jueves, 28 de agosto de 2014

Resumen de lecturas AGOSTO 2014

Un mes curioso, este agosto. Ha habido lecturas de todo tipo. Ha habido relatos, biografías encubiertas, algo de ciencia ficción, un clásico inmortal, un alemán inmisericorde, escritores misteriosos, italianos kafkianos, dramas lacrimógenos y perfectos inútiles. En la variación está el gusto y aunque ha sido un mes de calidad bastante irregular el balance general ha sido positivo. Es lo que tiene terminar con buen sabor de boca. 

Vamos con ello.

“Muero por dentro” de Robert Silverberg


Ciencia ficción. Va de un chaval que puede leer las mentes. Hay una reseña escrita que saldrá en breve que dice, entre otras cosas, lo siguiente: “La novela, protagonizada por un ser triste, aburrido y cargado de remordimientos por un don que no ha pedido, se centra en analizar con detalle la angustia de ser diferente, preguntándose (y tratando de dar respuesta a) cómo es posible que alguien con la capacidad de conectar con las mentes ajenas no pueda evitar hundirse en el aislamiento y acabar siempre más solo que la una. Lo que viene siendo pasar demasiado tiempo en Facebook, para que nos entendamos.”



“Pistola y cuchillo” de Montero Glez

También de esto hay una reseña escrita y pendiente de salir. Septiembre se las promete terrible. “Pistola y cuchillo” va de Camarón, el cantante, cenando, bebiendo y fumando en un bar y tratando de decidir si va a dejar o no va a dejar que un gallo cante al amanecer. Suena raro pero es la pura verdad. Es una novela muy condicionada. Te tiene que gustar Camarón, Montero o la sopa de ave con fideos. Si ninguna de los tres, lo mejor es darse a la bebida.



“La insólita reunión de los nueve Ricardo Zacarías” de Colectivo Juan de Madre

Bueno, esto no va a ser fácil. Esta novela recuerda mucho a “La casa de hojas” del amigo Danielewski —por razones equis en las que no entraremos ahora—, y por lo tanto se arriesga a llevar palos por todas partes. Al mismo tiempo y al igual que ocurre con “La casa…”, viene acompañada de reseñas varias, todas elogiosas, que es algo que siempre levanta muchas sospechas. Vamos, que lo tiene todo. Quiero dejar claro que la leí libre de prejuicios, que ya es raro también. Respecto a la reseña… bueno, de eso hablaremos en septiembre pero les adelanto que ya hacía tiempo que no disfrutaba tanto “comentando” una novela. 



“Entresuelo” de Daniel Gascón

Malo. Malo, pero malo, malo, malo. Hay libros que no merecen ser editados; editores que merecen ser apedreados y escritores... escritores que… no sé, de verdad, ya, qué hacerles. Este es uno de los peores libros que he leído en toda mi vida. Que ya es decir. Que Mondadori se preste a sacar esto a la calle da una idea aproximada de muchas cosas, entre ellas el respeto que merece. La reseña ya está escrita y pendiente de ser publicada. Tal como he dicho, será un mes duro.



“Leche” de Marina Perezagua

Colección de relatos de la artista revelación del año… del año que sea en que publique. Ja. No me hagan caso. Son relatos y como tales no es fácil emitir un “juicio” general. Los hay mejores, los hay peores. Los hay muy buenos; los hay horribles. También hay reseña. Hablamos en… septiembre, eso es, y diremos cosas como esta: "Durante unos minutos, unos 3.000, hace un par de semanas —o un mes, dependiendo de cuánto tarde en publicar esto—, llegué a creer que me estaba aficionando a los relatos, que lo mío, ahora, iba a ir por ahí. Se lo juro. Fue terrible. Qué mal trago. Culpen al verano si quieren. O no. Afortunadamente, gracias a Marina Perezagua, se me ha pasó rapidito la tontería."



“Sobre el acantilado y otros relatos” de Gregor von Rezzori

El pasado sábado (23 de agosto) se publicó en Babelia una lamentable reseña en la que el crítico aseguraba que de los tres relatos incluidos en este recopilatorio, el tercero, que no estaba a la altura, podía el lector “ahorrárselo”, directamente. Bueno, en fin. Babelia. Una cosa es que no esté a la altura, pero de ahí a considerarlo tan malo como para no leerlo media un abismo. Quitando esta puntualización, todo lo que quise que decir de este libro lo dije aquí: clic.



“El patrón” de Goffredo Parise

La cosa va de trabajar, trabajar, trabajar. No, no es cierto. La cosa va de trabajo, trabajo, trabajo. Que es muy diferente porque en esta novela, lo que es trabajar, se trabaja muy poco. Ahora bien de trabajo se habla un rato. De hecho no se habla de otra cosa. El Patrón tiene un gran comienzo: un hombre, un joven del campo, llega a la gran ciudad para empezar a trabajar en una empresa. Hasta aquí todo normal o todo lo normal que es encontrar trabajo hoy en día. En el momento en el que el protagonista cruza la puerta, todo se vuelve surrealista. Lo gracioso de todo esto es que, cuanto más surrealista, más realista. No se lo van a creer, pero la reseña saldrá en septiembre.



“Edipo en Stalingrado” de Gregor von Rezzori

Edipo en Staligrando representa el exceso. Tengo un problema con esta novela. Disfruté con ella tanto como la odié. Entiendo y valoro la intención del escritor pero me pregunto si era necesario pasarse, a veces, tantos pueblos. Edipo es un crítica salvaje que, como tal, siempre será bien recibida pero Rezzori, a veces, agota. De momento, no hay reseña pero todo se andará. O eso espero.



“Tom Jones” de Henry Fielding

Una de las mejores lecturas del año. Grandísima novela. Puro divertimento que acabo de terminar cuando escribo estas palabras. Tom Jones, la gran novela. ¿Qué decir que no haya sido dicho ya? Nada, seguramente. Ignoro si habrá reseña. Debería.






“El hombre que amaba a los niños” de Christina Stead

Cuando escribo estas palabras estoy a setenta u ochenta páginas de terminar esta novela y, teniendo en cuenta que supera las 700 yo creo que algo ya puedo decir. Y digo esto: “El hombre que amaba los niños” es una novela absolutamente maravillosa a la vez que demoledoramente triste. Si la van a leer, prepárense a pasarlas putas. 

Magnífica. Durísima. Inolvidable.





* * * * * * * * * 

Y eso ha sido todo, que ya no está mal. 

En septiembre no sé qué leeré, la verdad, el cuerpo me pide ladrillos. Tolstoi, me pide. Pynchon. Ya veremos. De momento, casi seguro, Mercedes Cebrián (“El genuino sabor”), Augusto Cruz (“Londres después de medianoche”) y Mrozek (“Baltasar, una autobiografía”) por aquello de que ya los tengo en casa. Seguramente también Lázaro Covadlo (“Nadie desaparece del todo”) y Emilio Bueso (“Extraños eones”), por aquello de que los tengo pedidos. Tal vez Eugenides o Ford o Lehtem, por aquello de refugiarme en un clásico moderno.

Eso en lo que se refiere a novedades. Saliendo de ahí, debería caer Fielding, Sterne, Saroyan, Vonnegut, Barthelme, Faulkner,… Pero ya veremos. Poco a poco. En un mes, salimos de dudas.



jueves, 21 de agosto de 2014

“Rascacielos” de J.G.Ballard

Póngase un edificio de, no sé, no recuerdo, digamos 40 plantas. Llénese de gente. Aíslese. Agítese. Déjese explotar. 

El resultado: “Rascacielos” de J.G Ballard.


“El edificio de apartamentos estaba creando un nuevo tipo social, una personalidad fría y cerebral impermeable a las presiones psicológicas de la vida en un rascacielos, con necesidades mínimas de intimidad, y que proliferaba como una avanzada especie mecánica en esa atmósfera neutra. Era el tipo de gente que se contentaba con no hacer otra cosa que estar sentada en el costoso apartamento, mirar la televisión con el sonido apagado, y esperar a que los vecinos cometieran algún error.”


Argumentemos

En un gran edificio, equipado con todas las comodidades habidas y por haber (“era un modelo de todo lo que la tecnología había desarrollado, haciendo posible de este modo la expresión de una psicopatología auténticamente «libre»”), tantas que han llegado a favorecer el (re)nacimiento de las diferencias de clase (a mayor altura, mayor estatus), se produce un incidente equis en la piscina de la décima planta. Algo insignificante, creo, pero hablo de memoria. Este incidente será la chispa que inicie un incendio que prometerá arrasar con la acomodada situación de los habitantes del monstruo de cemento al movilizar a quienes, hasta el momento, habían sentido una inclinación natural a la inacción. O sea, todos.

“Para Helen, por supuesto, era una cuestión de nivel social, mudarse a una «vecindad mejor», lejos de este suburbio de clase baja, a un piso alto en elegantes distritos residenciales entre los pisos quince y veinte, de corredores limpios, donde los niños no tenían que jugar fuera, y la tolerancia y la sofisticación civilizaban el aire.”

La novela tiene tres protagonistas: el representante de la clase “baja”, el de la “media” y el de la “alta”. El segundo es la sumisa observación; es un hombre que se adapta a las circunstancias y que incluso las disfruta ya que eso le permite librarse de las ataduras de las convenciones sociales más estrictas. Es realmente entre las clases baja y media (quienes viven, más o menos, por debajo del piso quince y por encima del treinta y cinco) donde se produce el mayor enfrentamiento. Y estoy utilizando el sentido estricto del término. Tiene lugar una auténtica batalla campal en la que el logro está en ir subiendo, poco a poco, avanzando por terreno y apropiándose tanto de las viviendas como de sus habitantes. 

Todo esto viviendo de espaldas al mundo. Lo que ocurre en el edificio, se queda en el edificio. Fuera,  hombres de gris, corbatas de seda; dentro, taparrabos y bates de béisbol.

“Ahora el nuevo orden había aparecido, y toda la vida del rascacielos giraba en torno a tres obsesiones: seguridad, comida y sexo.”

Y es que al final se trata de eso. La involución, la bestialización. Ya saben, lo de dar rienda suelta al animal que llevamos dentro. Se pacta, sin contratos de por medio, el todo vale. Se negocia una pausa con el progreso, dentro de ese microcosmos, y se olvida y se desprecia todo aquello que favorece la convivencia. Quién no ha jugado alguna vez a los indios.

“En el futuro, la violencia se transformaría sin duda en una valiosa forma de cohesión social.”

Esta novela forma parte de la trilogía urbana de Ballard (la otras son Crash y La isla de cemento, cuya reseña pueden leer aquí) por lo que conocer las anteriores puede ayudarles a hacerse una idea de la intención del escritor. Al margen de lo mejor o peor llevada que esté la novela (se echa en falta una visión más global y menos centrada en unos protagonistas cuyas acciones acaban resultando un tanto repetitivas) está el hecho de entender al ser humano como un animal civilizado que fantasea con la idea de abandonar la urbe y volver a la libertad del campo y la cueva (exactamente lo que ocurría con La isla de cemento pero con algo más ritmo), donde la superviviencia depende de la habilidad para la caza y no de la capacidad para entender los mercados financieros.

El fracaso de ponerle una corbata a Tarzán.

Los amantes de las comunidades de vecinos están de enhorabuena, al fin una novela que retrata fielmente lo que deberían ser este tipo de reuniones. Ídem de lienzo para los que opinen que cualquier tiempo pasado fue mejor o para los que prefieran hacer las barbacoas directamente en el suelo. 

Lejos de apasionante, “Rascacielos” es un interesante reflexión sobre lo que somos y sobre lo parecemos pero sobre todo, sobre lo que nos gustaría ser si nos dejasen un ratito, sólo un ratito, a solas en un edificio con veinte como nosotros. Menuda fiesta.





jueves, 14 de agosto de 2014

“Sobre el acantilado y otros relatos” de Gregor von Rezzori

“El cisne”, primer relato de este recopilatorio, empieza del siguiente modo: “En el retraído silencio que rodeaba al muerto, suspendido allí como el aliento contenido en medio del calor estival, una enorme mosca de destellos iridiscentes enhebraba el arabesco confuso de su ferviente canto de vida con una desquiciada trayectoria que trazaba el jeroglífico de la absurda existencia en la mórbida tarde en la que, ajena y perdida, se había sumido la casa, con sus carcomidas contraventanas y sus deshilachadas cortinas de damasco, encapsulada malamente en una penumbra atemporal, alrededor del solemne centro de luz creado por las llamas de unos cirios desde los que se alzaba un humo jabonoso.

No se me ocurre, ahora mismo, un modo más sencillo de obligarme a cerrar un libro que esta prosa alambicada, engolada y petulante. De hecho lo cerré. Y después lo guardé. Y después lo olvidé.

Hasta que un buen día, no recuerdo cómo ni de qué manera (y eso que fue hace unos días), Rezzori fue tema de conversación en alguna parte o simplemente pasó una mosca frente frente a la estantería. El caso es una cosa llevó a la otra y yo volví a fijarme en el libro. Lo saqué de la estantería y seguí leyendo exactamente donde lo había dejado: “Un ancho y duro cojín de seda, cubierto con una funda de rizados encajes cuyo borde calado estaba entretejido por una cinta de color crema, empujaba la cabeza del tío Serguéi hacia delante y depositaba el mentón, con tiesa dignidad, sobre el cuello del uniforme, del que se derramaba un penacho de condecoraciones —la cascada de una cornucopia de cruces y medallas dispersas sobre la mitad izquierda del tórax y del abultado vientre— que llegaba hasta la zona cercana al hígado, donde una última y pesada estrella parpadeante pendía sobre la trenza dorada del cinto del sable, bajo cuya hebilla se plegaban, en gesto patriarcal, las manos de tahúr del tío Serguéi.

No les voy a pegar todo el relato. Sólo quiero que entiendan, antes de seguir leyendo esta reseña, que no había sobre el planeta Tierra ser humano con peor disposición frente a un libro que un servidor.

Cómo pude pasar del escepticismo a la admiración (ya les adelanto que esto, hoy, acaba bien) es lo que trataré de explicar en esta reseña que, por lo que veo, promete ser todo menos breve.



EL CISNE

Inmediatamente después de las citas anteriores la prosa se normaliza dejando el barroquismo para momentos puntuales, los suficientes para que no nos olvidemos que esto tiene algo que ver, al menos tangencialmente, con la destrucción de un imperio y quienes lo habitan. Es decir, que el estilo tiene una razón de ser.

Lo que ocurre en este relato es que a dos niños de noble cuna se les muere un tío. O al menos así es como empieza. Eso no tiene nada de malo. Que los demás se mueran, quiero decir. Son cosas que pasan y hasta tienen su gracia y de hecho ellos se ríen; lo que ya no la tiene tanta es que la muerte de unos suponga, para otros, la madurez, que de todas las cosas terribles que te van a pasar en la vida, es la peor. Vamos, que si me apuras, El cisne podría pasar perfectamente por un relato de terror psicológico. 

En este relato sobre un cambio de ciclo, todo son señales. Nada es gratuito. Desde la muerte del tío, hasta el abandono de los padres, pasando por las venas de su mano (“Pero ella ya nada tenía que ver conmigo, era sólo una mano independiente, dueña y señora de sí misma, no ya mi mano.”) o los senos de su hermana, “una criatura autónoma, incluso opuesta a mí, una muchacha alta y esbelta en el tránsito de niña a mujer; un estado que, como bien sabía yo, aderezaba el erotismo de sátiros envejecidos y, asimismo, desafiaba la sobreexcitada sensibilidad de mi adolescencia; un estado, para mi tormento, que a ella no parecía desagradarle del todo.” De repente todo cambia, el mundo, su mundo, se desmorona y lo que era inocencia infantil ahora es un completo desastre.

El caso es que a los niños, llegado un momento, les toca matar un cisne, que es un poco lo que vendrá a rematar la cuestión: “Nos habían llamado a cumplir con nuestro deber: el honor de nuestra casa estaba en juego”. Todo esto viene porque el bicho, que es como la piel del demonio, molesta a la gente del pueblo y estos reclaman a los señores una solución, puesto que, según la tradición, “los cisnes eran intocables, ya que, en base a un acuerdo cumplido desde siempre, era privilegio de los señores tenerlos en el lago.” 

La imagen de este relato, cuya reseña abandono ya para no aburrirles más, es la de dos niños subidos a una barca endeble, cruzando un lago y matando a golpes a un hermoso cisne. Solo esta imagen y lo implica, ya vale medio libro. O más.

“A día de hoy, se me antoja que ya entonces sospechábamos (o por lo menos intuíamos) que esa risa ocasional e incontrolable surgía de una desesperación cuyas causas residían en la comprensión del carácter efímero de toda existencia, […]. Aún no había llegado ese momento de cambio en que uno deja atrás el umbral de la infancia, un cambio con el cual nuestra risa desesperada devendría una risa malvada. Por eso la cruel y falsa alegría con la que nos dispusimos a asesinar al cisne me parece todavía hoy un acto de destrucción con el que perdimos la inocencia de nuestra infancia.”

Se me ha ido la mano con las citas. Mis disculpas.


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SOBRE EL ACANTILADO

“Sobre el acantilado” es el segundo y, seguramente, mejor relato de los tres que componen este recopilatorio. 

Digo seguramente como si dudase. No es así. Es el mejor relato. Es solo que, ante tanta calidad, cuesta elegir a quién se le pone qué medalla. El problema, ahora, es hablar de él sin volverse loco o sin volver locos a los demás. Se tratan tantos temas, en este relato, que cuesta centrarse en uno. Para que se hagan una idea: en total, la citas elegidas, y aun habiendo hecho gala de un comedimiento ejemplar, superan las 1500 palabras, que son bastantes más de las que llevo escritas hasta ahora. 

El protagonista, un personaje grotesco salido directamente del subsuelo, se marcha a vivir a lo alto de un acantilado, a una vieja casa sin ninguna comodidad para seguir haciendo, con total tranquilidad, aquello que le da de comer: arte. Atención: es tallador de figuritas de la Virgen María. 

Si, ya. Temazo.

Hay, en este relato, de todo. Hay un asesinato que funciona como motor y también mucho sexo, un tanto incestuoso en algún momento, pero sin entrar en detalle en la mecánica del asunto. Hay también muchas reflexiones en torno al arte, algo de amor, mucho desamor, un carnicero, una dulce cabritilla, una mujer al borde de un acantilado y un hombre que sabe perfectamente lo qué debería hacer: “Si hubiera sido capaz de dejar que la joven Lisa saltara desde el acantilado, no tendría necesidad de dudar de mi vocación como artista.” 

Es complicado. No es, en mi opinión, un relato para leer una única vez. Se disfruta tanto masticándolo… Les invito a ello como terapia para alejarse, aunque no sea más que unas horas, de tantísima mediocridad disfrazada de imaginación, la misma mediocridad que ocupa lugares preeminentes en las estanterías de las librerías que ustedes elijan.

“Mi farsa se hacía evidente apenas empuñaba la gubia o el cincel. Sabía, sin embargo, que esa farsa era inevitable, que sin ella no nacía la obra de arte. «Todo depende de la calidad de la farsa», me decía. […] El arte ya no tiene objeto, salvo el arte mismo. Me decía que tenía que aplicarme ese grado de comprensión, esa visión; que ahora, cuando había cobrado conciencia de mi papel como artista, sólo dependía de mí entenderme a mí mismo como un objeto del arte; que mi rango quedaba determinado por mi forma inherente, y tendría que extraerla de mi interior si quería conferir a mi farsa la magia que la elevase al misterio de la creación artística.
Una crisis artística es una banalidad bastante insípida como para importunar con ella al mundo. Por suerte, yo no estaba en condiciones de hacerlo.”

¿Lo digo? Lo digo: Sobre el acantilado es un relato ejemplar.


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El tercero tiene un título genial:

«AFANJÁUER» O LA PROLONGACIÓN 
DEL AMOR POR OTROS MEDIOS

Viendo la línea descendente, aquí nos deberíamos ahorrar las citas (y no porque lo merezca). No será el caso.

Dice Heinz Schumacher (el tipo que escribió el epílogo a la edición alemana) que este relato es preciso verlo “en el contexto de las obras de Rezzori en las que el autor se ve a sí mismo como un analista de la realidad social y política”. Cierto. Y yo añadiría que también emocional. En general, por lo que he visto (estoy lejos de ser experto rezzorista), el autor tiene un asombrosa capacidad para cualquier análisis. Y se nota. Y se disfruta.

Este relato trata la cuestión del terrorismo (concretamente el de Italia en los años 60-70, pero podría perfectamente ser cualquier otro). Un joven, hijo de nuevos ricos, de carácter amable y con querencia a la introspección y a la inacción (y un pánico irracional a su reflejo en el espejo), entra en contacto, por razones equis (siendo equis el punto flaco del relato) con un grupo de extrema izquierda que él tomaba por una panda de rojillos culturetas que se afincaban a su casa a la vez que criticaban su aburguesamiento.

Rezzori no deja títere con cabeza: los burgueses por su condición de parásitos y los terroristas por su brutalidad son literalmente despellejados utilizando para esto a un protagonista que no acaba de saber cuál es su lugar en el mundo si acaso el mundo tiene algún lugar reservado para él, que es algo que todavía está por ver:

“Es como si el diablo quisiera confundirnos: la intención más pura, la fe más sincera, la convicción más ardiente se depositan en algo que más tarde nos conduce a la catástrofe, a una catástrofe moral espantosa... Sé que soy tan antiguo como la humanidad misma, pero, a fin de cuentas, la doctrina cristiana no ha devenido lo que Cristo quería que fuese; con más razón aún nos corresponde la tarea de separar lo verdadero de lo falso, no mezclar ni confundir las cosas, no falsificar a posteriori, sólo porque se cree estar en posesión única de la verdad...”



CONCLUSIÓN

Lo siento, no hay. Pero si quieren mi opinión (es todo lo que me queda por ofrecerles) les diré que he disfrutado como hacía tiempo de estos relatos. Todo lo demás es decoración de interiores y palabrería. Al final importa lo que importa y lo que importa es, simplificando hasta la náusea, que estos tres relatos de Gregor von Rezzori, escritor elegante en sus formas y despiadado en sus fondos y a quien tengo desde ahora por un analista y crítico social excepcionalmente lúcido, están lejos, muy lejos, de provocar indiferencia, no digamos ya aburrir. 

Personalmente no se me ocurre mejor cumplido.




lunes, 11 de agosto de 2014

“Problemas oculares” de Javier Tomeo

Lo primero es darle una colleja a la editorial. 

Páginas de Espuma editó, hace relativamente poco (cosa de un año), un tochazo de casi 900 páginas con toda la narrativa breve de Tomeo. Según el índice, en el bloque dedicado a Problemas Oculares aparecen cuatro relatos, pero la edición Anagrama que rescaté de la biblioteca (Anagrama, 1990.) incluye otros trece. ¿Dónde están esos trece? Bueno, pues están en la sección de Inéditos y Reescritos, al final del recopilatorio pero sin indicar a qué volumen pertenecían originalmente. Esto tratándose de una colección de relatos de idéntica temática (la ceguera, en este caso) es una señora cagada. Pero bien, errores aparte, se agradece la publicación de los reescritos aunque sea difícil evaluar el resultado. (A excepción de un relato llamado La incertidumbre del que se incluyen dos versiones: la original y la corregida, renombrada como Policía o Ladrón.)

Los relatos.

La cosa va de miopías galopantes. Sírvanse algunos ejemplos: en El reencuentro, un hijo vuelve con un padre que no es el suyo y, uno por otro, aquí no ha pasado nada y mejor tú que nadie. En Simbiosis, un miope y un sordo como una tapia (no me chilles que no te veo revisited) se intercambian percepciones para compensar sus respectivas carencias. En La incertidumbre, un hombre no sabe si se ha encontrado con un ladrón o un policía o si es simplemente un tipo que goza desconcertando a los infelices miopes que tratan de ver más allá de sus posibilidades. En El barbero, un hombre busca un barbero miope para que le ayude a suicidarse. 

Y así hasta diecisiete veces, que ocupando un total de ciento veinte páginas, da para unos cuentos bien chiquititos. La cosa es un tanto deficiente según se avanza en ella, y es que la gracia de los primeros, a fuerza de repetir el chiste —y por más que no siempre tengan el mismo fondo—, va minando la moral del lector (al menos la del aquí presente) hasta dejarle hecha caquita la buena intención.

Quizá el problema es que hay demasiado concentrado de miopía y todo cansa. Los cuentos son tirando a divertidos, es verdad, pero no es suficiente. Nunca es suficiente si el cuento no se queda ahí o no te sacude mínimamente o no te emociona o no te hace vomitar. O simplemente no te hace sonreír. En este caso además, se agradecería que fuesen algo menos previsibles porque se ve a la legua desde el minuto uno hacia dónde van y pronto pide el cuerpo dar un salto hasta el final, pasar al siguiente, acabar con este de una vez si total tampoco es para tanto. Y así uno y otro y uno y otro hasta casi veinte. Tampoco es un lectura que lamente (son 120 páginas, demonios) y el tiempo perdido es fácilmente recuperable pero sí es verdad que maldito el momento que me dio por empezar por aquí (esta reseña fue escrita hace tanto que ni lo recuerdo) la aventura del relato breve del amigo Tomeo.

jueves, 7 de agosto de 2014

“La isla de cemento” de J. G. Ballard

Brevemente.

Esto va de un tipo que conduce por una autopista y tiene un accidente: su coche se sale de la vía y va a parar a una suerte de plataforma de hormigón abandonada. Con esto no se hace una novela. Con esto otro, sí: el problema surge cuando no es capaz de salir de ese lugar, no ya en coche, sino a pie. 

Si en nuestra imaginación es difícil creer en la imposibilidad de huir de un lugar al que no se ha llegado volando, en la novela, por muy buen escritor que sea Ballard, la cosa no mejora y la incredulidad sigue ahí, jodiéndolo todo.

Tras este arranque tan poco sutil, tan de garrafón, la novela se muestra como una suerte de naufragio en la gran ciudad. El típico personaje que, falto completamente de recursos, va tirando como puede, va pasando los días, va sobreviviendo.

En cierto momento, precisamente cuando la novela parece que no pueda dar más de sí, surgen otros personajes, habitantes de aquel espacio abandonado, que hasta el momento se habían mantenido ocultos y expectantes y que sí pueden entrar y salir de la isla a placer gracias a que conocen “una ruta secreta”. Benditos rescatadores del tedio. Recuerden que estamos sobre una plataforma, en la confluencia de varias autopistas, limitada a un lado por un terraplén y al otro (u otros) por no recuerdo qué, pero algo físico, en cualquier caso, que se puede romper o saltar  a nada que se le ponga un poquito de interés.

Mi problema con esta novela, al margen de que la premisa no me parece que sea la más atractiva del mundo, es que no me lo creo. No me creo la llegada ni me creo la no-salida; no me creo a los otros personajes y no me creo las decisiones que toma el protagonista en según qué momentos que voy a callar para no estropearle a nadie la lectura. No, no me lo creo. Y debería. Debería porque Ballard así lo desea. Toda la novela es un intento fallido de construir un Robinson Crusoe de asfalto (evidentemente con recursos más limitados que aquel) que, víctima de las circunstancias, se adapte y evolucione en este caso de un modo tan torpe y repentino como previsible.

Y no hay mucho más que decir. Si acaso cotillear un poco.

Esta novela forma parte de la conocida trilogía del asfalto junto con Crash (llevada al cine por Cronenberg, recordarán) y Rascacielos, que comentaré en breve y que también contará con una adaptación cinematográfica que, dicen, llegará a las pantallas en 2015. Aquí la ficha de imdb por si les interesa el tema. 

Y ya puestos les comento que, curioseando, me he encontrado con una posible adaptación al cine de la novela que hoy nos ocupa. Estaría dirigida por Brad Anderson (el mismo de “El maquinista”) y protagonizada por Christian “Batman” Bale. (Ficha) Si creen que no podrán aguantar la espera sin dejarse las uñas, pueden matar el tiempo con una adaptación coreana bastante libre llamada Kimssi pyoryugi (Castaway on the moon) en la que un chico que se quiere suicidar parece que logra enamorarse desde una isla desierta, algo que, si lo piensan bien, resulta bastante más creíble que lo planteado por Ballard. Aquí, ficha y trailer


lunes, 4 de agosto de 2014

“El año de la plaga” de Marc Pastor

Tengo una amiga que cree en las novelas de playa. De igual modo que unos creen en el matrimonio y otros en la iglesia, ella cree que hay novelas que son de verano y que por lo tanto excusan ser incluidas en el contador general de buenas o mala novelas. Es lo de utilizar el verano de excusa para lanzarse a leer todo aquello que de otro modo nunca nos atreveríamos si después tuviésemos que confesarlo. Cuando le he dicho que este podría perfectamente ser uno de esos casos, he notado cierto interés en el arqueo de una ceja pero en cuanto le he contado de qué iba, no ha tenido contemplaciones en mandarme a la mierda. Mientras lo hacía me preguntaba por qué demonios no había reaccionado yo de idéntico modo en su momento.

Es que, verán, la historia es la de “La Invasión de los ladrones de cuerpos” y, claro, cansa. Unas vainas del espacio exterior replican durante el sueño a los humanos haciendo de la humanidad una entidad común que carece de sentimientos. Lo que los marcianos entienden por sociedad perfecta, para que nos entendamos, que es algo así como vivir en algo peor que un hormiguero en hora punta pero llegar a enfadarse en los atascos.

Uno se pregunta si algo que está ya tan visto (voy a dar por hecho que saben de la existencia de la diferentes versiones cinematográficas) vale la pena ser leído; si hay algo que Marc Pastor ha podido aportar a esta historia. Algo que valga la pena, quiero decir. Bueno, pues NO. Cambiar el final no lo hace a uno original, máxime cuando finales similares han sido vistos en otras novelas del mismo género en innumerables ocasiones. Otra cosa es que haya escrito una novela que parece pensada para ser interrumpida hasta la saciedad sin consecuencias pero con un ritmo que, en las circunstancias adecuadas (no fue mi caso) atrape hasta el punto de ser leído en una o dos tacadas. Bueno, lo que hablábamos arriba: novela de playa.

* * * * * *

Ustedes no lo saben, pero acaban de viajar al pasado.

El texto anterior, quitando alguna corrección de estilo, fue escrito en julio de 2011 y desde entonces ha estado durmiendo el sueño de los justos. Conviene tener fondo de armario para cuando llegan las vacas flacas. El caso es que durante el ciclo cienciainfeccioso de julio de este 2014 (espero que, cuando publique esto, sigamos en 2014) me acordé de ella, de la novela y, por extensión, de la reseña y pensé que si iba a sacarla este era el momento.

Bueno, pues aquí está.

Repaso lo leído y suscribo punto por punto lo dicho. Del vago recuerdo que queda de estos tres años nace otra la vez la misma pregunta: ¿realmente era necesario? Estoy de acuerdo en que la historia es buena (como historia, no se puede negar, lo de las vainas es absolutamente genial) pero tiene que haber mejores maneras de pasar el rato que dedicar parte de tu tiempo (un tiempo no podrás recuperar, Marc) a escribir algo que ha sido ya escrito, que ha sido ya visto, que forma parte de la memoria histórica de cualquiera que tenga un mínimo de cultura cinematográfica.

A no ser, claro, que esto vaya de llegar a nuevos y jóvenes lectores que, recién salidos del Disney Channel y no teniendo ni remotamente idea de la existencia de aquello, vean en esta novela una idea genial que asociar, inevitablemente, a Marc Pastor, un escritor por el que, por culpa de esto, no he podido volver a sentir interés. Si acaso curiosidad pero ahí está, flotando, esa pregunta, ya saben, ¿qué película novelizará ahora? Y se me pasan las ganas.


viernes, 1 de agosto de 2014

Cuarto aniversario de LMdT

No me gusta soplar velitas.


Da cosa celebrar el paso del tiempo pero más cosa da ignorarlo. 

Cuatro años, ya, y sin embargo parece que fue ayer cuando empecé a vomitar el resultado de mis lecturas. Y parece que fue ayer, también, cuando esta actividad empezó a ser considerada por algunos iluminados como “crítica literaria”. En fin… También parece que fue ayer cuando, sin comerlo ni beberlo, escribí un post que aumentó considerablemente las visitas para lo que venía siendo habitual hasta entonces. Sí, parece que fue ayer cuando dejaron de ser personales las redes sociales, cuando fui agregando y conociendo gente; o antes, incluso, cuando empezaron a llegar los correos de editores y escritores, unos y otros ofreciendo libros, unos y otros celebrando el humor, la crueldad; unos y otros aparentando una complicidad que no se sabía muy bien a cuento de qué venía, ni cuánto tenía de sincera, ni hasta dónde podía llegar. 

Y yo, Mono feliz, me dejé querer. Y me dejé querer porque creía, en mi infinita ingenuidad, que la independencia era posible en tanto los demás fueran advertidos de la misma. Esa ética que lenta y naturalmente se había instalado en la medicina parecía incorruptible. Supongo que siempre lo parece. Quiero pensar que lo sigue siendo.

Hay un cuento de Augusto Monterroso llamado “El mono que quiso ser escritor satírico” que probablemente ya conozcan. Se lo dejo en el primer comentario del post, por si necesitan refrescar la memoria. En el cuento un mono que quiere ser escritor satírico se mezcla con la gente con la intención de conocer de primera mano la naturaleza de aquellos a quienes un día deberá criticar. Huelga decir que no logra su objetivo o pobre moraleja nos quedaría a los demás, humildes lectores. Cuando llega el día en que debe trasladar su experiencia al papel, y aunque sí es perfectamente capaz de reírse de la estupidez ajena, se siente incapaz de publicar sus escritos temiendo con ello hacer daño a quienes hasta ayer habían sido sus compañeros de copas. Y es que hasta las ratas se les coge cariño.

El Mono podría ser cualquiera. Y de hecho lo es. También podría ser yo. Podría serlo o podría llegar a serlo. 

Pero no.

Si algo he aprendido podido confirmar desde que empecé esta actividad hace cuatro años es que la independencia, entendiendo ésta como el decir lo que uno piensa realmente, pasa, o bien por el anonimato o bien por la indiferencia y yo de la primera no pero de la segunda voy sobrado. Desde luego dos que comparten barra de bar no pueden ser enemigos, no, al menos, declarados. Eso es algo de sobra sabido pero creía un servidor de ustedes que habiendo tanta tierra de por medio (estoy más cerca del fin del mundo que de la capital) sería fácil evitar ese roce que devienen en afecto. Y bueno, follar no me quiero follar a nadie, pero es verdad que tampoco estoy libre de pecar. 

Me consuelo pensando que no ha llegado la sangre al río, esto es, que ninguna crítica ha llegado a ser falsamente complaciente, pero no estoy tan seguro de que, en cierto modo, se hayan suavizado, en según qué momentos o que, por razones siempre innecesarias, haya ido como caricia lo que bien merecía haber sido una hostia. No puedo poner ejemplos (si acaso La casa de hojas, que tuve rectificar poco después de haberla publicado), pero al igual que pasa con las meigas, haberlos haylos.

Leía el otro día en una revista literaria de corte masturbatorio una entrevista en la que Manuel Astur era entrevistado por la que, si no me equivoco, era (y es) su pareja sentimental. No mucho antes, hace unos meses, leía, en otra revista, ésta de corte populista, otra entrevista a Soto Ivars realizada por una buena amiga suya. Y como estos doscientos casos más: editores que reseñan libros de editoriales amigas o escritores/críticos literarios como Alberto Olmos que se indignan cuando reciben una mala crítica a su libro alegando que ya podía el crítico jugar con el pan de su puta madre, como si ahora la crítica literaria tuviese el valor de un vale descuento del Eroski y como si con semejante comentario no desprestigiase su labor diaria de crítico mordaz remunerado. Y hablamos de las nuevas generaciones, que vaya usted a saber cómo está el panorama en las plantas superiores. Pero no nos engañemos: a esto hemos llegado hace mucho tiempo y de hecho se ha venido denunciando (incluso por los aquí denunciados) desde que tengo uso de razón. 

Pero estoy divagando. 

Es bonito conocer gente, sobre todo si tienes que sacar a pasear el perro, pero lo cierto es que a la larga y a la corta, a la hora de escribir una reseña es mucho más… complicado, digamos, si previamente has cruzado correos, privados, oportunas confidencias, me gustas o, qué coño, si no quieres perjudicar a esa pequeña editorial que te ha enviado el libro con la mejor de la intenciones. O si directamente has decidido no leer ese libro de esa escritora tan simpática, no vaya a ser…

Y eso pasa. Y cada vez más. Y uno calla cuando, tal vez, lo que debería hacer es gritar. 

Y, honestamente, uno ya empieza a estar hasta los cojoncillos de tanta bondad no pedida y tanta concesión gratuita y de tanto Mono entre tanta fauna salvaje.

La verdad es que en estos cuatro años no he aprendido gran cosa pero sigo teniendo claro que si monté esto fue para divertirme. No para hacer publicidad (claro que tampoco es que pueda evitarlo), ni favores, ni para medrar, ni para hacerme un hueco en la industria, ni para tener una columna en El Diario, ni para colocar un libro de mi vecino, ni para colar uno mío, que parece que es en lo que se acaban convirtiendo la mayoría de los blogs. No, para eso no. Y puesto que NO, lo que queda es hacer lo contrario de lo cabría esperar llegados a este punto de sometimiento general: dar un pasito atrás, recuperar el espíritu original de esta medicina antes de que, ciego de alcohol, me descubra bailando un sirtaki abrazado a una boa constrictor.

Y bueno, en ello estamos.

Arranca el año cinco.