lunes, 27 de febrero de 2017

“Los vivos y los muertos” de Joy Williams (Trad. Albert Fuentes)

Se pongan algunos como se pongan, no tiene nada de interesante conocer los detalles o las razones por las que uno, en este caso yo, llega a ciertos libros o el modo en qué afronta ciertas lecturas. Otra cosa es que sean parrafitos ideales a la hora de perpetrar una reseña, básicamente porque sirven para dejarlo todo perdido de contenido sin la necesidad de afrontar lo verdaderamente importante. No olvidemos que uno llega a estas páginas buscando información sobre el libro, no sobre nuestras miserias. Dicho lo cual, si voy a contarles hoy cómo llegué a Los vivos y los muertos es fundamentalmente porque la cosa está plagada de prejuicios me he visto obligado a superar total para nada. Y cuando digo prejuicios, quiero decir Alpha Decay, quiero decir “yo no leo lo que editan estos señores”, no por nada, ojo, ocurre simplemente que la experiencia es un grado, pero fue una recomendación robada a una persona que me inspira una confianza total y ahí la balanza ya no tuvo nada que hacer; cayó por su propio peso. Eso y que había sido finalista del Pulizter en 2001, algo que sin ser palabra de Dios es algo a tener muy en cuenta. 

La parte bonita de esta historia es esa vuelta a los orígenes del blog, cuando leer Alpha Decay era tan bueno como leer cualquier otra cosa y no una apuesta demasiado arriesgada. La parte triste es que me equivoqué. Quiero decir que me equivoqué al seguir la recomendación, no al prejuzgar a los Alpha Decay que, una vez más, se llevan un Razzie para casa. 

He aquí las razones de este mi desprecio de hoy (un desprecio un tanto exagerado, para qué nos vamos a engañar):

Partimos de la siguiente realidad: la novela carece de trama. Yo con esto no tengo casi ningún problema, pero hay quien sí. Ocurre que cuando no tienes trama lo tienes que hacer muy bien. Qué demonios: lo tienes que hacer rematadamente bien. Thomas Wolfe, por poner un ejemplo de una lectura reciente que lo deje todo en evidencia, prescinde de ella en El ángel que nos mira pero su relato es firme y su prosa es de las que ya no se estilan: hay un placer en la mera observación la misma. Por lo demás, dentro de la ausencia de trama, hay una evolución, lo cual quieras que no, es un ayuda, pero esta es una ventaja de la que también goza Los vivos en los muertos, donde los personajes, pese a no avanzar realmente en ninguna dirección, no dejan de moverse hacia ninguna parte y sin embargo el resultado deja, en comparación, mucho que desear.

La protagonista, o aquella que perfectamente podría pasar por protagonista toda vez que la novela está plagada de personajes secundarios que no siempre lo parecen, es probablemente lo mejor pero también lo peor aprovechado: un personaje intenso, seguro de sí mismo, lo bastante inteligente y con la suficiente mala leche para rivalizar y poner en evidencia a cualquiera que sus contrincantes, esto es, todos los demás, amigas incluidas (especialmente ellas). Idealista y sincera y a ratos extremadamente cruel, Alicia se gana con facilidad al lector, no así los demás personajes que van apareciendo por la obra sin orden ni concierto ni una razón que vaya más allá de reforzar la idea de que la distancia que separa los muertos de los vivos es una línea que no está siempre del todo clara («Alice quería estar fuera, en el mundo, pero sin formar parte de él»). Prueba de ello es Corbus, huérfana como sus otras dos amigas, que, incapaz de superar la pérdida, se abandona a una suerte de permanente duermevela donde lo mismo vive que muere que todo lo contario. O Carter, padre de la tercera en discordia, que noche tras noche es obligado a enfrentar al fantasma de su mujer fallecida, fantasma que insiste en huir con él a dónde sea que van los que son como ella, regalándonos diálogos que se cuentan entre lo más divertido de la novela y que junto con todas aquellos momentos (demasiados pocos momentos) en los que Alice hace de las suyas, pueden dar la idea equivocada de estar ante una obra magnífica. Y no.

—Alice —dijo Cárter—, ¿cuánto me cobrarías por matar a Ginger?
Era una petición desesperada y Alice se sintió halagada. Renunciaría a todos sus honorarios por el señor Vineyard, porque siempre se había mostrado de lo más encantador con ella. Pero Alice era realista; el asesinato, en este caso, quedaba descartado.
— ¿Quiere que yo mate a su mujer, señor Vineyard?
—Sería maravilloso.
—La verdad es que no sería capaz, señor Vineyard.
—Tienes el corazón de una anarquista. No me imagino a quién recurrir, si no.
—Pero sería espantoso, señor Vineyard. Si pudieras matar a un muerto, sería como matar a alguien realmente singular y especial, como el primer ejemplar de su especie o algo así.
—Ginger no es un unicornio, Alice.
—No sabría por dónde empezar, para serle sincera, señor Vineyard.
Yo sólo digo que si no ha ganado es Pulitzer será por algo. Ahí lo dejo.

Y es que al final la novela es esto y poco más. Y para llevarla a cabo Joy Williams nos somete a una tortura de 440 páginas cuando es harto evidente que la mitad hubieran sido más que suficientes. Y eso pesar de un intento tardío de incluir un tercer personaje, también, como el primero, inteligente, divertido, escéptico: una niña de ocho años venida a más que pone patas arriba, con su mera presencia, la vida de todo un hombre que cae rendido a sus encantos de niña prodigio. Pero es que al final la susodicha tampoco aporta gran cosa más allá de algunos buenos párrafos por lo que supongo que habría que felicitar al traductor:

«Stumpp sonrió y sacudió la cabeza de puro contento. Estaba encantado con Emily Bliss Pickless. Astuta elfina que canta y baila para sí misma. Aunque no del todo. Que siempre encuentra sin buscar jamás... pero eso era poesía barata y sentimentaloide. Pickless era mucho más que eso, sus mimbres eran más recios. La chiquilla escondía profundidades sin sondar; se apostaría sus bonos en ello. Escribía un pequeño diario, no la típica cosilla infantil con un candadito y una llavecilla, sino un fajo de papeles en una caja con una tapa atornillada que se abría con dos destornilladores distintos. Era una niña adorable».

Tengo la impresión (lo cierto es que tengo algo más que la impresión) de que esta novela se pierde en un exceso de personajes y situaciones que unas veces por repetitivas y otras veces por inofensivas tienden a marear la perdiz de tal forma que aquello que le da título y que debería ser el tema termina siendo poco menos que una anécdota curiosa.


Y esta, amiguitos, es la historia de cómo, una vez más, servidor de ustedes renuncia a leer cualquier cosa que salga de los iMacs de Alpha Decay, Joy Williams incluida.



miércoles, 22 de febrero de 2017

“Veinticuatro horas en la vida de una mujer” de Stefan Zweig (Trad. Mª Daniela Landa)

El tema de hoy es Veinticuatro horas en la vida de una mujer o cómo hacer pasar por buena una novela sobre el encoñamiento de una tarde de domingo.

Aviso para navegantes: no voy a privarme de destripar, si me place, todos y cada uno de los detalles de la historia, fundamentalmente por dos razones: una, porque para hablar de vaguedades ya están los demás y, dos, porque no se puede hacer sangre sin hundir la hoja siquiera un poquito.

La historia comienza con un hombre defendiendo a una mujer que antes de la medianoche ya se había fugado con un joven malandrín que conoció a la hora del té. Otra mujer, entrada en años, como sesenta y cinco años de entrada, escucha la conversación, las acusaciones y, sobre todo, la defensa que nuestro héroe y narrador hace de la mártir. Nace así en su corazón la esperanza de ser comprendida, a su edad, que ya no contaba. Resumiendo: la cosa acaba en confesión a la luz de las velas. Que si ella hizo lo suyo, también, hace años; que si ahora, viendo posibilidad de aceptación por parte de tan ilustre y sensato y, por qué no decirlo, guapo caballero, le da por compartirlo. Y esto es lo que sale de su desdentada boquita:

Se casa joven. Tiene hijos. Dos. Cuando ella tiene cuarenta su marido muere. Ay. Entra en la viudez con un hijo de dieciocho y otro menor que no ve porque está estudiando, angelito. Se aburre, claro, así sin nada que hacer. Pasan los años. Dos años. Se-a-bu-rre. Se va de viaje, será por dinero. Paseos paseos paseos. Inevitable: Montecarlo. ¡Casinos! Para dejarlo claro: es la clase de burguesita que a los cuarenta disfruta más en un casino de Montecarlo que atendiendo a su prole al calor de la chimenea o preparando muffins de arándanos, por más que ella lo venda diferente:

«Hablando con sinceridad, he de decir que eso se debió al tedio, al afán de ahuyentar aquel penoso vacío de mi corazón que no podía nutrirse sino de pequeños estímulos del mundo exterior. Cuanto mayor era mi atonía, más intenso era en mí el deseo de hallarme allí donde la vida se agita más febrilmente. Para quien se siente desasido de todo, la apasionada inquietud de los otros produce una sacudida en los nervios, como el teatro o la música».

Ya lo siguiente es ella con una prima acodadas en la barra mirando la vida pasar o buscando braguetas abiertas, no sé. De entre todos jugadores hay uno que llama su atención: joven, guapo, apasionado, expresivo. VITAL. Típico imbécil que lo pierde todo, que abandona el casino, huye al parque, se sienta en un banco, llueve y se moja, como los demás. Y así, en camisa, bajo la lluvia, húmero y transido de dolor es como ella lo enfrenta, lo sube a la calesa, «¡Llévenos a cualquier pensión!», y no queriendo no queriendo no queriendo no deja de querer.

«Y aquella noche estuvo tan llena de lucha y de palabras, de pasión y de cólera, de odio y de lágrimas, de promesas y de embriaguez, que pareció haber durado mil años. Hundidos en el abismo, dando tumbos, el uno deseando locamente la muerte, el otro absolutamente ajeno a lo que había de acontecer, salimos ambos de aquel mortal tumulto transformados con otros sentidos y otros sentimientos».

Polvazo, vaya.

Luego, lo habitual: ella: por favor, acepta mi dinero; él: que no que no, bueno, vale, sí pero quedamos a las siete. Y más: que si huyamos o no sé qué pero antes déjame darme una ducha; que si dónde está, por qué no ha venido; que si qué haces aquí, gastándote mi dinero; que si lo quieres tómalo aquí lo tienes, ya no te necesito; que si me lo juraste, que si tú no eres así. Que si…, que si… pero al final que no. Que si la prima en lo alto de la escalera, muda de asombro y estupefacción y adiós reputación y adiós todo y dónde habré dejado las bolitas chinas.

Resumiendo: media novela son las manos del jugador sobre la mesa, otra media es ella justificando sus arrobos y el resto (me van a permitir la licencia matemática) es simple decoración. 

Total, QUE TAMPOCO.



lunes, 20 de febrero de 2017

Declaración de intenciones #358

Hoy toca post de relleno, un poco porque sí y otro poco para recuperar viejas costumbres. 

No hace ni dos meses tenía yo la sensación —por no decir el convencimiento— de que 2017 iba a ser un año horribilis para la literatura universal, no digamos ya la española. Todavía estoy a tiempo de acertar, nos quedan muchos meses por delante, pero así de entrada me estoy llevando la agradable sorpresa de estar equivocado, esto es, la de encontrar bastante donde elegir en esa permanente y por lo general despreciable maraña de novedades.

Esto da un poco al traste con la noble intención que tenía un servidor de aprovechar el año para dejar un poco de lado el blog y ponerse al día con clásicos pendientes (modernos y antiguos) tipo Bernhard, Stendhal, Victor Hugo, Dostoievski, Tolstoi, Mann, Proust, Zweig, James, Faulkner, McCarthy, Twain, Roth (el Joseph y el Philip), Ford (el Madox y el Richard)… y un largo etcétera, pero supongo que es inevitable que la cabra tire, una vez más, al monte. Con todo, me he jurado uno, tal vez dos, al mes. Que me he mentido, vaya. Aunque supongo que lo que ocurra dependerá un poco de lo que hagan esos seres viles, atracadores a mano armada, que se hacen llamar editores, cuando la mitad no lo son ni remotamente, toda vez que su función no consisten en editar sino en comprar, montar y vender un artefacto que les viene dado. (Y ya no te cuento si hablamos de la edición marginal, esto es, Zutanito García publicando a Menganito García, amigo, vecino, familiar, conocido del barrio, de la red social, de la isla, ciudadano del mund[ill]o; editoriales que son auténticos contenedores de basura, esto es, de aquello que da vergüenza ajena, de aquello que nos recuerda nuestro bajo nivel cultural, que evidencia que ya no se trata de escribir sino de teclear, que ya no se trata de editar sino de publicar, de dar salida a una afición que nació en la lectura y la lectura tenía que haberse quedado).

Cuando empezó el año y yo me descubrí pensando nada más que en Pynchon o Mattiessen o Nabokov o Conrad, no contaba (bueno, realmente sí contaba, simplemente no me acordaba) con que los de Sexto Piso fuesen a publicar un nuevo Gaddis, aunque fuesen ensayos (La carrera por el segundo lugar), que tratándose de Gaddis, uno de los mejores escritores ever, es un poco lo de aprovechar los restos del banquete. No contaba tampoco con Valdemar sacando a la calle la Historia general de los piratas de Daniel Dafoe, rescate que me pone más loco que el cuero a la niña de cincuenta sombras, o a Mondadori reeditando a Ellroy. Y desde luego no podía ni imaginar que una editorial recién salida del horno rescatase a William Gass, y más concretamente En el corazón del corazón del país. Es como que de repente hay lugar para la esperanza, aunque sea golpe de reedición (o precisamente hay lugar para la esperanza gracias a tal).

En Alpha Decay editan, una vez más, y van tres, a Joy Williams, lo que me recuerda que no he leído todavía, probablemente uno de las pocas autoras de su catálogo que me despierta algo de interés (aunque, bueno, acaban de publicar otro de Jim Dodge, que se va a tener que esperar hasta que le meta mano a Stone Junction), lo que me lleva a empezar Los vivos y los muertos, sin tener muy claro la continuidad que tendrá tal ejercicio de buena voluntad y vaga esperanza de reconciliación.

Y esto (siendo esto, leer a Williams) lo hago pese a estar con ello incumpliendo la promesa que hice en su momento de empezar, inmediatamente después de terminar a El ángel que nos mira de Thomas Wolfe, cosa que ocurrió durante los primeros días de febrero, Lección de alemán de Siegfried Lenz, editado por Impedimenta hace nada. Pero es porque yo soy mucho de acumular impedimentas y promesas (así es que todavía descansan en la estantería de inmediatos los Cuentos de Hadas de Angela Carter, Música acuática de T. C. Boyle o El libro y la hermandad de Iris Murdoch (aunque ésta tendrá que esperar a que antes lea El mar, el mar), cuyo primer intento, hace unos días, acabó en fracaso estrepitoso).

Otras novelas (o no) de interés que se encuentra uno buceando en catálogos ajenos son Historia de los hombres lobo, de Jorge Fondebrider (Sexto Piso); A través de la noche de Stig Sæterbakken, recomendación robada a alguien que ya no inspira demasiada confianza y por lo tanto tenida relativamente en cuenta o Que me quieras, de Merritt Tierce, también bajo sospecha no tanto por venir de quien viene como por ser editada por quien la edita (esto es, Blackie Books, a la altura de Malpaso en cuestiones de fe).

Sobre todas ellas flota la novedad más apetecible: A la luz de lo que sabemos de Zia Haider Rahman (Galaxia Gutenberg), según la contra, “una de las grandes novelas de nuestro tiempo, sobre lo que ocurre en el mundo hoy mismo”. Y menos novedosa, pero igualmente (si acaso no más) apetececible El libro más peligroso de Kevin Birmingan (Es Pop), ensayo que “narra la extraordinaria historia de "Ulises", desde los primeros apuntes de Joyce en 1904 hasta su tercer y decisivo juicio federal por obscenidad en 1933”.

En lo que se refiere a novelas escritas en español, un género en sí mismo, (género que trato de evitar en la medida de lo posible toda vez que ha sido hasta la fecha motivo de permanente disgusto) también hay cosas, no muchas, pero en cualquier caso demasiadas: desde Sylvia de Celso Castro, prácticamente la única que me inspira confianza toda vez que Castro es una debilidad personal, pasando por Iván Repila, que ha escrito Prólogo para una guerra, una novela muy esperada de la que me han empezado a llegar sutiles advertencias que me obligo a desoír y terminando por Los peligros de fumar en la cama, de la misma Mariana Enriquez (Anagrama) que nos dejó tan buen sabor de boca el año pasado. Ah, y Nefando, de Mónica Ojeda (Candaya) que también he oído que bueno, que qué locurón y tal. Otras podrían ser las de Antonio Orejudo (Los cinco y yo) o Daniel Ruiz (La gran ola) si no estuviese uno tan desencantado con Tusquets después de lo de Patria. Sí anoto, a pesar de Alfaguara, El Salvaje, de Guillermo Arriaga, confiando que sea la mitad de buena que prometen unos y otros, que es exactamente lo mismo que hago con lo nuevo de Enrique Vila-Matas, Mac y su contratiempo. Prejuicios todos, aviso. 

Y termino (terminé, de hecho, la semana pasada) anotando La horda, Una revolución mágica de Servando Rocha (La Felguera) mientras me traía a casa, directamente de la biblioteca, La facción caníbal, también de Rocha, (también de La Felguera) con la esperanza de utilizarla para hacerme una idea de lo que puedo encontrarme en su nueva novela. Y todo esto mientras las redes “ardían” con la noticia de que Guillem López e Ismael Martínez Biurrum “asaltarían este año las librerías con dos novelas alucinantes” (palabra de Valdemar, que aquí nos tomamos muy en serio) o la inminente publicación de Transcrepuscular, lo último de Emilio Bueso, una trilogía que no conviene (creo) confundir con aquella otra trilogía crepuscular, con la que no guarda (quiero pensar) relación alguna. Lo digo para que no se me pongan nerviosos.

A mayores dejé caer en Facebook el otro día que tenía la intención (malsana intención) de leer una serie de libros que, por tiempo, no voy a detallar, pero que pueden ustedes ADMIRAR en la fotografía que cierra este post. A excepción de El barbero y el superhombre, de Colectivo Juan de Madre todos son libros que he recibido directamente de los escritores unas veces, de los editores otras. Todos ellos tendrán su oportunidad, que será exactamente la misma oportunidad que tiene cualquier otro libro, pero a cambio todos tendrán la obligación de seducirme en sus primeras páginas (que es exactamente la misma obligación que...). O eso, o la muerte.






jueves, 16 de febrero de 2017

“Días entre estaciones” de Steve Erickson (Trad. José Luis Amores)

Entre las muchas lecturas de febrero que no comentaré (ya hemos hablado de esto) se encuentra Steve Erickson, un perfecto desconocido para la gran mayoría de lectores de este país, al menos aquellos lectores incapaces de salir de la mesas de novedades y adentrarse en el ignoto laberinto de estanterías que ocultan artículos condenados al silencio y al olvido, no vayamos un día a equivocarnos y a leer algo que valga realmente la pena. No estoy diciendo con esto que Steve Erickson, o más concretamente esta novela (conviene no juzgar el todo por la parte), caiga en el saco de las recomendaciones, simplemente les digo dónde pueden encontrarla, si acaso les apetece buscarla.

Steve Erickson, les pongo en antecedentes, ya fue publicado por esta misma editorial el año pasado. En aquella ocasión se trataba de Zeroville, un libro escrito muchos después de éste (que, aprovecho para comentar, es la opera prima del escritor), libro del que se suponía que iba a salir una película que a estas alturas suponemos maldita. Esto lo cuento porque tiene su gracia. James Franco dirigió y protagonizó la versión cinematográfica que, una vez terminada, vendió a una productora que quebró a mediados de 2016, dejando su futuro a la sombra de un gran interrogante. Imdb asegura que se estrenará en 2017, pero yo de ustedes no me haría ilusiones y directamente me dejaría de excusas y me leería el libro aprovechando que es considerablemente mejor que este.

Esto, ya lo he dicho, venía a cuento de algo, claro.

En la novela que nos ocupa, al igual que en Zeroville también se habla de cine, concretamente de cine mudo, concretamente de una película maldita llamada La morte de Marat que nunca llegó a estrenarse (tipo el Zeroville de Franco) y que guarda un paralelismo más que evidente con otra película también maldita también muda llamada Napoleón, dirigida por Abel Gance, un innovador nunca sufrientemente comprendido no digamos ya valorado, como tanto otros, ustedes mismos.

Todo esto se lo cuenta mucho mejor que yo en la web de pálido fuego, pero ya que estamos, sigamos.

Bueno, “sigamos”, es un decir. No tengo intención de desvelar mucho más, básicamente porque es la mejor parte y no quisiera privarles del placer de descubrirlo por ustedes mismos. 

Ocurre que esta parte de la novela no es la única parte de la novela, de otro modo hubiera sido perfecto y no estaríamos ahora tratando de evitar esta parte del post.

El resto, es decir, aquello que no tiene que ver con niños abandonados en prostíbulos, enamorados de sus hermanas que acaban dirigiendo el París una obra maestra del cine, se desarrolla en una época algo menos lejana que aquella. En ella un hombre que ha perdido la memoria y una mujer que ha perdido un hijo y a punto está, cada cinco minutos, de perder un marido (es decir, una comedia al uso) se encuentran y se conocen en todas las acepciones del término pese a no saber nunca gran cosa del otro no digamos ya de sí mismos. Entre medias, misterios familiares, ciudades ocultas bajo la arena, bares, conciertos de rock, sexo sexo sexo, el Sena congelado, Venecia resecada y la búsqueda de una cinta de video de una mujer hablando de amor y muerte y gemelos.

Suena bien. Yo sé que suena bien porque es la razón que me llevó a leerla (esa, y la confianza ciega en una de las pocas editoriales de este que merece ser tenidas en cuenta y la tentación de leer uno de los pocos libros que Thomas Pynchon ha recomendado en su vida o dicen que ha recomendado, que con Pynchon nunca se sabe, pese a que uno tiene que estar preparado para cualquier cosa que recomiende ese señor) pero es irregular, en exceso onírica y con unos personajes poco o nada atractivos con los que no hay modo (tampoco necesidad) de empatizar, que no hay por dónde coger, vaya, que no sabe uno (permítanme el atrevimiento: autor incluido) muy bien qué hacer con ellos.


jueves, 9 de febrero de 2017

Resumen de lecturas ENERO 2017


La falta de tiempo (problema puntual, espero) no me permite dedicarle al blog ni una tercera parte del tiempo que quisiera. Tampoco el número de páginas leídas es el mismo que el año pasado (nada más y nada menos que otra tercera parte). De ahí mi silencio. Pido disculpas a todos aquellos a quienes tal ausencia cause desvelo, esto es, medio país.

Dicho lo cual, he aquí un pequeño resumen de aquellas novelas leídas en enero, una excusa como cualquier otra para abandonar el incómodo silencio en el que nos hemos instalado.

Enero empezó flojo, muy flojo. Flojísimo. Y todo por culpa de El nadador en el mar secreto de William Kotzwinkle, una novela corta de la que hablamos hace no demasiado por aquí, una novela que se suponía (fuente: comentarios ajenos) deliciosa, maravillosa, intensa… una cosa absolutamente increíble que nadie debía dejar de leer. Y no, claro. O sea, ni por asomo. La novela no vale ni el papel en que está impresa y desde luego no merece ni cinco minutos del tiempo que se le ha dedicado. Puede que exagere, pero también puede que no. Léanla y después déjenla reposar, digamos, un mes. Y ya después vuelven y me dan la razón en todo. De nada.

Enero siguió con Tardía fama de Schnitzler, un nombre que sólo consigo escribir a la tercera, y que también se suponía genial aunque, y esto es impresión mía, en menor medida que el anterior. Bueno, quitando lo jugoso del tema (reseña un poco más abajo) la cosa era bastante normalita tirando a simple, esto es, como de provocar pero sin enfurecer, que ya me dirás tú qué sentido tiene. Mero entretenimiento pero no necesariamente una mala inversión.

La siguiente elección, siguiendo el procedimiento establecido por El Señor del Caos, fue Carpe Diem, de Saul Bellow. Me equivoqué. La de Bellow no es una mala novela, pero teniendo Herzog o El legado de Humboldt pendientes de leer no tenía maldito sentido embarcarse en semejante, ahora lo sé, nimiedad. Novela menor, vaya, ideal, si quieren, para hacer boca, abrir el apetito a obras de calado mayor o para quitarse el gusanillo de leer un Bellow de vez en cuando.

Y para espinitas, El gran Gatsby. La novela peca un poco de lo mismo que peca la de Bellow: es floja, floja. No dudo que habrá tenido su momento, pero no tuvo la suerte de coincidir en el tiempo con el mío. Supongo (no, no supongo; sé) que esperaba mucho más pero también puede ser que la falta total de empatía con los personajes o lo plano de la historia me haya pasado factura. LE haya pasado factura, quiero decir.

Entra en lo posible que estas novela hayan sufrido, injustamente, las consecuencias de haber leído, en diciembre, una detrás de otra, Los hermanos Karamázov de Dostoievsky y Middlemarch de Eliot, novelas del todo insuperables a su manera. Claro, yo no digo nada, pero las comparaciones son siempre odiosas y esto no ha debido ser fácil para las niñas bobas de enero. Pero también puede ser que no; es decir, también puede ser que si no han aguantado la comparación es porque no merecían aguantar la comparación. Digo esto porque inmediatamente después de leer a Scott Fitzgerald (quien, a pesar de lo que insinúo, me hizo disfrutar lo suyo) cayó Meridiano de sangre de Cormac McCarthy, una novela de quitarse el sombrero, la cartuchera y hasta los calzones largos; una novela que mantiene perfectamente el tipo frente a los dos monstruos antes citados. Al igual que Harold Bloom (y hablando de comparaciones desafortunadas) también en mi caso la empecé tres veces. No sé qué pensar de esto, pero así de entrada me resisto a sacar conclusiones en cien palabras, que es para lo que están pensados estos resúmenes. De modo que, con su permiso, lo vamos a dejar aquí en la esperanza de poder dedicarle media horita al bueno de Cormac.

Y enero terminó (y febrero comenzó) con un servidor de ustedes leyendo El ángel que nos mira de Thomas Wolfe. Llama la atención que una novela de la importancia de esta (demonios, tiene hasta película), escrita por un escritor de la talla de Wolfe y editado con todo lujo de detalles por Valdermar (hay una versión digital de la que deben huir pese a que la traducción es la misma) que es como para volver loco de envidia a cualquier editor que se tache de tal… llama la atención, decía, encontrarse con tan poca gente que la haya leído o/y con tan poca gente con intención de hacerlo. No voy a tratar de convencerles de nada, me limitaré a recordarles que se supone que están ustedes aquí porque les gusta la literatura (no todos, los hay que simplemente vienen a llorar) y que si no han leído esto o no han demostrado hasta la fecha la menor intención de hacerlo, entonces tal vez deberían plantearse quedar en otra parte, tipo salón recreativo o similar. El ángel que nos mira es LITERATURA y tiene, además, uno de los mejores arranques que se pueden encontrar en un libro. Las primeras líneas se las regalo yo; el resto lo buscan ustedes.

«Un destino que conduce a un inglés hacia los holandeses es bastante extraño; pero el que lleva de Epsom a Pennsylvania, y de aquí a los montes que se cierran en Altamont sobre el soberbio grito de coral del gallo, y a la dulce sonrisa de piedra de un ángel, tiene algo de ese oscuro milagro del azar que constituye la nueva magia en un mundo polvoriento.
Cada uno de nosotros es el total de sumas que no ha contado: reducidnos de nuevo a la desnudez y a la noche, y veréis cómo empezó en Creta, hace cuatro mil años, el amor que ayer terminó en Texas.
La semilla de nuestra destrucción florece en el desierto, la flor que ha de curarnos crece junto a una roca, y una arpía de Georgia hostiga nuestras vidas, porque un ladrón de Londres se libró de la horca. Cada momento es fruto de cuarenta mil años. Los días se desgranan en minutos y zumban como moscas que vuelan de nuevo hacia la muerte; cada momento es una ventana sobre el tiempo.
He aquí un momento:»

Y ya, a partir de aquí, FEBRERO, esto es, otra historia.