lunes, 28 de marzo de 2016

‘Cicatriz’ de Sara Mesa

No hace mucho hablábamos en este mismo blog de Sara Mesa como la futura ganadora del premio Herralde. Esto es así y no admite discusión. El tiempo me dará la razón, no tengo la menor duda. Lo único que ignoro es cuándo tendrá lugar el feliz evento. Calculo que dentro de un par de años, tres como muchísimo. De modo que, por favor, déjenme ser el primero en decirlo: ¡Felicidades, Sara

Pero mucho antes, cuando Sara no era más que una joven escritora que aspiraba a ganar algún día el famoso premio, escribió una novela (Cicatriz) va iba de lo siguiente: 

A una mujer, joven, becaria de profesión, le gusta la literatura, lo que demuestra que la inteligencia no está necesariamente ahí. Pues bien, para tener alguien con quien compartir sus “inquietudes” se da de alta en un foro y antes de poner un pie en él ya tiene una mosca cojonera dándole la bienvenida, evidenciando la extrema soledad de unos cuantos. Pasa el tiempo, no mucho, o sí, no sé. Un día, un grupo de foreros organiza una cena a la que asiste y de la que no saca realmente gran cosa. Se ve que la amistad tampoco estaba allí. Tiempo después, no mucho, recibe un privado de un tal Knut Hamsum pidiéndole que le mande una foto a cambio de un par de libros, porque le han dicho, los otros cerdos de la piara, que estaba muy rica o no sé qué. Y claro: erección. 

En este punto uno cerraría el portátil y tras consultarlo con la almohada pese a saber que sólo hay una respuesta posible, se daría de baja del foro y, literal y literariamente, desaparecería para nunca más volver a semejante antro de lujuria, perversión y gafapastismo

Ella no. Ella, tras algunas dudas, le dice al muchacho que sí, porque mira, qué coño, un libro es un libro y no todos los días le piden a una que enseñe una teta. 

Esto en la página 21. En la 22 le manda la foto. En la 23 recibe los libros. ¿Rápido, verdad? Pues no, para nada. Porque a partir de este momento entramos en un bucle que a ratos parece infinito. Realmente, si lo miras con la perspectiva de un par de días, ves que no ocurre gran cosa hasta mucho tiempo después. El relato es la evolución natural de una relación entre un hombre obsesionado con Proust y los tangas y una mujer incapaz de decir no exactamente a lo mismo y todo lo demás. 

Resulta complicado seguir escribiendo sin desvelar una trama de modo que voy a irme un ratito por las ramas y a decir vaguedades a ver si me sale una reseña como esas de las revistas o los blogs de pago. De cobro. Bueno, lo que sea. 

Dejando a un lado lo repetitivo del argumento (qué manía esa de dilatarlo todo, qué necesidad de entrar en tanto detalle total para después no sacarle partido) echo de menos una historia menos previsible que la que tiene lugar desde el momento en el que se cuela el primer sujetador entre los envíos culturales. Personalmente hubiese preferido menos libros y más desarrollo de personajes. No sé en qué momento la novela se convierte en un continuo esperar que alguien se suba a unos taconazos pero eso es exactamente lo que ocurre. El lector que yo soy asiste a los despropósitos de una tonta del bote que se finge enamorada ¿ante la necesidad? de ser permanentemente seducida o simplemente para aderezar su vida con cualquier extravagancia (está la cosa para andar exigiendo), pero al contrario de lo que ocurre en otra novela también protagonizada por una boba, en ese caso la Bovary (y sin ánimo de establecer comparaciones del todo imposibles), en esta novela que nos ocupa, la autora, Sara Mesa, única culpable, no logra, no ya convencernos de nada ni justificar de ninguna de las maneras qué es eso que lleva a la protagonista −a la que realmente nunca llegamos a conocer y que parece actuar más por miedo o desidia que por cualquier otra razón− a hacer lo que hace, sino ya simplemente entenderla, ser capaces de empatizar mínimamente con ella. Se le insinúa una vida triste que no queda del todo clara; sabemos que tiene marido como otro peces en la pecera, pero poco más. Es un personaje tan poco atractivo, tan desapasionado, tan aburrido y tan falto de aristas que merece un altarcito en museo de los donnadies. Esto, claro, lastra una novela en la que se avanza más por la inercia de la curiosidad (logro este de que no le voy a privar) que por sincero interés. 

Lejos de parecerme la atrocidad que algunos pregonan por ahí y lejos también de considerarla una novela que, como se dicen ahora los modernos, seguiremos respetando dentro de cien años, tampoco me parece para tanto el desastre. Entretiene, a ratos, y pese a que no acabamos en ningún momento de comprender ni a unos ni a otros, nos queda la tranquilidad de saber que, aunque sea enfermizamente, hay parejas cuyos miembros están hechos el uno para el otro.


lunes, 21 de marzo de 2016

‘Los insignes’ de David Pérez Vega

En esta novela realista de ficción se trata el tema de la poesía.

Yo de poesía no tengo ni puta idea, la verdad. Ni ganas. La poesía me ha parecido siempre un refugio para vagos, maleantes y espíritus contemplativos. Me gusta imaginarme a los poetas como tritones, seres feos y viscosos, desagradables a la vista y venenosos al tacto y por lo tanto carentes de todo atractivo. Cuando se meten en mi casa, me gusta golpearlos hasta la muerte.

Por eso tardé tanto en decidirme a leer el libro de David Pérez Vega. Y si lo hice no fue, obviamente, por la cuestión poética (aunque confieso que sabiendo, como sabía, además, que la novela dejaba a los poetastros por los suelos, miel sobre hojuelas) sino por algo de índole mucho más personal: David tiene un blog de reseñas literarias y pensé que aprovechando esa costumbre tan gilipollas que tenemos de leernos los unos a los otros, esta podía ser una magnífica oportunidad para dinamitar la competencia.

Y bueno, aquí estamos, dándolo todo.

Atentos a estas tres palabrejas: Visor, Hiperión y Bartleby. Todos aquellos que sepan qué tienen en común estos tres nombres, tienen un problema. El resto, sepan que se trata de tres editoriales especializadas en poesía. Exacto: tres nidos de tritones. Conviene identificar al enemigo cuanto antes. Ahí lo tienen.

Pues bien, en la novela de David se habla y mucho (casi exclusivamente, de hecho) de estas tres editoriales de poesía, pero por aquello de evitar indeseables [y] demandas, toda vez que no sabemos si las ventas darán para meterse en abogados, son literariamente rebautizadas como Bisonte, Hipérbole y Moby Dick. Todas y cada una de ellas tienen editores, que, como sabrán, son seres de natural monstruosos y purulentos, a los que no sólo se les cambia el nombre sino también el espacio vital con lo que Chus Visor, editor de Visor, pasará a ser por arte de novelista, Rucho Noarbe, editor de Moby Dick. Esto cumple una doble función de versionar el clásico “tirar la piedra y esconder la mano” y celebrar una ceremonia de la confusión que dé a entender que, independientemente de cómo te llames o para qué editorial trabajes, serás siempre la misma mierda. También puede ser un vulgar acto de cobardía.

«[…] nunca, pero nunca, te fíes de un español con un sobrenombre que contenga el sonido “che”. Evita cualquier trato con un Cucho, una Ichi, un Pancho, un Focho... [Un Chus] Huye de ellos, porque el sonido “che” en español lleva dentro la esencia del pijo insoportable, del burgués infantilizado, del niño gótico (como decía Jaime Gil de Biedma) tonto y caprichoso, del adulto que no concibe que las cosas no salgan como él desea, como le hicieron creer sus abuelas y sus tías cuando era un niño que se disfrazaba y cantaba y le aplaudían. De esa forma consiguieron convertirle en un frágil imbécil».

Todo esto lo digo para que quede claro de a quién vamos a acusar de qué.

La premisa de la novela es lo de menos, pero por aquello de un mínimo rigor periodístico, ahí va: un inspector de Hacienda feo, bajo, calvo y con gafas que tiene un blog de reseñas de poesía, mantiene charlas por Skype con el jefe de estado de Corea del Norte, a quien llamaremos simplemente líder para no incurrir en innecesarias faltas de ortografía. Pues bien, el líder ha escrito un libro de poesía que quiere que este pollo valore en su justa medida, para lo cual tiene a no sé quién traduciéndolo contrarreloj. Durante los ocho días que le lleva al mindundi hacer de aquello algo legible, se suceden conversaciones en las que sólo escucharemos a nuestro leal funcionario poner al líder al corriente de las mierdas nacionales a través de su propia experiencia que es a su vez la experiencia propia de cualquiera que se dedique a la poesía.

O casi cualquiera. Porque de lo que se trata es precisamente de denunciar, con cierto humor (he leído por ahí la palabra hilarante pero convendría no hacer el ridículo adjetivando en exceso) todo aquello que es más bien constitutivo de delito. Porque si decir en una obra de teatro “Gora Alka-ETA” se considera un acto punible, maniobrar para apropiarse de fondos públicos debería estar de horca para arriba en el manual del verdugo.

Les cuento, a modo de ejemplo, un caso que en la novela se reproduce cambiando, cómo no, los nombres. Aquí debía ir una cita, pero es demasiado larga y prefiero resumirla, no se me vayan ustedes a herniar. Para los más valientes la dejo en el primer comentario del post (1).  Para los menos, una recomendación: no dejen de echarle un vistazo; en ocasiones hacer justicia exige cierto sacrificio:

EN LA FICCIÓN, el jurado del premio de poesía de León formado, entre otros, por jóvenes poetas de esa ciudad, seleccionó para la gran final diez obras entre las que no se encontraba la de un tal Rubén Rodrigáñez. Juan López Cubero, matón de la poesía española, se indigna y ordena buscar el puto ejemplar entre la pila de desechos, perdón, desechados. Se busca y se encuentra y se incluye y no contentos con eso, se premia. De no figurar a reinar en treinta minutos. Algunos nacen con una flor en el culo pero otros directamente se la ponen con la lengua.

EN LA VIDA REAL, el premio sería el Ciudad de Burgos; Juan López Cubero, Luis García Montero y Rubén Rodrigáñez, Daniel Rodríguez Moya. Esto es muy viejo, pero todavía no ha prescrito. No sé qué hacemos que seguimos confiando en Luis García Montero y no sé qué hacemos que no le hemos quitado el premio a Daniel el travieso o, a modo de castigo, la catedral a Burgos. El premio: 7.200 euros. Edita: Visor. Y olé.

Lo más fascinante es que no ocurre nada. Nada. Es decir, NADA. Que ya hay que tenerlos, también, para ir después dando lecciones por la vida adelante o pretender meterse en política (Montero fue el desastrado candidato de IU a la presidencia de la comunidad de Madrid en 2015) o llorar porque te llaman ladrón. Angelito.

Esta es la mierda más grande que se denuncia en el libro, un poco por el montante del premio y otro poco porque los actores son de sobra conocidos. Pero dejando a un lado la corrupción en los premios, de Los insignes emergen nada más que los pequeños males de siempre: poesía de tontos para tontos; blogs de mediopelo; infantilismo, machismo, feminismo; malas artes; editores que reclaman anticipos a los propios escritores o bien les invitan a comprar trescientos ejemplares, que para el caso es lo mismo; reseñas que se compran y se venden en medios culturales absolutamente desprestigiados pero a pesar de todo leídos y compartidos por autores sinceramente emocionados y agradecidos. Y todo esto sobre una base de egos inflamados y blogs horteras infames plagados de lameculos. Lamentable sí, sobre todo porque son legión y porque a pesar de que la poesía ostenta categoría de género absolutamente marginal, sigue siendo buque insignia de la oferta cultural de ayuntamientos varios.

Pero a cada cual lo que corresponda según su tontería porque si algo queda meridianamente claro, si algo subyace en el texto de David es la (iba a decir idea, pero no) certeza de que al poeta común o a más común de los poetas lo que realmente le interesa, mucho más que escribir poesía y muchísimo más que leer poesía, es publicar poesía, es tener su mierdilibro con su nombre impreso en pan de oro y relieve sobre un fondo de color negro paleto. Y todo para qué. Y todo para nada. Porque ya nadie lee poesía. Ni siquiera los poetas leen poesía. Las ventas son las madres. Las que compran los libros y las que lamentan no haber dado una buena educación al nene o la nena y tener que aguantarlos ahora haciendo el ganso y llamando a puertas de ladrones y mentirosos  y corriendo con sus gastos de autoeditado y financiando su inutilidad, son las mamis.

Y todo lo demás no es poesía, todo lo demás es una burbuja poética que no acaban de explotar; es la mierda de siempre: víctimas que guardan silencio esperando su turno de entrar en una rueda que no deja nunca de girar.


lunes, 14 de marzo de 2016

‘Farándula’ de Marta Sanz

Marta Sanz ha ganado el premio Herralde por este libro.

Marta Sanz ha recibido el Premio Herralde por este libro.

(Que no es lo mismo.)

Y la razón de que se lo hayan dado, el premio, el Herralde, a Marta Sanz, toda vez que se ha (hemos) (he) descartado que tenga algo que ver con la calidad de la obra en cuestión, ha de ser o bien de orden sexual o bien de orden amistoso. (¿He oído «o bien de orden comercial»?(1)) Será que abraza bien, que tiene una sonrisa bonita o tal seguridad en sí misma que levanta España ella sola. O será por contestataria. Igual es que le tienen miedo y prefieren pagarle alguna terapia. Insisto en que por el libro no es. Seguro. O casi. Insisto, también, lo siento, en que no lo ha ganado. Y aquí sí que no tengo dudas.

Me puedo equivocar, pero sería la primera vez.

Se supone que Farándula trata sobre el mundo del teatro y un poco del cine, algo de la televisión… Un grupo de gente prepara, con un presupuesto irrisorio que viene a dar una idea bastante aproximada de lo mal que está el panorama, una obra de teatro llamada “Eva al desnudo”. La obra está basada en la película del mismo nombre, película que, si no han visto, no sé qué coño hacen que no se la están bajando comprando. Los actores son una mujer que entra en la madurez, en cierto modo reconocida (dentro de unos límites bastante estrechos en que menea su farandulismo) y un tanto belicosa, como nos gusta imaginar a la propia Marta Sanz, También aparece la clásica jovencita alocada que quiere triunfar y que parece dispuesta a lo que sea para ello, incluyendo participar en un reality tipo mujeres hombre y viceversa. Otros actores, meros figurantes, interpretan papeles fácilmente reconocibles también en la película/obra de teatro en que se inspira la obra.

Marta Sanz reproduce, pues, un poco a su manera y otro poco también, el universo de miserias que ya en su momento evidenció Mankiewicz, lo que viene haciendo doblemente prescindible esta novela. 

Pero el problema no es este, al fin y al cabo hace ya tiempo (desde Shakesperare, más o menos) que dejamos de buscar originalidad en los argumentos de las obras que leemos. El problema es otro. El problema es el aburrimiento al que Marta nos somete página tras página a golpe de enumeraciones. No voy a perder el tiempo reescribiendo precisamente aquello que recomiendo no leer, pero baste decir que no veía tal cosa desde la etapa dorada de Joaquín Sabina. Sirva como ejemplo que mientras para unos la gente son nietos de toreros disfrazados de ciclistas, ediles socialistas, putones verbeneros, para otras la gente es

«[…] son maestras de niños huérfanos, niños huérfanos, campeones paralímpicos de natación, asesinos, la madre Teresa de Calcuta y el Papa del Palmar de Troya, violadores, viejecitas que viven solas y que nunca han roto un plato, científicos locos, trabajadores del matadero, especuladores, mujeres generosas que preparan grandes cenas y se quedan a velar a los pacientes de los hospitales, estudiantes desesperados, auxiliares de enfermería que te cogen la vena a la primera -¡benditas sean!-, traperos multados por la policía municipal, parados de cincuenta que parece que ya han cumplido setenta y nueve, actrices que dejan de trabajar por viejas pellejas, adulteradores de potitos, aceites y otros alimentos, maltratadores, conductores que atropellan a un chiquilín y se dan a la fuga, donantes de sangre, prestamistas, cofrades de semana santa, tasadores del precio del agua, sacerdotes pederastas, ateos filántropos, gitanos que se rompen la camisa en las bodas, lectores que estropean los libros y lectores que los dignifican, defraudadores, chóferes de coches oficiales que piden compasión…»

Y un largo etcétera. Tanto como 900 palabras más. Y esto, así, sin parar, casi página tras página, en un intento no sé si abarcarlo todo o demarcar demasiado.

Se olvida, Marta, de que la paciencia del lector no es infinita pero se olvida también de crear personajes que no sean meros arquetipos de las películas de otros (el joven galán triunfador que fracasa cuando descubre que tiene conciencia y decide politizarse frente a la vieja gloria que muere de hambre mientras espera el tan cacareado y tantas veces prometido Hogar del actor, proyecto de geriátrico subvencionado que nunca llegó); se olvida de dotar a su novela, no de un argumento, que lo tiene, sino algo que obligue al lector a leer, (y no me refiero necesariamente a una trama (2)) que lo invite a esforzarse o que directamente le prometa, aunque sea mentira, que al volver la página todo será diferente, que no se va a encontrar lo que sabe que se va a encontrar, que todo va a terminar como sabe que va a terminar, que oculta un as en la manga, Marta, o un conejo en su chistera.

A no ser, claro, que en realidad todo esto no vaya de cine y teatro sino de literatura, que lo que ocurre entre bambalinas sea fiel reflejo de aquello que ella conoce mucho mejor: jóvenes escritores con ese mal de altura que les lleva a mirarlo todo por encima del hombre; mujeres de cierta edad y reconocido prestigio ya un poco hartas de todo; superventas de éxitos que penden de hilos o meros espectadores, escritores con labia pero sin posibilidades a quienes sólo les quedan ya el postureo de fin de carrera literaria: 

«Natalia de Miguel mantiene otra conversación con su supuesta mejor amiga. Las dos, sentadas en posición de loto sobre la colcha rosa de una cama con dosel, se cogen las manos: «Tía, esta noche voy a tener una cita con Alb.» La amiga hace un mohín que, como es habitual -Valeria había empezado a comprender los tics, las sinestesias y los automatismos del programa-, se subraya por medio del ruido de la puerta con los goznes rasgados por el óxido: «¿Con Alb? Pero si es un chulo.» La mejor amiga se come las vocales a una velocidad vertiginosa. En ese mismo instante Alb se pone crema concentrando toda su atención en el bíceps de su brazo derecho. Natalia alardea de vocabulario: «Sí, tía, es un narcisista. Pero me encanta.»

Porque si esto así, si esto va de meter pullas y dar patadas y collejas y poner en evidencia las vergüenzas del gremio al que la propia Marta se adscribe mal que le pese y más desde que acepta regalías como esta, entonces sí le abrimos la muralla, la dejamos pasar y hasta le damos un beso en la boca por valiente, porque no hay acto más digno que mostrar la verdad que se oculta a la vista de todos y encima declararte culpable.

Bromas aparte y ya para terminar quiero decir, en mi humilde (es un decir) opinión, una novela es algo más que un nombre en la portada; que esa editorial no es lo que era y que un premio amañado ya no hace currículum. 






(1) Un par de semanas después de haber escrito (que no publicado) este post apareció en Jot Down una larga entrevista con la escritora en la que afirmaba lo siguiente:
«[...] para mí el Premio Herralde, sumado a una trayectoria de veinte años de escritura pública, ha sido completamente decisivo. Yo cuento en cada momento lo que quiero contar, lo que me duele y me inquieta, con premio o sin premio; a veces esas cosas no interesan. Y no llegan a un público grande. Sin embargo, otras veces eres capaz de sintonizar con un público más grande: ese ha sido el caso de Farándula y en eso soy muy consciente de que los premios funcionan como mecanismos de publicitación de textos, autores y editoriales.
En España… En España, sí. Los que fomentan las propias editoriales, sí. Los premios que no son a obra ya publicada, sí».

(2) A este respecto, Marta también se pronuncia (o justifica) en la ya mencionada entrevista:
«Lo que digo es que dentro de una sociedad neoliberal se explota extremadamente esa forma [la trama]. Esa forma, porque, como te decía antes, considero que todas las formas son ideológicas. La decisión estética de privilegiar la trama por encima de otros elementos narrativos, esa estrategia estética, es la expresión de una ideología neoliberal que busca la asequibilidad y la comercialidad de los textos. El reconocimiento por parte del lector, la familiaridad y el «no molestar».
[…]A qué le llamamos escribir bien, a qué le llamamos un narrador ágil, por qué escribir bien se asocia con ser un virtuoso constructor de tramas, en cuatro rasgos, con no ser informativo, con no hablar de política en la literatura, con ser expresivo y no explicativo.»

martes, 8 de marzo de 2016

‘La tierra que pisamos’ de Jesús Carrasco

En una entrevista para eldiario.es, el escritor decía lo siguiente: «Prometo intensidad y tensión en el lenguaje. Prometo que entregaré a mi editora el mejor libro que sea capaz de escribir, lo cual es algo que solo me sirve a mí. Serán los lectores los que digan si es mejor o peor que Intemperie, si aporta algo o si es un libro prescindible».

Bueno, pues ya sabemos: PRESCINDIBLE.

Segunda novela y ya parece Carrasco un escritor sin nada que decir. Y, si, tal como asegura, este es el mejor libro que ha sido capaz de escribir, tampoco mucho que aportar. Porque Intemperie podía gustar más o menos pero era o llegó a ser, para muchos, “algo”. La tierra que pisamos es la nada más absoluta y ya se pueden poner como quieran los más o los menos. No hay historia, no hay personajes, no hay nada que suscite interés. ¿Tensión en el lenguaje? Tal vez tensión a secas, pero, en cualquier caso, no la que el escritor quisiera.

Parece que alguien no ha sabido estar a la altura de las circunstancias. Meteórica la carrera de Jesús Carrasco: tocado y hundido al segundo libro. 

Pero no adelantemos acontecimientos. Empecemos por la historia que se nos cuenta.

Siglo XX. España ha sido sometida. Ahora somos colonia de una potencia europea. Quiero decir que en la novela también, pero en modo conquista. A los héroes de la contienda se les regala una parcelita en Extremadura, que, bueno, en fin, pues no habrá sitios en el país que sean mejor recompensa. Pues bien, en una de esas parcelas viven un hombre y su mujer. Él, aguerrido y en extremo cruel militar, es ahora un trapo que no puede más que poner ojitos de furia cada vez que se mea encima. Ella lo lleva como puede desde su clasismo ignorante de mujer maltratada por la vida:

«[…] ¿qué puedo decir yo, que tantas veces he notado el pocillo de las monedas revuelto por la mujer que regularmente sube del pueblo para limpiar la casa y lavar la ropa? Su cercanía me resulta tan desagradable como la de la mayor parte de los lugareños con los que me he cruzado: holgazanes, gregarios, oscuros. Y el jardinero, ¿cuántas veces he tenido que darle dinero para que compre herramientas nuevas? ¿Qué sería de esta gente sin nosotros?»

Ahí la premisa.

En estas llega un hombre (ahora “indígena”) a la casa. No dice una palabra. Se sienta en el huerto y deja pasar primero las horas y después los días. Ella, al principio, se inquieta, claro, incluso coge la escopeta…. Bueno, la preocupación de rigor. Pero no hace nada. Sabrá ella la razón, pero no lo hace. Tal vez porque lo intuye inofensivo, un hombre de la tierra con problemas de adaptación, pensará.

«Arrodillado frente al bancal, ha volteado la tierra con sus manos, ha destapado la humedad del fondo, el tesoro sobre el que se alzan los tersos frutos. Tiene el mentón manchado de tierra húmeda, como si se hubiera dado un banquete con ella. Está ahí, en silencio frente a mí, con las manos hundidas en el suelo».

No quiero dinamitarles la novela por si en una de esas pájaras tan suyas deciden leerlo, pero sepan que la cosa trata de los horrores de la guerra y los sentimientos de culpa. Así porque sí, porque se ve que en su bendita ignorancia la buena de la mujer no se había planteado jamás tal cosa, un día comprende, viendo a ese hombre dormir noche tras noche a la sombra de un árbol, −hombre que nada más que reclama la tierra que pisa, tierra que ya no le pertenece porque un día se la arrebató el marido de la señora y la señora misma cuando mataron a sus mujeres y a sus hijos y a sus amigos y esclavizaron y maltrataron y enterraron en vida a poblaciones enteras−, un día comprende, decía, que tal vez, sólo tal vez, un poco de culpa, aunque no sea más que por complicidad o silencio, sí ha tenido ella.

Y claro, entre LA PENA del uno y LA CULPA de la otra y el lirismo desatado de aquel, ya tenemos poesía en movimiento sobre drama bélico y crueldad extrema, que es una cosa que gusta muchísimo en determinados círculos concéntricos:

«Tomas tu escudilla y te apartas y, sin saberlo, te envenenas, como yo lo he hecho. Tú también eres un odre podrido, hinchado por esa misma bilis que a mí me corroe. Y lo cierto es que te hemos hostigado hasta reducirte a la murmuración. Hemos violentado en ti, en vosotros, lo que hasta ese momento os había sostenido. Y tú, qué otra cosa podías hacer, has terminado pensando que tu ausencia es el único refugio, y tu piel, la única frontera».

Que ya te tiene que gustarte esto, también.

Con todo, no es el problema. Quiero decir: Carrasco es muy estiloso, pero esto no es una novedad. A estas alturas ya contaba uno con que iba a leer una sucesión de excesos. Tampoco es el aburrimiento, el problema, al fin y al cabo el ritmo sosegado y adormecedor de la estática contemplación del paisaje o los propios sentimientos también tiene su público. Son los personajes, que no llegan. Ella es como es hasta que deja de serlo, hasta que el silencio de un hombre le dice a gritos que su marido es un ser despreciable. Y ella, también. Despreciables los dos. Y ya todo es, a partir de ese momento, pegar tiros hacia dentro. Él, en cambio, nunca llega a ser nada. Desde su mutismo se nos transmite la imagen de un hombre que ha sufrido lo indecible, pero sólo porque en las guerras se sufre lo indecible. Sabremos de su horror, que es el horror de tantos, gracias a las generosas cartas que uno con ganas de escribir le envía a la mujer. Así sabremos cómo fue: cómo llegaron los malos y se llevaron a los buenos que quedaron con vida a trabajar talando bosques hasta la extenuación. Y nosotros, meros observadores, sólo podremos darle la razón porque ya todo el pescado está vendido mucho antes de leer una sola coma: la tierra es de quien la trabaja, la guerra es un infierno, las secuelas terribles de traumas infantiles…

Carrasco no aporta absolutamente nada con esta novela. Si acaso su propia forma de narrar, su estilo construido a base de alambicar trazos y una afición a narrar desde la primera o desde la segunda o desde la tercera persona, según el ánimo con el que se levante cada mañana, así como la incómoda y muy poco sutil costumbre de viajar continuamente por el tiempo fundiendo el pasado histórico con el presente continuo con el futuro o el pasado hipotéticos. Salir de historias que no interesan total para entrar en otras que ya conocemos.

El final, previsible de puro inevitable, no ayuda y termina uno la novela con ganas de haberlo hecho mucho antes.



jueves, 3 de marzo de 2016

‘Instrumental’ de James Rhodes

Hoy vamos a dejarnos de pesadas introducciones. Quién las necesita, verdad.

Hasta donde yo sé o hasta donde yo sabía hace escasamente una semana, James Rhodes no era nadie, o apenas nadie, si acaso un escritor primerizo. Me equivoqué, sí lo era. Alguien digo. Resulta que el tipo viaja por el mundo adelante tocando el piano y llenando salas y salones y auditorios. Es todo uno llegar y colgar el cartel de no hay entradas. 

En este libro cuenta cómo llegó a tal.

Empezó siendo violado durante cinco años desde que tenía seis. 

Sé lo que están pensando: así cualquiera. Pues no, para nada. Esto lo contó después, una vez llegó a lo más alto. El libro es la historia de su corta vida (no porque haya muerto sino porque todavía es bastante joven): el infierno por el que pasó, las pollas que chupó, las veces que fue sometido. En el colegio dio con un profesor de gimnasia bastante hijo de puta que primero lo cameló y luego lo embistió. Fue tal el abuso y fueron tanto los años que llegó a convertirse en una dinámica habitual, con todo lo que esto tiene de repugnante normalización. Es un infierno que cuesta imaginar, de modo que no voy a perder el tiempo en intentarlo. 

La situación lo destrozó, cambió su vida, lo volvió medio loco, adicto a las drogas, al alcohol, las autolesiones; sumen a esto problemas de memoria, incapacidad para relacionarse… no sé, la lista es demasiado larga:

«[…] autolesiones, depresión, adicción al alcohol y a las drogas, cirugía reparadora, trastorno obsesivo-compulsivo, disociación, incapacidad de mantener relaciones funcionales, rupturas maritales, ingresos forzosos en instituciones mentales, alucinaciones (auditivas y visuales), hipervigilancia, síndrome de estrés postraumático, confusión y vergüenza asociadas al sexo, anorexia y otros trastornos de la alimentación».

Pese a todo, salió adelante. Claro, dicho así parece fácil pero el tipo se las arreglará fenomenalmente bien para dejar claro que para nada. Durante doscientas y pico páginas seremos testigos del horror. En algún momento su rabia será nuestra rabia.

De lo que no nos vamos a librar será de las repeticiones. Ahora estoy bien ahora no. Ahora te lo cuento, ahora también. Doscientas recaídas, a cual más bestia, intentos de suicido… bueno, no sé, el historial completo. Pero lo bueno no es esto. Quiero decir por lo bueno, que lo que hace interesante esta telenovela no es la interpretación, la iluminación o el decorado sino la banda sonora. Rhodes es un buen comunicador. Consigue que sientas lástima por él, claro que eso es fácil, diría incluso inevitable (y si no es así, pedazo de mierda, háztelo mirar) pero sobre todo logra que su pasión casi infantil por la música sea altamente contagiosa. 

Todos los capítulos arrancan con el título de una canción (que tendrán que bajarse de algún lado o buscar en youtube si son ustedes de esos) y una explicación acerca de la misma, que parece ser la técnica que siempre utiliza Rhodes en sus conciertos; un poco aquello que lo ha hecho famoso. Dice, por ejemplo, que Bach es Dios y que en condición de tal se follaba a sus incautas y jóvenes seguidoras, vírgenes y devotas, probablemente, muchas de ellas. Hoy, en este país, por decir mucho menos de esto ya te meten diez días en la cárcel pero fuera de aquí se ve que la gente tiene más sentido del humor y sabe perdonar la blasfemia o bien la interpreta debidamente y lo toma como el cumplido que es.

Pero estoy divagando.

El libro avanza, pues, entre la desesperación y la esperanza y la recaída y la desesperación y la esperanza y la recaída. Y así un buen rato hasta que en equis momento y puesto que hablamos de música y puesto que hablamos de música clásica, Rhodes nos da su versión sobre el estado de las cosas que, hablando mal y en plata, es poco menos que una auténtica mierda. Como en todas las esferas del arte, la música clásica, al igual que ocurre con la narrativa en el campo de la literatura, se ha vuelvo en exceso elitista lo que significa que se ha llenado de imbéciles que creen que lo suyo está un poco por encima de la media, que sólo unas mentes privilegiadas pueden acceder al templo que se han erigido a sí mismos y en el que se han enclaustrado. Esto invita claramente al alejamiento de las masas que, de puro ignorantes y miserables, se refugian en shakiras y bisbales. 

«Resulta evidente que hay problemas importantes en el mundo de la música. Una estrechez de miras por parte de casi todos los que ocupan posiciones influyentes, una negativa infantil, producto esencialmente del miedo y el conservadurismo, a tratar de llegar a un público más amplio, un desesperado aferrarse a lo conocido a pesar de las pruebas abrumadoras de que están en un barco que se hunde, la aversión y la crítica inmediata a cualquiera que se atreva a probar cosas nuevas con música antigua, y, lo que resulta más deprimente, el deseo avaricioso y codicioso de lograr que esa música increíble siga siendo solo suya y de una élite selecta que se ajuste a su criterio de lo que es un oyente válido».

Rhodes, que aspira a repetir lo de Richard Clayderman pero en chanclas, carga contra todo y contra todos y reclama una cura de humildad y modelos de distribución similares a los que ofrece el pop o lo que sea que se escucha hoy día, con la intención de llegar a más público y rendirlos a los pies de la Chacona de Bach o algún movimiento de un nocturno de Chopin. Y Rhodes tiene un plan, o por lo menos, una idea. Esta idea:

«Tengo tantas ganas de salir de la trinchera en la que la música clásica se ha metido ella sólita, que me encuentro en el proceso de crear mi propia discográfica, Instrumental Records. Quiero fundar mi propio centro de creación. […] Instrumental es un sello en el que podré dar a los músicos la oportunidad de grabar lo que quieran. Diseñaremos álbumes preciosos, haremos giras como discográfica, organizaremos conciertos que respetarán la música, a los músicos y al público, apoyaremos a los nuevos talentos con independencia de la edad y el aspecto, pagaremos a los músicos los royalties que merecen, les daremos un control mayor y más completo de lo que quieran hacer, alimentaremos y cuidaremos a una base de seguidores tanto en Internet como en la vida real, que nutran toda esta revolución musical de la que formamos parte».

Sé lo que están pensando y no, no creo que Rhodes haya escrito este libro vender su discográfica. PARA NADA. Lo digo completamente en serio. Bueno, es decir, medio completamente. La historia que cuenta es una historia que había que contar y creo que está contada como tenía que ser contada; otra cosa ya, que, aprovechando la oportunidad que le brinda escribir un libro que cuenta sea leído por masas ingentes de violonchelistas y flautistas, se haga un poco de publicidad. Sí llama la atención, debo confesarlo, la desvergüenza a la que llega cerca del final:

«Si estás leyendo esto y tienes algo que aportar, únete a mí. Si estás en una de las discográficas grandes y harto de que te traten como a una mierda, o si nunca has grabado nada pero te mueres de ganas de hacerlo, cuéntamelo».

Pero bueno, fue violado tantas veces y fue tal el desamparo y el desequilibrio mental que casi parece justicia divina que ahora se le llene el sello de arrebatados pianistas y atractivas violinistas y que entre todos saquen un disco que deje en pañales al primero que publicaron los triunfitos de marras.