lunes, 30 de mayo de 2016

Resumen de lecturas MAYO 2016

Mayo empezó (lo cierto es que fue cierre de abril, pero no llegué a tiempo de incluirlo en el resumen correspondiente) con Saunders, George Saunders, y esa colección de relatos llamada Diez de diciembre de la que apenas me acuerdo ya, lo que tampoco significa gran cosa toda vez que llevo dos meses no leyendo otra cosa que relatos, que para los recién llegados les diré que son una cosa con la que nunca me he llevado muy bien. Probé a leerlo sin maldito éxito hace tiempo, meses, tal vez años, no sé, cuando sea que se publicó, pero también es cierto que no le di muchas oportunidades; de hecho, probablemente (más que probablemente, diría) no recuerdo haber pasado del primer relato, sorprendentemente, por otro lado, ya que en esta segunda vuelta demostró méritos suficientes para contarse entre mis favoritos, ahí es nada, en parte por la divertida voz narradora y en parte también por ese primer personaje de niña bien, tan dulce y boba, tan burgués y tan imbécil y tan real como la vida misma: «También le encantaba su casa. Al otro lado del arroyo estaba la iglesia rusa. ¡Tan étnica! La cúpula bulbosa se había asomado a su ventana desde los días de su esquijama de Winny de Puh. También amaba Gladsong Drive. Cada casa en Gladsong era una Corona del Mar. ¡Eso era increíble! Si conocías a alguien en Gladsong ya sabías dónde estaban colocadas todas las cosas de su casa». Otro relato que me gustó bastante, es decir, lo suficiente como para dejar el salón cargado de buen rollo, fue Escapar de la cabeza de araña una suerte de locura cienciaficciosa bastante cachonda y medio delirante. El resto: interesantes, curiosos, entretenidos en la medida que prescindibles (cuál no lo es, verdad) pero suficientemente buenos como para repetir experiencia en el futuro o, en todo caso, no lo bastante malos como para rechazar de plano lo que esté por venir. 


Chicos que vuelven de Mariana Enríquez. De este hablamos hace nada. Aquí. No hay mucho que decir y lo que hay que decir es mejor hacerlo donde ya se ha hecho. Si ya no tengo tiempo, ni les cuento si encima me pongo a repetir las cosas.


De Volt, de Alan Heathcock, hay reseña, pero ustedes no han tenido todavía el placer de leerla. Se supone que caerá pronto pero yo ya no me fío de nadie, muchos menos de un becario con síndrome de abstinencia. Un adelanto sería contarles que la cosa va de relatos, ¡otra vez!, aunque centrados en una localidad llena de fracasados, amargados, jóvenes con malas pulgas y, en general, poco o ninguna esperanza de futuro. Un pequeño infierno tipo Knockemstiff, que se lee con el desagrado habitual, sin grandes sorpresas y sin dejar el esperado rastro de bocas abiertas. 


De la Cocaína de Daniel Jiménez también hay reseña pero tampoco han podido leerla. Todavía. Mismo caso que Volt: ¡pronto, pronto o yo qué sé cuándo! Respecto a esta, digamos, cosa… bueno, hablaría de decepción pero estaría mintiendo. Lo cierto es que no esperaba uno gran cosa por no decir absolutamente nada pero un poquito decepción sí que es, porque aunque me guste leer y a ratos me hagan gracia los chistes de escritores que escriben sobre escritores y su condición de tal y el mal ambiente que se respira en el mundillo, etcétera (y no se olviden de la inevitable crítica al mundillo) lo cierto es que hay un punto que roza la saturación (y ocasionalmente el ridículo) sobre todo si no se tiene absolutamente nada que contar e igualmente se cuenta. A la novela le dieron un premio a la primera novela o a la falta de madurez o algo así, con eso lo digo todo.


Y llegamos El estado natural de las cosas de Alejandro Morellón. Seré brutalmente sincero: no me acuerdo de nada. Bueno, casi nada. Mi memoria, que es muy lista, cuando quiere se vuelve selectiva. Yo sé que puede que haya elegido un mal momento para leerlo (casi todos los libros, estarán de acuerdo conmigo, tienen su momento y alguno, como parece ser el caso, tienen un problema con eso) pero de todos modos no es normal que lo único que recuerde sea el relato de un señor con problemas gravitatorios y otro de un testículo que no deja de crecer. No hay reseña, lo siento, no la escribí en su momento por falta de interés y puesto que el tiempo no ha mejorado la situación y ni ha movido un ápice mi postura, dudo que lo haga en el futuro. Esto de Morellón es un pequeño libro que ejemplifica perfectamente lo que está siendo la literatura patria actual: un no parar de leer y olvidar: libros que se escriben para dar salida a una vocación; libros que vienen a demostrar que somos absolutamente mediocres y que lo nuestro ya va camino de lo directamente insalvable. No sé, tengo la impresión de que este libro daría mucho juego porque demuestra muchas cosas, lástima que hoy no me interese ninguna.


Su pasatiempo favorito de William Gaddis

No hay reseña, lo siento. De momento, al menos. 

Miren, yo sé que con Gaddis he estado muy pesado y que a ratos lo sigo estando, pero tienen que entender una cosa, bueno, en realidad tienen que saber una cosa y de ese modo me entenderán a mí: Gaddis es Dios. Esto es así, no lo decido yo ni nadie que conozca personalmente. Y es Dios por muchas y variadas razones, tantas, que darían para un blog exclusivo dedicado al autor analizarlas todas. En cualquier caso y por resumir de alguna manera, hay dos que me gustan especialmente y que no dejo de compartir con todo aquel que me pregunta la hora. La primera tiene mucho que ver con la extensión de sus libros, algo que por lo general espanta a los escritores y seduce a los seguidores de Ken Follet. Resulta sorprendente que un libro con dos tres, cuatro o cinco personajes prácticamente encerrados en una casa mantenga con esa facilidad un nivel de tensión tal que haga posible que setecientas o mil doscientas páginas pasen en un suspiro. Pocos autores hay más adictivos que Gaddis y muchos menos más divertidos. Yo es que ya sólo me río con Gaddis, la verdad.

La otra razón para rendir esta pleitesía exagerada es que el estilo de Gaddis es inimitable. Pueden ustedes escribir como Reverte, Houellebeq o Franzen de tal forma que nadie les acuse jamás de nada en twitter pero ya se pueden ir olvidando de imitar a Gaddis sin ser fulminantemente acusados de plagio y caer en el mayor de los ridículos. 

Gaddis es divertido, inteligente, adictivo y (no práctica sino) literalmente inimitable. Gaddis no roza la perfección, se sumerge en ella y Su pasatiempo favorito es la enésima demostración palpable. Pueden no leerlo, pero se estarán equivocando.



* * * * * 

Y esto hasta el día 13 de mayo. Después de eso, un par de tonteos que no vale la pena mencionar me llevaron a lo donde estoy ahora, que es, mientras escribo estas palabras y como bien sabrán, la página 1.150 del volumen de los Cuentos completos de Conrad. La idea original era escribir una reseña de cada uno de los siete bloques en que se estructura, pero como siempre, leo más rápido de lo que escribo (prefiero mil veces leer a escribir, y me temo que cada vez es mayor la diferencia) de modo que vamos a tener que dejarlo en tres, dos de los cuales pueden ustedes leerlos si visitan los posts inmediatamente anteriores.


* * * * * 

¿Y el mes que viene?

Todo hace pensar en más Conrad (Lord Jim); Música acuática de T.C. Boyle; Breve historia de siete asesinatos de Marlon James y Las alas de la paloma, Herny James. Esto como prácticamente seguro. También En vísperas de Turguenev y tal vez, sólo tal vez, Virginie Despentes (Vernon Subutex I) pero esto no lo tengo nada claro y de hecho cada día que pasa me apetece menos.


Hablamos. Supongo.


martes, 24 de mayo de 2016

‘Cuentos completos’ de Joseph Conrad (II)

Hoy, un bloque también llamado ‘Juventud: una narración; y otras dos historias’ que incluye lo siguiente: 


‘Juventud’

Hubo un tiempo en el que a los escritores les pasaban cosas. Se hacían guerrilleros o marineros o buscaban oro en Alaska. Ahora lo más boicotear Mercadona. Juventud es un buen ejemplo.

En Juventud, un narrador nos cuenta que, en una reunión de viejos amigos, uno de ellos, Marlow (personaje recurrente y alter ego de Conrad, a quien más adelante podremos encontrar también en El corazón de las tinieblas, Lord Jim y Azar), cuenta una historia. 

«Estábamos sentados en torno a una mesa de caoba en la cual se reflejaban una botella de clares, unas copas, y nuestros semblantes al acordarnos en ella. Éramos un director de empresas, un contable, un abogado, Marlow y yo. El directos había sido grumete en el barco de instrucción Conway; el contable había prestado servicio cuatro años en alta mar; el abogado —venerable conservador, anglicano a machamartillo, el mejor de los compadres, la esencia del honor— había sido oficial mayor en la Compañía Naviera Peninsular y Oriental en los buenos tiempos en que los barcos-correo llevaban aparejos de cruzamen en al menos dos mástiles y atravesaban el Mar de la China durante un buen monzón con alas arriba y rastreras abajo. Todos iniciamos nuestras singladuras en la marina mercante. A los cinco nos vinculaban los fuertes lazos de la mar, así como la camaradería de los navíos, ésa que jamás brotará de ningún entusiasmo por yates y cruceros y similares, pues éstos son meras distracciones de la vida en tanto que aquellos son la vida misma». (*)(1)(2)

Juventud, inspirada en pasado del propio Conrad, cuenta la historia de un joven marinero que se embarca en un viaje en el que perderá la inocencia: el Palestine, llamado Judea en la novela. Bien, el Palestine parte de Inglaterra con destino Bangkok el 21 de septiembre de 1881 con una carga de carbón pero tras sufrir incidentes varios (fuertes vientos, inundaciones, averías y más vientos y más averías y más inundaciones, esto es, el desastre completo) termina hundiéndose cerca de Sumatra año y medio después, tras varios días tratando de apagar un incendio de la carga de carbón (que ya es mala suerte, también) que amenazaba con hacer con sus tripulantes una fenomenal barbacoa estilo tejano.

Se dice se cuenta se rumorea que Conrad se arranca a escribir Juventud más o menos cuando nace su hijo, y que la escritura del mismo tiene también mucho que ver con ese antes y ese después que tiene la paternidad. El fin de una era, en cualquier caso, porque quién sabe qué se echa de menos, verdad, si la juventud, la navegación, la soltería o la ausencia total de responsabilidades. Marlow: 

«Por lo que más queráis, ¿acaso no es el mar, el mar mismo, o quizá la juventud, lo único que…¿ ¿Quién sabe? Vosotros, todos vosotros, le habéis sacado algo a la vida: dinero, amor, esas cosillas de tierra firma, pero, decidme, ¿no fue la mejor de las épocas aquella en que éramos jóvenes en el mar, jóvenes sin nada… en el mar que nada nos obsequia excepto unos buenos coscorrones, así como algún que otro momento de eses que nos ponen a prueba? ¿Acaso no es esto lo único que añoráis?» (*)(3)(4)

Un tal George Gissing, crítico de la época experto en Dickens a la vez que mediocre escritor, dijo, entusiasmado, a raíz de la lectura de Juventud, que Conrad «era el escritor más poderoso —en todos los sentidos de la palabra— que estaba publicando entonces en lengua inglesa. ¡Una escritura maravillosa! Los demás son escritorzuelos en comparación».

En cualquier caso y honduras, dobles interpretación o retratos psicológicos aparte, Juventud es una fenomenal novela de aventuras que me ha sorprendido no ver adaptada a la gran pantalla.



‘El corazón de las tinieblas’

Relectura (y van…). El corazón de las tinieblas ya fue algo así como comentado en este mismo blog no hace tanto tiempo, con motivo de la reedición que Sexto Piso llevó a cabo dentro de su cabecera de ilustrados (6). Aquí el link. En su momento se me acusó de vago por no entrar un poco más en detalle, por quedarme en la superficie, por hablar más y mejor de los libros que no me gustan, lo de siempre, vaya (supongo que eran visitantes ocasionales o de otro modo no se entiende). Puede que yo prometiese hacerlo en el futuro (también soy mucho de eso). En cualquier caso esta parece una buena ocasión de recuperar las mejores intenciones.

En El corazón de las tinieblas, como decíamos, repite Marlow, el alter ego de Conrad y lo hace del mismo modo que en Juventud: un tercer par de ojos nos cuenta lo que nos cuenta Marlow que es a la vez narrador casual y protagonista.

«El corazón de las tinieblas es una experiencia personal mía; pero es una experiencia exagerada una pizca (aunque sólo una pizquita) respecto a los hechos reales, con el propósito, perfectamente legítimo a mi entender, de afectar a los lectores en cuerpo y alma. Aquí no era cuestión de dotar a nada de sinceridad. Se trataba de otro arte bien distinto. Ese tema sombrío exigía ser investido de una resonancia siniestra, de una tonalidad propia, de una sostenida vibración que, confié, reverberaría en el aire y perduraría en el oído tras haber sonado la última de sus notas». (*)

(Hay que decir que «aunque la experiencia de Conrad no fue una pesadilla como la que describe El corazón de las tinieblas, sí fue testigo directo e indirecto de algunas atrocidades, causadas sobre todo por la incompetencia y la estupidez. El jardín decorado con cabezas humanas de Léon Rom, capitán de la Force Publique, el brazo de seguridad del proyecto del rey Leopoldo, es posterior al período que Conrad pasó en el Congo, pero es una prueba de hasta qué punto había llegado la degeneración de algunas personas en aquel lugar». (Las vidas de Joseph Conrad, John Stape, Lumen))

Y es precisamente esa resonancia siniestra y ese tema sombrío del que hablábamos más arriba lo que prevalece y lo que hace tan especial esta pequeña gran novela que ya desde los primeros compases anuncia un estilo que busca sumergir al lector en una suerte de fantasmagórico viaje con espectro incluido.

«El estuario del Támesis se prolongaba ante nosotros como el comienzo de una infinita vía marina. En lontananza el mar y el cielo se soldaban sin fisuras, y en el luminoso espacio las curtidas velas de la falúas empujadas río arriba por la corriente parecían agruparse, aquietadas en racimos picudos de lona rojiza, con destellos del barniz de las botavaras. Flotaba bruma sobre las orillas bajas que se deslizaban hacia el mar a modo de llanura que se deshiciera. El aire era sombrío sobre Gravesend, y más a lo lejos parecía adensarse en una lúgubre oscuridad, aciagamente inmóvil sobre la mayor, y más grandiosa, capital de la tierra».(*)

Y es que la obrita, además de relato de aventuras y una crítica demoledora al colonialismo del que fue víctima el Congo («¡El horror! ¡El horror!») (lejos está de ser relato autobiográfico, pese a todo, y mucho menos una obra de realismo social), es una novela de terror en toda regla en la que un hombre, un aventurero sin oficio ni beneficio se adentra en un río con forma de serpiente en un viaje que página tras página adentra a su vez al lector en un infierno del que curiosamente sólo sale marfil: como decía su editor «es un poderoso retrato pintado con palabras, capaz de mantener en todo momento una extraña sensación de pesadilla africana».

«Hicimos escala en más sitios con nombre grotescos, donde la alegre danza de la muerte y el comercio se celebra en una atmósfera enrarecida y telúrica como la de una asfixiante caverna; proseguimos nuestro cabotaje de aquella costa amorfa, tan bordeada por traicioneros rompiente como si la propia Naturaleza se hubiera propuesto mantener a raya a los intrusos, remontamos y descendimos algunos ríos, corrientes de muerte en vida, cuyas riberas se pudrían en fango, cuyas aguas, espesadas en limo, invadían los retorcidos manglares que parecían contorsionarse ante nosotros en el último extremo de la desesperación impotente. En ningún punto nos detuvimos suficiente tiempo para formarnos una opinión detallada, pero creció mi sentimiento general de estupor vago y opresivo. Parecía un peregrinaje agotador entre visiones pesadillescas». (*)
«Los trechos se abrían imponentes ante nosotros y se cerraban a nuestras espaldas, como si la selva trabajara morosamente río abajo para cerrarnos el camino de regreso. Nos adentrábamos más y más en el corazón de las tinieblas». (**)

Y al fondo del río, un hombre, una presencia descomunal que tiene un protagonismo absoluto a lo largo y ancho de la novela, pese a que, como todo buen fantasma que se precie, sus apariciones no pueden estar más limitadas, algo por lo que sin embargo Henry James no dudó en restarle «valor al método narrativo de El corazón de las tinieblas, con la objeción de que Kurtz seguía siendo un personaje elusivo a pesar de tanto hablar de él».

«—Es un hombre excepcional —dijo al fin—. Es un adalid de la piedad, y de la ciencia, y del progreso, y del diablo sabe cuántas otras cosas. Necesitamos —adoptó inesperadamente un tono oratorio—, para encauzar la causa que nos ha confiado Europa, como quien dice, inteligencia superior, solidaridad generosa, unidad de sentido.
—¿Quién dice eso?— pregunté.
—Muchos —contestó. Algunos hasta lo escriben; y por ello coge y se presenta aquí él, un ser especial, como debe usted saberlo». (*)(6)(7)

En definitiva, un relato asombroso (pese a la lectura crítica de Chinua Achebe que no duda en acusar a Conrad de racista al proyectar «la imagen de África como “el otro mundo”, la antítesis de Europa y, por tanto, de la civilización, un lugar donde la cacareada inteligencia y refinamiento del hombre son finalmente burlados por la bestialidad triunfante» (Planeta Kurtz, Mondadori)), un relato asombroso, decía, que habla de la muerte de un hombre y de un país, de la degradación y las cotas de horror que puede alcanzar el ser humano.

«Estábamos incapacitados para comprender todo cuanto nos rodeaba. Pasábamos como espectros, perplejos y secretamente afligidos como lo estaría cualquier hombre cuerdo frente a una sublevación de locos en un manicomio. No podíamos comprenderlo porque estábamos demasiado lejos y ya no recordábamos nada, porque viajábamos a través de la noche de los primeros tiempos, por una era perdida de la que a duras penas sí quedaban señales, pero ya ningún recuerdo. La tierra parecía otro mundo». (*)

«Todo es repugnante por aquí» escribía Conrad a su amiga Poradowska. Y sí, es cierto, todo era repugnante allí, pero qué bien contado.



‘La soga al cuello’

Estas reseñas se me están yendo de las manos. Aprovechando que este relato no se cuenta entre mis favoritos, seré especialmente breve.

El protagonista de este relato es un hombre, un capitán de barco, que intenta ocultar su ceguera y acaba hundiendo un barco en un intento suicida por recobrar su honor perdido. El tema es más o menos el siguiente: un hombre se ve obligado a vender su barco, único medio de vida, para sacar de apuros a una hija que vive al otro lado del mundo, en Melbourne. Después de eso y puesto que él necesita seguir viviendo y la nena toda la ayuda posible, se asocia con un perfecto inútil que tuvo en su momento la mala fortuna de ganar la lotería invirtiendo el dinero en un barco que es incapaz de gestionar adecuadamente. Con la entrada de nuestro capitán en el negocio (y como hombre que es tomado en serio y respetado en la profesión) la cosa remonta. Más tarde hará un amigo, río arriba, en el quinto pinto, un hombre «exigente, capacitado, algo cínico, habituado a la mejor sociedad poseía una latente calidez de sentimientos y un don de simpatía que ocultaba bajo modales de indiferencia altanera y arbitraria, fruto de su educación juvenil, y también bajo algo que un enemigo podría haber calificado de afectación en su aspecto, como un eco distorsionado de pretéritas elegancias». Qué bueno es Conrad en las descripciones.

En fin, sin entrar en más detalle, el relato, demasiado largo en mi humilde opinión, tiene mucho que ver con el fin de una era y otros fines que ya anticipamos más arriba, temática habitual, como se ha visto, en este bloque. Interesante, correcto y siempre superior a la media es, de los tres que se incluyen en el recopilatorio, el que me nos me ha gustado, tal vez por ese encaminarse sereno hacía el previsible e inevitable final.



Total, que no puede gustarme más.






(*) Traducción edición Valdemar, 2016

(**) Traducción edición Sexto Piso, 2015




(1) Trad. Sexto Piso: «Nos encontrábamos sentados con los codos apoyados en una mesa de caoba en la que se reflejaban nuestros rostros, la botella y las copas. Éramos un director de empresa, un contable, un abogado, Marlow y yo. El director había trabajado como grumete en el Conway, el contable había estado cuatro años en alta mar y el abogado –que pertenecía al partido conservador, a la Alta Iglesia y era el mejor amigo del mundo, el honor en persona– había sido oficial al servicio de P&O en aquella buena época en la que los barcos correo solían navegar por los mares de China con las velas desplegadas porque el monzón era apacible. Todos nos habíamos iniciado en la marina mercante y a todos nos unía ese sólido vínculo del mar y el compañerismo en un oficio que se refiere a la vida misma, y, por tanto, suele mantenerse al margen de los yates, los cruceros y otras cosas parecidas, que pertenecen al puro terreno de la diversión». **
(2) Versión original: «We were sitting round a mahogany table that reflected the bottle, the claret-glasses, and our faces as we leaned on our elbows. There was a director of companies, an accountant, a lawyer, Marlow, and myself. The director had been a Conway boy, the accountant had served four years at sea, the lawyer — a fine crusted Tory, High Churchman, the best of old fellows, the soul of honour — had been chief officer in the P. & O. service in the good old days when mail-boats were square-rigged at least on two masts, and used to come down the China Sea before a fair monsoon with stun’-sails set alow and aloft. We all began life in the merchant service. Between the five of us there was the strong bond of the sea, and also the fellowship of the craft, which no amount of enthusiasm for yachting, cruising, and so on can give, since one is only the amusement of life and the other is life itself.»
(3) Sexto Piso: «Dios, es maravilloso, el mar. ¿El mar o la juventud? ¿Quién puede saberlo? Vosotros, todos los que estáis aquí presentes, habéis conseguido algo en la vida: dinero, amor –todo cuanto se puede conseguir en este mundo–, pero quiero que me respondáis a esto: ¿no os parece que eran mejores aquellos tiempos en los que éramos jóvenes en el mar, en los que éramos jóvenes y no teníamos nada, en el mar que nada da, nada excepto golpes –y en ocasiones la oportunidad de comprobar nuestra fuerza, poco más–; no es eso lo que más echáis de menos». **
(4) Versión original: «By all that’s wonderful, it is the sea, I believe, the sea itself — or is it youth alone? Who can tell? But you here — you all had something out of life: money, love — whatever one gets on shore — and, tell me, wasn’t that the best time, that time when we were young at sea; young and had nothing, on the sea that gives nothing, except hard knocks — and sometimes a chance to feel your strength — that only — what you all regret?».
(5) Sexto Piso: «La desembocadura del Támesis se extendía ante nosotros como el comienzo de un camino interminable. A lo lejos, el mar y el cielo se amalgamaban sin pespuntes y en el espacio luminoso las velas bruñidas de las barcazas, arrastradas río arriba por la corriente, parecían manojos inmóviles de lienzos rojos agudamente recortados entre las pincela­das de barniz de las botavaras. La neblina se asentaba en las orillas bajas que se extendían hacia el mar, donde finalmente se desvanecían. El aire que se alzaba sobre Gravesend ya estaba oscuro y, algo más atrás, parecía condensarse en una penumbra luctuosa que, inmóvil, rumiaba sobre la ciudad más portentosa en la faz de la tierra». (**)
(6) Motivo por el cual esta versión, que se incluye en el recopilatorio de SP, tiene una traducción diferente (en este caso a cargo de Juan Sebastián Cárdenas, mucho más respetuosa en las formas que la que ofrece Valdemar, que fuerza las líneas de diálogo deformando con ello el estilo original de Conrad (ver 7 y 8).
(7) Sexto Piso: «“Kurtz es un prodigio”, dijo por fin. “Es un emisario de la piedad, de la ciencia, del progreso y el diablo sabrá de qué más. Lo necesitamos”, y en este punto adoptó de repente un tono declamatorio, “para que nos guíe en esta causa que Europa nos ha encomendado, por así decirlo; necesitamos inteligencias superiores, necesitamos toda la simpatía posible y un objetivo común”. “¿Y quién dice eso?”, pregunté. “Mucha gente”, respondió. “Algunos incluso han escrito sobre el asunto. Y entonces él vino aquí, un ser especial, como ha de saber”».
(8) Versión original: «‘He is a prodigy,’ he said at last. ‘He is an emissary of pity, and science, and progress, and devil knows what else. We want,’ he began to declaim suddenly, ‘for the guidance of the cause intrusted to us by Europe, so to speak, higher intelligence, wide sympathies, a singleness of purpose.’ ‘Who says that?’ I asked. ‘Lots of them,’ he replied. ‘Some even write that; and so he comes here, a special being, as you ought to know.’»

jueves, 19 de mayo de 2016

‘Cuentos completos’ de Joseph Conrad (I)

Mi plan era leer este ladrillo (1500 páginas, más o menos), poco a poco, pero no puede ser. El libro me llama, tiene el demonio dentro, y yo me estoy dejando poseer. Podría esperar a terminarlo para dar mi parecer, pero no me da la gana; me apetece hacerlo así, como hoy, poquito a poco, aprovechando que la cosa viene ya distribuida en prácticas y reseñables secciones.

Hoy, la prime.

Los primeros cinco relatos incluidos en este... recopilatorio fueron recogidos anteriormente en el volumen ‘Cuentos de inquietud’, publicado también por Valdemar.

‘Karain’ es la historia de un hombre que cuenta la historia de otro hombre, concretamente el jefe guerrero de un pequeño pueblo malayo que vive atemorizado por la sombra del su pasado y que busca, llegado el momento y pese a ser famoso por su arrojo, un refugio en la incredulidad ajena. «Mi miedo sólo se disipa cuando me encuentro junto a vosotros, vuestra incredulidad os protege y mi miedo desaparece como la neblina frente al sol (**)». Pronto se hará evidente que la incredulidad ni existe ni nos protege de nada sino todo lo contario. La única diferencia, parece decirnos Conrad, entre los hombres de ciencia y los salvajes es que los primeros se han demostrado mucho más hábiles a la hora de ocultar sus talismanes: «Alrededor de la figura de aquel Hollis inclinado sobre la caja surgieron de pronto todos los espectros concentrados del descreído Occidente, y, abandonados por hombres que estaban convencidos de ser sabios y de poder vivir sus vidas a solas y en paz, todos aquellos fantasmas dejados por un mundo incrédulo, todas las sombras erráticas y maravillosas de mujeres que fueron amadas, los hermosos espectros de los ideales asumidos, olvidados, rechazados y defendidos, todos los desamparados fantasmas cargados de reproches de los amigos olvidados, los calumniados, los traicionados, los que habían muerto en el transcurso del camino (**)».


‘Los idiotas’ es, según el propio narrador, «una historia terrible a la par que sencilla como siempre lo son las crónicas de secretas aflicciones soportadas por almas simples (*)». En este cuento un hombre y una mujer sólo tienen hijos idiotas, lo que lleva al hombre a odiarse y lamentar con ferocidad que no podrá evitar la extinción de su apellido. Es un relato que va justo de moraleja, pero muy interesante en cualquier caso, y deliciosamente ameno. Citando a John Stape, Los idiotas está «ambientado en el campo de la Bretaña donde se encontraban entonces Conrad y su esposa, ensaya una exploración de las costumbres campesinas al estilo de Poradowska en el marco del relato trágico de una mujer obligada a mantener relaciones sexuales —y a tener hijos disminuidos psíquicos— con un brutal esposo. Para escapar a este infierno la mujer apuñala al marido y luego se suicida. Se trata probablemente de la historia más sombría jamás escrita durante una luna de miel, y tal como aventuró un biógrafo, ofrecería «gran diversión a los futuros críticos psicoanalíticos de Conrad» (Las vidas de Joseph Conrad, John Stape, Lumen, 2011).


‘Una avanzadilla del progreso’ está ambienta en el mismo Congo terrible de El corazón de las tinieblas pero en este es caso es mucho más ligero. Habla de dos hombres, tres en realidad, que deben prestar servicio en semejante infierno en una gran compañía exportadora de marfil. Ninguno está capacitado, no ya para la tarea, sino simplemente para pasar allí más de dos semanas y sin embargo ya llevan meses. «Tanto el uno como el otro eran dos personas totalmente incapaces e inútiles y no concebían una existencia fuera de la civilización. Son pocos los hombres que se dan cuenta de que sus vidas, la esencia de su carácter y hasta sus virtudes y capacidades son poco más que la expresión de su confianza en la seguridad de su ambiente. El valor, la prestancia, la confianza en uno mismo, los sentimientos y los principios, todos los pensamientos grandes y pequeños no son de los individuos sino de las masas, de las masas que creen ciegamente en que sus instituciones son legítimas, que su moral es justa y su policía, poderosa. Pero cuando entran en contacto con el salvajismo en estado puro y sin paliativos, con la naturaleza y el hombre primitivos, su corazón por lo general se sumerge de inmediato en profundas inquietudes (**)». El Congo, las condiciones pueden con ellos: se desata la locura cuando se dan cuenta «por primera vez de que vivían en unas circunstancias en las que lo extraordinario muy bien podía ser también peligroso (**)». Un relato curioso cuyo interés reside más en su condición de hecho real que en la historia en sí. Es, también, un complemento perfecto a esa otra gran obra ya mencionada del escritor.


‘El regreso’ ha sido una gran sorpresa. Un relato (acusado de excesiva prolijidad en su momento y rechazado en varias ocasiones) que por temática tiene un estilo mucho más con Henry James que del Conrad que yo conocía hasta la fecha. En él un hombre es abandonado por su mujer, que le deja una nota que lee estupefacto minutos antes de que ella, arrepentida, vuelva al hogar con intención de hacerla desaparecer antes de que su marido la lea y sea ya demasiado tarde. Más allá de la historia, simple, como se ve, hay unos personajes absolutamente modernos (tan modernos, de hecho, que podríamos perfectamente confundirlos con los protagonistas de House of Cards) «Se entendían sagazmente, tácitamente, lo mismo que una parecja de circunspectos maquilladores en una productiva conjura; pues eran incapaces de contemplar un acontecimiento, un sentimiento, un principio o una creencia a otra luz que la de su propia reputación, su propia vanagloria o su propio provecho. Se deslizaban cogidos de la mano sobre la superficie de la vida, en una atmósfera pura y glacial, como dos hábiles patinadores que describiesen movimientos sobre la firme capa de hielo para admiración de los espectadores, haciendo desdeñosamente caso omiso de la corriente subterránea, la corriente tumultuosa y oscura, la corriente de la vida, profunda y desbocada (*)». Todo el relato es una puesta en escena muy teatral (por aquello de ser fundamentalmente silencioso diálogo unas veces y otras grito pelado y desarrollarse casi por completo en una habitación), sobre todo la segunda parte, pero si por algo llama la atención es por esfuerzo que Conrad pone en no dejar sin analizar todos y cada uno de los pensamientos del personaje masculino un poco, supongo, con ánimo de poner en evidencia el estrecho pensamiento de la época que tendía, desde el machismo, al inmovilismo moral: «Nada que atente contra las creencias comunes puede ser bueno. Te lo dicta tu propia conciencia. Son las creencias comunes porque son las mejores, las más nobles, las únicas posibles. Son las que perduran… […] Hemos de respetar los cimientos morales de una sociedad que ha hecho de nosotros lo que somos. Guardémosle fidelidad. Eso es el deber, eso es el honor, eso es la decencia» (*).


‘La laguna’, un relato de traición y muerte ambientado en Borneo es, en palabras del propio Conrad, “el primer relato que escribí en mi carrera y sella, valga la expresión, el final de mi primera etapa: la etapa malaya”. De parecido razonable con Karain, trata sobre un hombre que cuenta a otro una vieja historia de cómo rescató a una mujer de la manos de un rajá y como perdió, el mismo día y por la misma causa, a su hermano. Ligero tirando a decepcionante, diría incluso prescindible en comparación.



Resumiendo: una más que interesante y variada selección de relatos tempranos de un Conrad que en apenas doscientas páginas demuestra estar tan, pero tan por encima de tantos escritores que da vértigo sólo pensarlo. Personalmente no recuerdo haber disfrutado nunca tanto de una colección de relatos. Es tal la pasión, fíjense, que ahora mismo como lector sólo me interesa CONRAD y todo aquello que tenga que ver con él. (Lo mejor de todo es que todavía me quedan 1.300 páginas de placer; 1.000, si descontamos lo que he leído estos días). 

Sí, exacto, ya sólo queremos Conrad.







(*) Traducción edición Valdemar, 2016
(**) Traducción edición Sexto Piso, 2015 (y esto pese a que estoy leyendo la edición de Valdemar. La razón es que, al disponer de una versión digital de esta edición me resulta mucho más fácil incluir las citas de Sexto Piso. Ruego disculpen esta licencia que, en la medida de lo posible, intentaré subsanar a lo largo de los próximos días, y a la que he recurrido única y exclusivamente para evitar tediosas transcripciones para las que no tengo tiempo).


viernes, 13 de mayo de 2016

Ya sólo queremos Gaddis (una aproximación tangencial a ‘Su pasatiempo favorito’)

Hace unos días, en facebook:
«Yo sé que con Gaddis me pongo siempre muy pesado y sé también que las comparaciones, por lo general odiosas, que establezco, no lo son menos. Me refiero a esa…. desagradable, digamos, costumbre habitual mía de utilizar a Gaddis como vara de medir, como si ahora la masa humana pudiese mirar a los ojos al mismo Dios; costumbre que algunos escritores han utilizado en alguna ocasión para quitar hierro a una mala reseña de la que han sido o podrían llegar a ser objeto pero… Pero NADA. Sigo en mis trece. Llevo algo así como quinientas páginas de Su pasatiempo favorito y me reafirmo en la sospecha que ya pesaba en la trescientos: PUTA OBRA MAESTRA. Una vez más. Y van… Ya no es que Gaddis no defraude sino que es casi (CASI) el único escritor del mundo capaz de demostrar con hechos y no con palabras que el genio, el GENIO auténtico, no sabe de casualidades ni tiene amigos críticos o editores y que todo lo que no sea aceptar o reconocer esto son excusas de mierda y pobreza de espíritu y MEDIOCRIDAD. Que no pasa nada por ser mediocre, pero tampoco pasa nada por reconocerlo».
Y entonces unos que si no te pases por un lado (que qué cojones de obra maestra ni que ocho cuartos si mucho mejor jr si mucho mejor los reconocimientos) y otros que si por favor por dónde recomiendas empezar no menos de veinte veces y yo siempre lo mismo que si tienen que hacer el favor de interpretar mis palabras a los unos que si gótico carpintero tiene lo mejor del Gaddis que me más me gusta y se lee en suspiro y medio a los otros y todo por no decirle a los unos que sí que claro que puta obra maestra en comparación y a los otros que déjenseme de hostias y échenle lo que tienen que echarle y sumérjanse en jota erre, sumérjanse en lo puto mejor, que ya está bien de medias tintas y paños calientes, que la literatura debería ser una guerra y no este cachondeo padres de mesas de novedades, que ya nada más que ve uno novelitas de mierda y en los ojos ajenos el temor a ser comparado con deidades que un día también fueron nadies y gemiditos de escritor que se sabe clara, notable e insalvablemente INFERIOR.

Y eso un día y otro día o, no sé, tal vez el mismo (podría comprobarlo, pero mira: mínimo esfuerzo) alguien menta a alguien que también se ha leído la novela y ha subido una citas en su propio blog a modo de prueba fehaciente de lectura y la reseña en uno ajeno, reseña que leo y de la que salgo medio asombrado de puro ligera y evasiva. Y otra vez yo y otra vez no sé quién en Facebook, que es donde parece que acabará dando con sus bites esta medicina:
«Conozco el blog (he reseñado a B… en el pasado). Acabo de leer la reseña que en realidad publica en _.com y, bueno, no estoy muy de acuerdo con su interpretación. Dice B…: «¿Justicia? La justicia se encuentra en el otro mundo. En éste lo que hay son leyes. Tal declaración de intenciones será uno de los motores con los que funcione el relato: la sátira sobre el complejo y agotador mundillo de los entresijos judiciales, de las demandas y de las sentencias, sostenido por una red de personajes que sólo quieren denunciar a terceros para ganar dinero, circunstancia que en Estados Unidos es una moneda común: los abogados aconsejan demandar a otros siempre que haya oportunidad». Y no va mucho más allá, B…
Y sí, es cierto, entresijos judiciales, demandas y sentencias hay para aburrir, pero, en mi opinión, esta no es una novela que trate sobre la justicia más que como excusa, sino con algo que tiene mucho más que ver con la originalidad en el arte: qué robamos queriendo o sin querer, qué no es nuestro y qué sí es o qué puede considerarse realmente una aportación propia. Incluso las diferentes interpretaciones que hacemos del arte, del mismo modo que se interpretan las leyes que suponemos poco dadas a tal cosa, motivo por el que creo que es tan acertada la elección de eso que B… considera el “motor” de la novela, esto es, la justicia como argumento.
Pero da igual, cualquier cosa que yo o B… o quien sea digamos sólo servirá para simplificar algo que no lo merece; algo sobre lo que deberían estar corriendo ríos de tinta y que sin embargo parece condenado a caer en el mayor de los olvidos por culpa de tanta obra maestra de mierda que llena las estanterías de novedades».
Y esto en la página quinientos, cuando estaba yo medio en las nubes, que es una cosa muy normal cuando se lee a Gaddis, esa sensación de flotar, saben, de estar por encima de, de estar sacándole tanto partido al tiempo como es posible. Y doscientas páginas después, la confirmación: sobresaliente alto para Su pasatiempo favorito y la confirmación de laureles y gloria eterna para William Gaddis. Y más preguntas y convencimientos varios tipo venga va me leo a Gaddis empiezo por los reconocimientos o empiezo por jota erre o cómo empiezo y yo, que ya no sé, me rindo una vez más.
«Tengo que decir lo siguiente: creo que yo nunca he recomendado JOTA ERRE a nadie. He hablado mucho y muy bien de ella y he dicho millones de veces que es una de mis dos o tres novelas favoritas. Quienes me leen lo saben. El que ha querido tomar mis desmedidos elogios y mi pasión infantil como tal ha sido porque ha querido. Y no lo he hecho, es decir, no la he recomendado, porque creo que para leer JOTA ERRE hay que tener una disposición especial y sobre todo hay que llegar al libro como sea que uno llega a los libros que más le gustan (yo lo hice previa lectura de otro Gaddis y animado por un comentario casual de Juan Francisco Ferré no sé si en red social o en su blog mucho antes de su publicación en castellano), entre otras razones porque hablamos de una novela cuyo reparto está formado por unos 120 personajes que tendremos ir descubriendo a golpe de lupa y paciencia y tal vez alguna guía espirituosa y, bueno, las cosas como son, no todo el mundo está dispuesto a pasarse mil y pico páginas tirándose de los pelos y riendo a carcajada limpia mientras se corre de placer una y otra vez. Su pasatiempo favorito es mucho más fácil ya que habrá, como mucho, no sé, unos veinte personajes, no muchos más, de cierta relevancia, pero siempre y en todo momento estará presente uno de los dos protagonistas (una pareja de hermanastros, hijos del mismo padre, una figura mastodóntica que, sin tener una sólo línea de diálogo, es una presencia constante). Ahora bien, la experiencia de leer JOTA ERRE es difícilmente superable entre otras razones porque con JR (o con Su pasatiempo, qué coño) uno tiene la sensación de que la literatura está siendo aquello que debería ser siempre y todo momento (y que no es un poco porque no nos da la gana y otro poco porque ya no hay escritores como los de antes). Nos equivocamos cuando hablamos del género como literatura de evasión. Pero nos equivocamos no nos imaginamos cuánto. Es que… ¡valiente estupidez la nuestra! Literatura de evasión es JOTA ERRE o Su pasatiempo favorito o Gótico carpintero o o o… desde el momento en que el mundo (hipotecas y niños incluidos) desaparece, literal y literariamente, como ustedes prefieran, durante el tiempo que pasamos inmersos en su lectura.
O puedes leerte algún bosnio que recién ha descubierto la editorial independiente de turno».
Cuando leo a Jesús Carrasco o a Marina Enriquez no pasa nada de esto. Como mucho comentarios tipo no tienes ni puta idea y tal pero nada de mensajes privados ni ofertas de libros varios y desde luego nada de gente lanzándose a leer JR o Su pasatiempo o lo que tenga más a mano. Por eso nos gusta Gaddis, porque nos pone a todos muy cachondos. Y por eso nos gustan los lectores de Gaddis, porque los lectores de Gaddis son más guapos y más altos y con diferencia mejores lectores y mejores personas que el resto y desde luego tienen un gusto mucho más exquisito, así en general.

Es por ello que a partir de este momento en este blog en el que ya sólo queremos Gaddis, consideramos la no lectura de esta u otras novelas del escritor americano, un acto de COBARDÍA.


martes, 10 de mayo de 2016

‘Las cosas que perdimos en el fuego’ de Mariana Enriquez

Cuando mediado el mes de abril decidí dedicarme, si no exclusivamente, sí, con cierta, digamos, intensidad al relato debo confesar que no esperaba gran cosa

Miento. 

Cuando mediado el mes de abril decidí dedicarme, si no exclusivamente, sí, con cierta, digamos, intensidad al relato debo confesar que esperaba reconciliarme con el género, que ya no es moco de pavo. Y, mira tú por dónde y sin llegar a perder la cabeza, eso es más o menos lo que ha ocurrido. Y parte de la culpa, gran parte al menos, de esta reconciliación la tiene Mariana Enriquez, hasta hace nada una completa desconocida.

Qué bien, eh.

Intentaré no entusiasmarme en exceso durante esta reseña, no vayan ustedes a creer que ahora veo obras maestras por todas partes. Para nada. Tampoco quiero fingir que me da todo igual porque no ha sido así. Mariana Enriquez me gustó lo suficiente como para, por un lado, anotar su nombre en esa libretita en la que figuran los nombres de todos aquellos autores a los que quiero volver (es una libreta muy pequeña) y por otro, comprarme otro libro suyo, esta vez en formato digital (qué remedio).

Al tema.

Simplificando hasta la inexactitud, Cosas que perdimos en el fuego es una colección de relatos de terror. Matizando, tendríamos que hablar de relatos que tienen trasfondo terrorífico o una querencia por lo oscuro que llega en ocasiones hasta lo fantástico.

En estos relatos hay gente que está muy sola o mal acompañada; gente muy joven, muy inconsciente; hay mucha miseria y hay un fondo tenebroso y real que da más miedo que cualquier vampiro que pueda ocultarse tras una cortina. La pobreza, por ejemplo; un niño tirado en la calle, un niño que un día queda solo, un barrio marginal, tomar un helado y volver a pasar la noche a la intemperie. Y mamá que no está y no pasa nada y que luego no está el niño y tampoco. Esa clase de terror.

Y otros ya no tanto de corte fantástico como simplemente inquietante rozando en algunos casos lo social. Un terror más de adolescente perdida, tipo nena que se aventura en territorios prohibidos, con el miedo que da acompañarse únicamente de una linterna y el riesgo a ser descubierta (La hostería) o algo tan simple como ser joven y estar un poco loca y meterse en furgonetas destartaladas y dejarse llevar por el novio punk de tu amiga y los alucinógenos y ver el miedo en los ojos ajenos y ser pura inconsciencia (Los años intoxicados); o una obsesión que deviene (o amenaza con hacerlo) en locura (Pablito clavó un clavito); o una mujer que odia y teme a su marido y viaja con él y conoce a una prima (Tela de araña)… Bueno, lo que sea.

Eso por poner algunos ejemplos, ojo, tampoco quiero entrar en mucho detalle. Prefiero que, si deciden arriesgarse, y yo creo que deberían, los descubran ustedes mismos. Quiero decir con esto que, cuanto menos sepan, mejor. Porque una cosa es que yo les diga que hay relato con casa encantada y otra muy diferente que la visiten ustedes y juzguen si realmente esa casa es lo peor del relato. Bueno, en este caso tal vez sea así, pero… pero no. Da igual, lean el puto cuento.

La primera parte, decía (y si no lo decía lo digo ahora), es menos fantástica que la segunda que (a excepción del último relato que vuelve a un terror que cabe dentro de lo posible e inimaginable al mismo tiempo) ya es más una cosa de mearte encima. Es un decir. Buenos ejemplos son la niña rarita (quién no ha tenido una en el colegio) que se autolesiona o la vecina que cree que el del bajo derecha tiene un niño encadenado en el patio trasero o las consecuencias que tiene que un policía corrupto haya tirado al río contaminado el cadáver de un joven que ha tenido la mala suerte de cruzarse con él. En todos estos casos el terror no se limita a llegar en el último párrafo sino que crece con el relato y se apropia de él y cuando llegamos al final ya estamos hartos de mordernos las uñas y asqueados de ese ambiente enfermizo y putrefacto y miserable.

En general, tengo que decirlo, me hecho muy feliz llevarme este sorpresa. Me han gustado todos los relatos (unos más que otros, eso también es cierto) pero es que además me ha enamorado la forma que tiene la Enriquez de narrar, con un estilo sencillo, completamente alejado de innecesarios lirismos, muy centrado en la historia y trabajando los personajes.

Muy recomendable, al fin.


Adenda

‘Chicos que vuelven’ de Mariana Enriquez

Cosas que nunca (o casi nunca) hago: leer dos veces seguidas a un mismo autor. Tampoco este fue el caso, pero no por falta de ganas. El caso es que poco, muy poco tiempo después de haber leído el recopilatorio anterior, compré por internet, en versión digital, una NOVELA de esta escritora. Al final no resultó ser tanto una novela como un relato largo (40/50 páginas) que perfectamente, por temática, podrían haber incluido los de Anagrama en “Cosas que perdimos…”. 

La historia trata de una mujer que trabaja en una oficina de desaparecidos. Está a cargo de la sección de jóvenes, ya saben, críos o adolescentes que un buen día desaparecen de la faz de la tierra, ya sea porque ponen ellos tierra por medio ya porque se le tiren encima. En cualquier caso, no están desde hace años. 

Y un día vuelven. 

Vuelve la primera, una chica monísima, cuando nuestra protagonista se la encuentra desorientada vagabundeando por no sé qué parque. Lo siguiente es masivo. Cuatro parques de la ciudad se van llenando de niños que vuelven exactamente en el mismo estado que tenían al desaparecer sólo que tantos años después.

La novela no es tanto la cuestión de los niños que desaparecen (que también, claro, no vamos a explotar un drama como ese) como el estado en el que vuelven y la reacción de los familiares que no entienden qué vaina es aquello que tiene en casa y a qué vienen esos dientes torcidos.

Revisitación, pues, de la ya clásica invasión de los ultracuerpos pero sin dar explicaciones que nadie ha pedido nunca ni forzar el clásico final de victoria aplastante del bando extraterrestre.

Curiosa.


miércoles, 4 de mayo de 2016

‘Siete casas vacías’ de Samanta Schweblin

Yo he sido defensor (y, es más, yo he recomendado y gracias a me consta que se han vendido ejemplares varios) de la novela de Samanta Schweblin, Distancia de rescate, pero, con todo, no quiero ni oír hablar de obra maestra, ni siquiera de obra excepcional, magistral o lo que se les ocurra que tenga que ver con altares menores. Que ni les pase por la imaginación, vaya. Distancia… es una novela entretenida, que se lee de una sentada y hace pasar un rato estupendo. Y punto. Porque también es una novela muy tramposa que nunca llegará a nada en la vida precisamente por eso, por mentirosa (porque las trampas sólo están permitidas siempre que no le salten a uno a los ojos durante la lectura; todo lo más, horas después, minutos incluso, y no es el caso). 

Pero no estamos aquí para hablar de Distancia de rescate.

Mi problema (es decir, “problema”) con Siete casas vacías, que tampoco negaré haber disfrutado moderadamente, es que es casi más de lo mismo. Es que no me ha entusiasmado.

Esto, dicho así, e inmediatamente después del párrafo anterior o meses después de la reseña de marras publicada en este mismo blog y escrita a dos manos por un servidor de ustedes, suena inevitablemente bien. Tan bien suena, de hecho, que me los estoy imagino, a todos ustedes, corriendo presurosos a comprar librito.

Refrénense. Primero, hablemos.

No les haré perder mucho tiempo. Lo cierto es que realmente no tengo gran cosa que decir ni demasiadas ganas. Aquí es que somos mucho de extremos y cuando no los hay, cuando la novela se sitúa en un insípido ecuador, nos aburrimos a nosotros mismos y nos odiamos por no estar haciendo cualquier otra cosa mucho más divertida tipo leer las entrevistas y las reseñas de unlibroaldia blogspot etcétera.

Al lío.

Nota importante: la Samanta de este recopilatorio (que ganó un premio y tal, pero quién no lo hace hoy día; ganar algún premio, digo, si ya parece, en ocasiones, que no haya otra forma de publicar) es exactamente la misma de Distancia. La mismísima. Esto ya dice mucho. Todo, probablemente. Quiero decir, que si les ha gustado Rescate, fenómeno, a gastar capital; qué no, fenómeno también, lo que se ahorran. 

Resumiendo: esperen sorpresas cero.

Samanta es una escritora hábil para crear atmósferas –pese a que todas las atmósferas acaban siendo bastante parecidas, hijas de la misma madre—, y para mantener una tensión a golpe de ocultar información al lector o exponiendo a sus personajes a situaciones de un estrés de origen incierto, que para el caso es lo mismo. Por ejemplo, la típica señora que, en su vejez y desde algo parecido a un enfisema pulmonar, se siente acosada por el hijo del vecino y va de acá para allá jugándose el pellejo y recordándonos tanto a nuestra dulce abuelita... O la señora (cuántas señoras) que se dedica a invadir hogares ajenos ante el estupor, la indignación y el histerismo de una hija que la acompaña allá donde vaya y que la disculpa y la saca de berenjenales varios. O la nena que se deja “secuestrar” por un completo desconocido que la regala ropa interior toda vez que la suya se ha perdido de una forma un tanto surrealista y absurda a más no poder. O…. Y así hasta siete, de ahí el título.

Los relatos de Samanta se dejan leer (no vuelvo a decirlo) pero tienen una sola cara. Son pildoritas de intriga, monodosis de suspense marca acme. Artificios tan efectivos como ligeros e insustanciales.

Si aceptamos que un relato deba ser, sea o, incluso, qué demonios, pueda ser (ahora bien, jamás única y exclusivamente) un instrumento de placer instantáneo (porque, las cosas como son, tampoco hay necesidad de trascender cada cinco putos minutos) y siempre y cuando atienda a las normas básicas de, uno, no aburrir (imperativo, esto) y, dos, no impresionar únicamente a golpe de prosa; pues siendo así, es decir, suponiendo o aceptando que un relato sea el equivalente a un episodio cualquiera de una temporada cualquiera de un serie cualquiera (una serie no especialmente abyecta, al menos) o lo que es lo mismo, un objeto que nos entretenga exactamente el tiempo que dure su lectura y la subsiguiente cerveza, entonces sí tendría que reconocer que los relatos de Samanta Schweblin no están del todo mal. ¿Que yo espero más de un relato? Sí, lo hago, pero también es verdad que cada vez menos.

Al final, es verdad, tenían ustedes razón: basta con bajar el listón un par de metros para que todo sea mucho más happy.

Creo que estoy empezando a entrar por el aro. Lo noto.



En nada estoy presentando libros.