miércoles, 31 de agosto de 2022

“Temporada de huracanes” de Fernanda Melchor

Me he empeñado en reseñar cada lectura (de modo que no esperen las Obras Maestras de la Crítica Literaria a las que estaban acostumbrados) pero realmente no hay mucho que decir de esta novela que, según me cuentan, ha sido la obra más aplaudida y comentada en México en los últimos 5 años. “Todo un fenómeno”. Que cinco años no es nada, ya sabemos, pero AUN ASÍ.

Y es porque no me sugiera nada por lo que me cuesta entender la razón de tanto elogio y desmesura, pero qué sabré yo de literatura mexicana contemporánea más allá de Rabasa, Saldaña Paris, Ruiz Sosa, Arriaga, Bellatín, Monge, Luiselli, Enrigue, Herrera, Herbert, Velázquez, Ignacio Taibo II, Nettel, Villoro, Navarro o las reseñas en Goodreads de Julieta Venegas. Pues no les voy a engañar: nada, la verdad. Con todo, y desde la supina ignorancia, insisto: me extraña, sobremayúsculamente, que esta novela de Fernanda Melchor, que el fin y al cabo es pura forma sobre un fondo ligeramente descafeinado, haya sido lo más comentado de los últimos cinco años, sobre todo si tenemos en cuenta recientes y llamativas novelas de Ruiz Sosa o Brenda Navarro donde además del argumento el estilo es también un valor a tener en cuenta y no en menor medida que en Melchor.

Porque, las cosas como son, al final todo se reduce a doscientas veinte páginas de esto:

«Le decían la Bruja, igual que a su madre: la Bruja Chica cuando la vieja empezó el negocio de las curaciones y los maleficios, y la Bruja a secas cuando se quedó sola, allá por el año del deslave. Si acaso tuvo otro nombre, inscrito en un papel ajado por el paso del tiempo y los gusanos, oculto tal vez en uno de esos armarios que la vieja atiborraba de bolsas y trapos mugrientos y mechones de cabello arrancado y huesos y restos de comida, si alguna vez llegó a tener un nombre de pila y apellidos como el resto de la gente del pueblo fue algo que nadie supo nunca, ni siquiera las mujeres que visitaban la casa los viernes oyeron nunca que la llamara de otra manera. Era siempre tú, zonza, o tú, cabrona, o tú, pinche jija del diablo cuando quería que la Chica fuera a su lado, o que se callara, o simplemente para que se estuviera quieta debajo de la mesa y la dejara escuchar las quejas de las mujeres, los gimoteos con los que salpimentaban sus cuitas, achaques y desvelos, los sueños de parientes muertos, las broncas con aquellos aún vivos y el dinero, casi siempre era el dinero, pero también el marido, […]»

Brevemente.

La historia comienza cuando una bruja maruja es defenestrada y tirada a río. Simplificando hasta la náusea, la novela es la recreación, desde varios puntos de vista, de las maneras y los motivos de este crimen, incluyendo introducción con los sinsabores de la victimada. A medida que la novela avanza la historia retrocede en un intento de dar una respuesta coral a los desencadenantes.

El atractivo fundamental reside en el México rural que describe Melchor, que es negro como un pozo sin fondo, poblado por auténticos monstruos y donde solo hay víctimas, unas de los hombres, otras de las circunstancias. Lo rural es lo que tiene. Pero como esta película ya la hemos visto, no solo en México sino también en Knockemstiff o Yoknapatawpha, por citar solo dos lugares comunes, la sensación que se tiene a medida que se avanza en la lectura (y mira que es chiquito el libro) es que más allá del estilo, que tampoco me parece que sea para tanto, no hay mucho más ni qué rascar ni en qué profundizar. Quiero decir con esto que si ya otros lo han hecho mejor y más miserable, para qué.

Y si no es la estructura y si no la historia y si no es lenguaje entonces qué es ello que llama tanto la atención e invita a tanto elogio. Pues mira, no lo sé. Quizá lo truculento, que nos llama. Quizá que lo necesitamos, nada más: un éxito de masas o descubrir una autora agazapada tras un arbusto en algún lugar de la frontera.

O quizá simplemente está todo tan mal que ya nos vale cualquier cosa.

Con todo: México lindo. Seguiremos probando. También con Melchor.

jueves, 25 de agosto de 2022

Una aproximación a “La ciudad de los vivos” de Nicola Lagioia

Resulta sorprendente la facilidad con la que jóvenes heterosexuales italianos que por lo general no beben, no se drogan y no tienen relaciones homosexuales, se encuentran, repentinamente, cuando ellos no querían, no querían, no querían, con una copa en la mano, con raya en la mesa y con una boca en la polla.

Pues bien, a novela la Lagioia es un relato pormenorizado de esto y poco más.

También hay un crimen, cierto. De hecho, hay varios. Uno lo comenten los protagonistas, otro el autor. Mientras en primero muere alguien, en el otro se viola la intimidad de dos personas hasta un punto que supera con mucho aceptable. Sé que no es lo mismo, pero una cosa es el ejercicio de tratar de entender los motivos por los que dos seres humanos torturan y matan a un inocente cuando drogas y el alcohol proporcionan la excusa perfecta para satisfacer la perversa curiosidad de saber qué se siente al matar, y otra muy diferente el ejercicio de, amparándose en periodismo de investigación o la satisfacción personal, exponer una intimidad con la única intención —no cabe interpretarlo de otra forma— de acabar con su dignidad como justo castigo.

Me explico.

En esta novela, dividida en seis partes, se puede encontrar de todo: la primera, y hasta cierto momento de la segunda, en las que se relatan cronológica y detalladamente los hechos, o la cuarta, en que se detalla el crimen, son ejercicios que podríamos considerar brillantes, tanto por su calidad literaria, o valor periodístico como porque a mí, que a priori me importaba un cuerno esta historia, me anclaron al libro como hacía tres o cuatro días que no me ocurría. Sin embargo, la tercera parte (y algún otro fragmento, ya que en la quinta y sexta se mezcla un poco de todo), dan al traste con lo que hasta ese momento se las podía dar de ejemplar.

A Lagioia, una suerte de Carrere italiano bastante más comedido que el francés, le proponen que haga seguimiento y posterior reportaje de este crimen prácticamente el mismo día que sale a la luz. Movido por cuestiones personales (intuimos que paralelismos) que en un principio no desvela —porque ante todo el misterio, y porque al fin y al cabo de lo que se trata es de dosificar y alimentar una intriga que de otra forma no se sostiene cuatrocientas páginas— acepta el caso, que al final desemboca en este libro, libro para el que no duda en recurrir a todos cuantos trucos sean necesarios, el “yo mismo” entre ellos (1), pero también el de desnudar, literal y metafóricamente, a los culpables.

Durante cuatro años Lagioia investiga investiga investiga. Según sus propias palabras, la «reconstrucción es el fruto de un largo proceso de documentación que incluye documentos judiciales con informes periciales, escuchas telefónicas, sentencias ya definitivas, documentos de audio y de vídeo, declaraciones oficiales y entrevistas».

Pero entrevistas a quién.

Puesto que tanto los autores de crimen como sus familiares resultan prácticamente inaccesibles —fuera de programas de televisión, a los que recurren ninguneando a los cientos de periodistas anónimos que cubren el caso, entre los que se encuentra el sádico Lagioia—, como son inaccesibles, decía, no le queda otra opción que recurrir a las redes sociales. Pues bien, el capítulo tres de ese libro, que no se llama Coro porque sí, es exactamente eso: cuatrocientos chavales y no tan chavales destrozando la intimidad de los acusados, con los que no se tiene ninguna compasión. Llegamos a saberlo todo de ellos: si vienen o van, si fueron o no fueron, si bebieron y qué, si fumaron y qué, si eran pasivos o activos, si cuanto pagaban por mamada, si cuanto cobraban por mamada, si la disfrutaban, si no; si robaban, si procrastinaban, si trabajaban y en qué y cómo y por qué. Si lo que sea. Como si todo valiese, quizá porque todo vale. Como si el filtro fuese cosa del lector; como si el periodismo fuese únicamente preguntar, transcribir y puntear, lo que sea, cualquier cosa, aunque el entrevistado no tenga absolutamente nada que decir:

«ANTONELLA ZANETTI [una perfecta desconocida]: Esa mañana me topé con Luca Varani [la víctima]. Lo conozco desde hace años, íbamos juntos al colegio. Me encontraba con él cuando iba a trabajar, porque solíamos tomar el mismo transporte. Esa mañana nos vimos en el bar de la estación La Storta-Formello. Yo me tomé un café, él se compró un paquete de cigarrillos. Estuvimos charlando un rato, le pregunté qué tal estaba. «Bien», me contestó. Luego montamos en el mismo tren. Yo me senté donde suelo ponerme, mientras que él se fue al compartimento de arriba, donde están los enchufes porque tenía que recargar el móvil. Entre Appiano y Valle Aurelia, un cuarto de hora después, se asomó a las escaleras y me hizo señas. Me acerqué. Me pidió información para llegar a Tiburtina. No entendí bien si tenía que ir justo a la estación o simplemente a la zona. Luego nos despedimos, nos deseamos un buen fin de semana y no nos volvimos a ver».

Íbamos juntos al colegio. Nos vimos en un tren. No nos volvimos a ver. Me pregunto por qué lo llaman periodismo cuando quieren decir basura. Pero bueno, es lo que hay. Y lo más triste es que lo hay durante cien, doscientas páginas. Sin filtros, insisto. Lo que sea. Todo vale que por algo me lo he currado, parece decir Lagioia. Lo importante ocupa medio libro, el resto es cotilleo: qué se pone o qué se quita o si mete o es metido. Lagioia no es periodista. Lagioia es un voyeur con lápiz.

«Si se nos observa con un microscopio o por el ojo de la cerradura —dijo Marco [Prato, uno de los asesinos]—, todos tenemos un lado oscuro más o menos moral, más o menos aceptable. El mío, simplemente, ha salido a la superficie. Sí, me drogaba, pero no en exceso. Sí, tenía sexo, pero como cualquier otro treintañero. Las peticiones más extremas, las más raras, venían de los hombres de quienes me rodeaba, me las sacaban ellos. He sufrido mucha violencia para complacer a varones heterosexuales de los que me prendaba y que me hacían sentir femenina. Es obvio que, cuando se hacen de dominio público, a la conciencia colectiva esos detalles picantes le sirven para señalar con el dedo en vez de mirarse al espejo. La condena pública nos satisface porque nos mantiene alejados de nuestros monstruos, nos hace sentir íntimamente más normales. Convencido como estoy de que la normalidad es un concepto abstracto, yo eliminaría las tres primeras letras de la palabra «perversión». Son todas versiones diferentes de humanidad, distintos matices de individualidad, a veces vividas con sufrimiento.»

Ya termino. Perdonen la extensión.

Honestamente, no sé qué sentido tiene este libro si al final el autor se limita a la mera exposición de miserias. Si el centro, real y metafórico, lo marcan detalles escabrosos que tuvieron lugar semanas, meses o años antes de unos hechos que, probablemente, solo encuentren explicación en la cosificación de la que es victima el ser humano en tanto que individualismo y tal. Personalmente dudo mucho que el nivel de deshumanización que demuestran estos dos personajes con este asesinato tenga mucho que ver con aquello a lo que más atención presta Lagioia, esto es, su sexualidad o el consumo de drogas o alcohol.

Ojalá fuera todo tan sencillo; tan fácil de identificar.






(1) Al final “lo suyo” no era para tanto: el estupidismo habitual adolescente: excesos, errores y una buena dosis de arrepentimiento.

miércoles, 24 de agosto de 2022

“Sed” de Amelie Nothomb

O ya nadie se acuerda o ya a nadie le importa –seguramente porque Ensayo sobre la ceguera fagocitó su producción anterior– pero hace muchos años Saramago publicó un libro llamado El Evangelio según Jesucristo en el que el propio Jesucristo (claro) daba su versión de los hechos. Yo lo leí en la edición de Círculo de lectores, en 1992, por lo que a estas alturas mi recuerdo tiene poco de tal. Supongo que me gustó o no lo hubiese prestado (a fondo perdido, se ve) pero entonces yo era otra persona y hoy mi opinión de entonces carece de valor. Como sea. Que treinta años después Nothomb, por quien no siento especial cariño (al igual que me ocurre con Saramago), repitiese la experiencia de dar voz y voto al muchacho se me antojaba un ejercicio de nostalgia irresistible.

Esto va de las últimas horas de Jesucristo, un monologuista moderadamente gracioso haciendo balance no tanto de toda su vida como de ciertos puntuales momentos (bastante concretos, como los milagros), así como reflexiones varias en torno la vida, la muerte, el amor y otras cosas directamente relacionadas con y desde la encarnación: «el mayor logro de mi padre es la encarnación. Que un poder desencarnado tuviera la idea de inventar el cuerpo sigue siendo una gigantesca genialidad. ¿Cómo no iba a verse superado el creador por esta creación, cuyo impacto no podía prever?».

En este plan.

En general toda la primera parte, en la hace repaso de un pasado relativamente reciente (su relación con Judas, que es un agonías, por ejemplo, o la afición al vino de su santa madre) es bastante divertida. Después de eso, quizá porque va camino del Gólgota y la cruz pesa y entonces risas las justas, se pone algo más filosófico: «Si fuéramos conscientes, elegiríamos no vivir».

La humanización que lleva a cabo la escritora consiste precisamente el eliminar de raíz todo aquellos que puede haber de “divino” en él. Así es que descubrimos (por enésima vez) que hubiese preferido acabar sus días copulando sin medida con Magdalena en algún paraíso fiscal o que el misticismo nada tiene que ver con la divinidad de la que reniega en tanto que “encarnado”: su teoría es no hay mejor forma de ver y sentir a Dios que beber un trago de agua cuando se está muerto de sed (y un poco de ahí, también, el título).

...

Esto no va bien.

Miren, vamos a dejarnos de gilipolleces. Si he de ser sincero, cuanto más pienso en la novela, menos me gusta, de modo que dejémoslo aquí; que al menos nos quede un bonito recuerdo. Las novelas de Nothomb no se prestan a mucho discurso. Uno las lee, las disfruta en la medida que puede y después las olvida. Ella trabaja cuatro meses al año y yo pierdo un par horas y cuatro euros en cerveza un día de agosto en una terraza junto a mar.

A mí me parece un buen trato. No me pidan más. Y a ella, tampoco.


martes, 23 de agosto de 2022

Más que nada, menos que reseña de “Vivir abajo” de Gustavo Faverón Patriau

Los diez finalistas del III Premio Bienal Mario Vargas Llosa (también conocido como el Booker hispano) celebrado en 2019 fueron estos: Gioconda Belli, Rodrigo Blanco Calderón, Alvaro Enrigue, Mónica Lavín, Mónica Ojeda, Laura Restrepo, Alberto Ruy, Antonio Soler, Manuel Vilas y Gustavo Faverón (1). En un mundo ideal lo suyo hubiera sido leerse los diez antes de entrar a juzgar el premio en cuestión, pero la inclusión de Ordesa, de Manuel Vilas, invalida todo juicio. Ningún premio que acepte a Vilas merece respeto, no ya el mío, cualquiera, a no ser, claro, que se haga por caridad o inclusión social, algo que parece que tenemos que descartar habida cuenta de que su nombre vuelve a aparecer —junto con Faverón, Belli, Blanco, y Soler— en una no sé si tercera, cuarta o quinta vuelta.

Vaya por delante que no es de Vilas de quien quiero hablar. Si lo hago es solo por hijoputismo y para dejar meridianamente claro que, por descontado, hay escritores pero también premios de los que uno no se puede fiar y la Bienal Mario Vargas Llosa podría ser, por este motivo, uno de ellos. Partiendo de esa base y habiendo ojeado (y poco más que eso; realmente es casi todo intuición, pero eso sí, infalible, como acostumbro) los otros cuatro finalistas, puedo decir sin riesgo a equivocarme que los señores jueces de la bienal en cuestión no han estado muy finos. Porque solo hay un libro que merecía ese premio (no así la atención, seguramente) y ese libro es el de Gustavo Faverón. No tanto por su calidad o su ambición, fuera de toda duda, sino porque es el único que me he leído.

Bromas aparte: Vivir abajo es un algo (a punto he estado de decir artefacto) indefinible que se acerca peligrosamente a lo extraordinario en el estricto sentido de la palabra, es decir, como aquello que sale fuera del orden o regla general. Ya solo por eso merecería toda nuestra atención, pero es que además el tiempo, que todo lo sabe y todo lo aclara, parece haber demostrado que sí, que efectivamente, que no siempre los libros premiados (como si lo fuera, este) son libros “comprados”.

Perdonen que no entre en mucho detalle, pero es que, aparte de la puñalada trapera de los primeros párrafos, este post tiene como único objetivo dejar constancia de mi lectura para cuando el Alzheimer. Y, bueno, porque la buena literatura hay que defenderla, etcétera, etcétera, he aquí, en este post, mi única aportación (que atiende, por otro lado, a la única ley que respeto, que es la ley del mínimo esfuerzo).

La novela, sí, ya voy.

La novela en un exceso, se mire por donde se mire. En forma y en fondo, ya que estos se complementan. Violenta, oscura, negra como un sótano sin luz, está compuesta por decenas, por no decir cientos, de historias que se entretejen y se alimentan de casualidades y horrores. Literatura, cine, personajes históricos, leyendas… todo vale, todo cabe y todo, al final, cobra sentido. Dividida en cuatro partes, tras una primera impecable —una introducción simplemente perfecta, idea que se refuerza una vez terminado el libro, que pide a gritos volver a ser leído—, y de una segunda a ratos (no muchos, ojo, no se despisten) algo tediosa, todo se precipita llegada la tercera y más extensa y una cuarta que es también un epílogo en el que tal vez se dan demasiadas explicaciones, sin que esto llegue a suponer un inconveniente en ningún momento. En un viaje extenuante y exigente que solo recomiendo afrontar si se tienen tiempo y ganas, y no necesariamente por ese orden, no tanto por su dificultad, que, pese a lo que parece, al final resulta no ser tanta, o lo complejo de su estructura, que tampoco, como por cantidad de personajes e historias cuyo hilo, en algún momento, se nos obliga a retomar y relacionar.

No se me ocurre mejor elogio que manifestar el deseo —diría imperioso si no fuese que tengo demasiado pendiente— de volver al autor, volver a la editorial y, dios me perdone, también a ese premio Bienal que, excepción hecha al amienemigo Vilas, quizá oculte alguna joya todavía por descubrir.








(1) He aquí la relación completa de novelas finalistas.
1. Las fiebres de la memoria de Gioconda Belli. Publicada por Seix Barral.
2. The night de Rodrigo Blanco Calderón. Publicada por Alfaguara.
3. Ahora me rindo y eso es todo de Álvaro Enrigue. Publicada por Anagrama.
4. Vivir abajo de Gustavo Faverón Patriau. Publicada por Peisa.
5. Cuando te hablen de amor de Mónica Lavín. Publicada por Planeta.
6. Mandíbula de Mónica Ojeda Franco. Publicada por Candaya.
7. Los divinos de Laura Restrepo. Publicada por Alfaguara.
8. Los sueños de la serpiente Alberto Ruy Sánchez Lacy. Publicada por Alfaguara.
9. Sur de Antonio Soler Marcos. Publicada por Galaxia Gutenberg.
10. Ordesa de Manuel Vilas Vidal. Publicada por Alfaguara.

lunes, 22 de agosto de 2022

"El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes" de Tatiana Tibuleac

Una niña desaparece (porque siempre desaparece una niña) y el resultado es una madre castigando con siete años de silencio a su otro hijo, el mayor, que se vuelve loco de atar frente a tamaña falta de afecto, porque siempre se odia más lo más se quiere: «Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás».

Esta es la premisa.

Pasan los años; siete o así, durante los cuales papá se busca una en leotardos, mamá resucita pero la nena no. El nene, por su parte, es todo ataques de pánico e ira (a mi hermana no la nombres) ergo también candidato perfecto para el arte y la exclusión social. Y entonces la madre, promesa mediante, se lleva al crío a veranear a la tierra del queso donde ya sabemos todos que va a reconciliar porque la mitad del problema era falta de atención y tal. Es más: no se ha enfriado el motor y ya esto: «En aquel momento sentí —de forma dolorosa y fulminante— que gracias a ese blanco no la odiaba ya tanto. Que el vestido que llevaba esa mañana la había salvado, tal y como en el pasado los trapos blancos salvaban de la muerte a los desertores afortunados. Cuando salí del baño, húmedo y asustado, había perdido la guerra. Mi odio hacia mi madre, aunque no había desaparecido del todo, se había secado y lo cubría una costra, como la costra que cubre en tres días todas las heridas de las personas y en un solo día las de los perros».

Y entonces EL TEMA:

«Mi madre me llevó al campo de girasoles para anunciarme que se estaba muriendo. «Tengo cáncer, Aleksy, un cáncer maligno y rabioso», me dijo, y el día empezó a coagularse en ese mismo segundo.
Su sonrisa de tallos rotos.
El verde escurrido de sus ojos.
Su blanco de nimbo herido».

El resto de la novela son tallos rotos, historias no contadas, reconciliación y cuidados. Doscientas páginas de lento descenso a los infiernos del dolor y la pena porque a la literatura se viene a sufrir, todo lo demás son novelitas con librero al fondo. Ella y él mirándose a los ojos, queriéndose, reconciliándose también con el mundo, aprendiendo lecciones de vida y dejándolo todo perdido de recuerdos, que al final es de lo que se trata porque todo lo que no sea eso es olvido y los marcapáginas no se venden solos:

«Habría sido bonito que fuera[n] verdad. Haber tenido y haber sentido siquiera la mitad de lo que devanaba mi madre aquel sábado de aquel verano, pero los recuerdos, como todas las cosas buenas, son caros. Y nosotros —ella con mi padre, y yo— fuimos siempre unos tacaños y preferimos siempre invertir en nosotros mismos antes que en recuerdos».

Pero, lo dicho: nunca es tarde si el cáncer es terminal. La novela es todo recuerdos improvisados, turbantes enmarcados y terapeutas carísimos y en algún momento también un sueño que no viene a cuento de nada. Gusta porque tiene que gustar: porque hay padres cabrones, madres moribundas, abuelas invidentes, errores imperdonables, niñas desaparecidas, hijos ausentes, mucho arrepentimiento, cáncer, amputaciones, genuflexiones y salchichas caducadas para regalar.

Como para no gustar.

Como para no vender.

jueves, 18 de agosto de 2022

Zweig o el sopor (o “Mendel el de los libros”)

En “Mendel el de los libros” se pone Zweig en modo Vila Matas para contarnos la historia de Mendel, un señor que dedica treinta y seis años de su vida a pasarlos sentado de la mañana a la noche en la mesa de un café sin otro interés que los libros o, más bien, sin otro interés que la parte menos interesante de los libros:

«Dejando a un lado los libros, aquel hombre singular no sabía nada del mundo, pues todos los fenómenos de la existencia sólo comenzaban a ser reales para él cuando se vertían en letras, cuando se reunían en un libro y, como quien dice, se habían esterilizado. Pero tampoco leía aquellos libros para entenderlos, en su contenido espiritual y narrativo. Tan sólo su título, su precio, su aspecto, la página de créditos atraían su atención».

Hoy sería “Google el de los libros”. Ahora nos quejamos de la amenaza que supone que Google empiece a cobrar por el servicio de búsqueda pero este señor no pagaba un triste bocadillo a pesar de lo cual a Zweig le falta el canto de un duro para beatificarlo primero y ponerle un piso después. Pero eso es lo que tiene la literatura: que hace idiotas. Gente de mal vivir que, amparada por la idealización romántica de la literatura que tienen los cuatro de siempre, parasita cuantos medios culturales puede total para nada más que perpetuar su narcisismo habitual.

«Las personas no le interesaban, y de todas las pasiones humanas tal vez sólo conocía una, por cierto, la más humana de todas, la vanidad».

Pues bien, a este parásito se lo llevan preso un día porque ya sabemos que la burocracia no hace amigos y en la guerra como en el amor. Dos años después, ya fuera del campo de concentración del que sale medio idiota, vuelve a ser víctima, pero esta vez del capitalismo, que se ve que es de ciencias. Después se muere (Mendel, no el capitalismo) y entonces, como ayer, solo olvido:

«Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido».

Mendel desprecia a la sociedad y por lo tanto ésta, llegado el momento, lo desprecia a él. No es tan complicado.

Menos mal que solo tiene sesenta páginas.

En honor a la verdad tengo que reconocer que no puedo con este señor. Me aburre soberanamente. Lo admito: como escritor no puede ser más correcto ni más preciso ni más delicado. Pero Ni más aburrido. A excepción, tal vez, de aquellos Momentos Estelares de la Humanidad, que se salvan por méritos propios, el resto de su literatura no me despierta el menor interés y la poca que he leído (por razones obvias) jamás me ha dejado huella. Zweig es agua estancada. La razón por la que he leído esto de Mendel ha sido única y exclusivamente para entender el origen del nombre de un podcast que llevo escuchado un par de semanas (El café de Mendel). Fuera de eso, a este señor, yo, ya, ni con un palo.

Pero estoy divagando.

Respecto a la novela, nouvelle o relato, no hay conclusión. Se supone enésima crítica a los horrores y el absurdo de la guerra, pero desgraciadamente lo hace desde una perspectiva literaria un tanto ensimismada (más propia de poetas que de seres humanos) y por lo tanto sesgada e incompleta. E irritante.

jueves, 11 de agosto de 2022

Se busca: Género: Terror

Un día es una determinada luz la que te lleva a Grecia y al helenismo, a Tucídides, Homero, Heródoto o a sus primos hermanos y al siguiente son Faverón, con esa atmósfera increíble de "Vivir abajo" o Layla Martinez, con suya (mucho más discreta) en "Carcoma", quienes nos recuerdan que el terror SIGUE AHÍ, pese a qué, como explica muy bien Jesús Palacios en un artículo (Terror para el siglo XXI), es un género que amenazaba y supongo amenaza suicidio por culpa del buenismo actual, señal de los tiempos, por otro lado: "El género era mirado con desconfianza por editores, críticos y lectores de un nuevo siglo empapado de sensibilidad liberal, social y reformista, cuyo “buenismo” se sitúa en las antípodas del universo de muerte, crueldad, oscuridad y paranoia que resulta esencial en buena parte, si no toda, de la literatura de terror".

Pese a que me considero "fan" del género lo cierto es que no paso de mero observador. Lo fui, quizá, de una forma breve y leve durante la primera y segunda adolescencia. Nada serio. Y hasta hoy. A excepción de King (pero eso ya no tiene nada que ver con el género; es pura nostalgia de "aquellos maravillosos años") y el cine, los acercamientos han sido más bien casuales. Envidio mucho y sinceramente a esos seres humanos que realmente saben del tema, entendiendo como tales a todos aquellos capaces de recomendar, sin mirar, cinco…, no, diez novelas relativamente actuales (quiero decir: no jodan con Carmilla). No es mi caso, insisto: si me preguntan podría citar al viejo (King) o a John Connolly (permítanme este clavo ardiendo). Bueno, y "La joven ahogada" de Caitlin R. Kiernan, una novela que por alguna razón (probablemente personal) me impresionó como pocas (lo cual me recuerda lo rebuena que era la colección Insomnia de Valdemar, que terminó demasiado abruptamente cuando me quedaba por leer, únicamente, John muere al final de David Wong (pero "algún día", "lo juro")).

Pero si reviso mi historial de lecturas, entonces sí: Lehane (por Shutter Island, ojo), Joe Hill, Angela Carter (esa cámara sangrienta…), los geniales relatos de Graham Masterton recogidos en El hijo de la bestia, Ligotti, Le fanu, Jack Cady, Laird Barron o, tirando para casa, cosillas sueltas de Mariana Enriquez, Schweblin, Jasso, Bueso y Biurrum, por llamarle terror a cualquier cosa. Y poco más. Se mire por donde se mire: una mierda. Porque hablamos de, ¿cuánto?, ¿un dos por ciento? Por favor, que hablamos de diez años. Por favor, ¡que hablamos de fanatismo! Si es que NO TENGO VERGUENZA.

Y por eso, esto. Porque en algún momento (a más tardar esta misma tarde, cuando retome donde lo dejé, la semana pasada, el libro de Faverón), habría que ir mirando de ponerle remedio a tanta supina ignorancia, es por lo que voy a hacer aquello que, conociéndome, debería ser LO ÚLTIMO: rescatar lecturas pendientes (1) y pedir (con la boca pequeña de puro pánico) nuevas y renovadas recomendaciones con las que afrontar el crudo otoño que, al menos aquí, dicen que arranca mañana.

Solo un consejo: no me tomen demasiado en serio a mí, ni se tomen demasiado en serio a ustedes mismos: no quiero/busco/espero obras maestras: quiero/busco/espero solo género en vena; mero divertimento. QUÉ SI NO.








(1) A saber: Nuestra parte de noche, de Marina Enriquez; Después, de Stephen King; Un verano tenebroso, de Dan Simmons; La feria de las tinieblas, de Ray Bradbury o La casa al final de Needless Street, de Catriona Ward.

miércoles, 10 de agosto de 2022

“Carcoma” de Layla Martínez (Amor de madre) (#diariodelectura)

El archivo en el que escribo estas palabras lleva el mismo título que el encabezamiento de este post: #diariodelectura. Con esto lo que quiero dar a entender es que si ya nunca debieron esperar de este blog una reseña medianamente decente, ahora mucho menos. Ténganlo claro y nos llevaremos bien. Sirva pues, este espacio, a mis intereses personales —intereses que poco o nada pueden tener con el slogan promocional de este blog, aquello de ser la memoria de la literatura y estar por ello pie de guerra, etcétera— que no son otros que el enésimo intento de dejar por escrito las impresiones de las últimas novelas (o no) leídas para cuando el alzheimer y eso.

Dentro del género de terror está la categoría específica del niño que desaparece, ya sea porque alguien lo robe (el narrador, que pasaba por allí) ya porque echa a correr y cae en un armario, que para el caso es lo mismo. Pues bien, en esta novela eso es exactamente lo que pasa: que desaparece un niño. Y la cosa está en ver cómo (si fue el león, la bruja o el armario) y por qué, para lo cual la narradora concentra en algo menos de doscientas páginas (gracias, por cierto) la historia, muy resumida, de cuatro generaciones de mujeres y su relación entre ellas desde una casa construida años antes por el pater familias, un tipo despreciable en grado sumo que empieza de putero y termina como se merece.

Sin rodeos: Carcoma es una novela “con” casa encantada, que no “de” casa encantada porque aún habiendo en la choza motivos suficientes para dos trilogías, Layla Martinez concentra sus esfuerzos en hablarnos de quien la habita, a saber: la bisabuela, la abuela, la madre y la nieta, siendo la segunda y la cuarta quienes que se reparten la voz cantante en capítulos alternos en los que, con la excusa de explicarnos la milonga del niño en cuestión, desarrollan largo y tendido el drama familiar de ser pobre y encima no saber rodearse de otra cosa que hijos de puta.

Se ha cogido la costumbre, cuando se habla de este libro, de hablar de feminismo, violencia de género o lucha de clases, así como de venganza y justicia a raudales y, bueno, sí; sí pero y qué. Sí, pero y nada. Que no les líen: Carcoma funciona porque hay una vieja medio cabrona y una nieta que es el mismo demonio y una casa encantada y un fantasma o dos o ciento y la madre en medio puñado de páginas. Y encima desaparece un niño. Y un libro puede ser la hostia porque es la hostia o puede ser la hostia por comparación, porque estamos tan acostumbrados al truño y al tocho que nos dan un aquí te pillo aquí te mato mínimamente decente y ya nada más que “queremos a Layla”.

viernes, 5 de agosto de 2022

Volver a Chabon (#diario)


Volver a Chabon como quien vuelve a los noventa, cuando escritores como Wallace, Sedaris, Lethem, Eugenides, Díaz, Franzen, Palahniuk o Eggers se erigían como los nuevos puntales de la literatura americana.

Tiempo después, en 2006, Lev Grossman se preguntaría en un artículo en The Times quién de todos estos había acabado siendo la voz de su generación. No llega a ninguna conclusión válida (probablemente porque no la había aunque el tiempo parece haber dejado a Franzen como único vencedor) pero sí aprovecha la reflexión para dejar caer, de pasada, en un comentario no exento de nostalgia, la forma en que los lectores "enfrentarían" a partir de entonces la lectura:

«El hecho es que una generación de lectores probablemente nunca más se reunirá en torno a un solo libro de la manera en que lo hicieron en el siglo 20, cuando Holden Caulfield fue a buscar los patos en Central Park». (1)

Y por eso volver a Chabon como volvíamos a Salinger.






(1) «Vivo en Nueva York y de pronto me acordé del lago que hay en Central Park, cerca de Central Park South. Me pregunté si estaría ya helado y, si lo estaba, adónde habrían ido los patos. Me pregunté dónde se meterían los patos cuando venía el frío y se helaba la superficie del agua, si vendría un hombre a recogerlos en un camión para llevarlos al zoológico, o si se irían ellos a algún sitio por su cuenta». Holden Caulfield