha vivido». 

Me gusta pensar que es al tío Ferdinand a quien entierran al comienzo de unos de los mejores relatos que he leído en mi vida (y no me refiero únicamente a los escritos por el propio Rezzori): “El cisne” [reseña].

«Y es lo que yo quisiera explicarle a mi difunto primpo Wolfgang: la inocencia de tío Ferdinand. Su incapacidad para ser y hacer otra cosa, una incapacidad eminentemente creativa. La manera inextricable en que está ligado a su época, la unidad de su ser con el espíritu de la misma, con el Zeitgeist: una unión tan íntima que fenece con la propia época, pero lo hace cantando como un cisne moribundo».

Por último y por aquello de no eternizar este post (pues las infinitas historias de La muerte de mi hermano Abel invitan a artículos a su vez infinitos (obsérvese que nos encontramos frente a una novela a la que perfectamente podríamos dedicar los diecinueve o veinte años que el protagonista asegura haberle dedicado (y pese no haberla terminado o precisamente por ello)) sin riesgo de agotamiento, ni de quedarnos jamás sin algo que decir o sin mucho que descubrir; de relectura, pues, obsesiva; obsesiva y obligatoria, con todo lo que tiene esto de frustrante, de desesperante, con todo lo que tiene de orgasmante); por último, decía, está la promesa, recién leída (allá por la página doscientos), de lo que está por venir, que no es otra cosa que la inexplicación de cómo una ciudad entera puede volverse completamente loca postrándose a los pies de un demente, de cómo medio continente puede sucumbir también a esa locura de banderitas, de clase media embrutecida y enferma de odio:

«He invertido muchos esfuerzos en mis manuscritos para explicar de manera comprensible cómo esa ausencia, ese estado de trance surgió a partir de mis vivencias el día 12 de marzo de 1938, el día que Adolf Hitler regresó a su país de origen, Austria, y las tropas alemanas ocuparon el país en medio de la aclamación delirante de la población. Pero aun el análisis más concienzudo deviene en este caso algo inexplicable. Aquél fue un día de esos que marcan un cambio de épocas. Un día de solstitium en el que el sol se detuvo en medio del cielo. Escribir esto es fácil, pero resulta bastante más difícil demostrarlo. No obstante, lo haremos en otro momento del relato». 

No me gustan los relatos y por lo tanto no me gustan (no acostumbran a gustarme) las novelas que se construyen a golpe de pequeñas historias. No me gustan los collages narrativos. Pero lo sí me gusta, no, lo que me encanta, lo que me vuelve loco son precisamente las novelas que me vuelven loco.

Que no se nos olvide: leemos por esto. Es decir, quienes leemos, o muchos de los que leemos, al menos, ya que no todos leemos igual ni leemos lo mismo ni, por descontado, leemos por lo mismo; quienes lo hacemos y sobre todo quienes lo hacemos del modo que lo hacemos, quienes llegamos o hacemos por llegar a libros diferentes, a autores diferentes, lo hacemos, leemos, para llegar a esto, a novelas como esta, a autores como este y para ninguna otra cosa y para nadie más, y lo hacemos para disfrutar, para qué otra cosa si no, pero también lo hacemos, leemos, para descubrir un autor o una novela que lo ponga todo patas arriba, que se nos meta en la cama y nos obsesione, que nos levante y nos desespere, que nos quite el sueño, que nos recuerde porqué amamos lo que amamos y porque odiamos a quienes odiamos, que nos recuerde porqué leemos los libros y a los autores que leemos y porqué despreciamos los libros y los autores a los despreciamos y odiamos como sólo odian y desprecian los mejores.

En poco más de doscientas páginas La muerte de mi hermano Abel se ha hecho muesca en mi calendario. Me quedan seiscientas. Páginas, digo, no muescas. Muescas pocas, me temo, pero mejor así. Seiscientas páginas, digo, eh, seiscientas. Casi casi ni una menos.

Ahora ya se pueden morir de envidia.



martes, 19 de enero de 2016

Breve nota poética número dos

Decíamos ayer que para ser un país que no lee, especialmente poesía, somos un país con muchos poetas y son muchos (a todas luces demasiados) los fondos públicos destinados a premiar una actividad tan de miserables minorías o directamente miserable.

En Melilla se llevan la palma: 18.000 € por cuatro versos de nada.

Es un premio muy bien dotado, sin duda, de ahí que sean tantos los pretendientes. No hay como tenerla bien grande para elegir pareja en el baile. Ahora bien, 18.000 es mucho dinero hasta para un poeta superventas.

Quiero pensar que Melilla no hay no hay niños en exclusión social, sin comedor o libros de texto. Quiero pensar que la cultura pasa, en Melilla, por su mejor momento. Quiero pensar que no hay más necesidades básicas que fomentar una actividad que, fuera del círculo concéntrico en que habita, no tiene más fans que las propias madres.

Con todo, lo que más llama la atención en el premio de Melilla no es el propio premio sino la Editorial Visor, que parece que ha comprado todas las acciones del mismo. Visor, para los que no estén al corriente, es sospechosa de todo esto y mucho más. Pero esa es una vieja historia. Esto lo comento porque revisando la lista de los premiados con el Melilla Prize me he encontrado con una curiosa coincidencia: de los 15 que he mirado (esto es, los ganadores desde el año 2000 hasta el 2014) 13 (¡¡13!!) publican habitualmente (en muchos casos lo hacían antes incluso de ganar el premio) en la editorial de Chus Visor (los otros, o bien son primos de alguien o bien la chupan genial, porque si no, no se entiende). Yo pongo los nombres y las fechas y de las caras y los detalles ya se ocupan ustedes. 

Aquí los ganadores y un breve apunte:

Manuel Vilas ganó el premio Melilla en 2011 (este dato, a partir de ahora irá entre paréntesis). Tiene publicados cinco libros en Visor, cuatro de ellos premiados (es quinto es recopilatorio, y no cuenta). Se dice se cuenta se rumorea que este no es la primera vez que el tándem Vilas/Visor se lo lleva de calle. 

Juan Van Halen (que sí, en serio: Van Halen) (Melilla 2012) tiene cuatro publicados (este dato se referirá, de ahora en adelante y en todos los casos, a los publicados en la editorial Visor); premiados, dos.

Eduardo García (Melilla 2013), dos publicados, dos premiados. 

José A. González Iglesias (Melilla 2014), cuatro publicados de los cuales uno es Poesía Reunida. Los otros tres han sido premiados. Sí, los tres (que si el Melillla, el Generación del 27, que si el Loewe…).

Marco Antonio Campos (Melilla 2009): tres publicados, dos premiados (el tercero en discordia es una Antología de poesía Mexicana, por lo tampoco hay que verlo como un fracaso).

Antonio Lucas (Melilla 2008): dos publicados, dos premiados. 

Gioconda Belli (Melilla 2006): seis publicados (uno incluye CD, para favorecer la inmersión). A primera vista, sólo dos premiados. 

Luís Alberto de Cuenca (Melilla 2005) es lo más, y no lo digo porque (según Visor) ha «abierto nuevos cauces de expresión a la poesía española de fin de siglo» sino porque ha publicado en la editorial nada menos que diez libros pese a contar con muy pocos premios para lo que estamos acostumbrados, lo que demuestra que hay mucha ceguera en el mundo de la poesía.

Francisco Díaz de Castro (Melilla 2004), también conocido como “Llegué, Visor, Vencí” ha publicado y ganado uno, el que nos ocupa. 

Antonio Cabrera (Melilla 2003): Dos libros publicados, dos libros premiados. No podía ser de otro modo. (Veo en su currículo que tiene uno, me van a permitir la digresión, que suena fascinante no, lo siguiente: se trata de una colección de haikús de tema ornitológico. Esto te lo llevas a una barbacoa y “lo petas” en la sobremesa).

Antonio Jiménez Millán (Melilla 2002). Tres publicados, todos premiados. El que vale, vale.

Benjamín Prado (Melilla 2001) es la estrella. Novelista, ensayista y poeta que ha sido traducido a más lenguas de las existen. Le han publicado ocho libros, pero esto es sólo el comienzo, que lo sé yo.

Angeles Mora (Melilla 2000): dos libros publicados, uno premiado. Con esta progresión le auguro un futuro nefasto, pero allá ella si no esfuerza.

Yo, a esto, para entenderlo, le tengo que echar algo (no mucho) de imaginación:

Visualícense en el cine o frente al plasma en su salón: están viendo una película. Esta película: un hombre sin sombrero de ala ancha entra en un ayuntamiento. Hace un calor melillense. Se dirige con paso firme (conoce el camino) al despacho del concejal de turno. Se saludan. Son tan educados que se les ven las sonrisas desde Teruel. Hola Manolo, hola Jesús, qué tal tu madre. Bueno, charla de rigor y café en el pasillo para saludar a las funcionarias que saludan alegremente cuando salen a tomar la tapa de la once. Otra vez el despacho. Plano cenital. Jesús le entrega un sobre y una promesa a Manolo. En el sobre un nombre y en la promesa un futuro, pues eso, prometedor: a cambio de un premio, mi amistad eterna y una comisión. Y otra para ti, pollo (Manolo no es un tipo avispado, ni siquiera saber leer con fluidez, lo que ocurre simplemente es que ya sabe cómo va esto y se deja querer). ¿Y al autor? También, un poco, que por algo pone la cara. El culo. Eso, el culo. Jaja. Cuídate. Nos vemos. Besos a los niños.

Y así cada puto año durante veinte o treinta y hasta un millón.

La película termina como empieza, porque aquí, en este mundillo de mierda, las cosas son así: no tienen principio (toda vez que ya nadie lo recuerda), ni fin.

Por supuesto esto es sólo una ficción fruto de mi desatada imaginación. La realidad es que todo es fruto del azar y la estadística: cuantos más autores publiques, mayor es la probabilidad de haber apostado por el caballo ganador (y de ganarte el silencio de la gente). Y, por supuesto, estoy convencido de que el que hecho de que Chus Visor sea miembro del jurado de los premios más importantes (por más que, dicen, no siempre figure en ellos) no tiene nada que ver. 

Absolutamente NADA.


lunes, 18 de enero de 2016

Breve nota poética número uno

Hay cosas que invitan a la arcada. Esta es una de ellas:

Un ayuntamiento, intervenido por la mismísima Hacienda Pública hasta el 2022, que debe más de un millón de euros a chorrocientos proveedores, organiza XIX Certamen de Poesía y, no contento con eso, aumenta su dotación económica a 2.500 euros (1). Gracias a la Concejalía de turno el libro, que será leído por nadie, se publicará en la editorial de siempre y será regalado cual catálogo de Mercadona. Y doy fe que no se quiere ni así.

El omnipresente editor de Espiral Maior (editorial que, si me lo preguntan, parece sospechosa de casi todo a un nivel sonrojante) y sin par poeta Miguel Anxo Fernán Vello «manifestó el especial cariño que le tiene a este concurso, ya que desde su nacimiento estuvo unido a él, viendo como fue creciendo y cómo gran parte de los escritores gallegos de éxito tienen en su haber este premio. Destacó la circunstancia de que las tres últimas ganadores fueran mujeres y aprovechó su intervención para felicitar al alcalde por la labor cultural que desarrolla el Concello […]»

Hay que ser muy poeta para destacar la “labor cultural” que se lleva a cabo en ese lugar de cuyo nombre no quiero acordarme. Y no estoy hablando por hablar. Estoy hablando de CERO inversión, más allá de las subvenciones que ocasionalmente caen en sus manos y que dan para cuatro libros infantiles y dos rollos de celofán. Estoy hablando de comprar Cincuenta sombras o lo que sea que publique Caré Santos antes que Philip Roth o Rezzori o Franzen o Ford. Estoy hablando de tener que recorrer veinte kilómetros para buscar una biblioteca pública, toda vez que las dos de las que presume la localidad (siendo, para más inri, vergonzantes ambas, de puro pobres, tristes, caducas), cierran durante las vacaciones y si abren lo hacen escasos 180 minutos semanales en un horario absolutamente demencial tipo las once de la mañana, que debe ser cuando va la de la limpieza a pasar el glasex. 

No es exclusivo, claro, este mal local. En el antro escritores.org se puede encontrar −aplicando la ley del mínimo esfuerzo− una detallada relación de certámenes varios; una lista de eventos ordenadita por meses que indica los nombres de aquellos que aceptan envíos por correo electrónico o los que te obligan a chupar un sello y no sé si aquello también. Esto se traduce en seis mil doscientos frenéticos poetastros enviando correos compulsivamente. Seis mil doscientos pavos reales fuera de control combinando correspondencia con el OpenWord. Y no es para menos: 14 certámenes en diciembre; cerca de cuarenta en enero; ídem en febrero; ídem en marzo; ídem en abril. Y más. Y no están todos los que son. Y por la puerta de atrás fondos públicos, comisiones, avispados editores, convocatorias, pinchos morunos, un cartero real, plicas con cremallera, más pinchos, caras de sorpresa, gestos demudados. Y en 2017 quintales de papel para reciclar. Polvo y basura sin fin.

Deberíamos acabar con esto de una santa vez. Con los certámenes, digo. Y con la poesía, también, ya, de paso. No más tus pupilas en mi pupila. No más forzar la vista total para nada. No más respiración artificial. No más cuidados paliativos. No más impuestos para tanta mierda. 

No más hablar de cultura cuando se habla de negocios. 





(1) Y eso no es nada. En Melilla el premio es de 18.000 €. Pero de esto hablaremos mañana.

miércoles, 13 de enero de 2016

‘La ley del menor’ de Ian McEwan

He aquí otro ejemplo perfecto para ilustrar el habitual servilismo de los medios y las mitades: Ian McEwan saca novela y antes de volver a meterla ya está entre lo mejor del año. Porque no son dos ni tres los que hablan de su magnífico hacer y el largo etcétera habitual. Estamos en tiempos de listas; es fácil de comprobar.

El caso es que uno pica (porque pica, sí, porque uno es humano también y quiere creer que tal cosa –otra obra maestra, aunque sea menor− es posible por más que estamos en tiempo de mejores sentimientos, que yo también me noto en exceso complaciente) y lo busca y lo lee. Sobre todo lo segundo. 

Y uno no entiende, una vez más, si es él (que no sería la primera vez) o qué. 

Yo se lo digo: qué.

Les cuento la historia. Acabo enseguida.

La protagonista es juez de familia, ya saben, de esas que administran odios y amores, reparten custodias y gestionan conflictos maritales. Es, no podía ser de otro modo, una gran profesional (Ian hace auténticos esfuerzos para obligarnos a quererla): templada, sensata y justa en extremo. Se nos pone como ejemplo de virtud la decisión de separar unos siameses que ven amenaza su integridad si no ponen fin a su unión. Sentencia ejemplar y remordimientos (al fin y al cabo salvar a uno supone matar a otro) nos muestran una mujer adulta, íntegra y dura como el plomo pero también humana, sensible y con un alto grado de empatía.

Lo dicho: la querremos. Esa es la primera trampa.

La segunda la pone su marido. 

La novela comienza con una discusión en la cocina. Ellos dos, solos (no tienen hijos, por cierto; demoraron la maternidad más allá de lo razonable usando la excusa de sus respectivas carreras, sobre todo la ella). Él le dice que ha conocido a una mujer, que quiere tener una aventura con ella, que lo suyo está más bien dormido, que han entrado en una edad, verdad… Si total ya casi son como hermanos, qué más le dará a ella que otra se la chupe. 

—¿Qué quieres, Jack?
—Voy a vivir esta aventura.
—Quieres el divorcio.
—No. Quiero que todo siga igual. Sin engaños.
—No lo entiendo.
—Sí lo entiendes. ¿No me dijiste una vez que los matrimonios que llevan muchos años casados aspiran a ser como hermanos? Hemos llegado a ese punto, Fiona. Me he convertido en tu hermano. Es agradable y bonito y te quiero, pero antes de caerme muerto quiero vivir una gran relación apasionada.

Total, que él quiere las ventajas del amor y del matrimonio y a ella no le hace maldita la gracia verlo picar de flor en flor y encima tener que hacerle la cena y hasta felicitar su hombría. MacEwan simplifica al marido hasta hacer de él poco más que una ameba con pene. 

Esa es la segunda trampa. Hubiera sido mucho más interesante (y por descontado difícil) desarrollar el argumento del macho y convencer al lector de las virtudes de tamaña oferta pero en cambio se opta por tomar partido por la buena de Fiona en todo momento, llegando al despropósito de hacernos creer que cambiar la cerradura de la puerta escasas diez horas después de haberse quedado sola en casa (no es mucho spoilear decir que su marido sale a tener esa aventura igualmente) es un acto irreflexivo y cruel y una señal, no tanto de debilidad como, insisto, un gesto que la humaniza más allá de toda duda razonable.

No importa. A estas alturas Fiona ya lo es todo para nosotros. Y canta tan bien…

Entonces llega el conflicto. Y el despropósito. Es la tercera trampa.

Niño menor de edad por escasos tres meses tiene leucemia y necesita transfusión. Es testigo de Jehová. Sus papis no quieren, él no quiere. Transfusión, caca. Es un mártir. O eso pretende. La cosa pinta fatal. Es ahora o nunca. Ella, ante la duda, lo visita, por aquello de ver si parece lo bastante listo como para tomar la decisión por sí solo y acogerse a no sé qué precedente. El chico parece listísimo. Y digo “parece” porque realmente no hay en todo el capítulo ni un solo momento que invite a pensar semejante cosa más allá de la permanente aseveración de Fiona, que ha caído rendida a los pies de una abnegación que confunde con fuerza de voluntad. Con todo, tomará la decisión que ya suponemos, dejando con esto meridianamente claro que no había maldita necesidad de visitar al muchacho, lo que pone nuevamente (y van…) en evidencia las costuras del relato. 

La cuarta trampa no se la cuento pero sepan que tiene que ver con una suerte de amor que viene de ninguna parte y a ninguna parte va.

La novela, por cerrar el despropósito, trata no sé muy bien de qué. A ratos parece una reflexión sobre el amor adulto, ya cercano a la vejez; a ratos sobre la justicia social o la complejidad de dirigir un tribunal familiar; a ratos una reflexión en torno a la religión y sus extremismos; a ratos sobre la pérdida o la desorientación o sobre la necesidad de algo indefinible que puede tener que ver con no saber envejecer.

Maldito si lo sé. 

La novela es de un snobismo tal que parece un guión de Woody Allen y los personajes son tan planos y previsibles, y en algunos casos tan vacíos, que da como grima pensar que alguien ha dedicado un año de su vida a diseñarlos. No hay lugar a debate, no hay lugar a conflicto, no hay escenas creíbles ni diálogos memorables. No hay nada, en definitiva, que haga pensar que esto merecía salir en lista alguna, a no ser, claro, que quienes lo fuerzan estén realmente agradeciendo un ejercicio de prosa tan elegante (en el sentido de correcta) como breve.

Una pérdida de tiempo, en definitiva.




viernes, 8 de enero de 2016

2016: Novedades, promesas y otras mentiras.

No voy a fingir que no me veo venir.

No hace tanto de aquel ya sólo queremos faulkners y casi hemos vuelto a las andadas. Casi, digo (tanto que matizar). La idea de planear un año entero de lecturas cuando toda mi vida he sido incapaz de organizarme a dos días vista se antoja un tanto absurdo, lo sé, pero el plan, en realidad, consiste en dar una idea aproximada de lo que puede que se vayan ustedes a encontrar en este santo blog de aquí al próximo enero. En algunos casos coincidirá con algunas de esas novedades que también me propongo comentar. 

El caso es que arranca 2016 y uno, aficionado desde siempre a toda clase de listas, se apunta a un plan imposible pero inevitable desde que ha empezado el bombardeo informativo de lo que está por venir. Se lo pueden ustedes imaginar: un mundo de color y fantasía, una cosecha excelente y no como el 2015 (ahora que ha pasado ya lo podemos decir), que fue peor que malo, un completo desastre.

* * * * *

ESTO ES LO QUE VIENE

Entramos en una dinámica aterradora. 

Hace dos o tres años un grupo de gente publicó una serie de libros. Esto significaba que, a su vez, un grupo de editores les había dado en su momento su bendición. Eso por un lado; por el otro y sin hacer apenas ruido para no alertar a la competencia, buscaron en baúles libros, rarezas, productos mediocres lo bastante antiguos para suponerles en la contra un prestigio que nunca habían tenido ni mucho menos merecido. 

Hoy, los mismos escritores vuelven, dos o tres años después, a la carga. Los mismos editores, que nuevamente han bendecido el gesto; los mismos baúles, cada vez más vacíos; los mismos lectores, cada vez menos exigentes. La misma mierda, una vez más.

Me niego a entrar en detalle de lo que está por venir. Me niego a dar una lista detallada de nombres y apellidos y títulos nobiliarios, me niego a indicar la editorial, me niego al comentario de rigor en cada caso. Si están ustedes interesados en tal detalle, pueden visitar vozpopuli, por ejemplo, donde una tal Karina Sainz Borgo hace un repaso a la actualidad o bien el blog que Alberto Olmos tiene en El confidencial y en el que hace exactamente lo mismo (en breve) que la citada muchacha con el valor añadido de ese salero al que nos tiene acostumbrados.

La cosa, ya les digo, es un poco lo mismo de siempre. Están, para empezar, los aniversarios (esos baúles): que si no sé qué novela de Muñoz Molina que hacía por lo menos 15 años que no se reeditaba, con la falta que tiene el mundo de tal cosa, que están las redes clamando al cielo; que si Shakespeare y Cervantes murieron hace como cientos de años y eso hay que celebrarlo (prepárense para las reediciones, biografías y, en el caso del inglés, novelizaciones de sus obras). Más de lo mismo con Cela, Natalia Ginzburg y Henry James que también nacieron hace lo suyo. O sea, un no parar no-novedades, va a ser esto.

Volverán también Capote, Chirbes (con una de esas obras magistrales que se esconden en los cajones) y Semprún. Y los de siempre: Irving, Vargas Llosa, Modiano, Coetzee, Banville, Delillo, Murakami, Nothomb… escritores de los que se publica tanto que resulta imposible echarlos de menos. Y un largo etcétera que incluye a Patricia Cornwell, Mary Higgins Clark, Donna Leon, Jo Nesbo, Camilleri, Holt para cubrir la cuota imprescindible de crímenes anuales. 

Del otro lado del charco vuelven, entre otros, Emiliano Monge, premio nosequé nosecuándo y Pola Oloixarac, aquella filósofa argentina que sedujo a medio país a golpe de interiorizar el mentón, poner carita de emoticono intenso y publicar en la ultramoderna Alpha Decay, que es una cosa que directamente lo dice todo de uno. 

Y dentro de nuestras fronteras lo que decíamos más arriba: los que publicaron hace un par de años (alguno incluso menos): Sara Mesa, Alberto Olmos, Miqui Otero, Eduardo Lago (rescate), Javier Cercas, Vila-Matas y Javier Calvo, así como el muy esperado regreso de Jesús Carrasco, ya saben, el de Intemperie, aquella novelita ruraloide que deslumbró a medio país y que el complaciente Carles Francino, haciendo gala de una ignorancia supina, no se cansaba de recomendar en la Ser un día sí y otro también, que como publicidad gratuita (quiero pensar) ya no está mal. 

* * * * *



Y ESTO ES LO QUE HAY

Los amantes de las novedades lo tienen (tenemos) realmente difícil, pero haremos lo posible por estar a la altura de lo que se espera de nosotros.

No, qué va, ni de coña. En realidad este año resulta tan poco apetecible que casi se agradece que coincida con el 50 aniversario de la editorial Alianza, a la que prometemos suscribirnos del único modo posible, esto es, leyendo sus libros. Quisiera que fuese uno cada mes, pero ya veremos. Prometo intentarlo. Fácil me lo pone su catálogo, en cualquier caso. Entre los candidatos (a estas alturas más que candidatos) se encuentran Guerra y paz y Los miserables (excuso indicar los autores), novelas ambas recién reeditadas en un formato prácticamente perfecto y La cartuja de Parma, de Stendhal. Quisiera poder decir lo mismo de El idiota y El eterno marido, ambas de Dostoievski o de al menos un par de volúmenes de la saga de Los Thibault de Roger Martin du Gard, saga a la que sí le vendría de perlas una generosa reedición. 

El plan, pues, consiste en leer cada mes una GRAN novela ("gran" ya por su calidad, ya por su tamaño, ya por ambas), caso de ser posible. A las ya mencionadas habría que añadir, pues, Su pasatiempo favorito, escrita por el mismísimo Dios; Tristam Sandy; Pureza de Franzen; Las luminarias, de Eleanor Catton; El ángel que nos mira, de Thomas Wolfe; los Cuentos completos de Stevenson; Retrato de una dama, de Henry James; Absalon, absalon de Faulkner; Viaje al fin de la noche, de Celine; El maestro y margarita, de Bulgakov (en su edición de Nevsky, si es posible); Los Buddenbrook de Mann; Thomas Bernhard (autobiografía o teatro u Hormigón o Extinción o Corrección…) y tropecientas más. Y eso sin contar las novedades de Sexto Piso o Pálido Fuego o el sello Insomnia (productos a los que ya en su momento decidí suscribirme) que puedan suscitar interés, que serán casi todas, ya lo estoy viendo. 

Sí, esa clase de plan. No se preocupen, a mí también me da la risa.

El resto del tiempo se irá (o debería hacerlo) en cosillas “menores” (de tamaño, fundamentalmente) tipo Richard Ford, John Connolly, Pynchon, Joy Williams, Nicole Krauss, Poe… En el apartado “nacional” Miguel Angel Hernández y Marta Sanz, actuales estrellas del firmamento o Sara Mesa, se lo van a llevar de calle, fundamentalmente porque no hay mucho más donde elegir. A un nivel más íntimo, seguiremos con los diarios de Iñaki Uriarte (que leo actualmente). Y fuera de esto, se me irá el tiempo en saciar curiosidades: David Perez Vega, Guillem López o Iván Reguera, por ejemplo. Incluso Matías Candeira, si me apuran (y me dejan). Ah, y casi seguro Javier Calvo y ese libro sobre traducción que también está al caer.


En definitiva, 2016 se presenta como un año [sobre]cargado de buenas intenciones pero con escaso o nulo interés por lo que está por venir toda vez que lo que está por venir no tiene maldito interés. 



jueves, 7 de enero de 2016

‘El mar de las Sirtes’ de Julien Gracq

«Para algunos hay ciudades condenadas sólo porque parecen nacidas y construidas para cerrar aquellas lejanías que les permitirían vivir en ellas. Son ciudades confortables; en ellas se ve el mundo como desde ninguna parte, como puede verlo la ardilla desde su rueda. A mí las únicas ciudades que me gustan son aquellas por cuyas calles se siente soplar el viento del desierto; y ha habido días —dijo, volviéndose hacia mí y mirándome con ojos penetrantes— en que he acusado gravemente a Orsenna; por sus calles sólo se huele a pantano, y a veces he pensado que no dejaba girar la tierra».
Júrenme que no se aburren. Júrenme por su lindo perrito que no se aburren mortalmente. 

Claro que se aburren. Cómo no se van a aburrir. Si es que este punto al que hemos llegado es de morirse de asco, literalmente, de auténtico vómito. Lo más apasionante del viernes es mirar la cartelera o, para los menos afortunados, ir a la presentación de algún libro absolutamente prescindible que no hemos podido evitar.

Pero no siempre es así. 

No hace mucho un atentado en Paris incendió las redes sociales al punto de tener que cerrarlas para poder respirar. Aquello era un frenesí de hipervínculos, lamentos y mapas detallados de zonas de combarte, estrategias militares y posibles soluciones al conflicto. Dolía tanto aquello de Francia, verdad… Porque los atentados en Francia, sobre todo por ser en París (qué bonito París, no me digan) duelen el doble que en Eslovenia, el tripe que en Rumanía… Y ya a partir de Turquía que les vayan dando, a todos, qué nos importará a nosotros... Ahora bien, ¡París! Joder… ¡París!

Pero qué me dicen de la emoción, eh, qué me dicen de ese irte a la cama con 140 muertos a la espalda; con esa carga de odio que no sabes todavía a quién dirigir, con esas ganas de hablar, de gritar, de dar tu opinión… esa necesidad, de repente imperiosa, de bombardear algo y matarlos a todos, hijos de puta que quieren acabar con nuestra paz. Ya no ardía sólo la red por las opiniones, sino por las búsquedas de artículos, explicaciones… cualquier cosa que nos dijese dónde estaba el problema. Por dónde caía exactamente Siria.

Que nadie se engañe: el miedo nos devuelve a la vida; en el fondo necesitamos una guerra. Todo exceso es malo y esto incluye la paz.

Esto viene a cuento de algo, claro.

En El mar de las Sirtes, Aldo, un niño bien, se aburre. Se aburre él y se aburre el país pero él quiere hacer algo. No aburrirse, por ejemplo. Y se busca un curro. Papi y Mami tiran de un hilo y colocan al nene en las Sirtes, a la orilla de un mar ocupado por una guarnición de tropas que se supone velan por nuestra paz toda vez que estamos en tiempos de guerra. Orsenna, la patria de Aldo, lleva trescientos años en guerra con el Farghestán por motivos que ya realmente nadie recuerda. Aquella es una guerra de mierda porque allí no muere nadie. Simplemente se saben de uñas y procuran evitarse. Les separa el mar de la tranquilidad: el mar de las Sirtes. 

Pero tanta paz… 

Aldo se sigue aburriendo. El cuartel se cae a pedazos, los barcos parecen de juguete y la fortaleza ya no merece tal nombre. Los hombres, pues, se dan a la agricultura, la ganadería… Bailan, copulan dichosamente, dejan pasar las horas mirando el húmedo horizonte tal como en El desierto de los tártaros la también guarnición, miraba el arenal.

Pero…

El nene medio se enamora (un poco ya venía de casa) de una linda rapaza de alta cuna, como él. La nena habita un palacete que es un nido de víboras donde todo son dimes y diretes y conspiraciones varias. Están todos muy nerviosos, creen que algo va a pasar. O más bien llevan tiempo esperando que pase algo y ya empiezan a estar un poco hartos de promesa incumplida.

«Según los rumores, allá no ha pasado nada que pueda verse. Nada ha cambiado en apariencia. Y hasta merece subrayarse que el que no haya cambiado nada en las apariencias confiere a los rumores algo más inquietante aún. Lo que se quiere decir, si es que se quiere decir algo, es más bien que una especie de poder oculto, digamos de sociedad secreta, con objetivos mal definidos, pero ciertamente exorbitantes, inconfesables, parece haber subyugado el país, lo ha hecho suyo y se ha apoderado de todos los mecanismos de gobierno».

Lo que sea. El caso es que la rubia le dice al maromo que vaya a navegar con ella, que le va a enseñar cuatro cosas. Entre tal y cual y va malmetiendo porque las mujeres ya se sabe. Entonces él, que gustaba de explorar zonas inhóspitas decide un buen día, unilateralmente, pasarse de la raya, esto es, cruzar los límites del mar, aquellos que sostienen la paz y el tedio. 

Y así se lía.

No hay balaseras porque la cosa no va de eso, pero se le suponen a un futuro cercano. La novela trata, en realidad, sobre los deseos ocultos del hombre, esto es, sed insaciada de sangre y esa cosa que te corre por el cuerpo, esa emoción, esa pasión por la lucha, por derrotar al otro, acabar con él, comerte su corazón..., un sentimiento similar al que se le supone a Jimenez Losantos oyéndole hablar de Podemos. 

La historia es fenomenal, las cosas como son, y la sensación de lento discurrir o de andar por las nubes o de caminar en sueños, ese subir acantilados con mujeres en brazos o salir de salas de mapas para entrar en salones de baile, le da un punto de irrealidad que va muy bien con ese exceso de prosa de Gracq, que es, de todo, lo que menos me gusta por más que sepa y quiera y pueda apreciarla en lo que vale. Pero es que hay un exceso tal de… de todo, que demasiadas veces invita a la espantada.

«Orsenna transmigraba, se evaporaba en aquella polvareda de estrellas en la que leía Fabrizio nuestra ruta. Brillaban con un resplandor inagotable y constante. Una noche más, después de tantas otras, se tendía Orsenna en el lecho de sus astros, se disolvía gustosa en la figura de sus estrellas, totalmente entregada como un planeta muerto a la intimidad y la inercia sideral».

domingo, 3 de enero de 2016

2015, la lista

Me persigue la mala fama. 

Hay quienes me acusan de estar demasiado vendido a las novedades, como si semejante cosa tuviese algo de malo. Es una acusación que, sospecho, pretende tacharme de oportunista o algo que tiene que ver con buscar visitas para regalarme una popularidad que de otro modo no tendría o para abrirme una puerta que, como escritor frustrado, se me resiste. Nunca he llegado a entender tanta chorrada pero el caso es que me temo que la fama es, como verán, inmerecida.

Este año he leído (los he contado) 103 libros. De esos 102 sólo 36 fueron publicados en 2015. Y eso incluyendo reediciones. Me gustaría confeccionar una lista con las veinte mejores novelas del año, pero lo cierto es que no son más de seis las que pueden ser tenidas en consideración. El resto, pese a lo recomendable de algunas, no pasan de correctas, interesantes, mediocres o directamente malas.

Aquí las mejores o, si no la mejores, las que más me he disfrutado, que para el caso es lo mismo, empezando por la novela del año, la de Don Carpenter y terminando por una debilidad personal:

Los viernes en Enrico’s de Don Carpenter (Sexto Piso)
El castillo de Franz Kafka (Sexto Piso)
Sumisión de Michel Houellebecq (Anagrama)
La suma de los ceros de Eduardo Rabasa (Pepitas de calabaza)
Giles, el niño-cabra de John Barth (Sexto Piso)
Entre culebras y extraños de celso castro (Destino)

Y, cómo no, aquí las peores; esto es, aquellas que recomiendo encarecidamente evitar:

Malas palabras de Cristina Morales (Lumen)
Ciudad fantasma de Robert Coover (Galaxia Gutenberg)
Los últimos días de Roger Lobus de Oscar Gual (Aristas Martinez)
El límite inferior de Nere Basabe (Salto de Página)
Cosas raras que se oyen en las librerías de Jen Campbell (Malpaso)
Señorita Google de Juan Vilá (Jot Down)

Entre las 25 restantes hay cosas que me han gustado más y cosas que me han gustado menos, pero en cualquier caso no lo suficiente ni para condenar ni para ensalzar. A destacar Ni puedo ni quiero de Lydia Davis (Eterna Cadencia) o Zeroville de Steve Erikson (Pálido Fuego). Y no mucho más.

Estarán de acuerdo conmigo en que este año ha sido un completo desastre. También es verdad que me he perdido muchas novelas prometedoras (ya fuese por pereza o por no haber tenido posibilidad de leerlas) como han podido ser H de halcón de Helen MacDonald, de la que no he oído más que maravillas; Estado de gracia, de Joy Williams; Pureza de Jonathan Franzen; El reino de Emmanuel Carrere; Las moscas del capital, de Paolo Volponi; La facultad de las cosas inútiles de Yuri Dombrovski; El cuaderno perdido de Evan Dara; Signor Hoffman de Eduardo Halfon; Narrativa Breve Completa de Joseph Conrad o La muerte de mi hermano Abel de Gregor Von Rezzoriobra en la que me encuentro ahora mismo enfrascado.

Quiero decir que TAL VEZ podría haber sido un año mejor si hubiese puesto un poquito más de mi parte. En cualquier caso la oferta, especialmente la de narrativa española, ha sido peor que mala y de eso sí que no he tenido yo maldita la culpa. 

Para terminar y por aquello de invitar a la lectura, comentar aquellos libros que, no habiendo sido publicados en 2015, me proporcionaron algunos de los mejores momentos del año, empezando por ese señor descubrimiento que fue Harold Brodkey.

Primer amor y otros pesares de Harold Brodkey (Anagrama)
Franny y Zooey de Salinger (Alianza)
Mientras agonizo de William Faulkner (Anagrama)
Warlock de Oakley Hall (Galaxia Gutenberg)
Crimen y castigo de Fiodor Dostoievski (Cátedra)
El jugador de Fiodor Dostoievski (Cátedra)
La isla del tesoro de R.L. Stevenson (Valdemar)
Frankie y la boda de Carson McCullers (Austral)
Alias Grace de Margaret Atwood (Ediciones B)
Risa en la oscuridad de Vladimir Nabokov (Anagrama)
(Mención especial también para los Cuentos Completos de Stevenson (Valdemar) multiorgásmico volumen que todavía tengo entre manos y que estoy disfrutando no saben cuánto ni dónde ni cómo).

Y aquí la relación completa de lecturas de 2015. Lo dicho: no ha sido un buen año, pero tengo grandes planes para el 2016 de tratarán de compensarlo. En breve les comento.

1 "El balcón en invierno" de Luis Landero
2 "El impostor" de Javier Cercas
3 "Crimen y castigo" de Fiodor Dostoievski
4 "El jugador" de Fiodor Dostoievski
5 "Hadjí Murat" de Tolstoi
6 "La isla del tesoro" de R.L. Stevenson
7 "Sui generis" de Crisp, Oliver y Samuels
8 "Noctuario" de Thomas Ligotti
9 "Volver" de Toni Morrison
10 "Pánico al amanecer" de Kenneth Cook
11 "Frankie y la boda" de Carson McCullers
12 "La balada del café triste" de Carson McCullers
13 "Reflejos en un ojo dorado" de Carson McCullers
14 "El armario de la ginebra" de Leslie Jamison
15 "El aliento del cielo" de Carson McCullers
16 "Siempre hemos vivido en el castillo" de Shirley Jackson
17 "Matate, amor"  de Ariana Harwicz
18 "Los huérfanos" de Jordi Carrion
19 "Sacrificio" de Román Piña
20 "La primera mentira" de Marina Mander
21 "Cuatro por cuatro" de Sara Mesa
22 "Alias Grace" de Margaret Atwood
23 "El castillo" de Franz Kafka
24 "Sueños de trenes" de Denis Johnson
25 "Mujer sin hijo" de Jenn Díaz
26 "Malas palabras" de Cristina Morales
27 "Ni puedo ni quiero" de Lydia Davis
28 "Las luminosas" de Lauren Beukes
29 "Las inviernas" de Cristina Sánchez-Andrade
30 "Se violenta el mundo" de P.D. Garrote
31 "El espectro de Alexandr Wolf" de Gaito Gazdanov
32 "La nube púrpura" de M.P.Shiel
33 "Voladura controlada" de Octavio Cortés
34 "Lavrenti y el soldado herido" de Pablo Gonz
35 "Técnicas de iluminación" de Eloy Tizón
36 "Robert Louis Stevenson" de Chesterton
37 "Sueños de trenes" de Denis Johnson
38 "El rey" de Donald Barthelme
39 "El año del desierto" de Pedro Mairal
40 "El gran misterio de Bow" de Israel Zangwill
41 "New mYnd" de Colectivo juan de madre
42 "La vida equivocada" de Luisgé Martín
43 "Distancia de rescate" de Samanta Schweblin
44 "Un minuto antes de la oscuridad" de Ismael Martínez Biurrun
45 "La silla" de David Jasso
46 "Cenital" de Emilio Bueso
47 "El protegido" de Pablo Aranda
48 "La inconcebible aventura del hombre que fue otro" de Manou Fuentes
49 "Ciudad fantasma" de Robert Coover
50 "Al salir del infierno" de John Franklin Bardin
51 "Sumisión" de Michel Houellebecq
52 "El niño que se desnudó delante de una webcam" de José Serralvo
53 "La suma de los ceros" de Eduardo Rabasa
54 "Distancia de rescate" de Samanta Schweblin (Relectura)
55 "Giles, el niño-cabra" de John Barth
56 "Disforia" de David Jasso
57 "Ampliación del campo de batalla" de Michel Houellebecq
58 "Demian" de Herman Hesse
59 "Sr. Esperanza" de Tommi Misturi
60 "Ragtime" de L.E. Doctorow
61 "Los últimos días de Roger Lobus" de Oscar Gual
62 "Entre culebras y extraños" de celso castro
63 "Los viernes en Enricos" de Don Carpenter
64 "Ve y pon un centinela" de Harper Lee
65 "Pronto será de noche" de Jesús Cañadas
66 "El límite inferior" de Nere Basabe
67 "Risa en la oscuridad" de Vladimir Nabokov
68 "Cosas raras que se oyen en las librerías" de Jen Campbell
69 "Con el sol en la boca" de Matías Néspolo
70 "Dura la lluvia que cae" de Don Carpenter
71 "Y pese a todo…" de Juan de Dios Garduño
72 "El angel negro" de John Connolly
73 "Los atormentados" de John Connolly
74 "Los hombres de la guadaña" de John Connolly
75 "Los amantes" de John Connolly
76 "Primer amor y otros pesares" de Harold Brodkey
77 "Franny y Zooey" de Salinger
78 "Cuentos completos" de E.L. Doctorow
79 "Pájaros en la boca” de Samantha Schweblin
80 "Zeroville" de Steve Erikson
81 "Polaris" de Fernando Clemot
82 "El sistema" de Peter Kuper
83 "La ley de la ferocidad" de Pablo Ramos
84 "Modelos animales" de Aixa de la Cruz
85 "Deudas vencidas" de Recaredo Veredas
86 "Trabajo sucio" de Larry Brown
87 "Señorita Google" de Juan Vilá
88 "El sentido de un final" de Julian Barnes
89 "Mientras agonizo" de William Faulkner
90 "Warlock" de Oakley Hall
91 "El alma de las marionetas" de John Gray
92 "Hit emocional" de Juanjo Saez
93 "Los lanzallamas" de Rachel Kushner
94 "La comemadre" de Roque Larraquy
95 "Y Dios irrumpió de buen rollo" de Román Piña
96 "Anton Reiser" de Karl Philipp Moritz
97 "Es muy raro todo esto" de Zarracina
98 "Antiguía del cine" de Iván Reguera
99 "Una soledad demasiado ruidosa" de B.Hrabal
100 "El mar de las Sirtes" de Julien Gracq
101 "El palacio de los sueños" de Ismail Kadaré
102 "El extremo centro" de Tariq Ali
103 "La ley del menor" de Ian McEwan