viernes, 28 de febrero de 2014

Resumen de Lecturas FEBRERO 2014

A continuación, el repaso habitual a las lecturas de este mes que llega a su fin. Hoy acabaremos pronto, de hecho si llego a las quinientas palabras podemos darnos con un canto en los dientes.

“La verdad en la ilusión” de Luis Antón del Olmet fue mi primera lectura. Recibí, por sorpresa, el libro de la propia editorial y me puse con él casi inmediatamente, animado por el interés que siempre despierta un hombre que se asoma al futuro. Pero, lo siento, no puedo con cierto humor: «A mí, al escuchar todo aquello, me sentía cada vez más anarquista. De buena gana le hubiera dado un puntapié al tinglado ridículo de aquella civilización absurda, y hubiese plantado sobre las ruinas del intelecto una plebeya y fragante mata de claveles.» (RESEÑA)

“Limbo” de Agustín Fernández Mallo ha sido la más reciente reseña. No creo que quede mucho por decir. Mallo es un producto interesante, sus novelas no tanto. Sabrá Alfagura lo que quiere vender, yo sé que no volveré a comprar. (RESEÑA)

“Mientras los mortales duermen” de Kurt Vonnegut. Libro que incluye "mejores y peores" relatos rescatados del olvido. Fue publicado hace ya unos años por Sexto Piso. Se agradece el rescate, pero lo cierto es que es una colección que no invita al entusiasmo aunque ya quisieran muchos escribir relatos la mitad de buenos que estos. Con todo, es Vonnegut, joder.

“La vida secreta de Walter Mitty” de James Thurber es una colección de relatos que leí única y exclusivamente por culpa de la película de reciente estreno. Película que, ahora lo sé, me perderé. Es una colección de relatos curiosa, algo desapasionada, pero que sirve para dibujar el perfil del hombre de los cincuenta, con sus aspiraciones, sus desengaños, sus frustraciones, sus fantasías, sus quiero y no puedo. Todo eso de lo que somos tan dignos herederos.

“Consejos para niñas pequeñas” de Mark Twain. Consejos para las niñas pequeñas, pese al título y apariencia infantil, no es un libro apto para tiernos infantes y no lo digo únicamente por la elaborada prosa: «Si en cualquier momento consideras adecuado castigar a tu hermano, no lo hagas con barro, nunca, bajo ninguna circunstancia, le eches barro, porque le ensuciarás la ropa. Es preferible rociarlo con un poco de agua hirviendo, puesto que así obtendrás los resultados deseados. Te asegurarás de que preste atención a las lecciones que tratas de inculcarle enseguida y al mismo tiempo el agua caliente eliminará las impurezas de su persona y probablemente también de su piel, incluidos los granitos.» 

“El coloquio de los perros” de Miguel de Cervantes, me acompañó durante un par de noches de obligado insomnio. Viendo que la cosa (del insomio) no quedará en casual, pronostico numerosas lecturas y relecturas de clásicos populares. Divertido (a ratos) experimento metaliterario del amigo Cervantes incluido en sus memorias ejemplares que tendrá una reseña un tanto especial.

“Ánima” de Wajdi Mouawad. Bueno, Wajdi Mouawad. Palabras Mayores. El post inmediatamente anterior puede dar un pista. Cuando escribo estas palabras estoy a nada de terminarlo, apenas ochenta páginas; cuando las publique, estaré con la reseña. 

“El lazarillo de Tormes” (Anónimo). ¿Recuerdan lo que les acabo de contar de las noches de obligado insomnio? Aquí otro ejemplo. Habrá reseña, hasta entonces, me reservo la opinión.



MARZO

Ah, marzo, marzo.

Viendo que de la previsión de lecturas de febrero que hice en enero sólo leí un libro (ni uno más) me voy a saltar esta parte de promesas que no cumplo jamás. Sospecho que sí caerán “Los Modlin”, más que nada porque lo tengo bastante avanzado. Mismo caso con “El patrón” de Goffredo Parise y “Frankenstein” de Mary Shelley. Seguramente añada “Washington Square” de Henry James y “En las montañas de la locura” de Lovecraft, aprovechando que ambas son reediciones y que no hay mejor excusa que esta para (re)leer a los clásicos. En el apartado “comic”, “Órbita 76” de Gabriel Noguera. Y luego está lo nuevo de Rodrigo Fresán ("La parte inventada") que una me va y otro me viene.



jueves, 27 de febrero de 2014

Una aproximación [tangencial] a “Ánima” de Wajdi Mouawad

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Sabra y Chatila. El 16 de septiembre de 1982 tuvo lugar en estos dos campos de refugiados situados en Beirut, una masacre cometida por fuerzas cristiano-falangistas libanesas (en respuesta a un atentado llevado a cabo por facciones pro-palestinas) con una cifra de víctimas que oscila entre las 300 y las 3000. La comisión Kahan determinó que las fuerzas israelíes habían sido indirectamente responsables de las matanzas. En diciembre del mismo año Naciones Unidas «resuelve que la masacre fue un acto de genocidio

En 2001 la justicia belga admitió a trámite una demanda contra Ariel Sharon (ministro de defensa Israelí en 1982) «en aplicación de una ley de jurisdicción universal para casos de violaciones de los derechos humanos». Israel cuestionó su jurisdicción (alegando que existían razones políticas) y en 2003, bajo la presión de Estados Unidos que amenazaba con bloquear la aportación financiera a la OTAN si Bélgica no derogaba la ley que permitía juzgar a extranjero por crímenes de guerra, se modificó la ley y se archivó la causa alegando que ya no había base legal para el proceso.


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El 22 de julio de 2002 un F-16 lanzó una bomba sobre Al Daraj, en Gaza, al norte de la franja palestina. El objetivo era Salh Shehadeh, líder de Hamas al que Israel tenía por terrorista. La bomba, sin embargo, destruyó la casa vecina. Murieron catorce civiles, siete de ellos, niños. Otras 150 personas resultaron heridas. El 29 de enero de 2009 un juez español decide investigar la posible responsabilidad penal por crímenes contra la humanidad del entonces ministro de defensa Israelí. La demanda se admite a trámite. Esto provoca una crisis diplomática que se resuelve dando carpetazo asunto el 29 de agosto del mismo año y modificando la ley de modo que solo se podrá enjuiciar por delitos de genocidio o lesa humanidad cuando «sus presuntos responsables se encuentren en España o existan víctimas de nacionalidad española o [tuvieran] algún vínculo de conexión relevante con España».


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Pronto hará diez años que víctimas tibetanas reclamaron justicia en los tribunales españoles acusando a la cúpula del Partido Comunista Chino de cometer crímenes internacionales (léase genocidio, tortura, terrorismo de Estado). En 2006 la Audiencia Nacional dictaminó que se tenía plena competencia para investigar los hechos. Hace poco, la misma Audiencia puso en busca y captura al ex presidente chino Jiang Zemin y al ex primer ministro Li Peng por el genocidio del Tibet. Se les acusa de «de estar al corriente de torturas, ejecuciones extrajudiciales y arrestos arbitrarios a ciudadanos tibetanos y de someter a este pueblo a “políticas de planificación familiar forzosas que incluían la práctica extendida de abortos y esterilizaciones forzosos”, entre otros delitos de lesa humanidad.» 

Y empiezan las presiones, económicas y comerciales. 

Acaba de aprobarse en el Congreso de los diputados el archivo de la justicia universal con el fin de evitar, según admitió la dirección del Grupo Popular, «conflictos diplomáticos» especialmente el abierto con China. Según la reforma, que reduce la ley a la mínima expresión, «los jueces españoles solo serán competentes para investigar delitos de genocidio, lesa humanidad o contra las leyes de la guerra cuando “el procedimiento se dirija contra un español o contra un ciudadano extranjero que resida habitualmente en España o que se encontrara en España y cuya extradición hubiera sido denegada por las autoridades españolas”.»


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En “Ánima” de Wajdi Mouawad el protagonista es un superviviente de la masacre de Chatila, hecho que, sin ser apenas nombrado, flota como una losa sobre una novela que habla, entre otras muchas cosas, de las líneas de separación. Ya entraremos en detalles. 

Es asombrosamente fácil, parece decir Wajdi, pasar de ser un héroe a ser un monstruo. El gobierno español se ha asegurado, no sólo de recordárnoslo, sino de demostrarlo. 

En 2015 habrá elecciones generales; seré nuestro turno de hablar.



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Independientemente de todo esto pero también “precisamente por todo esto”, “Ánima” de Wajdi Mouawad está resultando ser (a escasas 100 páginas del final) una novela más que recomendable.




lunes, 24 de febrero de 2014

“Limbo” de Agustín Fernández Mallo

Limbo se vende como una novela, pero conociendo la política artística de Agustín Fernández Mallo (de la que me declaro casi absoluto desconocedor más allá de los prejuicios propios de la nocillitis y una más que decepcionante lectura de la obra que abrió la caja de pandora) decidí enfrentarme a ella como si de un misterioso artefacto se tratase, dándole, con esto, todos los créditos posibles. Yo quería —y resalto el quería— que me gustase Limbo y de hecho mi entusiasmo inicial fue mayúsculo. Una pena que al final, una vez más, acabase todo en desencuentro. Eso sí, un desencuentro con ventana abierta a la esperanza. Esa clase de feliz desencuentro.


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Esta foto de la derecha (que me ha llevado lo suyo montar) es un ejemplo de lo que uno puede encontrarse, página sí, página no, en Limbo. Y no me refiero al hecho de integrar una fórmula en la narración, algo a lo que ya deberíamos estar más que acostumbrados, sino a la reflexión que la acompaña. Porque otra cosa no, pero reflexiones, en Limbo, hay para aburrir. 

(Abro paréntesis: si lo desean pueden ver, la cita elegida, como una trampa mortal; como una nueva maldad de este blog, en esa práctica dicen algunos que habitual de elegir ciertos momentos, sacarlos de contexto y presentar el resultado como un fracaso más de la literatura española. Y harán bien.) 

Y sí y no porque con contexto o sin él, en Limbo las citas de este calibre someten, literalmente, la novela, ahogándola en las pajas mentales de unos personajes que creen que, con ellas, tienen algo que aportar. (Eso, o que no contextualizo adecuadamente, que todo puede ser.)


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En Limbo se cuenta una historia. O dos. O tres. O una que son dos que son tres. O tres que se funden en una. Cualquiera sabe.

En la primera, la más breve, se cuenta como Heisenberg, el físico, crea, durante un retiro en Helgoland en 1924, la siguiente intuición, gracias a la cual nace la mecánica cuántica moderna: «[…] entender cómo es el mundo fijándose únicamente en los estados iniciales y finales de las cosas, sin preocuparse de cuanto ocurre en medio de ambos.» 

En la segunda historia una mujer (que lleva “un colgante con unas pequeñas bolsas de porcelana”) relata un viaje que hace con su pareja a través de los Estados Unidos y las razones de cada uno para hacerlo: «El verdadero objetivo era llegar a Los Angeles. En realidad, ése era el objetivo de él; lo que a mí me interesaba era el viaje en sí, el camino; para mí, Los Ángeles sólo constituía el inevitable extremo que todas las cosas poseen. Pero él buscaba lo que desde hacía meses venía denominando como El Sonido del Fin, sonido del que, aseguró, viajeros de todas las épocas han hablado.» Las aventuras y desventuras de ese viaje (narrado en primera persona y donde su pareja es apenas una sombra) se acompañan del relato de un secuestro que sufrió en el pasado así como de las reflexiones propias de una mujer secuestrada. Léase un ejemplo:

«Por ejemplo, un libro como el Quijote no es lo que es porque el Quijote sea un buen libro —que también—, sino porque el propio Cervantes —no el escritor sino esa persona del siglo XVII llamada Miguel de Cervantes Saavedra— tuvo, tiene y posiblemente tendrá el beneplácito de la opinión pública; en pocas palabras, cae bien. Te pongo otro ejemplo —continuó mi cerebro—, éste en negativo: Hitler, personaje justamente desdeñado, escribió Mein Kampf. Puede que Mein Kampf sea una obra maestra de la literatura universal, puede que Mein Kampf sea un Quijote o un Otelo, pero eso nunca lo sabremos, y cuando digo nunca quiero decir exactamente nunca, hay una imposibilidad física de que eso ocurra debido al carácter netamente monstruoso del autor. Del mismo modo —propuso el cerebro—, puede que los secuestradores sean estupendas personas, puede que sean los buenos del mundo, los buenos de la historia, sólo que nadie lo sabe ni lo sabrá nunca.»

En el tercer y último relato (un relato que en un momento dado se abre dando lugar a algo que se parece mucho a una imposibilidad lynchiana) se narra el retiro del propio Agustín a un chaetau en Plougras, en la Bretaña Francesa, para grabar un disco con un colega. En este relato, Mallo, al igual que Heinsenberg, parece tener una epifanía cuando, al tratar de expresar aquello que le pasa por la cabeza cuando escucha una canción —que no es otra cosa que el negativo de otra— piensa, entre otro millar de cosas que el autor no pierde ocasión de enumerar, lo siguiente: «[…] y pensé que viajaba a México D. F. a promocionar una de mis novelas, y que alguien me aconsejaba que fuera a una librería porque cuando vas de promoción te llevan a muchas librerías». Y a partir de este momento exacto la historia da un giro y Mallo deja de estar en un chateau y pasa a estar en México, en una librería, donde conoce a una mujer que lleva “un colgante con unas pequeñas bolsitas de porcelana”.



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Limbo tiene un algo inaprensible por culpa —entre otras cosas que tienen que ver con el tedio— del abuso de absurdas referencias circulares así como de reflexiones supuestamente divertidas de un Fernández Mallo humorista con un talento especial para el caos (los detalles de un pespunte de un bolsillo, la irrepetible sonoridad de los espacios ocupados, la realidad de los perfumes, las clasificaciones de la luz en México, los trayectos efectuados en Street View, la gravedad como una mentira colosal…, y un largo etcétera). La novela, llegado el final, nos devuelve al principio, un principio que puede ser visto, si se desea, como un final; final que, para más inri, no es tal. Esto parece abrir muchas puertas, pero en realidad lo que hace es cerrarlas, por más que tanto giro pueda, puntualmente, despertar cierto interés. Al final finalísimo todo lo que queda, una vez procesado el relato, es la sensación de que alguien ha dedicado demasiado tiempo a dibujar un artefacto imposible esperando, tal vez, que de la confusión salga algo con forma de relato innovador cuando no pasa ni tan siquiera de entretenido.

«En efecto, era el Nuevo Testamento el primer libro fragmentado de la Historia, con el añadido de que en él tenía su reflejo exacto la forma en que se organiza la Red, malla en la que vas de un site a otro site sin pasar por lugares intermedios. Los Apóstoles se perfilaban, pues, como los primeros autores de una clase de literatura que con los siglos daríamos en llamar internauta. […] El Nuevo Testamento era el zapping original, aquel del que habían salido todos los zapping posteriores. Por descontado, también era el Nuevo Testamento un conjunto de microrrelatos, boceto de bocetos.»

[…]

«Pensé entonces que leer diarios no tiene nada que ver con leer la vida de alguien, sino con la ilusión de que se puede leer el tiempo de alguien. No así los blogs, me dije, que no siguen una línea temporal, sino que barajan el tiempo, toman los objetos, los utilizan y al momento los abandonan. Y esa manera en que los blogs se valen de las cosas, ese usar y tirar materiales para al instante tomar otros que también abandonarás, está ya en el Nuevo Testamento, que no fue el Libro de los Libros, sino el primer blog, el Blog de los Blogs. En efecto, el Nuevo Testamento se apropia de una idea y premeditadamente pierde el hilo, hilo al que volverá páginas más tarde, sí, pero ya será otra cosa, volverá como un objeto retro. Coger y abandonar, coger y tirar. Estamos, me dije, ante la propia esencia del consumismo, en el Nuevo Testamento está ya representada al completo la palabra «consumo» tal como la entendemos hoy: la sucesiva muerte y resurrección de nuestros cuerpos a través del compulsivo uso de ideas y objetos.»


lunes, 17 de febrero de 2014

“Jota Erre” de William Gaddis

«[…] Espero que a todos los lectores esta historia les sirva para estar prevenidos y hacer alguna aportación a las alas del tiempo, problema, joder, es que casi todos los lectores preferirían estar en el cine. Prestar atención, pensar algo, sacar una conclusión, problema, joder, es que casi todos los libros están escritos para lectores completamente satisfechos con lo que son, preferirían estar en el cine, llegan con las manos vacías y se van igual, joder, lo que le decía a Scharmm Bast. Si les pides que hagan un mínimo esfuerzo, joder, quieren que se lo den todo hecho, se levantan y se van al cine, […]» (Pág.446-447)



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Maldades y malas elecciones aparte, no se me ocurre ninguna (y cuando digo ninguna quiero decir NINGUNA) razón por la que uno debería, podría o querría dejar pasar un libro como JOTA ERRE de William Gaddis, un libro tan actual y divertido, tan rematadamente bueno, tan jodidamente inteligente, sano y refrescante (y, en la misma media, delirante, desquiciante, exasperante), que no comprarlo o directamente robarlo o dejar de comer para tenerlo; que no perder el culo por leerlo, en definitiva, que no mandar las redes sociales al infierno de la estupidez; que no hacerlo (y sí hacer, en cambio, oídos sordos o excusarse en la necesidad de cierta superficialidad o en el peso del libraco o en la incomodidad de los asientos del metro o en esas dos docenas de libros pendientes o en qué sé yo) hacer todo eso, digo o dejar de hacerlo, ya no sé, no dice mucho de uno, no dice algo de uno, lo dice TODO.


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En esta parte debería ir el argumento, pero no puedo. Si es que además no importa. Bueno, vale, estoy exagerando, pero no tanto como otras veces. No es exactamente que importe o deje de importar, es que pónganse ustedes a resumir mil doscientas páginas en las que aparecen unos 120 personajes diferentes; una novela en la que no existen puntos de apoyo desde el momento en que se compone de unas doscientas “secuencias” (diferentes personajes en diferentes lugares haciendo esto lo otro y lo de más allá) separadas por transiciones unas veces más claras que otras, unas veces más largas y otras más cortas, y en la que todo absolutamente todo es diálogo, y donde nunca, nunca, se pone en contexto al lector. Adivinar quién es quién, dónde está y con quien habla, si habla cara a cara o si coge el teléfono; poner de tu parte o irte a leer, no sé, a Javier Marías, por ejemplo. 

Voy a ser completamente sincero: en esta reseña —escrita, por razones que no vienen al caso, mucho tiempo después de haber leído la novela— dejaré en el tintero muchas cosas: dejaré referencias, millares de citas, un buen resumen del argumento; obviaré a Gibbs y su discurso sobre el arte y la mecanización, anticipo de “Agape se paga”… Que me dejaré muchas cosas, vaya (que, por otro lado, podrán encontrar fácilmente en la red) porque con esta reseña lo que quisiera es crear en ustedes una necesidad: quisiera convencerles de que deben deben deben leer esta novela. Si no lo hacen, si no la leen, si no logro convencerles, no habré fracasado yo, habrán fracasado ustedes. Pero sin rencores, eh.


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JOTA ERRE —por aquello de darles una pista y sin que tenga, insista, mayor importancia— es un chaval de once años que, a lo largo de la novela, consigue montar un tinglado del demonio desde las cabinas telefónicas del colegio. Y cuando digo tinglado del demonio lo que quiero realmente decir es un imperio financiero de acciones más falso que Judas que, en mayor o menor media, afecta a todos cuantos personajes pululan por ese escenario en que se convierte la novela que, ya lo hemos dicho, son unos cuantos. 

-Vale, quién, ¿Tienes a alguien?, ¿eh? Porque, tío, te vas a meter en un lío si te dedicas a prestar dinero para los tenedores esos y eso, sólo porque te has leído todos esos libritos desde que fuimos al viaje de estudios ese, antes nos lo pasábamos bien canjeando cosas, tío, pero ahora todo se…

- ¡Vale, y qué quieres que haga! –dio una patada a un montón de hojas que había delante de él, se detuvo ahí para cambiar de brazo su carga—, o sea, ¿que me dedique a vender esas muestras cosméticas gratis, con las cajitas de cerillas esas, los zapatos esos que son enormes?, ¿o, o sea, la cosa esa que tengo en casa de una emocionante carreta trabajando en un motel o las importaciones y exportaciones en la intimidad de tu propia casa? O sea, los ratos divertidos esos, mi madre siempre está trabajando, cómo sé yo cuándo va a volver, o sea, es como lo de los bonos y las acciones esas, no ves a nadie, no conoces a nadie, sólo por correo y por teléfono, porque así es como lo hacen , nadie tiene que ver a nadie, puedes tener una pinta rarísima y vivir en un retrete, ellos qué saben, o sea, es como los tipos esos de la bolsa de valores donde se venden acciones unos a otros. No les importa una mierda de quién son, sólo venden y compran para una voz que se lo dice por teléfono, por qué les va a importar una mierda si tienes ciento cincuenta años, lo único que les… (pág.267)

Pero más allá de la historia —que ya de por sí, se pongan como se pongan, es absolutamente genial— está, como siempre, la marca de la casa y mi punto débil: la forma que tiene Gaddis de sumergirnos en la novela. Ese permanente estado de frenesí en el que se encuentran sus personajes (todos y cada uno de ellos) o cómo es capaz de crear el caos en una habitación apenas con un grifo que gotea y mucho desorden y después orientar al lector con algo tan ridículo como puede ser una bolsa de patatas fritas. 

Mención aparte, el humor. Las escenas que tienen lugar en lo que podríamos considerar las oficinas principales de ese emporio de papel creado por Jota Erre y que ocupan aproximadamente la parte central del libro, merecerían encabezar cualquier antología de humor. No estamos hablando, como hablábamos hace unos días, de hacer gracia a golpe de chistes o, digamos, microsátiras, como se les llama ahora. La cosa no funciona así. Demasiado fácil. Demasiado vulgar. El humor de Gaddis es de largo recorrido (de ahí la ausencia de citas) y requiere la complicidad del lector más allá de la que se pueda encontrar en los muros de alguna red social. 


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Han pasado casi dos meses desde que terminé Jota Erre y desde entonces se ha convertido en una muy particular una vara de medir. No es que ahora todo lo demás parezca “deficiente”, es que realmente lo es. Puede que las comparaciones sean injustas, incluso exageradas u odiosas y sí, es cierto, seguramente sí, pero también necesarias. En ocasiones diría que imprescindibles, vista la especial querencia de muchos por hacer grandes a quienes poca cosa son a golpe de parecido razonable. Uno puede escribir como Carver, hacernos reír como Vonnegut; uno puede ser cortaziano de pro o digno heredero de un Borges furioso, uno puede tener más referentes que donde se fabrican; uno puede ser muchas cosas, pero uno nunca podrá ser como Gaddis de igual modo que una novela nunca podrá ser como Jota Erre. No hay huevos.

Hay novelas que suponen, para el lector, un antes y un después. JOTA ERRE —novela inmensa se mire por donde se mire— es una de ellas. Se lee o no se lee; todo lo demás son excusas.

¡O sea, eso es lo que le estoy diciendo! O sea, ¡por qué la gente va y roba, infringe la leyes para coger todo lo que pueden si siempre hay alguna ley, que puedes ser legal y cogerlo todo de todas formas! Así que, o sea, yo hago lo que se hace y así todo el mundo se… (Pág.1026)


lunes, 10 de febrero de 2014

“Ajedrez para un detective novato” de Juan Soto Ivars

Si esta novela se presentó a un concurso y lo ganó, no quiero imaginar cómo serían las otras. Pero no adelantemos opiniones.

En “Ajedrez para un detective novato” un joven comienza a formarse como detective privado. Lo entrena el mejor: un robocop de la vida, un tipo entrado en años a punto de retirarse. El chaval tiene una novia ninfómana menor de edad que le alegra el día cuando llega a casa y lo mata de celos cuando sale a trabajar. De aquí al final, el absurdo. Esto no puede ser considerado ni remotamente un buen resumen pero tampoco hay porqué contarlo todo. 

En una página muy temprana, me encuentro el siguiente párrafo:


«Diremos que siempre he tenido una relación muy estrecha con el crimen, puesto que a mis padres los mataron cuando yo era poco más que un feto. Los asesinó un pistolero a la puerta de un hospital el día en que mis padres me sacaron de allí, después de que el médico y las comadronas me hubieran sacado de otra parte más estrecha. El pistolero era Juan Carmona, un tipo obsesionado con poner freno a la superpoblación y salvar la seguidad social de la amenaza que representa un país superpoblado. Se ponía en la puerta del hospital y le pegaba un tiro al primer enfermero que le pareciera un chupóptero. Después, huía a tal velocidad que tardaron algunos meses en capturarlo.»

Yo, después de esto, sigo leyendo por inercia.

Si, tal como acabamos de ver, la historia no es el fuerte de esta novela y aun así ha sido premiada cabe preguntarse qué tiene exactamente el animal para llamar tanto la atención. No deberíamos conformarnos con la idea de un autor adicto a las redes sociales, omnipresente y con cierta facilidad para llamar la atención. O sí, no sé. Quizá es tan sencillo como hacerse notar, estar siempre presente, ser ese joven al que también en esta ocasión podemos tener en cuenta. Puestos a pensar pongámonos en lo peor, que es más divertido: tal vez la novela de Soto fuese la mejor.

Pero dejando a un lado la cuestión de los premios (hartura) está la cuestión de la novela que insiste el autor en calificar de sátira como si fuese un recurso que el mundo hubiese olvidado y tuviese que ir él, cual Batman, al rescate. La cuestión, ya que no me lo preguntan, está en saber por qué lo llaman sátira cuando tal vez deberían simplemente decir humor. Ni idea, pero en mi opinión no es lo mismo hablar de novela satírica que de novela de humor y hay un premio que justificar. Aunque luego vayas a cagarla pidiéndole a alguien como Ainhoa Rebolledo que presente tu libro y que te haga una entrevista para la Qué Leer que quisiera que la leyeran (que ya le vale, también, a la Qué Leer; que no habrá gente para hacer entrevistas que no sean los propios amigos del escritor; que luego nos quejamos, los que nos quejamos, de exceso de endogamia y luego nos acusan, los que nos acusan, de exceso de incredulidad total para que luego venga, todo el mundo, con sus actos, a darnos la razón). 

En otra entrevista (de la anterior, por bochornosa, mejor ni hablar) que le hacen para El Confidencial, el autor dice lo siguiente: «Yo quería hacer una novela cómica, pero me daba mucho miedo ser insustancial. Quería reírme de cosas serias, por eso exageré y metí personajes y escenarios surrealistas, pero quería una novela que conmocionase, porque, si no, no es una novela. Si no, te han contado ochenta chistes. Y yo no quería hacer un libro de chistes.» Pues mala suerte, Juan, porque eso es exactamente lo que te ha salido: un libro de chistes que ni conmociona ni emociona ni perturba ni masturba. Nada. La semana que viene, nadie lo recordará. Yo no sé, de verdad, si vale la pena el esfuerzo. Total para qué. Pero bien, concedamos: no descartemos la sátira —no seamos cabrones— pero sí seamos justos: tal vez deberíamos defender esta novela con otros argumentos.

Y es que el humor (así, en general) está bien -aquí un fan- pero tiene que haber algún momento en el que hasta el autor se aburra de contar chistes. Bueno, pues no. El resultado son 300 páginas de Juan Soto Ivars haciendo el ganso (con todo el respeto que esto me merece, que es mucho) o creyendo que la página en blanco es un muro virgen de Facebook esperando para ser tomado por lo que él entiende como algo divertido. A saber:

«El alumbrado público se cortó de golpe y las calles se pusieron oscuras y peligrosas como los sobacos de Mike Tyson.»

Se me ocurren muy pocas razones para defender esta novela que no tengan que ver con la amistad o con no haberla leído o con tener un gusto horrible o las expectativas muy bajas o un criterio de mierda.

Para qué nos vamos a engañar, la verdad es que no se me ocurre ninguna. 



viernes, 7 de febrero de 2014

“La verdad en la ilusión” de Luis Antón de Olmet

Hoy toca reseña pequeña, minúscula, poco más que una simple mención. 

Este libro con forma de novelita pequeña es en realidad poco más que un cuento que la casi completamente desconocida Ginger Ape rescató no hace mucho del olvido (creo que una colección de relatos y ahora, por la razón que sea, por separado). Se ve que al bueno de Antón de Olmet un día le dio por imaginar cómo sería o cómo podría ser el mañana si las cosas acabasen saliendo del modo contrario al que él le gustaría. El resultado es esta pequeña “fábula moral” que, dicen o quieren creer, se adelanta al mundo feliz que años después dibujaría Huxley. Y bueno, para qué nos vamos a engañar, en según qué cosas, pues sí; en otras, pues no: 

«El sentimiento, la pasión, ya no existen en el mundo. Nuestros nervios, acuciados por la ciencia, ya no producen aquellas necesidades vanas que se decían amor, fidelidad… Entre nosotros el cariño es una fórmula social, un pacto, una disciplina, un egoísmo si así lo quiere usted. Nos amamos porque necesitamos los unos de los otros. En definitiva, sólo que poniendo los ojos en blanco y escribiendo leyes y madrigales, hacían ustedes igual. Nosotros, como desconocemos el amor, nos hemos ahorrado la familia.» 

Esto lo traduce Olmet en diversión cero, hecho a partir del cual construye ese mundo nada idílico donde el ocio no existe. No le interesa, a esa masa gris, la felicidad, a la que renuncia a favor del sentido enfermizamente práctico. Esto, al autor, lo mata, claro, porque, ¿dónde quedan las tabernas, los casinos, las gitanillas? ¿Dónde los toros, las grandes cenas? ¿Dónde la seducción? 

«Un ciudadano del siglo actual sabe que cuando los hombres eran bárbaros cortejaban a las mujeres, las perseguían, pillaban catarros bajo sus balcones, se casaban con ellas. Eso pertenece a un pasado pintoresco y lírico, realmente despreciable y ruin. Ahora, un hombre consciente sabe qué es una mujer, en qué consiste una mujer, la analiza, la ve en todas sus entrañas, en todas sus células. No puede amarla. Se limita a comprenderla.» 
«Ahora, las mujeres, fuera de que algunas se dejan embarazar estoicamente, sin deliquio, sacrificándose para que no desaparezca la especie, trabajan, estudian, inventan, descubren.» 

En definitiva, y por no llenar esto de innecesarias y aburridas citas, el mundo, parece creer Olmet, se volverá mortalmente aburrido si se pierden las buenas costumbres. Pero ojo, el cuento, lejos de tratar de adivinar por dónde irán los tiros, apuesta por tomárselo todo a cachondeo, ridiculizando todo aquello que no sea juega y vino. Básicamente. El resultado es una chorrada como un piano que tiene de gracioso lo que ponga uno de su parte. 

La anécdota curiosa, de haberla y por buscarle alguna bondad, estaría en esa herramienta que tan pocos pudieron ver y que Olmet comenta de pasada: el teléfono móvil, al que da poco más o menos función de mando a distancia: «Sacó un teléfono sin hilos de una faltriquera, habló con los aires, descendió un aeroplano hasta nuestros pies, subimos, y atravesamos el éter

Esto cuesta, en papel, seis euros, pero la editorial la ha puesto en formato digital al módico precio de cero euros siguiendo ESTE LINK. Incluye extenso prólogo (y cuando digo extenso me refiero a que ocupa medio libro) con información de la vida, obra y milagros del autor. Si sienten curiosidad, la pueden encontrar aquí: 


lunes, 3 de febrero de 2014

“Jóvenes y guapos” de Aloma Rodríguez

Aloma Rodríguez ha escrito una colección de relatos increíble. Más que increíble, inolvidable. Lo digo completamente en serio. Tal vez no por las razones que a ambos nos gustaría, seguramente no, pero el caso es que si uno lee o intenta leer este libro le garantizo que nunca nunca nunca más olvidará el nombre de la supuesta escritora.

Un dato: los textos de Aloma Rodriguez aparecen en las antologías “Última temporada” (Lengua de Trapo) y “Bajo treinta” (Salto de Página). Sabrán sus antólogos la razón.

Al grano. 

En el primer relato, uno de mis favoritos, Aloma (el personaje de Aloma, vaya, sabrá ella hasta qué punto es, todo esto, autobiográfico) va a pasar una temporada a casa de tío suyo que vive en Francia. Allí conoce gente y tal y cual. Desayunan croissants cuando ella vuelve de juerga y se pone tibia con un maromo. Lo habitual. Bueno, pues ya está, eso es todo lo que hace, todo lo que ocurre. Miento: también aprende a hacer una tortilla (incluye receta para la versión sin cebolla) y cómo se prepara el salmón en no sé qué salsa. Ese tipo de cosas. Eso es un cuento a la vez que una estupidez, de ahí su mérito, supongo. 

- Lo más importante para hacer la tortilla de patata es cortar la patata muy fina y que se vaya friendo poco a poco y con mucho aceite —me había dicho mi madre—, por eso es un coñazo, cuesta mucho tiempo. Tienes que acordarte de la proporción de huevos y patatas. ¿Cuántos vais a estar? — Liza me había dicho que seríamos ella, Konrad y Julie, Chistopher y yo. Y había sonreído.
- Cinco, creo.
- Bueno, ¿comen mucho tus amigos?
- No lo sé, mamá. Nunca he comido con ellos.
- Calcula un huevo por persona.
- Vale. ¿Y las patatas?
- ¿Qué?
- ¿Cuántas?
- No sé, un kilo o kilo y medio.
- Vale. 
- Sobre todo, córtales en rodajas muy finas y fríelas a fuego lento.
Mi madre me había dicho que lo más importante era la sartén, además de cortar las patatas en rodajas muy finas. Entré en el tranvía con una bolsa de patatas y huevos, un bote con aceite de oliva y una sartén decente.

Por este y otros como este, la universidad de Zaragoza le dio no sé qué premio que tenía que ver, si no he entendido mal, con la literatura. Gracias a esto, el libro se editó. Recibió una ayuda, una subvención o algo que tenía que ver con la difusión de la (atentos) cultura. 

Si la cosa va de ser la Tal Lin de Zaragoza, vale; ahora bien, si se tienen otras aspiraciones, malo.

* * * * * *

Cuando durante la lectura, llegando al ecuador del libro, comenté en Facebook que “Jóvenes y guapos” era probablemente el peor libro de relatos que había leído en toda mi vida alguien me dijo (quizá tratando de darme a entender lo equivocadísimo que estaba) que la protagonista hacía muchas cosas por primera vez con lo que venía a dar a entender que era, en definitiva, una “obra” de aprendizaje.

Bueno, en fin. 

No quiero pecar de hijo de puta pero hay algo que debo confesarles: a la vez que leía a Aloma (durante el día) (re)leía (por la noche) a Raymond Carver. Ya, ya, ya sé que me estoy pasando, pero finjan que no se dan cuenta. El caso es que uno de los relatos, el primero para ser exactos, trata sobre dos compañeros de trabajo que quedan para cenar por primera vez con sus respectivas parejas en casa de uno de ellos. Bueno, en ese relato aparecen, además de los dos matrimonios, un bebé muy feo, una dentadura y un pavo real. Hay mucha tensión, en ese relato, ya se pueden imaginar. Lo digo completamente en serio. Al final todo sale, bueno, más o menos mal, pero no demasiado. La verdad es que podría decirse que incluso sale todo a pedir de boca. Es complicado. Digamos que los personajes aprenden algo. Digamos que evolucionan “sin moverse del sitio”, durante una sencilla cena. 

Pues bien, en los relatos de Aloma dijeyo Rodríguez también salen matrimonios y parejas que vienen y van y chicos que salen de las habitaciones de las amigas; se viaja mucho, se conoce mucha gente (hay no menos de cinco personajes en cada relato de quince páginas aunque bien pudieran ser siempre los mismos cambiándose de nombre: el guapo, el gay, la amargada, el profesional…) y se tienen muchas experiencias o tal vez es la misma, que a fuerza de repetirse, parecen varias. La protagonista es actriz, forma parte de una, dos o veinte compañías de teatro y... bueno, en fin, que no trata de ella despertando cada mañana, sino de ella un día metiendo cajas en camión, otro metiéndolas en una furgoneta. Sin embargo y a pesar de este derroche de actividad, no se ve en ni uno sólo de esos relatos un mínimo de evolución personal, si acaso laboral. Aloma, o su personaje, es siempre la misma; unas veces está triste, otras salida, unas veces come mejor o pasa más calor o más frío de lo normal. Pero poco más. Da la sensación de que ni metiéndole a la fuerza una dentadura de oso panda a un bebé y montándolo en el pavo y atando éste a las piernas de Aloma y dando con ellos de comer a los cerdos, sufriría, ella o sus personajes, el menor rasguño emocional

El libro de Aloma es un fraude como “viaje iniciático” (su especialidad, dicen) y una tontería como diario personal. Como colección de relatos premiada, como artista revelación o como valor en alza es, directamente, una vergüenza. Sin duda hay una razón por la que Aloma está ahí (siendo ahí, ahí), pero desde luego y leyendo estos relatos, cabe pensar que no es porque lo merezca.

Mi novio y yo nos miramos. No entendíamos nada. Los amigos de Sylvie se pasaron la noche despreciándonos solo porque éramos más jóvenes. Me sentía como si tuviera que pedir perdón por haber nacido en los ochenta, como si la edad se pudiera elegir. No tenían sentido del humor, se tomaban tan en serio a sí mismos que resultaban aburridísimos. Nos fuimos a otro bar. 

- No tenemos la culpa de ser jóvenes y guapos —dijo mi novio.
- Tranquilo —dije yo—, se nos curará con los años.