No hace mucho hablábamos en este mismo blog de Sara Mesa como la futura ganadora del premio Herralde. Esto es así y no admite discusión. El tiempo me dará la razón, no tengo la menor duda. Lo único que ignoro es cuándo tendrá lugar el feliz evento. Calculo que dentro de un par de años, tres como muchísimo. De modo que, por favor, déjenme ser el primero en decirlo: ¡Felicidades, Sara!
Pero mucho antes, cuando Sara no era más que una joven escritora que aspiraba a ganar algún día el famoso premio, escribió una novela (Cicatriz) va iba de lo siguiente:
A una mujer, joven, becaria de profesión, le gusta la literatura, lo que demuestra que la inteligencia no está necesariamente ahí. Pues bien, para tener alguien con quien compartir sus “inquietudes” se da de alta en un foro y antes de poner un pie en él ya tiene una mosca cojonera dándole la bienvenida, evidenciando la extrema soledad de unos cuantos. Pasa el tiempo, no mucho, o sí, no sé. Un día, un grupo de foreros organiza una cena a la que asiste y de la que no saca realmente gran cosa. Se ve que la amistad tampoco estaba allí. Tiempo después, no mucho, recibe un privado de un tal Knut Hamsum pidiéndole que le mande una foto a cambio de un par de libros, porque le han dicho, los otros cerdos de la piara, que estaba muy rica o no sé qué. Y claro: erección.
En este punto uno cerraría el portátil y tras consultarlo con la almohada pese a saber que sólo hay una respuesta posible, se daría de baja del foro y, literal y literariamente, desaparecería para nunca más volver a semejante antro de lujuria, perversión y gafapastismo.
Ella no. Ella, tras algunas dudas, le dice al muchacho que sí, porque mira, qué coño, un libro es un libro y no todos los días le piden a una que enseñe una teta.
Esto en la página 21. En la 22 le manda la foto. En la 23 recibe los libros. ¿Rápido, verdad? Pues no, para nada. Porque a partir de este momento entramos en un bucle que a ratos parece infinito. Realmente, si lo miras con la perspectiva de un par de días, ves que no ocurre gran cosa hasta mucho tiempo después. El relato es la evolución natural de una relación entre un hombre obsesionado con Proust y los tangas y una mujer incapaz de decir no exactamente a lo mismo y todo lo demás.
Resulta complicado seguir escribiendo sin desvelar una trama de modo que voy a irme un ratito por las ramas y a decir vaguedades a ver si me sale una reseña como esas de las revistas o los blogs de pago. De cobro. Bueno, lo que sea.
Dejando a un lado lo repetitivo del argumento (qué manía esa de dilatarlo todo, qué necesidad de entrar en tanto detalle total para después no sacarle partido) echo de menos una historia menos previsible que la que tiene lugar desde el momento en el que se cuela el primer sujetador entre los envíos culturales. Personalmente hubiese preferido menos libros y más desarrollo de personajes. No sé en qué momento la novela se convierte en un continuo esperar que alguien se suba a unos taconazos pero eso es exactamente lo que ocurre. El lector que yo soy asiste a los despropósitos de una tonta del bote que se finge enamorada ¿ante la necesidad? de ser permanentemente seducida o simplemente para aderezar su vida con cualquier extravagancia (está la cosa para andar exigiendo), pero al contrario de lo que ocurre en otra novela también protagonizada por una boba, en ese caso la Bovary (y sin ánimo de establecer comparaciones del todo imposibles), en esta novela que nos ocupa, la autora, Sara Mesa, única culpable, no logra, no ya convencernos de nada ni justificar de ninguna de las maneras qué es eso que lleva a la protagonista −a la que realmente nunca llegamos a conocer y que parece actuar más por miedo o desidia que por cualquier otra razón− a hacer lo que hace, sino ya simplemente entenderla, ser capaces de empatizar mínimamente con ella. Se le insinúa una vida triste que no queda del todo clara; sabemos que tiene marido como otro peces en la pecera, pero poco más. Es un personaje tan poco atractivo, tan desapasionado, tan aburrido y tan falto de aristas que merece un altarcito en museo de los donnadies. Esto, claro, lastra una novela en la que se avanza más por la inercia de la curiosidad (logro este de que no le voy a privar) que por sincero interés.
Lejos de parecerme la atrocidad que algunos pregonan por ahí y lejos también de considerarla una novela que, como se dicen ahora los modernos, seguiremos respetando dentro de cien años, tampoco me parece para tanto el desastre. Entretiene, a ratos, y pese a que no acabamos en ningún momento de comprender ni a unos ni a otros, nos queda la tranquilidad de saber que, aunque sea enfermizamente, hay parejas cuyos miembros están hechos el uno para el otro.