lunes, 29 de abril de 2013

“Todo como antes” de Kjell Askildsen

Esta colección de relatos está llena de viejos y de gilipollas. Y de viejos gilipollas. De gilipollas siempre, y de viejos, casi. Trata mucho de lo que debe saltar a la vista justito antes de morir, (“…se aprende mientras se vive, aunque no sé de qué sirve, así, justo antes de morir”) así como de aquello que tiene que ver con saber que tu vida es una mierda y que tú no serás nunca nada más que un imbécil y un indeseable. Los protagonistas de estas historias son seres tristes, cínicos, desencantados de la vida. Hartos de la vida. Unos tipos geniales, en definitiva.
“Mientras estaba allí sentado, pensando en cómo librarme de él –pensé incluso en prenderle fuego, siempre llevo conmigo un encendedor con llama alta-, ocurrió una de esas casualidades que favorecen a uno: tuvo lugar un accidente.” 
* * * * * * * * * * 

Un tipo interesante, Askildsen. En una entrevista rescatada de El País en 2008 aseguraba llevar once años sin publicar nada simplemente porque llevaba once años sin escribir nada que le gustase le suficiente para sacarlo a la luz. Y hablamos de un hombre que escribe -o escribía, por entonces- un poco cada día. Empieza cuentos que no termina, dice, porque no sabe qué hacer con ellos. “He escrito algunos principios, pero llego a un punto desde donde ya no puedo continuar. […] Quiero, pero no puedo.” ¡Chapó! Supongo que a sus 80 años Askildsen podría simplemente dejar de escribir o pasarse al microrrelato del mismo modo que Transtromer se pasó al haiku quizá viendo que aquello no daba para mucho más después del ictus, pero no lo hace. Askildsen, digo; no lo deja. Escribe, fracasa y vuelve a intentarlo y vuelve a fracasar y si no sale, no sale, pero no publica cualquier chorrada ni se junta con cuatro amiguetes para publicar una antología de memeces en la editorial de alguno de ellos.  

Entrando en materia: Askildsen, en la misma entrevista: “El cometido del autor es hacer leer al lector. No se tiene el derecho a esperar algo del lector. Si consigues que él muerda el anzuelo, también hay que subir el pez del agua. Y entonces mi intención es que el lector en cierta manera sea sinónimo del pez que llega a tierra y se queda coleando y que no necesariamente se lo pase muy bien. Yo deseo crear desasosiego. No me gusta un relato que no crea desasosiego.” Y sí, es cierto. Yo, sufrido lector de relatos –género con el que trato de reconciliarme con notable éxito– doy fe: salvo contadas excepciones, todos estos cuentos pueden presumir de tener un anzuelo cojonudo. Y sí, otra cosa no, pero desasosiego hay para dar y tomar. 

* * * * * * * * 

Este recopilatorio relativamente pequeño agrupa tres libros de relatos: Últimas notas de Thomas F. para la humanidad, Un vasto y desierto paisaje y Los perros de Tesalónica. En ellos todos los protagonistas son hombres adultos cuando no directamente viejos que parecen tener algún problema con el mundo. Pero ojo, no esperen vejetess encantadores, reflexivos, serenos, sabios, dulces y gentiles como papás noeles, sino ásperos como papel de lija, duros como piedras, no se sabe si inmaduros o podridos, agresivos, egoístas, solitarios, enfermos. Son personas que han llegado un punto en el que la proximidad de la muerte ha terminado por alejarlos definitivamente de los demás; para quienes una simple barandilla en las escaleras es el factor determinante en sus relaciones sociales.

“Todo podía suceder. Y allí estaba, en la acera de enfrente, el viejo profesor Storm, del instituto. «Felix», grité, pero estaba tan poco acostumbrado a usar la voz que no me salió gran cosa. Nos separaba un denso tráfico, y ni él ni yo nos atrevíamos a cruzar la calle, habría sido estúpido perder la vida de pura alegría, cuando me había aguantado sin ella durante tanto tiempo.”

Hombres que no aman a sus mujeres, que no siente cariño por sus hijos. Hijos que no aman a su parejas, que no sienten afecto por su padres. Hermanos que se desprecian, se temen, se odian, se desean. La familia como un infierno inevitable; esa grupo de gente con la que hay que sentarse en los entierros cuando lo que uno realmente quiere es masturbarse pensando en la compañera de clase de su hija adolescente. Hombres que salen a pasear cuando la tensión se vuelve insostenible pero que vuelven cada noche a casa para terminar de emborracharse y meterse en la cama de espaldas a su mujeres fantaseando con que se mueran de una puta vez y los dejen vivir en paz, vaciar los cajones, ganar espacio en su propia casa. ¡Tener un poquito de libertad, por el amor de dios! No es tanto pedir, lo de estos hombres. 
“Tenemos que estar contentos con lo bien que vivimos, dice la gente, la mayoría vive peor. Y luego toman pastillas contra el insomnio. O contra la depresión. O contra la vida”. (Últimas notas de Thomas F. para la humanidad) 
Unos capullos, vaya; pero unos capullos encantadoramente cabrones, si acaso tal cosa es posible. Pues de esos perfectos imbéciles lúcidos e inadaptados a la vez que repugnantes y comunes, esta plagadito, pero plagadito de verdad, este pequeño recopilatorio de un más que interesante escritor injustamente ignorado en nuestro país; que es enterarme de que sólo se ha publicado una pequeña parte del total de su obra y me entran unas ganas de cagarme en todo… 
“Aunque siento cierta predilección por las catástrofes, no me gusta nada convertirme en el centro de atención ajena.” 

jueves, 25 de abril de 2013

De Quimeras, Nocillas y otras plantas trepadoras

Hace aproximadamente un año -concretamente el seis de mayo de 2012- Iván Humanes publicó en su blog una entrevista a Juan Vico con motivo de la publicación de su primera novela, Hobo. Anunciaba también que el día 10 de ese mismo mes, el libro sería presentado en La Central del Raval por Fernando Clemot y Ginés S. Cutillas. Hasta aquí todo bastante mediocre, toda vez que los mencionados son unos seres humanos tirando a  desconocidos. Pero, he aquí que Fernando Clemot, Gines S. Cutillas, Juan Vico e Iván Humanes son, ahora, ya, en este momento, cuatro de los seis colaboradores de la nueva etapa de la revista QUIMERA que arranca en el mes de mayo. Haberemus (si no las habemus ya) amiguismos y mamadas a cascoporro, ya verán. 

Pero -¡orjanisasión!- vayamos por orden.  


La Nocilla herida por el rayo 

Pues resulta que a Jaime Rodríguez Z, que hasta ayer había sido director de la revista Quimera, le han dado dos señoras patadas: una en el culo (de patitas a la calle, lo han dejado) y otra en los huevos (fruto inmediato de una traición). Esto de ahora es un relato de los haceres y quereres de un par de seres humanos, a la sazón editores o escritores o arribistas culturales, pero en cualquier caso amigos y colaboradores, en las 24 horas siguientes al primero de los dos acontecimientos literarios del semestre: 

El miércoles 17, Jaime Rodriguez Z. anuncia en Facebook que ha sido fulminantemente destituido como director de Quimera. Dice que no sabía nada, angelito, aunque la cosa iba fatal; que el editor, Miguel Riera, le contó que estaba pensando cerrar la revista porque trabajaba a pérdida. Esto hace semanas. Hace días, Clemot, Fernando Clemot, anuncia que toma las riendas de la revista y hace pública la composición del nuevo equipo. (Ya llegaremos a eso.) Jaime, estupefacto, habla con Clemot pero Clemot no habla con Jaime y la cosa acaba en monólogo. Conclusión: todo el mundo pasa de Jaime, por lo que Jaime, herido, mete entre las piernas el rabo y se lanza al Facebook en busca consuelo, que para sentirse querido es un sitio ideal de la muerte. 

La respuesta es inmediata. Y masiva. ¡Todos quieren a Jaime! ¡Jordi Carrión (excodirector) quiere a Jaime, y Juan Trejo (excodirector) también, y Ernesto Castro y Luis Gámez y Vicente Luis Mora y Marc García (éste, muchísimo) y Manuel Vilas y…! bueno, en fin, media España quiere a Jaime. La media España de siempre, se entiende. Es una lástima que siendo tan majo, Jaime, no haya sido también mejor profesional. Me explico: hay en todo esto, un algo muy curioso: todos sus amigos, esos que lo apoyan incondicionalmente y le recuerdan lo grande que es, lo mucho que ha hecho, la increíble labor de estos últimos siete años (siete años, ya) no será olvidada, parecen no tener en cuenta que la revista pasa (o eso dicen, que habría que verlo) por una complicada situación económica. (Que ya tiene cojones, que una revista literaria que no paga por las colaboraciones no sea capaz de generar ingresos.) Si eso es así -vamos a suponer que sí- será porque hay alguien aquí que últimamente lo habrá estado haciendo como el culo, y el editor (un cobarde, un canalla y un impresentable, sí), que ha sido capaz de tener trabajando gratis durante años a un montón de gente con el cuento de hacerles el currículum, no puede ser el único culpable. 

Luego está Espigado, que es como un caso aparte. 


Espigado como caso aparte

Lo de Miguel Espigado no es normal. Ya lloró lo suyo cuando le dijeron no podía jugar en Diario Kafka y ahora vuelve a las andadas. Por el amor de Dios, que alguien abrace a este chico. 

Pero no hagamos sangre -bastante tiene con lo suyo-. Ahora bien, tampoco dejemos pasar un par de cosas interesantes que dice en un post de su blog. 

Lo primero es felicitarlo. Se ha hecho un hombre. Ha descubierto (un poco porque se lo han soplado, no se crean) que no se debe trabajar sin cobrar para un empresario, sobre todo si éste ha demostrado ser un canalla y un ladrón tanto en el pasado como en el presente. Aplauso. Cuesta creer que hubiese gente que todavía no lo sabía, pero así es. Lo bueno es que los tenemos localizados: trabaja(ba)n casi todos en Quimera. A Espigado, como a los demás, les hacía ilusión verse cada mes en la revista. “Qué coño, nos hacía ilusión ver nuestros textos en letra impresa; buscábamos méritos para el currículum profesional; queríamos visibilidad y promoción como escritores o críticos; sentíamos que el prestigio heredado de Quimera nos daba cierta pertenencia a la familia literaria española.” Ahora, si me perdonan un segundo, me voy a partir el culo de risa en la intimidad. 

Tiene gracia que todos estos se quejen ahora que ya no están ahí para seguir haciendo el memo, con perdón. Durante años el prestigio, la visibilidad, la promoción, los méritos y sobre todo el halo de estupidez consustancial que acompaña siempre al crítico literario y al colaborador ocasional, eran suficiente recompensa. Ahora que están en la calle, no. Ahora resulta que han sido engañados, como si fuesen críos durante una pataleta. Niños, niñas, colaboradores de Quimera, es mejor que lo sepáis: el Ratoncito Pérez no existe. 

La otra cosa interesante (y ya vamos llegando al fondo de la cuestión) que dice Espigado no la dice Espigado (esto es lo mejor) sino Clemot. Es un fragmento de la respuesta que da el segundo a las preguntas que le formula el primero: “[...] ¿qué hicieron los antiguos directores de la revista con los colaboradores de la otra etapa, la anterior a la anterior? ¿Les escribieron? ¿Les dijeron algo? Tengo testimonios si quieres y muchos. Te pueden interesar ya que buscas contrastar. Porque buscas eso, ¿no?” 

A Espigado esto le da igual, al fin y al cabo no le falta razón cuando dice que él no tiene la culpa de aquello, pero no hubiese estado de más, al ver las barbas de tus vecinos cortar y aun habiendo pasado más de seis años, poner las tuyas a remojar o haberlas puestos ya en su momento. Decía que a Espigado le da igual, pero a mí, no. 


Y a partir de aquí, todo suposiciones. 

Por el comentario anterior Clemot parece estar muy bien informado. Sí, ya sabemos que en este mundillo no hay secreto que valga, pero hay en su forma de hablar un deje, un asomo de rencor solidario que no parece encajar con la imagen de independencia que debería dar el gran jefe indio de la nueva directiva de Quimera. 

Hagamos un poco de historia. Antes de que Jordi Carrión, Juan Trejo y Jaime Rodriguez Z. se hiciesen con las riendas de Quimera, la revista estaba dirigida por Fernando Valls (en la foto). A mí todo esto me pilla de oídas, pero piensa mal y acertarás. Pues bien, aquello, dicen, fue un golpe de estado muy similar a este: se cortó (Miguel Riera, cortó) la cabeza de quien decían que había hecho grande la revista (Valls), se arrancó la raíz seca (colaboradores) e inmediatamente después se plantó el combinado de leche, cacao, avellanas y azúcar por todos conocido y se dejó al aire para que le diese el sol. Se quemó, claro. 

Y es más o menos por aquí cuando se me enciende la lucecita (que es como un diablillo que descansa sobre mi hombro y que me sopla indecencias al oído) y, bendito Google, voy haciendo sumas y restas y doy con lo que parece una buena relación entre Valls y Clemot que me da que pensar o cuando menos explica este silencio con pinta de Acto de Venganza Tardío. Un ejemplo: seguramente Valls anuncia en su blog el nuevo libro de Clemot porque le parece un joven prometedor y no porque lo conozca personalmente, trabaje con él y/o sea su amigo. He aquí un fragmento de una entrevista que Juan Luis Tapia le hace para el diario Ideal de Granada: “Nocilla fue una mera operación de medro a cargo de vendedores de humo disfrazados de vanguardistas... Sí hay, en cambio, otros narradores españoles nuevos de gran interés, como Andrés Neuman, Berta Vias Mahou, Ricardo Menéndez Salmón, Isaac Rosa, Pilar Adón, Elvira Navarro, Fernando Clemot o Ignacio Ferrando, por solo citar unos pocos nombres.” Estamos en lo de siempre: qué bueno es este chico y qué suerte que sea mi amigo. 

Respecto a la banda de Clemot, ¿qué decir? Los amigos están para las ocasiones. No parece el modo más profesional de trabajar pero la impresión es que, tal como decía cierto cuentista, esto va por manadas. Lo que aquí ha ocurrido es lo que ocurre siempre: la manada C ha expulsado a la manada Z de la charca del señor R, que es un señor que debe estar encantado con este permanente ir y venir de manadas y mamadas

Y es de esperar, Clemot querido, que a tu manada se la coma, de aquí a equis años, otra, quizá un grupúsculo literario a día de hoy demasiado joven y estúpido pero en vías de formación y posicionamiento. Y no miro para nadie. Yo, si fuese tú, iría preparando, ya, el discurso de despedida para cuando toque buscar consuelo en la red social de turno. En cualquier caso, mi más sincera enhorabuena.


martes, 23 de abril de 2013

Epitafio a Diario Kafka (breve nota de urgencia)

¿Qué ese silencio que pesa sobre Diario Kafka?, me preguntas mientras clavas en mi pupula tu pupila azul. ¿Qué secreto inconfesable -y a todas luces evidente- es ese del que nadie habla y por qué demonios parece anticipar un desastre de proporciones líricas? Yo te lo digo, amor: Diario Kafka echa el cierre. O eso creo. 

El 20 de noviembre de 2012 escribí, en este blog, lo siguiente: El 19 de noviembre [2012] nace Diario Kafka, el único suplemento cultural que depende de sí mismo y de sus circunstancias y en el que, para variar, no están los de siempre (no todos, al menos). Sé que cuesta imaginar un proyecto digital con esperanzas de futuro que no haya sido planeado tomando unos chupitos a la puerta de un colegio, pero aquí está. (Bueno, quizá esta frase no sea muy acertada en su totalidad.)” 

5 meses, nada más, hace de aquello. Era prometedor, ciertamente. Un suplemento cultural independiente, organizado por profesionales del medio y con capacidad para reírse de sí mismo. Lo tenía todo. O casi todo. Les falló, supongo, un plan de viabilidad algo más realista o quizá les sobró el habitual exceso de confianza. 

Hoy entro en DK y sólo veo el desierto de los centros comerciales abandonados. Los blogs ya no se actualizan, a excepción de Lector Mal-herido y quizá alguno más de todos los que no consulto (ni, confieso, he consultado); las grandes firmas brillan por su ausencia: ya ni Reig, ni Orejudo, ni Máximo Pradera. Ya ni El Tato. Las semanas temáticas son cosa del pasado. Ahora se lleva fingir, disimular, preparar la carta de ajuste; hacer mutis en el foro hasta que llegue el momento de hacer pública la noticia. 

Sí, o mucho me equivoco o Diario Kafka ha muerto. Lo de ahora son, pues, nada más que estertores. Ojalá no; ojalá sean imaginaciones mías, pero lo dudo, sinceramente. Hay señales en el cielo y cotilleos, sobre todo, cotilleos. 

Hablando en serio: se dice se cuenta se rumorea (se hace mucho más que esto, en realidad) que el día 29 será el último que Diario Kafka publique algo, lo que sea. Después de eso, nada; después de eso sólo quedará el recuerdo de un proyecto fracasado de un suplemento cultural que prometía cambiar el aburrido panorama actual. Lamento profundamente (todo lo profundamente que se puede lamentar este tipo de cosas, que tampoco es que me vaya la vida en ello) que esto tenga que acabar y sobre todo lamento que el esfuerzo y la ilusión –notables, qué duda cabe- y la valiente iniciativa de este pequeño grupo de escritores, acabe de este modo. Porque otra cosa puede que no, pero ganas y valor le echaron a paladas. Y buen gusto, eso por descontado.


Por lo demás, feliz Día del Libro. Y que siga la fiesta.


lunes, 22 de abril de 2013

“Stoner” de John Williams

Conozco cinco portadas de este libro: dos de la edición española, una de la versión digital y otras dos extranjeras. Me quedo con esta de la foto y me niego, en rotundo, a pegar en este mi blog la imagen de la traducción que leí, que fue precisamente la publicada por Baile del Sol (cuya primera edición es, con diferencia, una de las portadas más feas que yo he visto nunca). Algunos editores parece que se estén buscando la ruina. No puede ser que una novela como esta espante, por culpa de su grafismo, a tantos potenciales lectores.

Stoner es una de esas novelas en la se parece que no ocurre absolutamente nada seguramente porque la vida, y no un hecho concreto, es el tema central –y único- de la novela. El protagonista es un tipo aburrido, anodino, vulgar, probablemente feo, desarreglado y tímido llamado Stoner. Pero lo grande de Stoner -la novela, no el personaje- es el reto que supone para el crítico convencer a su querido publico acerca de lo conveniente de leerla. 

Digo esto porque leer Stoner es casi un acto de fe. Así de simple y así de complicado. No me siento capaz de decirles qué es lo que me gusta tanto de la novela porque me gusta todo. Me gusta lo simple de la historia (si acaso el relato de una vida puede considerarse simple); me gusta la idea de poder ser un héroe a pequeña escala; me gusta incluso algo tan tonto como la forma que tiene Stoner de trabajar; las razones que le llevan a hacer lo que hace, pero sobre todo me gusta, de la novela, la serenidad que da la lectura. Hacía mucho tiempo que no me sentaba en un sillón y me metía en una historia tanto como me metí en esta durante los dos o tres días que me llevó leerla.  

Les cuento de qué va, si quieren, por aquello de llenar este espacio de palabras y romper un poco con el tono new age que está tomando lo que debería ser una reseña. 

Stoner nace, crece y se desarrolla en una granja miserable cerca de un pueblo también miserable llamado Booneville, en Missouri. Trabaja el campo y un día sus padres hacen el típico esfuerzo de padres pobres y miserables y lo manda a estudiar a la universidad. Para ganarse el pan ha de trabajar para sus tíos que lo hospedan a cambio de sangre, sudor y lágrimas. Hasta aquí bastante normal, teniendo en cuenta el lugar y la época. Estudia agricultura, por aquello de sacarle partido a la tierra que ha de heredar. El sentido práctico de la cosas. Pero Stoner descubre la literatura y sin decir nada a sus papis se matricula en esa carrera mientras ruega a dios que no se enteren antes de que la termine. 

Entro en tanto detalle porque es importante que tengan en cuenta que este será uno de los gestos más atrevidos que Stoner lleve a cabo en su vida. O casi. A partir de aquí, lo habitual: teniéndolo siempre presente como un tipo aburrido véanlo estudiar, matricularse, dar clases, conseguir un puesto fijo, casarse con una histérica, odiar a la histérica, aguantarla a pesar de todo, mojar un día y tener la suerte de dejarla embarazada. La hija de Stoner hace evidente la faltita que tenía el buen hombre de amar, pero hete aquí que la bruja loca en que se ha convertido su mujer le hace la vida imposible, un poco por su culpa, otro poco no, porque nuestro héroe, como buen héroe, es de una imperfeción palpable: 
El había sido incapaz de aportarle ningún sentido a su historia en común, a su matrimonio. Así que ella tenía razón al aprovechar cualquier satisfacción que pudiera encontrar en intereses que no tenían nada que ver con él y tomar caminos que él no podía seguir. 
Mentí más arriba cuando dije que no sabría qué destacar de la novela. Lo cierto es que hay algo que me gusta especialmente. Se trata de la importancia que tienen aquí los detalles, porque lo cierto es que Stoner no es la aburrida historia de un hombre vulgar sino todos aquellos detalles insignificantes que hace que un hombre vulgar puede ser un héroe para quien sabe mirar con los ojos de mirar a las personas y no las piedras. El mérito de John Williams está, en mi humilde opinión, en esa capacidad para hacernos entender que una vida de mierda pueda ser apasionante en la medida que las vidas de mierda pueden ser apasionantes y de hacerlo mucho más que bonito: hacerlo casi perfecto. 

Ella era, él lo sabía —y lo había sabido muy pronto, suponía— una de aquellas personas extrañas y siempre encantadoras cuya naturaleza moral era tan delicada que debía alimentarse y cuidarse para que pudiera ser completa. Ajena al mundo, tenía que vivir donde no estuviera en casa; ávida de ternura y calma, tenía que alimentarse de indiferencia, insensibilidad y ruido. Era una naturaleza que, incluso en escenarios extraños y hostiles donde tuviera que vivir, no tenía la fiereza para repeler las fuerzas brutales que se le oponían y sólo podía retirarse a una quietud en la que sentirse desolada y pequeña y estar tranquilamente callada. 


martes, 16 de abril de 2013

“La hora violeta” de Sergio del Molino

Libros para escritores, para editores, para inútiles; libros para embarazadas, para amantes de la naturaleza, libros para indignados… Literatura para un público determinado. Literatura para la que no vale cualquiera. Si hubiera que etiquetar La hora violeta tendría que ser como Literatura de la Compasión. 

Me explico: estas memorias -(con)fusión de ensayo y novela- narran un hecho real: la muerte por leucemia de Pablo, el hijo del escritor, antes de cumplir los dos años. La terminé hace unos días y todavía hoy me parece indecente hacer lo que estoy haciendo, es decir, escribiendo esta reseña y llamando a Pablo por su nombre. Por más que no esté en mi ánimo molestar, no puedo evitar tener la falsa impresión de estar inmiscuyéndome en un asunto privado. Digo “falsa” porque desde el momento en que Sergio saca el libro a la calle, ya es asunto mío. Mío y de todos los demás, de los que lo leen y los que no. 

No acabo de entender las razones para escribir este tipo de libros. Creo saber por qué lo hace Sergio y me parece a la vez lógico e insensato. Se trata de algo tan simple como utilizar la escritura como una excusa para no perder el contacto con el objeto de la misma; como una carta que nunca llegará a su destino: “Y ahora ni siquiera te voy a encontrar aquí, en la punta de mis dedos, mientras tecleo este libro que no quiero dejar de escribir, pero al que tengo que poner punto y final. No sé qué haré sin estas páginas. Tras esta hora violeta no me espera ningún baile. No quiero ir a ningún lugar en el que no estés tú”. También como el grito agotado de un padre. 

A partir de aquí, ninguna certeza. Sergio tiene razón en el artículo que publica en su blog ("¿Por qué escribo lo que escribo?"): no me competen las razones que tiene para escribir su libro; me competen mis razones para leerlo. Ni siquiera las razones para editarlo son cuestionables: se edita para aquellos que, tal como he hecho yo, quieren leer este tipo de cosas. La pregunta, pues, es: ¿por qué abro, empiezo y termino un libro de estas características? Honestamente, no lo sé, pero lo hago. Lo abro, lo empiezo y no quiero dejarlo. No es que no pueda (nada más apetecible, en realidad) sino que no quiero; me resisto a ello, como si abandonarlo por la mitad fuese una falta de respeto hacia quien llora sobre mi hombro de lector anónimo. Soy una palmadita en la espalda de Sergio.

* * * * * * * * * * 

Advertencia: soy la reacción natural de una lectura. Mi sentido crítico campa a sus anchas hoy más que nunca. 

Mi experiencia personal con La hora violeta ha sido un completo desastre. Yo no soy objetivo, soy padre. Hay momentos, instantes, secuencias, que son, literalmente, intolerables. Prueben a imaginarse un niño pequeño; un niño muy pequeño. Pónganle un nombre. Llámenle Pablo. Pablo tiene diez o doce meses y una fiebre que sólo se puede bajar aplicando sobre su cuerpo desnudo gasas empapadas en agua fría: 

“Suena fácil, pero el contacto de la tela hiere a Pablo, que grita como si le clavásemos cuchillos. Llora sin consuelo posible. No hay brazos ni caricias que lo calmen, y a veces tiembla. De frío, de fiebre o ambos. Pasa una desesperada media hora hasta que conseguimos que la temperatura baje de treinta y ocho grados. Pablo descansa y se duerme, pero no tardaremos en torturarle de nuevo. El termómetro volverá a subir en un par de horas, la medicina no funcionará, y tendremos que recurrir otra vez a los medios físicos. Una y otra vez, una y otra vez cada pocas horas. Y Pablo no se va a acostumbrar. Cada nueva sesión va a ser tan extenuante como al primera. Los mismos llantos, la misma desesperación, el mismo ceño fruncido y la misma súplica que no atendemos. Y aunque, desde ese momento, Pablo aprenderá que no le vamos a rescatar de la tortura de los médicos, nunca perderá la esperanza y siempre reclamará nuestros brazos salvadores. Por más que se sepa que no a encontrar refugio en ellos hasta que los torturadores acaben su trabajo.” 

Esto así doscientas putas páginas no hay quien lo aguante si no es bajo el efecto de las drogas, las cosas como son. Afortunadamente (no sé para quién) hay oasis: los oasis de esperanza de unos padres entonces ignorantes de lo que vendrá. En cualquier caso da igual, esto no es un diario y nada de lo que ocurre puede ser compensado del mismo modo que nada de lo ocurrirá podrá ser evitado. No hay nada a lo que aferrarse. 

La hora violeta es un libro completamente inútil para todos los que no sean Sergio o su mujer o su familia, pero fundamentalmente sólo es útil para quien lo ha escrito, para quien necesita escribirlo. Es un libro inútil que sirve única y exclusivamente a los intereses particulares de Sergio. Para los que no somos él no nos sirve absolutamente para NADA, si acaso para lagrimear; para sentirnos afortunados; para tener una media más real de las cosas; para relativizar que tu hija amenace con romperse por la mitad haciendo el pino o se empeñe en frenar la bicicleta con los pies; para relativizar todo lo demás, también. Para no volver a olvidarte, en la puta vida, el beso de buenas noches a tu hija antes de meterte en tu cama de tío con suerte. Así de inútil es este puto libro de Sergio del Molino. Así, o más. 

Aquí no hay juicio que valga. No se puede juzgar lo que no se comprende. Aquí lo que hay es un padre que ha perdido un hijo y un lector que difícilmente conseguirá ponerse en su lugar. Y malditas las ganas. Este libro es el dolor de Sergio, un dolor común en la medida que puede ser común el dolor de todos los padres que se encuentren en la misma situación. En mi opinión, la decisión de publicarlo sólo puede ser entendida como la necesidad del escritor de compartir un grito de dolor. Pues bien, el grito de Sergio del Molino cuesta 16,90 euros, 12 en versión digital. Lo edita Mondadori. 



viernes, 12 de abril de 2013

Sobre “Moo Pak” de Gabriel Josipovici

Moo Pak* pasará a la historia (ese espacio en la historia que ocupan las grandes chorradas) como la novela en que servidor marcó, señaló o subrayó las citas más extensas. No hablo de las habituales citas de cuatro, cinco o seis líneas, sino de veinte, treinta o en algún caso concreto (y ateniéndonos exclusivamente a la versión digital en que fue leída) páginas enteras, esto es, quinientas, seiscientas palabras. Una locura. Una locura entre otras cosas porque a medida que iba leyendo y señalando me iba planteando también la reseña y me daba cuenta de que aquello se tornaba inviable y si ya por lo general soy reacio a meter citas en las reseñas, ni les cuento lo que pienso de meter eternidades como las planteadas. Resumiendo, que existe la tentación de llenar esto de citas. Voy a resistirme en la medida de lo posible, pero alguna (!) será inevitable. 


Moo Pak 

Moo Pak es un libro (en apariencia) muy sencillo. En él, dos hombres pasean mientras uno de ellos habla. Trepidante, ya ven. Pues así doscientas páginas. El más charlatán (por llamarlo de alguna manera) de los dos es un escritor suponemos que consagrado, por lo que la mitad de las cosas que cuenta tienen que ver con la literatura, que es en lo que piensan los escritores cuando no están escribiendo. Cosas que tienen que ver, por ejemplo, con ser escritor (¡tachán!), con las razones que mueven a los escritores a escribir ergo las razones que lo mueven a él, razones que voy a suponer, al menos en parte, universales. “Empecé a escribir, dijo, para poner orden en mi cabeza. No porque tuviera «algo que decir» o porque quisiera crear objetos bellos o contar historias bellas, sino simple y llanamente porque quería poner orden en mi cabeza y evitar volverme loco. […] Escribo para librarme de la imaginación, no para satisfacerla.” Razones, razones, razones. Y en la adicción (de la escritura, así planteada, sólo pueden nacer yonkis), la incomprensión: los críticos son esos señores tan feos que jamás podrán comprender lo que es escribir porque para ellos una novela expone ideas o revela lo que ellos llaman las honduras del sufrimiento humano o los transporta a territorios mágicos y Josipivici, perdón, el protagonista, no tiene el menor interés en poner su corazón al desnudo. Y blablablá, blablablá. 

Lo que me ha gustado de Moo Pak, por encima del tema de su discurso, es el tono. Es el mismo tono, o parecido, que encontré en “Stoner” de John Williams o en “Ciudad abierta” de Teju Cole. El tono sereno y reflexivo como invitación a la lectura sosegada de una reflexión sobre la importancia y vigencia de gente como Swift (y su genio apagándose en Moor Park, clave fundamental de la novela, que me niego a desvelar), Rabelais, Dante, Kafka, Proust, de todos esos hombres que, dice, necesitamos para que nos recuerden qué significa ser en verdad nosotros mismos, para que nos ayuden en nuestra flaqueza y fragilidad, para que les recuerden, a ellos, a los escritores (verdaderos destinatarios de esta novela), que existen posibilidades y que el trabajo duro y el despliegue de energías sí tienen su recompensa, aunque en el fondo sepamos (también él lo sabe) que no es del todo así, no siempre, al menos, (casi nunca, en realidad) pero tonto el que no se consuele: “La mayor parte de los artistas […] suponen un obstáculo, nos despistan, nos aporrean con su ruido y luego nos dejan [a los lectores] sin nada, sin menos que nada.” Sí: Moo Pak también es la última línea de defensa de la mediocridad: “No sé por qué empecé y no sé por qué sigo. Solo sé que me encuentro mucho peor cuando no escribo que cuando escribo. Y a veces creo, dijo, que mi cometido es demostrar qué sucede cuando se tiene la necesidad de escribir pero no el talento o los conocimientos o la experiencia, cuando uno carece de las aptitudes pero la necesidad no decae.” 

Muy bonito, todo. Precioso. Babosillo y pedante a ratos, falto de humor casi siempre pero con la ternura que dan escuchar a estos señores tan mayores y tan sabios y tan de haber sabido ajustar sus biorritmos a los de la madre naturaleza. 

Y a base de dar la paliza con que Swift esto, Swift lo otro, que si Dante, que si Kafka, que si los incorruptibles Bernhard, Beckett o Pinget, lo que el protagonista (esto es, Josipovici adaptado) pretende  es meternos en el cuerpo la necesidad de volver a los clásicos como a un refugio seguro, quizá para demostrar que no se puede matar lo que no se puede morir. 

“[…] es evidente que no deberíamos obsesionarnos con la confusión y el fracaso. Lo que he intentado hacer en toda mi obra y sobre todo en Moo Pak, dijo, es dramatizar la interrelación que existe entre el caos y el orden, entre la confusión y la claridad, entre el deseo de dejar que las cosas ocurran y la necesidad de controlarlas. Ceder al caos, dijo, significa renunciar por completo a la idea de arte y conocimiento; negar la confusión y el caos significa producir algo que no tiene la menor relación con lo que somos. Ahí, dijo, están la paradoja y el desafío.” 



La era de la sospecha 

Termino. No hace mucho hablábamos aquí de una novela de Lars Iyer –Magma- en la que se planteaban una serie de cuestiones literarias que años más tarde recogería y concentraría en un breve Manifiesto de libre adquisición en la red. Del mismo modo Josipovici publicará, cinco años después de Moo Pak, un libro llamado On Trust: art and Temptations of Suspicion, traducido y publicado por Turner Publicaciones como Confianza o sospecha: una pregunta sobre el oficio de escribir” (aquí un fragmento) en el que reflejará y desarrollará extensamente las inquietudes planteadas en Moo Pak

Josipovici empieza justificando el libro (del que sólo he leído fragmentos escogidos) como un intento de explicarse a sí mismo los problemas que lo han acompañado durante toda su vida de escritor. Problemas que tienen que ver con sentir, por una parte, la necesidad de escribir como algo físico, como la necesidad de respirar; y, por otra parte, con sentir que ya no es posible abordar la escritura como un oficio, por lo que se resigna a sentirla como una complacencia. Puede que la sociedad te pague por lo que produzcas, dice, pero las leyes del mercado no son las leyes de la academia de música: no existe un consenso, apoyado en un punto de vista común acerca de la tradición sobre qué es lo bueno

Cuestiona, Josipovici, la validez de todos los premios literarios o la inclusión de cursos de escritura creativa en los programas universitarios, porque considera que no son más que una forma de engañarse, de fingir que seguimos creyendo que el oficio de escritor es como era antaño, cuando eran llamados, los escritores, hacedores. Ahora ya nadie busca lo mismo, ergo el genio se oculta tras diferentes puertas, lo cual da, en cierto modo, validez a todos los discursos posibles. Cree que el problema de fondo es que los juicios sobre arte están siendo dictados por factores sociales y no artísticos (algo que vendría también a demostrar el que los ataques a la “mafia literaria de Londres” (también allí, sí) vengan siempre de aquellos que se sienten excluidos, algo perfectamente aplicable a nuestro particular mundillo literario). 

En este ensayo, en el que se plantea si es posible crear arte con total libertad y producir obras que trasciendan lo comercial y que, insisto, semeja una prolongación de Moo Pak (se habla con detalle de Beckett, de Proust, de Kafka, de Shakespeare, de Dante…) el autor defiende, tal como hace en la novela, la necesidad de retroceder, ir hacia los artistas de tiempos anteriores, hacia sus relaciones con el mundo y hacia sus propias tradiciones artesanales, para poder comprender qué se perdió cuando estas tradiciones dejaron de ser visibles. 



* "Moo Pak" de Gabriel Josipovici, Complices Editorial, 2012. Traducción: Juan de Sola


lunes, 8 de abril de 2013

Sobre “Genio de extrarradio” de Sergio C. Fanjul

No voy a engañarles: los relatos de Sergio Fanjul no me han interesado más allá de la segunda pieza a excepción, quizá, de la última. Y si he terminado el chisme este con forma de libro ha sido únicamente por dos razones: una, porque se lee en poco más de una hora y dos, porque me comprometí a ello. Esto que viene ahora es la versión un tanto cruel de lo que pasa cuando se publican y leen estas cosas. 

* * * * * 

Vamos a jugar. Suponiendo que Fanjulear sea “la práctica de matar el tiempo escribiendo un relato de escasa o nula importancia”, entonces Hacer un Fanjul debería ser escribir un cuento mortalmente inofensivo. Esto me lo acabo de inventar, claro. En realidad Fanjul es el apellido del escritor cuya cabeza he puesto hoy en la picota, pero me gusta la idea de darle un nombre a lo que ha hecho, a ese indefinible cruce entre microrrelato y relato corto (algo que viene siendo avisado por el formato un tanto ridículo del libro). Genio de extrarradio es, pues, un libro de fanjules de similar calidad y más que relativo interés y el resultado es alguien demostrando que sabe coger un lápiz pero no qué hacer con él. Entiéndase la exageración: que el oficio de prosista no le viene del todo grande pero quizá el de escritor un poco sí. 

Voy a confesarles algo: el primer relato me hizo gracia. La misma gracia -por buscar una comparación poco o nada gratuita- que me hacen las conversaciones que Manuel Vilas tiene con Dios en Facebook. [Nota para desinformados: Manuel Vilas, el escritor, habla con Dios en Facebook o más exactamente reproduce las conversaciones que tiene con Dios en la intimidad supongo que del hogar. En general resultan todas moderadamente simpáticas sobre todo si, tal como me ocurre a mí, Vilas les inspira una ternura casi infantil.] Pues exactamente la misma impresión que tengo al leer esas gracietas es la que tuve con el primer relato de Fanjul. En él, el protagonista, un empleado de comida rápida, es un tipo muy preocupado por la física que tiene por compañero a quien un día será un astro del fútbol, un individuo llamado Albert Einstein. Bien, muy ingenioso, que diría alguno, pero poco más. El resto (del recopilatorio) es la búsqueda infructuosa de repetir la experiencia.

Cierto es que cada uno hace con su tiempo libre lo que le sale de los realísimos y a Fanjul, como a otros doscientos mil seres humanos de este país, le ha dado por escribir. Lo que ya no me parece normal es esta querencia por la chorrada o ese rescatar viejos relatos, aquellos que el mismo autor confiesa juveniles en una entrevista, como si fueran una opción válida o como si uno fuese un Salinger de la vida y aquello mereciese el respeto del genio en su juventud: 

Genio de Extrarradio es una recopilación de relatos que he escrito a través de varios años, cosa que se nota en ciertos cambios en el tono y el estilo. Nunca pensé que formarían un libro, como muchas veces, al parecer, pasa, porque hay muchas cosas raras que acaban formando libros. En este hay relatos más, digamos, dramáticos, con una escritura más florida, porque de más jóvenes siempre vivimos las cosas con una vocación trágica y queremos ser Julio Cortázar. Tenemos, entonces, la vida en alta estima. Los más recientes son más irónicos, incluso humorísticos, porque según te haces mayor, al menos en mi caso, empiezas a verlo todo con una media sonrisa. (Dicho aquí)

Por contarles un poco de qué va la película les diré que son once relatos metidos en un librito de 17x10 y unas 120 páginas. Así de miserable. Son relatos que hablan de cosas, de amor, por ejemplo, de poetas millonarios, de niñas que se caen a un pantano. Se reproducen escenas, van sucediendo acontecimientos y no atienden a ninguna lógica común. Es una colección de relatos absolutamente prescindible que para hacer dedo está bien, pero como inversión no tanto. Es una colección que relatos que no sé exactamente que quiere demostrar. Quizá que el mundo editorial está como está porque se lo ha buscado él solito. 

En definitiva: creo que parte del problema radica en que la mayoría de los cuentos de este recopilatorio padecen lo que podríamos llamar Efecto twitter: son simpáticos pero duran en el recuerdo lo que tardan en leerse y dos semáforos más. Después de eso no queda nada a excepción de una o dos sonrisas, de uno o dos momentos moderadamente interesantes. Todo lo demás es AIRE. Todo lo demás es tiempo que uno pierde de follar.


jueves, 4 de abril de 2013

“Magma (Spurious)” de Lars Iyer


Ayer, tres de abril, se hizo público que Luis Goytisolo había ganado el premio Anagrama de Ensayo 2013 con una obra llamada “Naturaleza de la novela” en la que habla del declive de la novela. [Según El País] Goytisolo concluye en el epílogo que ésta “ha dejado de renovarse, de abrir nuevos caminos, y quienes de un tiempo a esta parte empiezan a cultivarlo no suelen hacer sino repetir fórmulas con mayor o menor talento”. Que se nos muere la novela tal como la conocemos, vaya. Pues por desarrollar este argumento es por lo que han dado 8.000 euros (y la dosis correspondiente de prestigio) a Goytisolo. 



A Lars Iyer, profesor de filosofía, le publican en enero de 2011 Spurious -aquí traducido, por la razón que sea, como Magma- una obra en la que Lars, digamos, noveliza una cuestión que parece preocuparle y/o interesarle mucho; aquello de lo que dice Rodríguez Marcos que hablan los novelistas cuando no están escribiendo novelas: la muerte de la novela, efectivamente. 

La cosa va de Lars Iyer hablando de aquello sobre lo que habla con su amigo W. Ambos son fanáticos de la literatura y se supone que escritores en plena crisis existencial. Nada está bien, nada funciona, todo es un desastre. La novela se muere, pobrecita, si no se ha muerto ya. Viven un momento difícil: la literatura los ha destruido: “la literatura nos destruyó: siempre hemos estado de acuerdo en esto. La tentación literaria tuvo consecuencias desastrosas.” Pasan la novela, por llamarla de alguna manera, metidos en casa, hablando por teléfono, chateando. También paseando por Europa, dando charlas, conferencias, emborrachándose con ginebras varias, reflexionando sobre el talento, el genio perdido y nunca más encontrado, la voracidad de la red, de la televisión, del exceso de ocio, de la falta de concentración, de la querencia natural a la dispersión: W. “lamenta el hecho de que ve la televisión por las noches, dice. Solía trabajar por las noches, dice. De hecho, trabajaba todo el tiempo. Una habitación con cama y un escritorio y sus libros, eso era todo. «Ese fue mi nivel más alto», dice. «¿Cuándo vas a llegar tú a tu nivel más alto? ¿Estás ahora en él? ¿Es esto tu nivel más alto?»” 

Al ser una reflexión dialogada en torno a una idea tan concreta, carece de línea argumental. W. es un hombre apasionado, voraz, un caníbal literario pero también un snob, un falso erudito, un estudioso sin la inteligencia ni la voluntad suficiente para despegar (“W. tiende a un continuo dar largas”), un reseñista que acumula cajas de libros sin abrir, que escribe lenta e inseguramente novelas mediocres que publica irregular e insatisfactoriamente aún a sabiendas de que llegarán nunca a significar nada para nadie: “«¿Cuál crees que es tu efecto en los demás?», pregunta W. «¿Los motivas, los inspiras, los estimulas? ¿Contribuyes a que piensen más de lo que podrían pensar por sí mismos? ¿Cambia el hecho de tu amistad el modo en que ven el mundo o viceversa?»”. 

Lars Iyer, que hace de sí mismo (o parecido) es el otro protagonista: dice W. que es gordo, que es imbécil, que está embrutecido, que es extremadamente prolífico pero que pierde demasiado tiempo con tonterías, que escribe demasiadas naderías. “Mientras que [Levinas y Blanchot] escribieron con gran cuidado y reflexión, yo escribo sin ningún cuidado y reflexión, sintiéndome al parecer orgulloso de mi inmensa idiotez”, dice Lars que dice W. sobre él. Con la de Levinas y Blanchot comparan su amistad, precisamente: mientras que de su amistad sobreviven apenas un puñado de cartas, de la suya, la de Lars y W., formada por obscenidades y dibujos de pollas intercambiados por Messenger, sobrevive todo, aunque no debería

Magma habla de la falta de talento y la incapacidad para alcanzar el genio de antaño (“¿Qué podríamos hacer nosotros, simples monos, sino imitar hasta agotarnos?”) y lo hace desde un estilo muy cercano al de Thomas Bernhard, tanto en el fondo como en la forma. Personajes conscientes de su estupidez (“W. me dice que me idiotez es teológica. Es vasta, omnipresente; no simplemente una carencia (de inteligencia, quiere decir), aunque tampoco es totalmente tangible ni real. […] Su idiotez, dice W. es más una especie de tozudez o indolencia. […] Su idiotez es tan solo un recordatorio de su propia incapacidad, a la que se enfrenta nuevamente cada día.”) se enfrentan día tras día a una literatura que agoniza y lo hacen desde una posición de escritores fracasados e inútiles, que ven como todo se empaña de esa humedad que se come todo, que lo va pudriendo todo desde el interior. Para Iyer, el escritor es ese imbécil que se resiste a lo inevitable cuando debería celebrar el fin del mundo: “Lo más importante, reflexiona W., es la llegada del Fin del Mundo”. La última esperanza contra esa humedad que todo lo impregna y que tienen tomada la casa de Iyer: 

“Nadie entiende la humedad. Ésta es talmúdica. La humedad es el enigma que reside en el corazón de todas las cosas. Atrapa la luz de toda explicación, de toda esperanza. La humedad dice: existo, y eso es todo. Soy la que soy, así la humedad. Te sobreviviré y sobreviviré a todas las cosas, así la humedad.” 



Magma” son 165 páginas de lo mismo, lo mismo y más de lo mismo, siendo “lo mismo” esto: 

El 28 de mayo de 2012 Lars Iyer publica un extenso artículo llamado “Desnudo en la bañera, asomado al abismo (Manifiesto literario tras el fin de la literatura y los manifiestos)” en el que expone exactamente las mismas ideas que en Spurious, solo que de un modo nada críptico; donde allí todo eran analogías, símbolos y metáforas aquí es un río de aguas cristalinas. 

Que dice Iyer que “decir que la Literatura ha muerto es a la vez empíricamente falso e intuitivamente cierto” (además de una afirmación bastante chorras, añado). Esto lo argumenta con relativa calma (se toma un tiempo que yo no tengo) para terminar dando algunos consejos acerca de “qué escribir en las postrimerías”, consejos que, mira tú qué casualidad, coinciden exactamente con aquellos que él llevó a cabo con Spurious, lo cual es una demostración de integridad además de una forma ideal de acabar con la competencia. “La literatura es un cadáver”, dice, “La literatura se ha convertido en una pantomima de sí misma”. Todo por culpa de tanto escritor, que ahora cualquiera escribe, dice, a cualquiera se le publica: “Ya no se rechaza ni ignora a nadie, puesto que se publica a todo el mundo instantáneamente, sin esfuerzos ni reflexión”. Ahora hay un ejército de obreros capitalistas de la tecla dónde antes había autores. Dice. 

Se ha secado el río, dice: “El posmodernismo [..] nos ha conducido al final del juego: todo está a nuestro alcance pero nada nos sorprende”. Una frase curiosa viniendo de un escritor que en lugar de reconocer sus carencias prefiere justificarlas argumentando que ha llegado el Fin de la Novela. Qué digo la novela, ¡de la Literatura! Tampoco acabo de entender (y aquí se me cae siempre el discurso de Iyer) porqué el fin -el supuesto fin- del posmodernismo supone también el fin de la Novela, como si el posmodernismo fuese la última esperanza de la cultura o algo, como si antes de ella no hubiésemos tenido otros movimientos literarios.

Deberíamos arrojarnos desde los acantilados, admitimos. 
Pero, qué habría de bueno en ellos, en nuestros cuerpos bocabajo y sangrando sobre las rocas, las gaviotas sacándonos los ojos a picotazos? ¿Cómo podríamos disculparnos entonces? Porque eso es lo que deberíamos hacer, deberíamos pasarnos la vida no diciendo nada excepto que lo sentimos: lo sentimos, lo sentimos, lo sentimos, y a todo aquel que nos encontráramos. Sentimos los que estamos haciendo, y lo que estamos a punto de hacer, sentimos lo que hemos hecho… 

Error. Deberíais arrojaros desde los acantilados. Definitivamente, sí.



No dejo de tener la sensación de que el discurso de Iyer, por más que sea un discurso interesante y divertido (he disfrutado con él, para qué negarlo), es también un discurso excesivamente efectista -y no digamos ya catastrofista- y sobre todo un discurso dirigido a aquellos a quienes interesa este asunto, esto es, los propios escritores y aproximaciones, únicos consumidores de este tipo de productos (especialmente aquellos que, incapaces de crear, necesitan una excusa para justificar su ineptitud). Me suena, en realidad, esto de Iyer, más que a discurso, a disculpa. Su manifiesto parece una mamada a Vila-Matas, Bolaño y Bernhard (y seguidores) a quienes roba descaradamente e incorpora en una novela (Spurious) que según avanzo se va transformando, ante mis ojos, en algo que es poco más que una idea llamativa montada como un collage de homenajes bastante resultón. Sírvanse fríos algunos ejemplos: 1. Al igual que Montano, para quien Kafka era Dios, también para W. e Iyer es El Castillo la obra maestra que hace de ellos simples monos de repetición sin talento. 2. En El Malogrado de Bernhard se postula que las únicas salidas posibles para una vida dedicada a la creación artística son el suicidio, la locura o el fracaso. 3. Uno de los narradores de Bolaño dibuja enanos de penes gigantescos de igual modo que los W. e Iyer intercambian dibujos de pollas por Messenger. 

Llámenme imbécil, pero me llama la atención que Iyer, para escribir su novela-denuncia, se haya servido -supongo que con la excusa del homenaje- de las ideas con las que otros montaron sus propios artefactos, esos que él tanto admira, esos que cree imposibles de superar -siquiera igualar- toda vez que la Literatura ha muerto o está muriendo o agonizando o lo que cojones sea que le está pasando a la desgraciada. Que eso  acabe siendo su novela no sé si demuestra que la literatura está agonizando –seguramente no- pero lo que seguro que sí demuestra es que no será él quien la salve. 



lunes, 1 de abril de 2013

“Los ensimismados” de Paul Viejo

Los ensimismados es Paul Viejo jugando a ser Paul Viejo; un intento (y sólo eso, me temo) tan malo como cualquier otro de hacerse pasar a la posteridad. 

De Paul Viejo lo que menos me interesa es lo que escribe, él, a título personal; como autor, quiero decir. Me interesa su faceta traductora o editora pero no siendo tanta para ocupar toda una vida, ambos sabíamos que llegaría el momento en que tendría que leer algo salido de su puño y letra si no queríamos caer en el olvido mutuo. El elegido de todos los posibles fue su último parto: “Los ensimismados” (Páginas de Espuma). 

El argumento de los relatos contenidos en el libro es, de todo, lo que menos importa. Lo cuentos son cuentos metalitarios, que es lo mismo que decir que Paul Viejo está tan obsesionado con esto de las letras que todo lo que le sale tiene que ver con ellas y no con asesinos bilbaínos o con jovencitas amigas de los potros de tortura forrados de satén. Vivir tan intensamente la literatura, no tener otra cosa en la cabeza es a todas luces un problema mayúsculo si no te gusta la tortilla muy hecha. A Paul Viejo lo que realmente le interesa es el cuento como tal, el ejercicio de hacer un cuento y que se note que lo es, que no caiga en saco roto tanto esfuerzo y tanto no dejar de pensar siempre en lo mismo. Esto no es fácil de explicar y mucho menos de entender si no es con un ejemplo. El primer relato empieza del siguiente modo: 

SOLO SI JACK ES CAPAZ de mantener en alto la escopeta, si logra permanecer apuntando un tiempo considerable, este cuento puede llegar a alguna parte. Será necesario que la situación continúe siendo la misma, es decir: que la mirada del cañón no se desvíe, no encuentre distracciones, ojos quebrados en grito, manos sudadas; es decir: que la distancia que existe ahora mismo entre Jack, su mensaje de pólvora y ese hombre sobrecargado de tensión en la mandíbula debe ser igual, es necesario todo el tiempo, porque un centímetro de variación, un movimiento inesperado, el nervio y la traición de un pie que se deslice, precipitará, tal vez, el final de este cuento, las razones de Jack, la recompensa de una muerte. 

A eso me refería con usar el cuento como una excusa para hablar del cuento. (Deberíamos poner a escribir a carpinteros, artesanos o sastres. Buscarles un negro listo que les ayude y dejarles hacer, a ver si así, saliendo del medio, logramos que la literatura no tenga que ser la mitad de la veces parte del decorado.) Esto se repite con más o menos éxito a lo largo de dieciséis historietas, eso sí, escritas con una corrección y una calidad digna de elogio (no seré yo quien le reste valor al chaval) pero que pasado el tiempo se diluyen en la memoria cual aspirina efervescente. Hay en el cuento actual una querencia por el olvido que habría que analizar. Esa capacidad para no trascender tiene que ser reconocida de una santa vez. Esa puta manía de escribir cuentos para conseguir el elogio de los compañeros de profesión (que son, a la postre, más compradores que lectores) va camino de ser deporte olímpico de puro habitual. Ese hacer de la literatura el origen, el medio y el fin último de la propia literatura acabará mal, ya verán. 

Lo dicho, que todo es más o menos el mismo rollito taller de narrativa tomado desde diferentes perspectivas. Para que me pillen el chiste, les dejo una segunda y última cita: así comienza el cuento catorce: 

Y SI LE DIGO ESTO es porque sé que es usted escritor. Un cuento tiene que ser siempre un cuento, no puede ser ninguna otra cosa. Y no me estoy refiriendo a que se produzca cierta confusión de géneros, como que se pretenda hacer pasar por novela lo que en realidad no es sino un relato alargado de manera más o menos hábil, o que una sucesión de cuadros imprecisos y mal terminados aspiren a dejar de serlo recibiendo otro calificativo que no es el suyo. Me refiero a que el cuento hay que considerarlo como un hecho físico. 

Elvira Navarro, en la revista Qué Leer, lo define como ser hiperconscientemente literario. Esto lo coge Vila-Matas y te hace un nudo gordiano con una cenefa de encaje de camariñas de morirte de bonito. Pero no le falta razón. Tampoco cuando afirma que señalar profusamente que "un artefacto es un artefacto sea tal vez demasiado insistir en un asunto que va de suyo". Sin embargo, y sin ánimo de llevar la contraria, no puedo estar tan de acuerdo, cuando, por aquello salvar al colega, termina la reseña diciendo que “[…] leído en su propia ley Los ensimismados es intachable”. Elvirita, amor, leída en su propia ley la guía telefónica de Teruel también.