martes, 25 de noviembre de 2014

“El hombre que amaba los niños” de Christina Stead

Mi silencio desde agosto clama al cielo. Me refiero a mi silencio sobre esta novela, que ha sido, sin lugar a dudas, una de las mejores lecturas del año. De este año. Y del anterior, y del anterior. Y del anterior.  

Lo repetiré para los que leen demasiado rápido: NOVELÓN.

El hombre que amaba a los niños es mejor que buena. Es excepcional. No será el caso, porque todo es relativo, pero quisiérala, por aquello de hacerles a ustedes un inmenso favor, imprescindible o, si fuera posible, de obligada lectura.

* * * * *

Tengo la novela en la cabeza pero no sé cómo sacarla de ahí, cómo dibujarla para que vean lo que quiero decir, para que sepan exactamente a qué me refiero cuando digo que esta novela es una auténtica maravilla. No sé cómo hacer, no sé qué decir para que obligarles, a ustedes, a todos aquellos de ustedes que todavía conserven los tres dedos de frente con los que se supone que hemos venido al mundo, a reservarlo en la librería más cercana, porque ya les adelanto que tener no lo van a tener, estos libros nunca se tienen. Pero al lío.

* * * * *

La historia es demoledora.

En esta historia hay una casa. Una gran casa con un inmenso jardín. Hay una mujer, hay un hombre, un hombre, un imbécil, que ama a los niños, sus hijos y hay mucho, muchos niños; niños de todas las edades y condiciones: desde atormentadas y acomplejadas adolescentes hasta tiernos ingenuos infantes. 

«Cuando no puedo llamar a mi pequeña Evie, mi Mujercitita, mi niña de bonitos ojos oscuros con una aureola sombría en ellos, ¿sabes lo que hago? Le grito: “¡Alasílvida, Alasílvida!”. (Es una palabra que me he inventado y que me recuerda a ella.) “Alasílvida, ven a hacerme masajito en la cabezita. Ella sale rodando de la cama, quejándose con dulzura, algo que me encanta oír, y entra en mi dormitorio trotando con su camisón rosa de algodón, haciendo pucheros y diciendo: “¡Papi, no me disturbes, quero dormir!”. Pero cuando le muestro mis brazos, cruza la habitación con pesadez, se sube de un salto a la almohada y mete sus suaves deditos entre mi pelo para acariciarlo. Entonces, si me duele la cabeza, el dolor desaparece. Después llamo a mi hija mayor, Louie, una niña que tiene una cabeza extraordinaria, quizá con demasiados problemas, pero que será más sabia con el devenir del tiempo. Ella es la que prepara el té matutino. Acto seguido, Ernie, los Géminis y yo, los cuatro silbando, hacemos una ronda por la casa para evaluar el trabajo de carpintería y de albañilería que haya que hacer. Wan Hoe, eso sí que es una vida feliz. Sammy se sienta, meditabundo, en el camino, dando vueltas a esos extraños y dilatados pensamientos propios de la infancia, reflexionado sobre cosas que algún día convertirá en ideas científicas. Y Saúl, sensato y sereno, va a su aire buscándole un sentido a todo y sacando sus conclusiones. Y Ernie, mi joven prodigio, que llegará a ser un gran matemático o un gran físico, aunque confío en que no me salga pedante ni intelectualoide».

Pues bien, esta casa tan llena de tantos niños con tanto tiempo libre, tan luminosa, tan apetecible; esta casa tan, en apariencia, próspera, oculta un secreto a voces: sus dueños, el fecundo matrimonio Pollit, se odia como sólo se odian los mejores matrimonios en las mejores novelas, con esa visceralidad, con ese desprecio resultado de años de convivencia.

Esta novela, que transita entre el drama familia y terror infantil para adultos, es un ejercicio de crueldad como pocos. Sam y Henny libran una permanente batalla sobre un campo minado en el que juegan, inconscientes unos e ignorantes otros, un grupo de niños a todas luces inevitablemente inocentes.

El terror, en esta novela (y la razón por la que es tan jodidamente buena), tiene un origen evidente: nace de lo de descarnado de su realismo. Es todo tan real, tan posible, es tan fácil, o lo parece, llegar a ese punto, tanto, olvidar, una vez más, quiénes son las verdaderas víctimas... En la guerra que libra este matrimonio las balas nunca dan en el blanco pero tampoco dejan nunca de alcanzar un objetivo en tanto que los daños colaterales son, a la larga, tanto o más perjudiciales que un grito o una desatención esporádica.

Estoy hablando de Pobreza.

Ya no se trata únicamente de un problema de convivencia. Se trata de ir privando, poco a poco (y este sentido la novela es ejemplar) a quienes no lo merecen -y a quienes más lo necesitan- de lo esencial. Estoy hablando de no tener nada más que un vaso para quince.

«Se fue hacia la cómoda en que antes se guardaba la ropa de su padre y rebuscó en ella, pero sólo encontró una polvorienta colcha de lino y un sobre. Henny miraba a su hijo con tristeza, en silencio. Impulsivamente, el niño se dirigió al armario y abrió el compartimento en que su madre solían guardar los sombreros. ¿Dónde estaban los sombreros, las tres plumas negras de avestruz que le regaló su prima, aquella capa de seda para la ópera que tenía desde hacía diez años y que una vez le había visto puesta? ¿Dónde estaba la colección de sellos, con estampillas de todo el mundo? No alcanzaba a recordar cuándo fue la última vez que jugó con ellas, hacía mucho tiempo. Volvió frente a la silla en que estaba sentada su madre. Henny alzó la vista, forzando una sonrisa, y observó los ojos oscuros de Ernie, idénticos a los suyos».

Porque no se trata únicamente de ser pobre o tener unos padres que discuten demasiado. Se trata, también, de hacerse mayor, de cruzar esa frontera que separa el universo infantil del infierno adulto. Se trata de ese momento en el que un niño toma conciencia de que aquello que llenaba sus horas, su vida, ha dejado de ser un juego. 

Se trata de ser un niño y saberte, por ello y a pesar de ello, condenado. 

«Louie estaba feliz y se recluía cada vez que se le presentaba la ocasión: poseía un don innato para la soledad y lograba el consuelo del aislamiento incluso en aquella comunidad familiar. Era una niña perezosa, según Henny. Era una niña reservada, según Sam. Pero el caso era que Louie, a pesar de sus esfuerzos denodados por escapar de aquel aterrador abismo de desesperación, incertidumbre y suciedad, que parecía engullirla con labios pasionales y fangosos, presenciaba rachas de relámpagos, cuando el universo se rajaba desde el cielo hasta el infierno y en su sima se retorcía el delirio de la gloria, las saturnales que le revelaban la condición de aquel mundo. Se quedaba en la playa observando los hierbajos secos en la parte más fangosa de la orilla y pensaba de repente: “¿Quién puede apreciar algo bueno en ti, Tristeza desmoralizadora?” Y mediante aquel destello de inteligencia comprendía que tanto su vida como la del resto de la familia estaban malgastándose en aquella contienda, y que las peleas entre Henny y Sam estaban arruinando la naturaleza moral de todos». 

* * * * * *

Toda la novela, en realidad, gira en torno al cambio, la degradación, los velos que se levantan de muchos de los personajes que la pueblan. Toda la novela es un viaje que no puede acabar bien, donde la sensación es que todas las decisiones que se toman conducirán al desastre y donde los personajes, cada día un poco más desdichados, van tomando, poco a poco, conciencia de su infortunio. 
«Louie, la más involucrada de todos, estaba convirtiéndose en una persona impulsiva que se indignaba fácilmente por lo injustos que eran el uno con el otro, y, en la medida en que era víctima de aquellas injusticias, acumulaba un aluvión de sentimientos vengativos, una tempestad reprimida que pensaba desatar en algún momento indeterminado del futuro».

Si en los próximos días, meses, años, tienen pensado leer una buena novela, procuren que sea esta.


jueves, 20 de noviembre de 2014

[Reseña] “Presencia humana nº 2” de Aristas Martínez

En cien páginas y a todo color (no como otras), Presencia Humana vende relatos, vende artículos, vende dibujitos. Y lo vende bien. De hecho yo compré dos.

En el apartado gráfico, Ana Galvañ, (más ibérica no se puede) ofrece dos minicomics que a mí personalmente me han servido para saber que no me puede interesar menos el trabajo de Ana Galvañ. Que mira, por lo que en proporción cuestan, está muy bien. Si algún día esta chica ilustra un libro, ya sabré en qué no me tengo que gastar el dinero. 

También hay un par de artículos. Uno de Layla Martínez, que es una joven poeta que hace algo en Culturamas, que directamente echa mano de un fragmento de La insólita historia de los nueve Ricardo Zacarías del Colectivo Juan de Madre (editado también por Presencia Humana, para que así quede todo en casa) para montar un artículo sobre el tiempo, el espacio y la teoría de cuerdas con una fotografía de True Detective, para que se vea modernete (este número salió hace ya unos meses). Bueno, tiene su gracia si, tal como me ocurrió a mí, inmediatamente después te lees el librito de marras y, al llegar a esa parte, se te levanta una ceja. Es un hermoso momento autopromoción.

El segundo artículo es una patada en toda boca a (entre otros) los protagonistas de la primera parte de este post, por ejemplo. No se dan nombres, claro, o de lo contrario habría que declarar una guerra, pero se entiende. En ese artículo, Ana Ramos (escritora de libros infantiles, traductora y cosas varias que tienen que ver con la edición), nos cuenta que, un buen día, recomendó a su médica de cabecera un libro traducido por ella misma (hablando de autopromoción…): El jardín secreto, de Frances Hodgson Burnet, ocasión que aprovecha para contarnos su historia: La señora Hodgson fue mayúsculamente pobre y miserable durante su más tierna infancia y adolescencia, pero tenía orgullo —alimento habitual de ciertos articulistas—. La buena de la mujer creía, como le decía a su hermanita cada noche antes de irse a la cama, que las historias dignas de ser escritas, impresas y leídas, merecían también ser pagadas. Y lo mismo a la inversa: lo que no merece ser pagado, no merece ser leído o impreso no digamos ya escrito. La señora Hodgson murió con un cheque en la mano. El artículo vienen en realidad a cuento de la piratería, que es esa cosa que todos conocemos y ninguno practicamos, pero ¿acaso hay mayor pirata que aquel que te roba mirándote a los ojos? 

Pues eso. 

* * * * *

Me gusta la idea, lo confieso, de un panorama con revistas literarias de tendencias diferentes enfrentadas, como en los felices sesenta de la era Dostoievski (y miren luego qué libros salían, qué maravilla, qué bien sienta el odio a la literatura). ¿Qué mierda es esa de la amistad por encima de todo, del objetivo común y demás zarandajas? 

Queremos sangre. Es lo que más alimenta.

Pero allá ellos, que se lo pierden.

El resto de la revista son relatos que ya no recuerdo, a excepción de alguno que leí dos veces para tener algo que decir hoy: el de Sara Mesa, por ejemplo, que es un ser humano que también escribe novelas. En su relato hay una misteriosa organización de seres extraños y niños (los niños siempre tan resultones) engordados con mantequilla. Todo esto lo cogen ustedes con pinzas, que mi fuerte no es resumir. Se desarrolla en un ambiente malsano y desagradable en la que los personajes han de soportar con cierta resignación situaciones que carecen de explicación. Muy triste y futurista, todo.

En la página 32 (y ya me voy dando prisa o no terminaré nunca) Aixa de la Cruz, joven promesa desde que tiene uso de razón (no vean qué de elogios cuando aquello de Bajo treinta o Última temporada —si no saben de qué hablo, mejor no pregunten—), escribe un relato en el que una mujer encuentra un brazo. Profundizaría más en el asunto si el asunto tuviese profundidad. No es el caso. De todos modos queremos pensar que lo de joven promesa no caduca ni hacía referencia a un futuro cercano. Seguiremos esperando y poniendo, como es costumbre, todas nuestras esperanzas en ella.

Siguiente: María Womack. Escritora, traductora, co-editora de Nevsky Prospects. Mujer de letras, en definitiva. Su relato está ambientado en un futuro apocalíptico, como todos los futuros posibles imaginados, en el que un hombre hace mermelada y caza mariposas. Bueno, pues… eso. Seguro que pasan más cosas, que el relato es genial, pero es pasan los días y te olvidas completamente de los detalles. Es lo que tienen los grandes relatos.

Esther García Llovet, escritora de la que inexplicablemente habla todo el mundo maravillas y que desmonta mi teoría de que este número 2 de Presencia Humana recoge trabajos de “jóvenes promesas”, se lleva el premio al peor relato de todos. Es incluso peor que el del brazo de Aixa de la Cruz. Que ya es difícil. Por fin es viernes es, utilizando términos más propios de la crítica comparada que de un blog de ensayo-error como este, una chorrada como un piano. Donde hay un como, hay una comparación y donde hay un relato de Esther García Llovet hay una razón para no leer. Puedo estar equivocado, pero sería la primera vez.

Laura Fernández (relatista habitual en toda antología que se precie) escribe un relato llamado El redactor estrella de Rocketbok Amazing Times, que es un título muy davidfosterwallaciano. Trata sobre un periodista o presentador que vuelve de la muerte o que está muerto y quiere seguir escribiendo. Lo siento, hace ya tanto… Sé que esto no es serio, pero precisamente por eso estamos aquí. Gracioso, la primera vez. Recuerdo que volví a intentarlo semanas después y ya no lo fue tanto. Lo dejé y nunca más. Total para qué.

El último relato —y, todo hay que decirlo, el mejor— es Las dos cárceles de Isidro Guzmán de Colectivo Juan de Madre, escritor del que hablé no hace mucho. Busquen, si sienten curiosidad. La historia es la de un preso, condenado a cadena perpetua, que no se acaba de morir y va a ser entrevistado. Argumento sencillo, argumento efectivo. El relato de la vida de ese hombre en apariencia no es gran cosa pero se lee con interés creciente. Y ya basta de elogios, que nos salen granos.

Acabo.

Los números de Presencia Humana terminan con una entrevista. En esta ocasión: Fata Libelli, joven editorial digital de ciencia ficción, terror, fantástico (y tal) de la que dijimos lo poco que había que decir cuando reseñamos, no hace tanto, Ominosus, un breve recopilatorio de relatos homenaje a Lovecraft. Hay poco que añadir. Nada, en realidad. Que nada, que les deseamos suerte.

Y esto es to… to… todo. 

Conclusión: Presencia humana es una revista literaria mejor editada de lo que viene siendo habitual, que no encontraran en los quioscos junto a la Qué leer (aunque sí debería estar, sobre todo para mi comodidad) y que cuesta más que otras tipo Quimera porque la gente que colabora ella no es insultada no cobrando por su trabajo. Pero yo creo que este punto ha quedado suficientemente claro.

Admito que no me vuelven (no me han vuelto) loco ni los artículos ni los relatos incluidos en este número, pero la revista me interesa lo suficiente para matar el cerdito cada dos o tres meses (o cuando sea que se publiquen), probablemente por esa mirada a la actualidad nacional y esa apuesta por ofrecer un producto a un público menos genérico de lo habitual.

Ahora les dejo; debo comprar el quinto número, un Especial Valdemar que recién sale del horno. Seguiremos informando.


martes, 18 de noviembre de 2014

[Prólogo a la reseña de] “Presencia humana nº 2” de Aristas Martínez

1

Tengo un amigo pintor. Este amigo dibuja, entre otras muchas cosas, unos pequeños peces de colores realmente fantásticos. Hará cosa de un mes me invitó a su taller para enseñarme la última hornada. No lo digo porque sea mi amigo, pero cada vez son mejores. Volví a preguntarle por qué razón no exponía (hace tiempo que no lo hace) y me contestó que no era tan fácil. Me ofrecí a ayudarle. Verás, le dije, conozco a un tipo, un amigo de un amigo de un cuñado de un socio, que a su vez es socio de un pequeño pub en… que suele colaborar con artistas de la zona; le puedo pedir que te haga un hueco. Nada perdemos con intentarlo. Contando con su bendición conseguí colocarle un par de dibujos que acabaron colgados, no en un hueco, sino directamente en una de las columnas centrales del local. Antes de acabar el día ya se habían vendido. En cuanto me enteré se lo dije personalmente a mi amigo, el pintor. Se pueden imaginar qué alegría. Parecíamos tontas colegialas. ¿Y el dinero?, me preguntó. ¿Qué dinero?, respondí. El de la venta. ¿La vent…?, ¡ah, la venta!,.. bueno…, verás…, te explico: quitando la comisión del expositor, el resto me lo quedo yo, ya sabes, por las molestias y eso. 

En la vida real mi amigo me partiría la cara (merecidamente) por cabrón y por ladrón y por mal amigo. Pero esto no es la vida real, esto es un cuento de hadas y ahora mismo voy a agitar mi varita mágica para modificar el rumbo de la conversación y evitar malentendidos.

¿Y cuánto te llevas por las molestias, si se puede saber? Más o menos un x%. Fenómeno, me alegro por ti; por esa oportunidad que me brindas merecías mucho, pero muchísimo más. ¡Yo sí que me alegro por ti, coño!, pronto serás un pintor famoso o cuando menos, (re)conocido y, además, ¡te vendrá de fábula para el currículum! Después de estos cumplidos nos abrazamos, nos palmeamos la espalda como muchachotes que somos y esa misma noche fuimos a celebrar nuestra buena suerte y prometedor futuro. Pagó él, por supuesto. Por las molestias.

Yo sé que esta fabulita no resulta creíble con semejante final pero lo es. Mucho. De hecho, así funciona, por ejemplo (ahí vamos), Quimera, la revista de literatura famosa por no pagar a sus colaboradores por un producto que después, en el mercado, cobra a precio de oro: siete euros el ejemplar veraniego, cinco el resto del año. Siete euros, por si no lo recuerdan, son unas mil doscientas de las antiguas pesetas.

No es ya una cuestión de dinero, es una cuestión de respeto. El respeto que uno demuestra hacía los demás y el respeto que uno que merece. Parece haber muy poco, en Quimera o cualquier otra revista que viva de la generosidad ajena, de todo esto. Una cosa es ayudar a un amigo y otra muy diferente aprovecharte de él con promesas de prosperidad. Robarle, para que nos entendamos, por más que el infeliz crea ver en ello la oportunidad de su vida, como parece ser el caso, en vista de la ingente cantidad de almas cándidas que colaboran con este tipo de publicaciones. Y eso es, lo que en mi opinión, está llevando a cabo, desde hace años, esta revista que, a diferencia de otras como Granite & Rainbow (ese catálogo de buenos sentimientos que se alimenta del aire que respira y que hace tiempo ya que ha superado la barrera del despropósito), se hace valer a golpe de monedero. 

Si un proyecto no es viable, por la razón que sea, por ejemplo si el problema es que no dan las cuentas, a lo mejor lo que hay que hacer es cerrarlo y después llorar amargamente o llorar amargamente y después cerrarlo o directamente irse de putas. Lo que no me parece decente, por decirlo suavemente, es que la recompensa del esfuerzo de escribir un artículo (porque una cosa no quita la otra y es de ley reconocer que los artículos requieren cierto esfuerzo para ser escritos) sea colocarte en los créditos con otros veinte tíos más.

Es una vergüenza para unos y un insulto para los demás. Para todos, una cuestión de respeto. Para Quimera, ese refugio para la falta de talento, una costumbre. Para los que observamos, sin embargo, puro divertimento.



2

Todo esto viene a cuento de algo, claro.

Viene a cuento de que, por lo que me han dicho los propios afectados, Aristas Martínez —los editores de esta revista de la que hoy he venido a hablar— SÍ paga a sus colaboradores/invitados. Cuándo, cómo y dónde me da igual, honestamente; no es de mi incumbencia (tampoco lo anterior, si me apuran). Ya sólo por esto tienen, de entrada, todo mi RESPETO. Otra cantar es que me guste el contenido, que ya veremos, pero así, de entrada, yo vengo con el sombrero en una mano y en la otra una cañita. Y ahora vayamos a lo que veníamos. O casi mejor vamos mañana, que se me ha hecho tarde.


Hartazgo y “El largo invierno chino” de Carlos Palacios

Nunca lo entenderé. Lo juro. Y, sin embargo, me fascina. Nunca entenderé por qué determinada gente escribe-lo-que-escribe. Qué es eso que lleva a unos a sentarse y escribir-lo-que-escriben y a otros a leer-lo-que-leen y unos pocos (demasiados, en cualquier caso) a publicar-lo-que-publican precisamente ahora, en los tiempos que corren, ahora que todo lo que vale la pena ha sido ya escrito; ahora que todo lo que vale la pena no ha sido todavía leído. 

Ahora que es tan barato el Imagenio.

Uno tiene que saber lo que escribe. Uno, yo creo, tiene que saber que lo que está haciendo un día y otro día y otra noche más, eso que le exige tanto esfuerzo (entendiendo esfuerzo como "documentarse en Google"), tiene un valor en el mercado, y que ese valor tiene o debería tener algo que ver con su calidad quisiéramosla objetiva; que hay un lector, en su casa, visitando Amazon, que puede que un día haga click en un banner y se compre su libro, ya sea por la faja o el argumento o por puro aburrimiento; alguien que busca algo que no sea Ken Follet o Dolores Redondo. Alguien que aspira a leer algo mejor o, cuando menos, diferente. 

Uno tiene que escribir algo que ese lector no lamente haber comprado. Y si no puede, si sabe que no puede (me resisto a aceptar que uno no sepa, de antemano, que lo suyo no es, como lo de su vecino de congreso literario, másdelomismo) no perder el tiempo ni hacérselo perder a los más; a ese pobre infeliz, por ejemplo, que arriesgó sus últimos veinte euros de este mes en una novela que no vale lo que su pasta de dientes.

Uno tiene que ser consciente de su falta de (in)genio. O debería.

No me hagan caso, estoy divagando. Será que empiezo a estar un poco harto.

Vamos con la reseña.

* * * * *

«Nos estamos convirtiendo en ellos. No significa ser de izquierdas o de derechas, comunista o fascista. Conozco el comunismo y lo que nos traen no es comunismo sino esclavismo. No es cuestión tampoco de racismo —explicaba el señor Otoño—. Cada año es peor, los trabajadores tienen menos derechos, ganan menos y trabajan más. Trabajar se ha convertido para muchos en un privilegio. Milán es la avanzadilla, la metáfora perfecta de lo que va a suceder en toda Europa. Los demás países nos miran con el aliento entrecortado, nadie quiere contagiarse de nuestra desgracia —concluyó arrastrando la silla».

Pues básicamente, para desarrollar esta idea, doscientas páginas de humor grotesco.

Argumento: un español y un chino en Milán. El español va a jugar a los profes, que es a lo que van los españoles a Milán; el chino, que siempre llega tarde a trabajar, a ser puteado. Claro. No pasa nada. Todo forma parte del plan. Qué plan. Este plan: conquistar el mundo. Todo, todo, es una trampa mortal. ¿Los restaurantes chinos? Trampa. ¿Los bazares chinos? Trampa. Los hoteles, los comercios, los “japoneses”. Trampa. Se empieza alquilando una esquina y se acaba comprando deuda nacional. Un día te levantas y ya eres comunista, vistes con camisa blanca y pantalón negro y trabajas doce horas al día. Bueno, tal vez esto último no suponga un cambio significativo.

El caso es que el español pasea por la ciudad. Quiere llegar a su trabajo cuando estalla la revolución. Y adiós a la baguette. Ahora todo pan chino y rollitos de plimavela y carne de gato en el pollo agridulce. Y todos los tópicos son verdad: los chinos y sus pasaportes y la ausencia de cadáveres y demás zarandajas sobre la multiplicación de los panes y los peces. Los chinos y la obediencia y los hacinamientos y la corrupción del poder chino, que es igualita que la corrupción del poder italiano y el poder español y creo también que el francés. Para una cosa en la que estamos de acuerdo…

La novela es como una inmensa broma —o eso quisiera, pobre— que en ningún momento trata de tomarse en serio a sí misma y que hace realidad los tópicos sobre los chinos para justificar o explicar lo posible que es conquistar el mundo. Será muy divertido pero también muy bobo. Esto es llevar al extremo el parecer de mucho jubilado o jubiloso de derechas. La gracia estaría en darles la razón y plantear una distopía en la que los chinos se hiciesen dueños y señores de nuestro futuro. Europa asiente, en la novela: lo entiende y no quiere problemas. Europa nunca quiere problemas. Es lo que tiene, Europa.

A mí no me gustan los relatos, pero esto no debería ser otra cosa. Como mucho una nouvelle y ya me parece mucho ceder. Hay demasiados personajes que no sabe qué quieren hacer con su culo y se llenan demasiadas páginas de demasiada insustancialidad, lo cual sólo puede acabar en aburrimiento, y se repiten demasiadas veces las mismas actitudes y el mismo chiste y no no no. No.

El largo invierno chino es lo de siempre: otra novela, una más, que caerá justamente en el olvido, si acaso ha llegado a ser medianamente conocida. Esa es otra: Eutelequia… ¿en serio existe una editorial llamada Eutelequia o es un efecto óptico?


miércoles, 12 de noviembre de 2014

Dentro de “Los reconocimientos” de William Gaddis [uno]

«Si uno quiere ser conocido dedicándose a la escritura, como los libros en sí mismo suelen tener una vida efímera, debe o bien cortejar a los medios y dejar que la publicidad actúe como su chulo, como hacía Truman Capote, o bien aferrarse como la hiedra a los muros de la academia, yendo de campus en campus como un canapé en una fiesta. Así, de un modo o de otro, uno puede aparecer en público con frecuencia y cosechar el aplauso de aquellos a quienes aplaudir no les cuesta nada porque no tienen otra cosa que hacer. Uno debe también leer su libro histriónicamente, o dar muestras de su trabajado ingenio y de su creciente comodidad, en programas de entrevistas televisivas. Y hacer reseñas. Sí, exacto, descender hasta las profundidades de los rivales, donde uno será considerado un tiburón más. Y participar en simposios, y dar entrevistas. Todo eso se va sumando a los textos escritos por uno y sobre uno que cualquier estudiante, crítico o estudioso debe consultar. Porque uno vale en función del número de entradas en que aparece su nombre en el catálogo de la biblioteca. Mientras tanto, también hay que enseñarles a los principiantes cómo ser un genio, apoyar profesionalmente a los alumnos más destacados e ir creando en torno a sí mismo, a lo largo de los años, un círculo de personas agradecidas cada vez mayor. De este modo, el prestigio de uno va creciendo con tanta firmeza como el tronco de un frondoso árbol.
William Gaddis, también conocido como Gibson, también conocido como Green, también conocido como Gass, no hizo ninguna de estas cosas que suelen hacerse para potenciar la propia carrera literaira, quedando, como dicen convenientemente los políticos cuando no quieren que algo los salpique, «al margen». Fuera de foco. A un lado. Tampoco se dedicó a escribir un nuevo libro cada quince días sólo para demostrar lo que fácil que es, ya que todos sabemos lo fácil que es, y lo deseable, puesto que de ese modo uno puede darla sus nuevos amigos lo que están acostumbrados a recibir e ir a las fiestas, e incluso a las juergas, que organizan los editores, pues ¿acaso no somos todos viejos amigos?, y sus libros reciben cada vez más y mejores críticas. No hay que olvidar que los mismos chapuceros que condenan también están dispuestos a elogiar, por un precio». (Pág.14-15)

Eso de arriba (las cursivas son mías) es un extracto del prólogo de Los reconocimientos de William Gaddis (Sexto Piso, 2014) en la edición que acaba de salir a la venta, que yo ya tengo y que leo con un ansia rayana en lo enfermizo desde el momento en que entró en mi casa. 

* * * * * * 

Pienso, leyendo ese fragmento de prólogo de Gass: qué bendita razón tiene. Qué duro, ser escritor hoy. Qué trabajo, figurar.

Y pienso: hagamos una revista: Escribir Hoy o Ser escritor hoy y vendámosla con el periódico equis, a todo color, los domingos o vísperas de festivo. Por descontado, la llenaríamos de noticias paraliterarias (nada de resúmenes de novedades ni dossiers de poetas muertos ni de sentidos homenajes a los clásicos populares): de noticias del corazón, el habitual cotilleo de quién está con quién, quién cena con quién, quién folla con quién; de parecidos razonables, de sopas de letras, de matrimonios de conveniencia: 

«Cuando se casaron, los dos querían escribir. Todo fue bien hasta que se publicaron los libros, entonces descubrieron que habían escrito el uno sobre el otro. Ésa es la única razón por la que ambos querían casarse, para estudiarse mutuamente. Se sentaban y se preguntaban el uno al otro por su infancia, y por toda clase de cosa, y ambos creían que el otro lo hacía por amor. Ahora se limitan a vigilar mutuamente sus ventas, y el que va por delante se pone toda la crema en el desayuno». (Pág.277)

Llenaríamos cada ejemplar con fotografías de presentaciones de libros, en las librerías de moda, a todo color: posados grupales, pasarela, photocall, vinos Don Simón en botellas rellenadas, gafapastas, lameculos. Los escritores asistirían en masa. Garantizado. Las salas/locales/librerías se llenarían de escritores [y] marujas, lectores [y] arrimados, oportunistas [y] curiosos. Alguno incluso hablaría de literatura. Alguno incluso compraría un ejemplar. Alguno incluso lo leería. Alguno incluso sabría leer. Incluiríamos entrevistas, en la revista, en las que la palabra libro no pudiese repetirse más de diez veces. En la sección de moda, posados con ropa de segunda mano, escritores jugando a modelos poniendo cara de malotes, de seres angelicales, de reyes del pop; algunos en estado de buena esperanza, abrazando su prominente tripa, a punto de parir un libro. Los poetas, sumidos en sus reflexiones habituales, pondrían la nota de humor: posarían travestidos y pálidos como vampiros adolescentes sin paga de fin de semana.

Las reseñas, que las habría, no las escribirían, como ocurre ahora, los amigos, sino todo lo contrario: los hijos del rencor, la envidia y la animadversión gratuita. 

«—¡Un éxito de ventas! El tipo que lo escribió lo presentó a una comisión que se lo dio a leer a una muestra representativa de lectores, el público lector. Y al público lector no le gustó el chapucero final, de modo que el tipo escribió el chapucero final que le sugirieron, y se publicó. Un éxito de ventas, por el amor de Dios.
—Estoy haciendo una reseña –dijo el hombre cargado de espaldas, y empezó a alejarse laboriosamente.
—¿Lo has leído?
—No —dijo por encima del hombro—, pero conozco al hijo de puta que lo escribió». (Pág.279-280)

No hará falta, para figurar, tener buena planta (no se espera, de semejante gremio), ni una gran cultura: bastará con haber leído a Marías, seguir las series de la HBO o con saber decir, con divina elegancia: sólidos de Uchelo.

«Todos hablan de pintura. Recuérdalo bien, diga lo que diga quien sea, tú simplemente haz un comentario sobre los sólidos de Uccello. Puedes decir que no te gustan o que son divinos. ¿Te acordarás de eso? Los sólidos de Uchelo, ¿sabes decir eso?». (Pág.274)


Para todo lo demás, William Gaddis. Para todo lo demás, LOS RECONOCIMIENTOS.



viernes, 7 de noviembre de 2014

“La espada de los cincuenta años” Mark Z. Danielewski

Danielewski, again.

Decíamos ayer, de Danielewski, de La caja de hojas (se acordarán: hubo aproximación y hubo reseña, que ya es mucho haber), que NO. Que sí, pero NO. Que más-o-menos, decíamos. Personalmente disfruté lo inconfesable con una parte del libro, la parte, precisamente, que trata el asunto de la casa de hojas, ese abismo que se abría detrás de la chimenea; no así la parte de Truant, esas aburridas y tediosas e infinitas notas a pie que hacían de la lectura una agonía y una pérdida de un tiempo que ya nunca podremos recuperar. Qué pena de guillotina.

Lo dicho: sí pero NO. Quede claro: a un libro al que le sobran la mitad de las páginas, poco se le puede perdonar y lo que se perdone ha de ser siempre bajo pena de hacer el ridículo más espantoso. 

El caso es que Danielewski, pese a aquello, se mostraba como un interesante escritor de terror —con querencia a los dibujitos y juegos de palabras en el estricto sentido de la expresión, unas veces más oportunos que otros, pero interesante al fin y al cabo—. Y es por ello que, más viejos y más sabios, volvimos a pecar.

Y, así, —¿cuánto?, ¿un año después?—, Danielewski again. Repiten, coeditan, Pálido Fuego y Alpha Decay. Y prometen; sobre todo, prometen. Tantas promesas... Prometen esto: 

La espada de los cincuenta años es una historia clásica de terror para adultos, escrita sobre la base estilística de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, con la ruptura narrativa de voces de Las olas, de Virginia Woolf, más una encomiable economía de medios —la cual no obstante supera con nota el difícil objetivo de transmitir más con menos— con la marca distintiva del taller Danielewski: la experimentación formal.

Que resumido quiere decir: novela de terror para adultos (otra vez), sobre fondo de experimentación formal (otra vez). 

El libro se lee en dos visitas al baño. Palabrita. Y va de lo siguiente:

Durante una fiesta de Halloween cinco niños asisten a un cuentacuentos muy especial: el narrador está loco de atar y es malo como la tiña. O así se presenta. 



Les cuenta que, matando matando, da con un tullido hacedor de espadas a cual más rara, que lo mismo matan un día que una idea que un país. La de los Cincuenta Años, por ejemplo. La de los Cincuenta Años es precisamente la que ese feo individuo coloca, en una cajita de dos metros con cinco bisagras, frente a los cinco niños mientras les cuenta la historia de cómo dio con ella y exactamente para qué sirve. Ya les adelanto que la espada en la cajita no se queda. Esa es la intriga.

Con esto Tarantino te hace una trilogía de morirte. 

Pero hablábamos de Experimentación Formal. Qué bonitos palabros. Y qué ligereza en su uso.

La experimentación formal de esta novela es la que sigue. Atentos.

El tipo, recuerden, va en busca de una arma fatal para lo cual ha de entrar en El bosque de la Sal —acontecimiento este que se acompaña de un danielewski o dibujo para adultos— total para volver a salir y llegar al Bosque de las Notas, que es un lugar con una acústica horrible. Para ilustrar la cuestión y viendo que si no experimentamos formalmente no somos nada, se dibuja un bordado de bosque y le se cosen unas palabras. Así:



También sube una montaña. No se puede cruzar un bosque, atravesar un valle y no subir una montaña. Eso es de primaria. Es decir, como si LEDL50A fuera un cuento infantil de toda la vida de Dios pero narrado de modo que un crío no aguantaría diez páginas del tirón de puro aburrimiento. Por eso es para adultos: por nuestra santa paciencia. Y por nuestra permisividad. Por nuestra tontería. Porque somos los únicos lo bastante gilipollas para justificar una novelucha en verso libre que utiliza la excusa de los cinco narradores para dejarlo todo perdido de comillas de colores y frases aquí, allá y acullá. 

Ahora va a resultar que lo que molaba no era La Casa de Hoja, sino Papá Danielewski. 

Y luego, claro, viene el listo y se enamora de los dibujitos y el fraseo interrumpido y los golpes de efecto, porque lo suyo ha sido siempre más de largas parrafadas de narradores autocomplacientes, y ya le sobran razones para hablar, sino de obra maestra, de pequeña maravilla. A mí no me gusta insultar, pero alguno debería pasar más tiempo en la zona de cuento infantil de alguna librería. Igual hasta se lleva una sorpresa.



¿Y qué va a pasar? 

Nada. Que así, sin más, se acaba la reseña.


lunes, 3 de noviembre de 2014

Resumen de Lecturas OCTUBRE 2014 [Versión extendida] [4ª parte] [Incluye Bonus Track]

Esto se acaba; ya pueden dejar de odiarme. Última entrega. 


La fiesta de Boris / En la meta / El teatrero de Thomas Bernhard

Empecé esta pequeña reseña, esta píldora crítica, con la mejor de las intenciones. Pues tan buena era, la intención, que se me fue la mano hasta las ochocientas palabras pero tampoco era plan de meter, como resumen, ochocientas palabras, que tiene la gente mejores cosas que hacer que pasar la tarde leyendo esto. 

Este recopilatorio incluye tres obras de teatro de Thomas Benrhard. Lejos están, en conjunto, de contar entre lo mejor del escritor, pero de ley es reconocer que En la meta me ha parecido una obra estupenda.

Lo mejor, siempre, los personajes y ese odio, tan visceral, tan bernhardiano y esa maldad, tan natural e inevitable, tan de sentido común y justificada. Leyendo a Bernhard y escuchando los motivos de sus gritos se pregunta uno cómo es posible que no grite más. 

Yo no sé qué hacemos que no leemos todo el día a Bernhard. De verdad que no lo sé.


* * * * * * 


Butcher´s Crossing de John Williams

Sitúense: John Williams, ¿vale? John Williams es el autor de Stoner, la novela revelación del año en que se estrenó y del siguiente y del inmediato posterior, y así ad infinitum, dependiendo de cuándo sea leída. Habrá, claro, a quien no le guste (hay gente para todo), pero aquí hablamos de lectores con criterio.

Déjenme refrescarles la memoria, porque es importante: Stoner era una novela sobre un aburrido profesor universitario: sus miedos; sus aspiraciones; su matrimonio, fracasado todo él. La novela no iba de nada en particular pero sí de todo en general y lo que hacía que la tuviésemos en cuenta, era, entre otras cosas, la capacidad de Williams para hacer adictivo la anodino y vulgar. Williams se demostraba un narrador excepcional y Stoner una novela apasionante que se comía con patatas todos los prejuicios que uno pudiese sentir hacia las novelas que hablan de la vida de quienes no han hecho y ni harán nunca nada especial.

Bueno, pues ahora, atentos: Butcher´s Crossing trata sobre un joven que, a finales del siglo XIX, abandona Harvard para echarse a la pradera a matar bisontes justito en el momento en el que menos bisontes hay en la pradera. Apasionante, no me digan.

Pues mira, sí.


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El largo invierno chino de Carlos Palacios

A estas alturas ya deberíamos estar escarmentados del catálogo de Eutelequia pero se ve que a gilipollas no nos gana nadie en este blog. 

Esta novela trata de los chinos, que son esos señores con los ojos rasgados que quedan siempre con las mejores esquinas y venden paraguas de un único uso. La cosa no tiene mucha ciencia: los chinos toman el poder en Milán, ciudad a la que acaba de llegar un español a para dar clases. El otro protagonista es un chinito esclavizado que medrará a base de chupar pollas. Y no figuradamente.

Bueno, la novela se puede leer si uno tiene tiempo y ganas pero también se evitar, en la medida de lo posible, ya que aparte de recordarnos cómo funciona la micropolítica china de expansión internacional y de fantasear un poco con los detalles no es mucho más que una gamberrada con la que se supone que deberíamos reírnos. No ha sido el caso.


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El sí de los perros de Juan Vilá

Hablábamos de los chinos, ¿verdad? Pues ahora hablemos de los Pijos. Los pijos ya sabemos todos lo que son: clase media venida a más o clase alta ejerciendo de sí misma. Gente con pasta o gente que cree que tiene pasta o gente que finge que tiene pasta. Hay muchos matices y porque hay muchos matices es por lo que la novela de Juan Vilá tiene tantas páginas como 190. Tal vez no les parezcan tantas pero eso porque no se han leído ustedes la novela.

Esto es uno que va a una boda de alto copete y nos cuenta su vida y la de su vecina de mesa, también la de su primo y la de su cuñado y el primo del cuñado y la vecina del quinto. Nos cuenta sus impresiones, pareceres, fantasea un poco, se imagina lo que no sabe y supone todo lo más. Y probablemente no falle ni una. Él lo sabe. Nosotros lo sabemos. Y es por eso, porque todos sabemos todo, por lo que nos va quedando, a media que avanzamos, la sensación que a Javier Marías le ha crecido un brote en algún lado. 

Otra puta novela sobre la crisis, en realidad, (esta crisis, cualquier crisis) que demuestra lo que ya hace tanto que sabemos por la televisión: que los ricos también lloran.

Juan Vilá es mucho sarcasmo, pero ningún orgasmo. Como casi toda nuestra literatura. Qué bien que nos pilla confesados.


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“Aniversario de un lamento” de Tongoy

Y ahora me van a permitir un offtopic. Por favor, déjenme celebrar el aniversario de un lamento.

Ayer me acordé de algo. Casi, casi, casi se me pasa. Casi.

El 12 de octubre hizo exactamente un año de esto (siendo esto algo que el escritor Alberto Olmos publicó en su blog, justito antes de hacerlo de cobro):

«Parásito, me dice el editor [de Lengua de Trapo], en relación al, en efecto, sujeto que vive a costa de otro de distinta especie, alimentándose de él y depauperándolo sin llegar a matarlo, quizá antes -o quizá justamente después- de responder a mi pregunta -sobre qué publicará el sello el año que viene- con otra pregunta: ¿estaremos aquí el año que viene?, […] y será tan simpático, tan miserable, leer, el año que viene, las condolencias del sujeto que vive a costa de y del autor o de la autora que hace con el libro de todos lo que no haría con su propio libro, plañidos y quebrantos como ay-dios-mío-qué-pena otra editorial pequeña que cierra, ay-virgen-santa-qué-contrariedad otro sello independiente que desaparece, ay-ay cada vez se estrecha más el abanico de posibilidades para que publiquen los autores jóvenes y las voces experimentales y los escritores minoritarios, ay qué pena tan auténtica nos dan los caídos por la crisis económica; sí, amigos, qué simpático va a ser oírles, qué miserable».

Pues sí, ya ha pasado un año. Ya es “el año que viene”, el año en el que se esperaban los plañidos, los quebrantos, los ay-dios-mío-qué-pena-y-qué-contrariedad. Y míranos, aquí, otra vez, un año después, menos jóvenes pero tan guapos como siempre. Y Lengua de Trapo que sigue sin cerrar. Y yo que sigo sin llorar. Y que esto no puede ser. Que vaya mierda de pronóstico, que qué asco, otra editorial que sigue publicando autores jóvenes y voces experimentales y escritores minoritarios de los que no interesan a nadie; de los que no publican nada que tenga el mínimo de calidad exigible. Seguimos alimentando la máquina y la máquina que no se quiere morir, que no ve razón para ello cuando en realidad le sobran algo así como setenta razones. Y media.

Si es que no damos una.

A ver si hay más suerte con la Primitiva.


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Y en noviembre…

…esto:



…y lo que se tercie. O no. O simplemente esto o simplemente NO. ¿No sería bonito? Simplemente NO.