jueves, 27 de mayo de 2021

“Tienes que mirar” de Anna Starobinets

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Hace unos ocho años escribí una reseña sobre La hora violeta, un libro en el que Sergio del Molino narraba la historia más triste del mundo: la muerte de un hijo; el suyo, de dos años. El relato, se pueden imaginar, es demoledor. El caso es que a raíz de la lectura de este libro de Starobinets he sentido curiosidad por saber qué había dicho yo entonces. Quería ver cómo había justificado la escritura de semejante reseña y no “qué razones me habían movido a escribirla” puesto que para eso no hay claves: o bien un libro sugiere o bien no lo hace. Aléjense de los segundos como de la peste. Tienes que mirar es de los primeros. La hora violeta, no tanto. Y eso pese a ambos tratan el tema del duelo de un padre por la muerte de un hijo, sea nonato (caso de Anna) o no. Pero dentro de ese parecido más que razonable hay algo que los hace muy diferentes: la intención con que han sido escritos. A este respecto hice, en su momento, algunos comentarios sobre el libro de Sergio del Molino: dije que La hora violeta solo era útil para quien lo había escrito (para quien había necesitado escribirlo) ya que únicamente servía a sus propios intereses. A los demás no nos servía para nada; si acaso para hacer de nosotros palmaditas en su hombro.

«Este libro es el dolor de Sergio, un dolor común en la medida que puede ser común el dolor de todos los padres que se encuentren en la misma situación. En mi opinión, la decisión de publicarlo sólo puede ser entendida como la necesidad del escritor de compartir un grito de dolor. Pues bien, el grito de Sergio del Molino cuesta 16,90 euros, 12 en versión digital. Lo edita Mondadori».

Al otro lado del ring, Anna Starobinets nos hace una advertencia en el prefacio de Tienes que mirar que la exime de toda responsabilidad y toda crítica: nos dice que este libro es demasiado personal, demasiado real; que «no es literatura». Quédense con esto. Y seguramente tiene razón, al menos en la medida que un libro, todo libro, tiene un público, por lo general, muy claro y evidente: el lector: ustedes. Claro que el lector también (o exclusivamente) puede ser uno mismo cuando el escritor se postula indirectamente como tal, caso de Sergio, que escribe, además, un texto más lírico que el de Anna, una escritora que tiende menos a lo literario, digamos, en el sentido que este tiene de poético (a partir de aquí voy a dejar el “entrecomillado” a su imaginación).

Como bien dice Anna en ese prefacio que lo concentra todo, este libro no trata tanto de su pérdida como de constatar la deshumanización (inhumanización, en realidad) del sistema sanitario de SU PAÍS (luego vamos con esto) al que son arrojadas todas aquellas mujeres que se ven obligadas a interrumpir el embarazo por razones médicas. Lo que se ha perdido, se ha perdido, ya sea un hijo, ya sea la humanidad. Lo primero es irreversible, lo segundo no. Y este es el objetivo (frustrado de antemano y ella lo sabe y de ahí el aparente absurdo) o, más bien, la esperanza, de Anna: devolver la humanidad a las personas institucionalizadas que ocupan puestos de la responsabilidad que sea en el organismo de turno.

«Es posible que mis esperanzas no se hagan realidad. Que quienes toman decisiones y lubrican los engranajes de este sistema nunca abran este libro. Que algunos de aquellos cuyos nombres he mencionado no sientan más que ira. Así sea».

Y ojalá fuese así. Pero ya les digo yo que no. Esa gente no siente ira. Esa gente no siente nada. 

Y quizá lo que más se echa de menos en este libro es que se indague un poco más, no tanto en las razones como en el hecho mismo de tanta “deshumanización”. Quizá tratar de entender el origen de esto sería mucho más útil, de cara a corregirlo o prevenirlo, que “quejarse amargamente de”. Pero entonces sería otro libro. Y nadie lo leería. Y los medios no se indignarían como lo han hecho con este porque, de puro ignorado, lo hubieran obviado. Lo que quiero decir con esto es que durante la lectura no he dejado de tener la sensación de que a esta silla le falta una pata. Ocurre que el relato es tan terrible como efectivo (he estado a punto de escribir efectista) ergo a todos nos gusta y a todos nos hace sentir. A todos nos cierra la enorme bocaza y ya el equilibrio lo buscamos nosotros.


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De la web de Impedimenta: 

«En 2012, la escritora Anna Starobinets descubrió, en una visita rutinaria al médico, que el hijo que esperaba tenía un defecto congénito incompatible con la vida. Un diagnóstico que transformó la alegría más pura en dolor. ¿Qué hacer cuando los sueños y el futuro se desmoronan en la pequeña pantalla de un ecógrafo? Starobinets narra con una dureza extrema, pero con una humanidad desgarradora, el peregrinaje por las instituciones sanitarias de su país, indiferentes a su drama, su posterior viaje a Alemania y el duelo por el hijo perdido. Finalista del Premio Nacional de Bestseller 2018, Tienes que mirar desencadenó a su publicación una tormenta en Rusia, y la condena de parte del establishment sanitario ruso al atreverse a abordar el tabú del poder que tienen las mujeres sobre sus propios cuerpos, las secuelas del aborto espontáneo en el matrimonio y la vida familiar, y la insensibilidad e ignorancia mostradas por muchos en su país en situaciones límite como la suya».


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«En la tragedia que vivió Anna Starobinets (Moscú, 1978) queda expuesto lo deshumanizado del sistema sanitario ruso, que, inflexible en sus procedimientos, le hizo pasar un auténtico calvario añadido al dolor de la pérdida de su hijo». Eva Cosculluela, ABC Cultural.

«En la pesadilla de Anna Starobinets habitan médicos sin empatía que invitan a una quincena de residentes a presenciar, sin pedir permiso, uno de sus peores momentos vitales; un sistema sanitario —el ruso— deshumanizado y acostumbrado a arrebatar la capacidad de elección a las mujeres, a tutelarlas; personas superadas ante la densa burocracia de herencia soviética; profesionales que, sin otras pautas, solo medicalizan el duelo de la pérdida de un hijo y tratan de hospitalizar a toda costa alas pacientes». María Sahuquillo, El País

«Tienes que mirar es también una impugnación en toda regla de la deshumanización que experimentará en carne propia en su periplo por la sanidad pública de su país». Íñigo Urrutia, El Diario Vasco.

«Fue entonces cuando comenzó su historia de terror, un crudo camino a través de las instituciones sanitarias rusas, que la obligaron a esconder el aborto por ser “feo y pecaminoso” y a “guardar silencio sobre su pérdida”». Laura de Grado Alonso, EFEminista

«Tienes que mirar parece la clase de exhortación planteada en múltiples direcciones: tienes que mirar las fallas del sistema, ese sedimento de los tiempos soviéticos todavía palpable en el trato de la administración, la desconexión cada vez mayor con el resto de Europa y la dificultad de llevar una vida normal cuando algo, por mínimo que sea, comienza a fallar». Oscar Brox, Détour

«Es el terror al desamparo ante del monstruo del sistema sanitario ruso». Laura Fernández, Vanity Fair

«Un relato desgarrador en el que retrata un modelo sanitario, como es el ruso, en el que a este tipo de situación, su trato a las mujeres deja mucho que desear, distante, sin casi ayuda: “no nos dedicamos a estas cosas”». Pablo Delgado, ABC Blogs


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“No nos dedicamos a estas cosas”

Propongo que durante dos minutos dejemos de rasgarnos las vestiduras por lo que pasa en Rusia, ese país deshumanizado de médicos deshumanizados y sistemas sanitarios deshumanizados.

Una Nochebuena, pocos años antes de que Anna Starobinets preguntase al radiólogo cuál era el sexo de su hijo (corría la vigésima semana de gestación), un hombre y una mujer recibían, en idéntico momento, una noticia muy similar a la suya: en la ecografía recién realizada se observaba una irregularidad que hacía imperativo un análisis más detallado en el Hospital Materno Infantil de su localidad. Imperativo quería decir YA, hoy. Se acompañaba volante de urgencia. La revisión fue inmediata. El resultado, demoledor. Su embrión presentaba un cuadro muy similar al del Anna; con ligeras variaciones (el órgano afectado), el caso era el idéntico. La esperanza de vida (minutos, horas), también. Se recomendaba, pues, interrupción inmediata del embarazo por causas médicas. Lo de inmediata no era gratuito; faltaban muy pocos días para que venciese el plazo legal que permitía llevar a cabo esa intervención. Lamentablemente, en el Hospital Materno Infantil de esa localidad, situada muy al norte de la península ibérica (muy lejos, también, de la madre Rusia y, por supuesto, de Alemania) no se dedicaban a esas cosas, claro que aquí le llamaban objeción de conciencia. Cuando les dijeron esto, eran las dos de tarde. La pareja tuvo que coger un taxi que los llevase al centro de planificación familiar encargado de gestionar la logística necesaria para la intervención en un centro privado de Madrid toda vez que las instituciones sanitarias públicas de la región estaban llenas, por no decir plagadas, de objetores de conciencia, como hemos visto, el equivalente patrio a los “médicos deshumanizados rusos” aunque en esta casa les llamamos simplemente hijos de puta. La gestión, por lo demás, impecable (la experiencia es un grado): en cuatro días —y ya jugamos con fuego—, bien temprano, se coge usted un tren, o bien va en coche y ya le pagaremos la gasolina, y se dirige a esta clínica, salta el vallado de antiabortistas y deja que la intervengan ipso facto aprovechando que estará usted en ayunas. Luego, a más tardar por la tarde, nunca al día siguiente, repito, nunca al día siguiente y menos con fondos públicos, vuelve usted a saltar el vallado y se coge el tren de vuelta. Puede viajar de noche, no hay problema. Será por comodidades. Se agradecería parto natural inducido para estudio médico del embrión, pero entenderemos que no quiera pasar por el trago. Gracias. Ya luego nos cuenta. Inmediatamente después: la pesadilla de los siguientes cuatro días, el temor a sentir las primeras patadas, el trayecto en coche, el ingreso, la pérdida, la vuelta, la ausencia permanente y una médico cabrona que aún tenía más que decir. 

Lo que quiero decir con esto es que a mí la indignación de los medios me parece cojonuda, pero no estaría de más que, ya que se dedican a esto del periodismo, aprovechasen la oportunidad que les brinda ser el cuarto poder para hacer un poco de (auto) crítica y otro poco de investigación y otro tanto de documentación y fuesen arremetiendo contra todos aquellos políticos o sanitarios que a día de hoy todavía no entienden o no quieren entender o directamente no quieren ver, que ni tan progresistas o europeos los unos, ni tan soviéticos e inflexibles los otros. Que el problema ha de ser otro si al final va a resultar que estamos todos igual de jodidos y deshumanizados. O, para que me entiendan: si somos todos exactamente la misma clase de hijos de puta.


jueves, 6 de mayo de 2021

“El jardín de Reinhardt” de Mark Haber

«Madrid es lo que pasa cuando millones de idiotas procrean, y sus hijos, que son todavía más idiotas, procrean también, que follar es lo único que puede que se os dé bien a vosotros, los españoles, y, cuando estuve en Madrid, me dolía el alma, y el tiempo simplemente se detuvo, como si me hubieran mandado al infierno, porque Madrid es el arquetipo del infierno, Madrid es el simulacro del infierno: se parecen los dos hasta en el último detalle, hasta en la más mínima arista imaginable, y, si estuviera en mi mano, ni siquiera te mataría, sino que valdría con que te mandara de vuelta a esa tierra maldita, que es, en realidad, lo que te mereces […]».

Esto no lo digo por nada, eh. O sí.

Bueno, al lío. Hoy, menos que reseña: mero apunte de lectura. Dejar constancia de y poco más, esto es, recopilar citas. Con ellas la reseña se hará sola. Lo entenderán cuando las lean.

El argumento:

Jacov Reinhdard es un hombre obsesionado con la melancolía y, por extensión con otro hombre, Emiliano Gómez Carrasquilla, a quien se supone, o supone Jacov, una autoridad en la cuestión. Siguiendo el rastro de Carrasquilla, Jacov “huye” de su país de origen (Croacia) y cruza medio mundo hasta llegara la selva sudamericana, su jardín particular, donde se supone que se oculta esa suerte de profeta de la melancolía. Todo esto, claro, cargado de matices: sus compañeros de viaje, inolvidables a su manera, como Ulrich, verborreico narrador y admirador confeso del hombre al que sirve, o Sonja, «prostituta retirada que solo tenía una pierna, examante de Jacov e inestimable ama de llaves» de su señor castillo.

¿El problema? El de siempre: las putas expectativas.

Hay dos razones por las que he leído esta novela: uno, que el tema girara en torno a la melancolía, que de todos los estados es mi preferido y dos, el estilo, que parece sacado directa e impúdicamente de la pluma de Thomas Bernhard. Es decir: Bernhard y la melancolía. Como para no leerlo.

Pero.

Ese es, básicamente, el problema. La alargada sombra de Thomas Bernhard cubre y empeña la novela de una forma que roza lo indecente. Es decir, que aquello que atrae es lo mismo que repele.

«Maldigo esta repugnante tierra croata, despotricaba, esta tierra me da urticaria, bramaba, esta tierra, que es más endeble y descompuesta y cruel que otras tierras. Deseando estoy cruzar la frontera, porque no hay país que tenga una tierra tan fea, tan remisa ni tan despiadada; solo con mirar al suelo ya se ve su repelencia, murmuró, y, en cuanto entremos en Austria, me bajaré del carruaje y besaré la tierra austriaca, no porque sea tierra austriaca, que no es diferente de la serbia, la húngara o la eslovena, ¡sino solo porque no es tierra croata! […]»

Lo cual no quiere decir que sea una mala novela. No lo es. Mala, quiero decir. Es solo que bebe demasiado de algo de lo que no se debería abusar en tanto que particular, etcétera. Croacias que parecen Austrias y lugareños que parecen austríacos o, si hacemos caso de la primera cita de este post, madrileños:

«Los lugareños eran unos catetos de andar por casa, dijo Jacov, con creciente apasionamiento, unos catetos atrapados en un pueblo atrapado por una geografía atrapada en la mediocridad de su propia existencia».

De esta novela, sin llegar a recomendarla, me quedo con todos aquellos momentos dedicados a la aventura (divertidísima escena en Yasnaia Poliana) o aquellas partes en la que se hace referencia al que debería ser el tema de la novela (sin acabar de conseguirlo, en tanto que solo se teoriza sobre ello, llegando a resultar cansino): la melancolía.

«Todos y cada uno de nosotros somos unos melancólicos, de tal manera estamos construidos en lo más íntimo; sin embargo, nos pasamos la vida negándolo, intentamos esquivar el estado natural que más propio nos es; aun así, con que estemos un rato solos, aflora la melancolía; siempre está ahí, inagotable, incólume. Los filósofos han tildado la melancolía de enfermedad, aseguran que es una tristeza sin razón, pero yo estaba convencido de que era la tristeza de la razón. Cuando uno está melancólico, ve la realidad con total lucidez. Bienaventurados son los melancólicos en este mundo, los videntes y visionarios, y, según hablaba de su melancolía, Jacov se tornaba menos melancólico, porque, para estudiar esta emoción, comprendí, había que dejarla atrás, ya que la melancolía nos chupa la fuerza, debilita nuestro espíritu, erosiona el talento, y una de las ironías más crueles de la melancolía es la fuerza que hay que tener para estudiarla».

O bien:

«[…] la melancolía, en su forma más pura, era solo un darse cuenta de lo insignificante que uno era, y darse cuenta de esta insignificancia era, de suyo, significativa, y era un sentimiento plácido la melancolía, un sentimiento de la más honda alegría, escondida, incrustada quizá, en el caos del corazón humano, y cuando uno comprendía su propia tristeza inherente y no intentaba derrotarla ni ahogarla o convertirla en su enemigo, cuando no entablaba con ella una batalla constante y sin sentido, podría llegar a ser, con todas las letras, civilizado […]»

Resumiendo: que sí, pero NO.