miércoles, 21 de febrero de 2018

[Un abandono] 47 páginas de “En la ciudad líquida” de Marta Rebón (Trad. Marta Rebón)

Lo que voy a contar en este post no da para más de un tuit pero me llevo mal con los espacios pequeños.

Verán, ayer empecé a leer a En la ciudad líquida, el libro que Lara Moreno le publicó a Marta Rebón en la subsidiada Caballo de Troya. Y cuando digo “le publicó” lo que quiero decir es exactamente eso: le publicó. Porque este libro o se publica por caridad, amistad o bajo amenaza o no sale del cajón en el que está metido.

Porque no lo merece. Básicamente.

Pero no adelantemos acontecimientos. El caso es que ayer empecé a leerlo. Sé que no me van a creer, y entiendo que no lo hagan por más que esta vez se equivoquen, pero cuando compré la versión digital (hasta ahí podíamos llegar) lo hice convencido, o al menos todo lo convencido que uno puede estar con estas compras, de que me iba a encontrar una obra estimulante o cuando menos interesante sobre la traducción a la vez que, tal como promete la contra, un homenaje a autores como Chéjov, Dostoievski, Pasternak o Nabokov, entre otros muchos. (Sin embargo, y esto ya es defecto del animal, no me creí tanto otra garantía: que la magnífica escritura de Marta Rebón nos ofrecería una nueva perspectiva: su propia mirada del mundo, su elegante voz, su SABIDURA. Las mayúsculas son mías). 

El despropósito vino después, cuando se aseguraba que lo que hay dentro de este libro, NO SE PUEDE EXPLICAR.

Bueno, o sea, a ver, ¡vamos a calmarnos! Claro que se puede. Y tanto que se puede. Verán cómo se puede:

Marta Rebón ha leído mucho, ha traducido mucho y ha viajado mucho. De hecho, antes de llegar a la página treinta ya está uno un poco harto de los muchos libros que ha leído, lo muchos que ha traducido y lo mucho que ha viajado, aunque no fuese más que en metro. Porque de esto trata: de ella paseando por ahí, fingiendo que su vida está empañada de nostalgia y su mirada es la de una errante meditabunda enferma de literatura, remedio para lo cual tenemos de sobra en esta medicina.

Sin restar valor a sus traducciones, que serán todo lo buenas que quieran, me temo que la prosa made in Marta es, de puro afectada, un permanente dolor de muelas. Pero fíjense: ningún problema con esto. La languidez en la escritura es un recurso tan bueno como cualquier otro, recurso que además tiene su público. Me temo. El problema, por llamarlo de alguna manera, es que algún momento alguien, Marta, por ejemplo, pero también Lara (por su condición de editora), cree, bendita ingenuidad, que llenar un libro de citas ajenas y enmarcarlo sobre fondo de callejero y pasión por la fotografía puede ser un valor en sí mismo, que con eso ya llega, que los amantes de la literatura ya sea eslava ya sea lo que sea se conformarán con oír las voces de los grandes maestros de la literatura o conocer el color de la dacha en la que vivían. Pero no. Necesitamos un hilo conductor, un motivo, una razón de ser, de verdad que sí y lo cierto es que la aportación de Marta al texto es mínima, probablemente al no tener absolutamente nada que aportar fuera de cuatro ideas la mayoría de las cuales no son suyas

Para muestra un botón: les reto a encontrar algo de Marta Rebón es este farragoso y repetitivo maremágnum de citas e ideas que transita sin rubor entre la traducción, la escritura o los viajes, como si fueran a la vez uno y trino:

«En realidad, yo veía la traducción como la antesala de la escritura. Quería escribir sin saber del todo bien de dónde venía ese interés y si solo obedecía a una temprana afición a la lectura. Dijo George Orwell que los libros que leemos en la infancia crean en nuestra mente una suerte de falso mapamundi, una serie de países fantásticos a los que podemos acudir en busca de refugio durante el resto de nuestra vida. Entendía, pues lo había experimentado frente a la hoja en blanco, que ponerse a escribir sin haber acumulado vivencias, lecturas y horas malgastadas carecía de sentido. Me apetecía viajar. Mucho más tarde leería unos versos de Elizabeth Bishop en los que se preguntaba si es la falta de imaginación lo que nos empuja a ir a lugares imaginados, en vez de quedarnos en casa. Lo que a mí me seducía del viaje, no obstante, era más bien esta idea de Rilke: «Para dar a luz un solo verso hay que haber visto muchas ciudades, hombres y cosas, hay que conocer los animales, hay que sentir cómo vuelan las aves y saber con qué ademán se abren las flores pequeñas al amanecer». De entre todos los tópicos literarios, pocos me atraen tanto como el del homo viator, el hombre como viajero. El que viaja suele sentir la necesidad de escribir el viaje y de homo viator pasa a homo scribens. ¿Es que no son con frecuencia sinónimos? ¿Acaso el mundo no es un texto que aguarda nuestra interpretación? En la Antigüedad el individuo descubría su verdad, dice Claudio Magris, atravesando el mundo. Mediante su confrontación con él, esa verdad, al principio solo potencial y latente, se traducía en realidad.
Bruce Chatwin, el infatigable escritor de viajes cuya vocación literaria estaba íntimamente ligada a ese mal, según Pascal, de no ser capaz de estarse tranquilamente sentado a solas en una habitación, se preguntaba por qué los hombres vagan por la tierra en lugar de quedarse quietos. El inglés, que en un lúcido autodiagnóstico confesó padecer eso que Baudelaire llamaba la gran maladie: horreur du domicile, recogió en Anatomía de la inquietud una reflexión del historiador árabe Ibn Jaldún acerca de la inocencia original que persigue el viajero: «Los nómadas están más cerca del mundo creado por Dios y más lejos de las costumbres censurables que han infectado los corazones de los asentados».

LA ÚNICA idea (o sea, “idea”) que parece propia (y por repetitiva, ojo, no por original) es aquella que tiene que ver con la necesidad de convencer al lector de que el acto de traducir deriva necesaria e inevitablemente en el de escribir y que, tal vez ósmosis, un traductor de pasternaks o dostoievskis ha de ser por fuerza un escritor a la altura de Pasternak y Dostoievski. 

«Edith Grossman, que ha vertido al inglés obras como El Quijote o El amor en los tiempos del cólera, se pregunta por qué la traducción importa a los traductores, a los autores y a los lectores y por qué no a la mayoría de los editores y reseñistas de libros. Dice que los traductores profesionales se ven a sí mismos como escritores y concluye: «Creo que estamos en lo correcto al considerarnos así» […] Traducir y escribir, sin embargo, son ramas de un mismo árbol. Muchos autores aprendieron su oficio haciendo traducciones, y viceversa. Y, aunque se deslicen errores garrafales en textos traducidos (¿quién en esta profesión no ha cometido pecados?), casi siempre es más lo que se gana con la traducción que lo que se pierde. Al fin y al cabo, hasta que una obra no se traduce a otras lenguas no puede pasar a formar parte de la literatura universal».

Y así todo. Pónganle música a esto: yo soy traductor, traductor, traductor; yo soy traductor, traductor y escritor. Y una vez convertido en tal (se es, parece, antes incluso de ser), ya sólo queda rescatar los moleskines de los viajes, plagados de anécdotas, de calles de subida y bajada, de esquinas, de bellos paisajes, de referencias biográficas; los cientos de citas guardadas, correctamente archivadas y las fotografías, de mesas, de ríos, de dachas. Y con esto hacer un libro y enviar un mensaje: TRADUCIR ES ESCRIBIR Y ESCRIBIR ES ESTO.

Y NO.


viernes, 16 de febrero de 2018

Nuevo y mejorado catálogo de Mejores Intenciones [v.2018.01]

¿He vuelto? No sé. Igual sí. Razón, aquí (o sea, más abajo). Podría mentirles (seguramente lo haga). Podría mirarles y decirles a la cara: sin ti nada es lo mismo; o bien: me alimenta tu odio o soplapollez similar. Y sería mentira o sería verdad o sería Epiménides redivivo.

Pero supongamos que es cierto: que no echo de menos el blog. Digamos que no escribo porque no me da la gana o porque no tengo nada que aportar o porque prefiero hacer otras cosas o porque tengo menos tiempo o menos humor o menos café que antes. O admitamos (o y admitamos) la cruel realidad de que este blog, fuera de su afán justiciero y, toda vez que parece haber renunciado a la literatura española (si les parece otro día profundizamos en esto), prácticamente carece de sentido. Porque, seamos sinceros, quién se cree a un señor que sólo habla favorablemente de los libros que lee o simplemente le hacen llegar o a quién le importa un carajo lo que tenga que decir el enésimo don nadie sobre el puto Faulkner, si probablemente sobre el puto Faulkner ya esté todo dicho, máxime cuando su opinión no va a diferir un ápice la opinión general.

Y sin embargo.

Y sin embargo, y una vez superados el desinterés y la apatía y la falta de tiempo y tantas otras adversidades que a partir de hoy harán de mí poco menos que un titán, no me resisto a volver. Y no me resisto porque creo pienso se me ocurre qué cuanto menos escribo, menos leo. Igual no, y estoy haciendo el tonto pero por probar…

Pero.

Pero las cosas como son: he perdido el hábito. Y además no me apetece comentar nada en concreto. De modo que, un poco tarde mal y arrastras hoy toca post de relleno. Ya saben, la típica memez que acostumbraba a escribir a comienzos de año, donde hacía un resumen de los propósitos para el año entrante, propósitos que sistemáticamente incumplía. Este año, lo juro, no será una excepción.



2018

Media febrero, oteo el horizonte y no veo nada. Pero NADA. 2018 va a ser un completo desastre, lo estoy viendo. Como 2017, por otro lado, o 2016, o 2015. O. Vista con perspectiva, nuestra literatura es una sucesión interminable de completos desastres. Como será de malo que este año (tras el de Aramburu y el de Marías) la etiqueta de mejor novelista vivo en lengua castellana volverá a llevarla ¡Antonio Muñoz Molina! Mientras tanto, a su derecha (a la derecha de cualquiera, en realidad), Mario Vargas Llosa publicará un ensayo que a nadie le importa y nadie leerá pero que, Alfaguara mediante, copará portadas varias y elogios miles. También Millás saca libro. Y luego que si Somoza, Salmón, Padura… O sea: te meas. En la cara B y completamente ajena al sentido del gusto, la narrativa extrajera proclama a voz en grito su buena salud gracias a las aportaciones de Stephen ospresentoamihijo King, Margaret estoydemoda Atwood y cuatro trasnochados más tipo Pamuk o no sé quién.

O sea, que está la cosa para pedir suicidio.

De ahí que entre mis planes, fuera de un par de novedades tipo el Goncourt que publicará Tusquets y alguna debilidad personal prácticamente inconfesable, se limiten este año a rescatar novelas publicadas en pasados más o menos recientes. A saber: 

El Solenoide de Cartarescu, ahora que se ha superado la fiebre por la supuestamente mejor novela del milenio; Celine; Connolly y su Charlie Parker no sé si doce o trece y tal vez Auster, ya no sé porque cada día me apetece menos. Y, como no, Bernhard: que si autobiografía, que si Corrección…. Vollman y su Europa Central o su La familia Real. Me juro leer cada año un Ford, versión Bascombe; y un Roth y otro Roth, o sea, el de La marcha de Radetzky y el de El teatro de Sabbath. ¡Y Nabokov! Abriré campaña: Ningún año sin Nabokov. Ídem para Faulkner siempre Faulker, porque Faulker es Dios y tal. Anoto, también, al triste e inexplicablemente ignorado (por un servidor) Roszak. Y volveré a ¡Dostoievski!, una vez más y después de tanto tiempo, a sus demonios, a sus crímenes y sus castigos; y a Henry James, de quien tengo todavía pendientes tantos relatos y tantas novelas y a Sterne, eterna cuenta pendiente número diez mil. ¿Y por qué no Tolstoi o Flaubert, (creo que aprovecharé la reedición de La educación sentimental que acaba de sacar Alba al balcón para rescatar mi ejemplar de Valdemar). También volveré a prometer que leeré alguna novela de Pynchon y que me pondré definitivamente con la saga de Martin du Gard o con el final de alguna trilogía de James Ellroy. E incluiré en esa lista, en un acto de generosidad sin límites, a Oates y Tartt y Carter, aunque no sé yo si en este campo de nabos habrá espacio para ellas. Y me juro y me perjuro volver a Conrad, a Stevenson, a Mann

Pero miento, sólo yo sé lo que mucho que miento. Miento lo indecible y miento con placer. Miento con un hemisferio mientras el otro hace planes para abandonar, en la media de lo posible, la narrativa en favor otro tipo de lecturas que acaben de una vez con este apatía, ya supongo que temporal, por la ficción; apatía que nació en lo patrio pero que poco a poco ha ido arrasando con el resto. 

Me gustaría mostrar algo más de entusiasmo por lo que se va a publicar de aquí a diciembre y llenar esto de nombres propios, títulos y editoriales pero lo cierto es que no puedo. Y no puedo fundamentales porque no sé cuáles serán y lo poco que he visto no me ha interesado gran cosa por no decir absolutamente nada, a excepción, tal vez, de GB84 la nueva novela de David Peace (Hoja de lata) que, al igual que el ensayo de reciente publicación que comentaré más abajo, El enemigo interior, guarda una estrecha relación con el conflicto minero que Sindicato de tal mantuvo con Margaret Thatcher en 1984.

En cualquier caso, les agradeceré sugerencias siempre y cuando estás sean estimulantes y no producto de su imaginación. Gracias.

El caso es que mientras leo a Kawabata y planeo sacar de la biblioteca La visita del médico de cámara a Per Olov Enquist, aprovechando que lo acaban de reeditar los de Nórdica, anoto con frenesí otras opciones tan o más apetecibles que cualquier otra cosa que pueda tener entre manos de aquí a final de mes y me juro leer un diez, un veinte, tal vez un treinta por ciento de todas ellas: El ojo del observador (Acantilado), de Laura J. Snyder (entre manos, ya); De matasanos a cirujanos, de Lindsy Fitzharris (Debate); Mujeres y poder de Mary Beard (Crítica); SPQR, también de Beard (Crítica); Contar es escuchar de Ursula K. Le Guin (Círculo de tiza); El enemigo interior de Seumas Milne (Alianza); de Sarah Bakewell, El café de los existencialistas y Como vivir o una vida con Montaigne (Ariel); Creer y destruir, de Christian Ingrao (Acantilado); Contra toda esperanza de Nadiezhda Mandesltam (Acantilado); El gran asombro de Jeanne Hersch (Acantilado); La revolución rusa, de Orlando Figes (Edhasa); 1914 o 1919 de Margaret MacMillan (Turner); Nueva ilustración radical, de Marina Garcés (Anagrama); La gran hambruna en la china de Mao, de Frank Dikotter (Acantilado); Ensayos de Elwyn Brooks White (Capitán Swing); La lucha por el poder Europa 1815-1914 de Richard J. Evans (Crítica); Stalingrado de Jochen Hellbeck (Galaxia Guttenberg); Vida amorosa de Charles Baudelaire de Camille Mauclair (Wunderkammer), etcétera, etcétera, etcétera.

Ya ven. Nada de Marías, nada de Prones, nada de Bárcenas. Nada de Millás ni de Molinas ni Aramburus. Nada de los de siempre, en definitiva. Nos conocemos lo suficiente para saber que la literatura está en otra parte.