martes, 31 de julio de 2018

“Aberración estelar” de Gilbert Sorrentino

Echo de menos que alguien odie la literatura tanto como yo.

Dejé las novedades y la literatura española (al menos aquella que, de puro repetitiva e inofensiva, me dejaba el cuerpo serrano perdido de bilis y oquedades) en busca de pastos más verdes o, cuando menos, no tan áridos como los propuestos por nuestros queridos compatriotas tan aficionados a sí mismos. Desde entonces puse toda mi ilusión en los clásicos más reconocibles, lugares seguros de puro comunes, pero también en los ocultos, esto es, en los ocupados por aquellos libros que gustan tanto a las pequeñas editoriales tipo Underwood. Es una labor encomiable y nunca suficientemente reconocida la de escarbar en la basura que la generosa Historia de la Literatura va dejando atrás. Personalmente no dejaré nunca de asombrarme ante la ingente cantidad de obras maestras, más o menos pequeñas, que han sido, a lo largo de los siglos, injustamente menospreciadas. 

Eso por no hablar de sus autores.

Gilbert Sorrentino, sin ir más lejos.

Creador de una veintena de obras a cual más genial, resulta que a nadie se le había ocurrido traducirlo hasta ahora. Hay que joderse. Tuvo que venir Underwood a contarnos lo que no sabíamos: que era un tipo asombroso, un escritor sin par, maestro de maestros y orgulloso padre de la criatura que hoy nos ocupa: Aberración Estelar.

El título no se lo explico, no me apetece y además da un poco igual pero la historia sí, y es la siguiente: están, de veranero en la casa de una lozana germana, ella, él, el nene y el yayo. Ella (romántica empedernida que amenaza colapso de puro ardor insatisfecho) es como es: sencilla, hermosa, joven y recién abandonada por su marido. Él, y su fino bigote y su ausencia de culo, es un personaje con menos aristas que un testículo: relativamente joven, divorciado, de discurso sencillo y verbo fácil cumple exactamente con lo que espera de un hombre soltero, con mucho tiempo libre y una mujer en edad de merecer a menos de veinte metros. Es el pene con patas de la novela, básicamente. El nene es todo rencor, necesidad e ingenuidad. Tampoco mucho más. Qué quieren, son seis años. El yayo, esto es, el padre de ella, es en cambio un activo sorprendente y original: bajo un perfil de hombre posesivo y malhumorado se oculta un viudo, arrogante, intratable y suspicaz. Lo nunca visto, vaya. 

Resumiendo: una quiere un padre, otro una hija, ella un marido y otro un buen polvo. 

Tú con esto puedes hacer lo que quieras, desde croquetas a un haiku, por ejemplo. Carver haría un cuento; Gilbert Sorrentino se larga una novela de más de trescientas páginas. Igual el genio es eso y no nos habíamos enterado.

Se cuenta, en definitiva, una historia sencilla que tiene que ver con el amor, el sexo y aproximaciones, desde los cuatro puntos de vista antes mencionados. Yo con esto no tengo casi ningún problema a excepción de que me aburren soberanamente este tipo de narraciones corales, especialmente aquellas que, como es el caso, no se enriquecen a medida que se superponen las versiones. Con lo que me cuenta el niño tengo para sacar conclusiones hasta el juicio final. Los ardores y contradicciones de ella, la simplicidad de él o el genio inflamable del viejo son las mismas desde la primera a la última página y nuestro humilde parecer sobre el sentir cada uno a lo largo y ancho de la narración supera con mucho lo invariable.

Lo mejor de la novela es que me ha devuelto (un poco de aquella manera) las ganas de escribir. Sin duda, ya sólo eso justifica la existencia y el tiempo que Sorrentino dedicó a la novela.