jueves, 21 de enero de 2016

Una aproximación a ‘La muerte de mi hermano Abel’ de Gregor von Rezzori

Bueno, aproximación… menos que tal, la verdad, menos incluso que fe de lectura en curso. Menos que nada. Si acaso oportunismo, ganas a asomar la patita... Ya me conocen. Y es que con poco más de doscientas páginas leídas (25 por ciento del total), realmente poco se puede decir que no sean las simplezas de siempre. Tal vez echar la vista atrás, establecer comparaciones… Tal vez leerles la contra, introducir algún chiste… No, es verdad, no es mucho, pero he decidido o, más bien, me he propuesto (sí, esa clase de propuestas) hacer del blog un espacio realmente libre, no sujeto a convencionalismos o estúpidas imposiciones, normas o regulaciones; me he propuesto abandonar de una santa vez la idea de una web dedicada exclusivamente a reseñar novelas leídas o a despotricar sobre aquellas abandonadas. ¿En qué momento hemos decidido que no se puede o debe hablar de las impresiones que produce determinado libro en determinado momento? ¿Por qué sí en Goodreads, por ejemplo, y no aquí? O, ¿en qué momento las aproximaciones se convirtieron única y exclusivamente en una forma a ajustar cuentas o levantar sospechas y no en trucos de almendruco para recordarnos que estamos vivos, que no todo se ha perdido? Si lo pienso, lo mejor de leer un libro es el momento en el que uno está sumergido en su lectura, no después, una vez se ha terminado y ya no hay nada que hacer, cuando ya está uno vendido, cuando ya todo son sentencias y cero dudas y afronta uno el papel en blanco con una insoportable serenidad.

Pero estoy divagando.

Desde que se publicó esta novela no he escuchado otra cosa que si obra maestra por aquí, que si obra maestra por allá, que si yo qué sé. Y no se equivoquen: me lo creo. De hecho, parte mi problema es ese: que me lo creo siempre y me lo creo todo o más bien me lo quiero creer toda vez que sé que nunca se dice del todo la verdad.

Afronto, pues, la lectura con la ilusión y los nervios de un adolescente ante su primer polvo; como un devoto frente a un altar. 

Ahora es cuando debería empezar la provocación: decir o bien que no, para nada, que menuda mierda y tal o bien que qué locura, santo cielo, qué maravilla, ah, si fuera el resto así. Bueno, pues no, de momento –ya veremos cómo acaba− ni lo uno ni lo otro porque las cosas como son: no hay quien amarre esta puta novela. Está resultando un tanto esquiva de puro excesiva, que ya sabía yo que Rezzori lo era (excesivo y, también, esquivo) pero no imaginaba que tanto, maldita sea, que me va a dar algo, que no es justo que a mí, con lo que me gusta que me cuenten cuentos, me tengan buscando por los estantes, sobre los muebles y bajo las alfombras piezas de argumentos para montar puzzles. 

La muerte de mi hermano Abel trata sobre un señor, de profesión escritor, que tiene entre manos una novela inacabada que lleva como veinte años preparando. Un editor le pide que resuma el argumento en tres frases tres:

«[…] no podría contarle la story de mi libro en tres frases. Ésta prolifera entre mis manos sin que yo intervenga en absoluto, actúa por su cuenta, se multiplica en una suerte de partenogénesis incontrolable. Cualquier cosa que narre, da lugar a otra narración. Cualquier historia genera otras diez: un crecimiento celular híbrido que no es posible controlar de ninguna otra forma». 

Tal cual. Pero tal cual, eh, después no digan no se lo he advertido. Si algo hace el argumento de esta novela es huir permanentemente de un lector que corre tras una sucesión infinita de pistas falsas que no sé sabe cómo acaban tejiendo una urdimbre de un algo que es todo y nada a la vez. Es prácticamente imposible no perderse en algún momento (bueno, lo difícil realmente es encontrarse siquiera una vez) por lo que además de obstinada (especialmente al principio, puesto que es una novela que se toma su tiempo en arrancar) la lectura ha de pausada, prácticamente estática pero fundamentalmente (he aquí mi consejo) recreativa.

Con todo, y a pesar de los juramentos (todo mentira), hay una serie de cosas que la hacen, al menos a los ojos de quien esto escribe, especialmente atractiva, y que son las que realmente me animan y estimulan, traen por la calle de la amargura y condenan y encadenan a la novela. Por un lado está su innegable paralelismo con las obras de otro grande (inmenso, más bien): Thomas Bernhard, a quien robaré una cita a modo de argumento:

«Y precisamente aquí, en ese suelo de muerte que me es congénito, me encuentro en casa, y más en casa en esa ciudad (mortal) y en esa región (mortal) que otros, y cuando hoy voy por esa ciudad y creo que esa ciudad nada tiene que ver conmigo, porque no quiero tener nada que ver con ella, porque desde hace ya tiempo no quiero tener nada que ver con ella, sin embargo todo lo que hay en mi interior (y en mi exterior) viene de ella, y yo y la ciudad somos una relación perpetua, inseparable, aunque también horrible. Porque realmente todo lo que hay en mí se refiere y se remonta a esa ciudad y a ese paisaje, ya puedo hacer y pensar lo que quiera, y cada vez tengo conciencia más viva de ese hecho, un día tendré una conciencia tan viva de él que, por ese hecho como conciencia, pereceré. Porque todo lo que hay en mí está a la merced de esa ciudad que es mi origen».

Bernhard hablaba en su autobiografía mucho y mal Salzburgo, una ciudad que, tal como le ocurría a Rezzori con Alemania, odiaba y amaba casi con la misma loca pasión toda vez que había sido su razón de ser y existir, motor de su creatividad. Tal como comenta José Anibal Campos, traductor de La muerte de mi hermano Abel, en noséqué especial (bueno, sí lo sé, pero ese no es el tema) sobre la obra del escritor

«Rezzori odiaba Alemania con la rabia del hombre profundamente ofendido, del hombre que confió en que se le acogiera en su patria y luego quedó profundamente decepcionado. Sin embargo, yo creo que en esto pasó por alto lo mucho que le debe a Alemania. Porque el cuestionamiento crítico que siempre experimentó en este país fue un desafío y un estímulo extremo para su creatividad». 

Otro de sus grandes atractivos reside no tanto en las decenas o cientos o miles de pequeñas historias como en una serie de personajes a cual más atractivo empezando por el tío Ferdinand, hasta el momento la más feliz creación de esta novela, un tierno y a su manera inevitablemente despreciable personaje que habita fuera y dentro de su tiempo (si acaso tal cosa es posible) mientras lucha por conservar un mínimo de aquello que fue tanto una época como él mismo: «El tío Ferdinand inmortaliza el mundo en el que ha vivido». 

Me gusta pensar que es al tío Ferdinand a quien entierran al comienzo de unos de los mejores relatos que he leído en mi vida (y no me refiero únicamente a los escritos por el propio Rezzori): “El cisne” [reseña].

«Y es lo que yo quisiera explicarle a mi difunto primpo Wolfgang: la inocencia de tío Ferdinand. Su incapacidad para ser y hacer otra cosa, una incapacidad eminentemente creativa. La manera inextricable en que está ligado a su época, la unidad de su ser con el espíritu de la misma, con el Zeitgeist: una unión tan íntima que fenece con la propia época, pero lo hace cantando como un cisne moribundo».

Por último y por aquello de no eternizar este post (pues las infinitas historias de La muerte de mi hermano Abel invitan a artículos a su vez infinitos (obsérvese que nos encontramos frente a una novela a la que perfectamente podríamos dedicar los diecinueve o veinte años que el protagonista asegura haberle dedicado (y pese no haberla terminado o precisamente por ello)) sin riesgo de agotamiento, ni de quedarnos jamás sin algo que decir o sin mucho que descubrir; de relectura, pues, obsesiva; obsesiva y obligatoria, con todo lo que tiene esto de frustrante, de desesperante, con todo lo que tiene de orgasmante); por último, decía, está la promesa, recién leída (allá por la página doscientos), de lo que está por venir, que no es otra cosa que la inexplicación de cómo una ciudad entera puede volverse completamente loca postrándose a los pies de un demente, de cómo medio continente puede sucumbir también a esa locura de banderitas, de clase media embrutecida y enferma de odio:

«He invertido muchos esfuerzos en mis manuscritos para explicar de manera comprensible cómo esa ausencia, ese estado de trance surgió a partir de mis vivencias el día 12 de marzo de 1938, el día que Adolf Hitler regresó a su país de origen, Austria, y las tropas alemanas ocuparon el país en medio de la aclamación delirante de la población. Pero aun el análisis más concienzudo deviene en este caso algo inexplicable. Aquél fue un día de esos que marcan un cambio de épocas. Un día de solstitium en el que el sol se detuvo en medio del cielo. Escribir esto es fácil, pero resulta bastante más difícil demostrarlo. No obstante, lo haremos en otro momento del relato». 

No me gustan los relatos y por lo tanto no me gustan (no acostumbran a gustarme) las novelas que se construyen a golpe de pequeñas historias. No me gustan los collages narrativos. Pero lo sí me gusta, no, lo que me encanta, lo que me vuelve loco son precisamente las novelas que me vuelven loco.

Que no se nos olvide: leemos por esto. Es decir, quienes leemos, o muchos de los que leemos, al menos, ya que no todos leemos igual ni leemos lo mismo ni, por descontado, leemos por lo mismo; quienes lo hacemos y sobre todo quienes lo hacemos del modo que lo hacemos, quienes llegamos o hacemos por llegar a libros diferentes, a autores diferentes, lo hacemos, leemos, para llegar a esto, a novelas como esta, a autores como este y para ninguna otra cosa y para nadie más, y lo hacemos para disfrutar, para qué otra cosa si no, pero también lo hacemos, leemos, para descubrir un autor o una novela que lo ponga todo patas arriba, que se nos meta en la cama y nos obsesione, que nos levante y nos desespere, que nos quite el sueño, que nos recuerde porqué amamos lo que amamos y porque odiamos a quienes odiamos, que nos recuerde porqué leemos los libros y a los autores que leemos y porqué despreciamos los libros y los autores a los despreciamos y odiamos como sólo odian y desprecian los mejores.

En poco más de doscientas páginas La muerte de mi hermano Abel se ha hecho muesca en mi calendario. Me quedan seiscientas. Páginas, digo, no muescas. Muescas pocas, me temo, pero mejor así. Seiscientas páginas, digo, eh, seiscientas. Casi casi ni una menos.

Ahora ya se pueden morir de envidia.



7 comentarios:

  1. Tengo una lista interminable de libros delante de éste, pero cada vez tengo más ganas de empezar con el amigo Gregor. Muy buena reseña, Sr. Tongoy. Por cierto, te comento con el único fin de tocarte las pelotas desde el anonimato, que deberías repasar la entrada antes de publicarla, que tiene unas cuantas erratas. Soy un sibarita del castellano, lo sé. Un abrazo.

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  2. Quien dijo envidida, un servidor viaja por la página 100, no termino de entender nada porque se entienden demasiadas cosas, sobre todo es algo distinto, sorprendente... Seguiremos deleitándonos también con las opiniones de Tongoy al respecto. Saludos y gracias.

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    1. Leo tu comentario y recuerdo que yo tuve esas mismas sensaciones al leer «La gran trilogía» y, sobre todo, «Edipo en Estalingrado». Con las dos obras mencionadas tenía esa sensación de ir un poco perdido y que la historia no acababa de hilvanarse del todo. A pesar de ello, no dejo de recomendar esos libros a todo el mundo que me pide consejo.
      Rezzori tiene un no-sé-qué (aunque si sé lo que es: inteligencia y elegancia) que a mi, al menos, me fascina.

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