martes, 30 de abril de 2019

“El pasajero” de Ulrich Alexander Boschwitz (Sexto Piso)

La única razón por la que este libro no entrará directamente en la categoría de Novelas Que Se Leen e Inmediatamente Se Olvidan tiene más que ver con la historia que acompaña su publicación que con la calidad de la que pueda presumir que ya les adelanto que no es gran cosa. De hecho, les invito a visitar cualquier periódico que se haya hecho eco de su publicación (no busquen blogs porque no hay; han muerto) y verán que la mayor preocupación —y prácticamente único interés— de todos y cada uno de ellos reside en los siguientes pormenores: el autor, huido desde el 1935 de una Alemania cada vez más nazi, escribía prácticamente a vuelapluma una ficción que arrancaba en la noche de los cristales rotos y terminaba no mucho después. Ulrich morirá joven dejando un bonito cadáver y un manuscrito que no verá la luz hasta 2018 en su país natal, no así en Estados Unidos, Gran Bretaña o no sé dónde, pero claro: ni puto caso. Fue hace tiempo, las cosas como son. 

Han tenido que pasar ochenta años para poder tenerlo entre las manos por culpa de esa costumbre de meter manuscritos en un cajón y esperar a que se revaloricen o vengan las pequeñas editoriales de turno —conformes con las migajas que sus hermanas mayores van dejando atrás— a hacer el trabajo sucio de blanquear, dar prestigio y esplendor a obras que probablemente nunca lo merecieron. 

Hora de hablar del libro. 

Cero problemas con la premisa: en la noche de los cristales rotos estalla la violencia alemana contra los judíos. Detenciones, muertes, etc. Un horror, qué les voy a contar. El protagonista logra escapar por los pelos con un maletín lleno de dinero, el poco (en comparación con lo que tenía antes de) que ha podido rescatar. Y es que, claro, ya se sabe: los judíos y su inveterada costumbre de nadar en dinero, etc. Los detalles no se los cuento, no me apetece, pero sepan que la cosa va de huir o tratar de huir malviviendo en pensiones o subido a trenes que cruzan Alemania de un lado a otro. Insisto: problema cero con esto. 

Ahora bien: interés cero, también y calidad por ahí le anda

No quiero parecer demasiado genocida pero toda la novela son los pensamientos de un señor tan insufrible que llegando a la página cien ya está uno deseando que hagan zapatillas con él. Un tipo antipático quejándose amargamente una y otra vez del infortunio y un narrador empeñado en trasladar al papel todos y cada uno de sus pensamientos, que no reflexiones, dejando con esto la narración perdida de obviedades y entrecomillados infantiles. 

Soporífero (realmente este es el único verdadero problema) a la par que mediocre este relato es un magnífico recordatorio de aquellos días infames pero también una novela que no logra transmitir en ningún momento el horror y la tensión por culpa de una narración apresurada, carente de estilo, pendiente en exceso de nimiedades y por lo tanto demasiado alejada de aquello que algunos esperamos de la literatura. 


martes, 23 de abril de 2019

“Cara de pan” de Sara Mesa

Pensaba yo el otro día que tendría que haber una máxima en los talleres literarios (tallada en piedra sobre el enorme pizarrón) que les recordase a los interesados la importancia de tener algo que contar y otra, inmediatamente después, separadas si acaso por un fino hilo argumental, que fijase, literalmente, el siguiente imperativo: “no te repitas, no te repitas, no-te-repitas”.

Pues bien. 

En este libro se concentran los dos errores: Sara, no teniendo absolutamente nada que decir, se repite (tal vez apremiada por los plazos o con la necesidad de permanecer en el “candelabro”, sabrá ella los detalles del horror editorial). Porque esto, confiesa tarde mal y arrastras, tiene su origen en un bonito (es un decir) cuento publicado no sé cuándo no sé dónde (no me obliguen a buscarlo). Cambia cosas, claro: no sé qué, da igual, no es el tema. El tema es que esto nace como relato y luego se hace novela; corta, pero novela. O sea, RE-LLE-NO. 

Les cuento un poco de qué va y ya inmediatamente después precipitamos las conclusiones, que tengo prisa. 

La novela es una adolescente de casi catorce años que se oculta en un parque para no tener que ir a clase. También un señor de cincuenta y pocos del que se hace amiga. Él la visita a diario, ella le coge cariño, etc. Pasan las horas muertas ocultos entre los setos, no los vaya a pilla la gendarmería. En un momento dado alguien se baja las bragas. Ahí lo dejo. 

Y ya está. 

Que sí, de verdad. Ya está. 

No hay NADA MÁS. La novela finge tensión por lo que pueda ocurrir, esto es: por qué un señor de esa edad hace migas con un adolescente; qué pretende, ese canalla, ese cerdo. ¡Pederasta! Y ella, angelito, qué pena todo. Qué peligro. Qué inocente. Pero qué haces, desgraciada

Qué nervios todo el rato, qué cosa. 

La novela es un permanente ver venir el sospechando en el fondo que no. Cero tensión, por lo tanto, aunque me consta que hay gente que ha sufrido con esto pero es que hay gente que sufre hasta con Marsterchef. Los supondremos de nervio fácil o lectura ocasional porque de otro modo no se explica

Toda la novela es de un sopor magnífico. Todavía no es Manuel Vilas pero estamos jugando con fuego. Aviso. Es caso es que: tres páginas y a dormir. Tremendo. Y cuando no es sueño, es evasión: que si esto lo otro lo de más allá. Leyendo este libro uno toma conciencia de la importancia de la cafeína en la literatura española, al menos a la hora de afrontar algunos autores. Bueno, vale, a casi todos. Podría escribir un libro sobre ello pero siempre he sido más de follar. Lástima que no cunda el ejemplo, nos ahorraríamos perder el tiempo con tanta memez y tanta versión extendida de tanta mediocridad

Dios, cuánto echaba de menos esta palabra. 

Y ya les dejo. Me he jurado por San Victor Hugo que hoy sería de una brevedad e-jem-plar.


viernes, 12 de abril de 2019

“La edad del desconsuelo” de Jane Smiley (Sexto Piso)

Tengo una dinámica a la hora de escribir artículos, reseñas, comentarios o como quieran llamar estas cosas. Por lo general acostumbro a escribir siempre una pequeña introducción antes de entrar en materia. Me da el tono y me sirve para hacer dedo. También por lo general la borro, la introducción, aunque algunas veces simplemente la mutilo por aquello dejar un par de gracias que les hagan la vida un poco más llevadera. Lo que escribo suelen ser dos párrafos, nada del otro mundo y siempre, siempre, opongo cierta resistencia antes de que entre la podadora en escena. Hoy no ha sido una excepción, he borrado lo escrito, pero había una notable pequeña diferencia respecto a anteriores ediciones: he borrado algo más de dos párrafos. Me he cepillado nada menos que ochocientas palabras.

Y yo pensando que no tenía necesidad de escribir.

Lo digo porque me estoy viendo venir. Y no me refiero sólo a lo de hoy.

 * * * * *

Descubrí Sexto Piso en 2011. Fue con Los ingrávidos, de Valeria Luiselli. Por entonces ya tenía el blog de modo que escribí una reseña que no quiero volver a leer de momento. Creo que me gustó. Sospecho que moderadamente pero sí, apostaría que sí. No sé si entonces estaba ya en Modo Hijoputa. Es probable. Pronto lo sabremos. Después, no mucho después, repetí con ellos, esta vez de la mano de Gaddis. Ágape se paga fue mi primer Gaddis. Me gustó tantísimo... No entendí un carajo, pero me gustó tantísimo… 

El caso. 

El caso es que luego vino lo que vino, esto es, esa guerra abierta y en ocasiones un tanto exagerada contra el mundillo literario, la cosa patria, la caspa, la degradación cultural, la premiología invariable, etcétera, pero entonces, antes de ese caos, había una ilusión que no he vuelto a sentir nunca más; una suerte de inocencia moderadamente infantil, una forma de enfrentarse a las novedades sin las canas o la actitud abiertamente hostil que vino después.

Me gustaba aquello. Me gustaba llegar sin prejuicios a los libros. Me gustaba juzgarlos sin la pesada losa de ser uno mismo y sus circunstancias. 

Y en estas reflexiones ocupaba yo el tiempo cuando llegó providencial un cartero con el catálogo de Sexto Piso. Esto fue hace cosa un mes, tal vez menos. Probablemente más. Debió ser entonces cuando se hizo firme el propósito de hacerme con todo absolutamente todo cuanto sacase este grupo, no por fe inquebrantable, especial interés o apoyo moral sino simplemente por la nostalgia de lo que un día fue pero ya sin la esperanza de que pudiese volver.

Según iban saliendo, yo los iba pidiendo. 

La semana pasada me llegó el primero, o sea, este.

Es un libro pequeño, manejable, perfecto para escapar de la dinámica enfermiza del tocho. La autora me suena pero no la conozco, no he leído nada suyo; sospecho que vi en su momento la adaptación cinematográfica de su novela más popular, Heredarás la tierra, ganadora de no sé qué premio. Intuyo –no puedo hacer otra cosa, de esto hace mil años— que mi interés se limitaba a Michelle Pfeiffer, por entonces mito de quien esto escribe.

Lo que quiero decir con todo esto es que La edad del desconsuelo no llamó mi atención por nada en concreto (o sí, yo qué sé, probablemente sí o, de otro modo, para qué), simplemente me dejé llevar. No había empatía, ni ganas de adular; ocurría simplemente que las circunstancias eran demasiado parecidas a las de 2011 minutos antes de enfrentarme por primera vez a un producto de la misma editorial.

El libro me duró dos días.

Tiene cien páginas, mérito cero.

Ahora bien…

Está lo de leer un libro y que se te caiga de las manos. También está lo de empezarlo, terminarlo y pasar al siguiente ya sea olvidándolo inmediatamente después, ya sea no haciéndolo. Y luego está, como en este caso, lo de leerlo y, por la razón que sea, no quitártelo de la cabeza varios días después.

No, no es verdad. “Por la razón que sea”, no. Hay un motivo, siempre lo hay, y la reseña de hoy gira en torno a él. No me moveré de ahí porque ahí está todo lo que necesito para defender esta novela (más bien relato). 

En esta historia hay un matrimonio con tres hijos. A ese matrimonio se le escapan a veces pensamientos por la boca. Uno de ellos es el detonante del drama. La mujer cree que no volverá a ser feliz. No interpreto: dice: «no volveré a ser feliz». No sabemos más puesto que el narrador (esto es, él), no tiene más información que nosotros. La conclusión a la que llega y que debemos dar por buena (qué otra cosa podemos hacer) es que su mujer se ha enamorado de otro hombre. Nuestro héroe decide guardar silencio, tal vez por cobardía frente a ella, tal vez por miedo a saber, por inseguridad, tal vez por respeto. Tal vez por todo. La vida está plagada de escalas de grises.

La sensación que he tenido en todo momento (sensación que me ha acompañado desde la primera hasta la última página) era que la historia se expandía en torno a la narración. Sé qué siempre debería ser así, pero lo cierto es que no siempre es así y en ocasiones es tan evidente y es tanto lo que se deja salir que no puede uno evitar sorprenderse. Es un efecto parecido al de abrir una cremallera. Uno puede centrarse en el mecanismo, en los dientes separándose o bien ampliar la perspectiva y dejarse seducir por aquello que se quiere mostrar.

Para que nos entendamos: en Goodreads hay un tipo que ha leído esta novela y que piensa lo siguiente: «Un matrimonio de dentistas de mediana edad y clase media, con tres niñas pequeñas tiene problemas cotidianos de dentistas, de gente de mediana edad y clase media, y de tener tres niñas. Él cree que ella le engaña. Fin». Que ya es difícil entender menos. Claro que también es difícil leer PEOR.

En la novela HAY eso, claro sí, de hecho está llena de eso, pero no TRATA de eso. Este tipo habla de la cremallera porque en su cazurrismo no se ha sabido o no ha querido fijarse en otra cosa; no ha visto todo lo que hay detrás. 

No ha escuchado la detonación que tapaba la melodía, básicamente.

Y es una pena, porque se ha perdido una novela cojonuda.

Me niego a ser el cabrón que se la cuente. Baste decir que pese a algunos titubeos la novela me ha seducido absolutamente. Porque todo lo que ocurre tiene importancia; porque no he visto, como decía Chejov, un solo clavo en el que no acabara alguien colgado y sí he visto, como exigía Piglia, una segunda narración oculta que se hacía evidente al final, enriqueciendo no, multiplicando. El dentista no se entregaba a la salud de sus hijos sólo porque estuviesen enfermos, del mismo modo que no perdía la paciencia sólo por tener un mal día. Hay unos personajes absolutamente creíbles, anodinos y vulgares que hacen cosas creíbles, anodinas y vulgares mientras a su alrededor todo se desmorona y nada es vulgar ni anodino sino todo lo contrario. Y ver ese derrumbe, ese nivel de derrumbe, que es un derrumbe catastrófico total, en torno a un matrimonio mientras se hace algo tan ridículo como darle jarabe a una hija porque le ha subido la fiebre es algo que me ha fascinado, sobre todo porque he sido testigo sin ser testigo, porque no he sido consciente del volumen o las repercusiones hasta el último minuto, hasta la última y prácticamente única conversación del libro, conversación de una brevedad difícil de igual y unas consecuencias difíciles de superar. 

No tengo nada más que decir. Que ya no está mal, tampoco, pero avisados estaban.

También en Goodreads alguien la comparaba con Richard Ford. Estoy bastante de acuerdo. Podría serlo perfectamente. Podría ser uno de los cuentos de Ford. Qué coño: también de Carver. Creo sinceramente que podría ser uno de los mejores cuentos de cualquiera de esos dos señores tan dignos y reputados.

Y ustedes podrían no llegar a enterarse nunca.