«Para algunos hay ciudades condenadas sólo porque parecen nacidas y construidas para cerrar aquellas lejanías que les permitirían vivir en ellas. Son ciudades confortables; en ellas se ve el mundo como desde ninguna parte, como puede verlo la ardilla desde su rueda. A mí las únicas ciudades que me gustan son aquellas por cuyas calles se siente soplar el viento del desierto; y ha habido días —dijo, volviéndose hacia mí y mirándome con ojos penetrantes— en que he acusado gravemente a Orsenna; por sus calles sólo se huele a pantano, y a veces he pensado que no dejaba girar la tierra».
Júrenme que no se aburren. Júrenme por su lindo perrito que no se aburren mortalmente.
Claro que se aburren. Cómo no se van a aburrir. Si es que este punto al que hemos llegado es de morirse de asco, literalmente, de auténtico vómito. Lo más apasionante del viernes es mirar la cartelera o, para los menos afortunados, ir a la presentación de algún libro absolutamente prescindible que no hemos podido evitar.
Pero no siempre es así.
No hace mucho un atentado en Paris incendió las redes sociales al punto de tener que cerrarlas para poder respirar. Aquello era un frenesí de hipervínculos, lamentos y mapas detallados de zonas de combarte, estrategias militares y posibles soluciones al conflicto. Dolía tanto aquello de Francia, verdad… Porque los atentados en Francia, sobre todo por ser en París (qué bonito París, no me digan) duelen el doble que en Eslovenia, el tripe que en Rumanía… Y ya a partir de Turquía que les vayan dando, a todos, qué nos importará a nosotros... Ahora bien, ¡París! Joder… ¡París!
Pero qué me dicen de la emoción, eh, qué me dicen de ese irte a la cama con 140 muertos a la espalda; con esa carga de odio que no sabes todavía a quién dirigir, con esas ganas de hablar, de gritar, de dar tu opinión… esa necesidad, de repente imperiosa, de bombardear algo y matarlos a todos, hijos de puta que quieren acabar con nuestra paz. Ya no ardía sólo la red por las opiniones, sino por las búsquedas de artículos, explicaciones… cualquier cosa que nos dijese dónde estaba el problema. Por dónde caía exactamente Siria.
Que nadie se engañe: el miedo nos devuelve a la vida; en el fondo necesitamos una guerra. Todo exceso es malo y esto incluye la paz.
Esto viene a cuento de algo, claro.
En El mar de las Sirtes, Aldo, un niño bien, se aburre. Se aburre él y se aburre el país pero él quiere hacer algo. No aburrirse, por ejemplo. Y se busca un curro. Papi y Mami tiran de un hilo y colocan al nene en las Sirtes, a la orilla de un mar ocupado por una guarnición de tropas que se supone velan por nuestra paz toda vez que estamos en tiempos de guerra. Orsenna, la patria de Aldo, lleva trescientos años en guerra con el Farghestán por motivos que ya realmente nadie recuerda. Aquella es una guerra de mierda porque allí no muere nadie. Simplemente se saben de uñas y procuran evitarse. Les separa el mar de la tranquilidad: el mar de las Sirtes.
Pero tanta paz…
Aldo se sigue aburriendo. El cuartel se cae a pedazos, los barcos parecen de juguete y la fortaleza ya no merece tal nombre. Los hombres, pues, se dan a la agricultura, la ganadería… Bailan, copulan dichosamente, dejan pasar las horas mirando el húmedo horizonte tal como en El desierto de los tártaros la también guarnición, miraba el arenal.
Pero…
El nene medio se enamora (un poco ya venía de casa) de una linda rapaza de alta cuna, como él. La nena habita un palacete que es un nido de víboras donde todo son dimes y diretes y conspiraciones varias. Están todos muy nerviosos, creen que algo va a pasar. O más bien llevan tiempo esperando que pase algo y ya empiezan a estar un poco hartos de promesa incumplida.
«Según los rumores, allá no ha pasado nada que pueda verse. Nada ha cambiado en apariencia. Y hasta merece subrayarse que el que no haya cambiado nada en las apariencias confiere a los rumores algo más inquietante aún. Lo que se quiere decir, si es que se quiere decir algo, es más bien que una especie de poder oculto, digamos de sociedad secreta, con objetivos mal definidos, pero ciertamente exorbitantes, inconfesables, parece haber subyugado el país, lo ha hecho suyo y se ha apoderado de todos los mecanismos de gobierno».
Lo que sea. El caso es que la rubia le dice al maromo que vaya a navegar con ella, que le va a enseñar cuatro cosas. Entre tal y cual y va malmetiendo porque las mujeres ya se sabe. Entonces él, que gustaba de explorar zonas inhóspitas decide un buen día, unilateralmente, pasarse de la raya, esto es, cruzar los límites del mar, aquellos que sostienen la paz y el tedio.
Y así se lía.
No hay balaseras porque la cosa no va de eso, pero se le suponen a un futuro cercano. La novela trata, en realidad, sobre los deseos ocultos del hombre, esto es, sed insaciada de sangre y esa cosa que te corre por el cuerpo, esa emoción, esa pasión por la lucha, por derrotar al otro, acabar con él, comerte su corazón..., un sentimiento similar al que se le supone a Jimenez Losantos oyéndole hablar de Podemos.
La historia es fenomenal, las cosas como son, y la sensación de lento discurrir o de andar por las nubes o de caminar en sueños, ese subir acantilados con mujeres en brazos o salir de salas de mapas para entrar en salones de baile, le da un punto de irrealidad que va muy bien con ese exceso de prosa de Gracq, que es, de todo, lo que menos me gusta por más que sepa y quiera y pueda apreciarla en lo que vale. Pero es que hay un exceso tal de… de todo, que demasiadas veces invita a la espantada.
«Orsenna transmigraba, se evaporaba en aquella polvareda de estrellas en la que leía Fabrizio nuestra ruta. Brillaban con un resplandor inagotable y constante. Una noche más, después de tantas otras, se tendía Orsenna en el lecho de sus astros, se disolvía gustosa en la figura de sus estrellas, totalmente entregada como un planeta muerto a la intimidad y la inercia sideral».
Hay muchos libros así, excesivos, por barrocos o por inaguantables. De tan barrocos inaguantables y viceversa. Pero a algunos se lo perdonamos, porque nos damos cuenta de que toda esa bola de grasa define a alguien, pone su esencia delante de nuestros ojos, debido a una destilación se corporeiza una figura obesa, tal vez con coleta: un un genio que se escapó de la botella que nos dice que para eso sirve la literatura, para comunicar cosas, bonitas o feas, delgadas o gordas. Esto nos pasa a casi todos, a ti se ve que no.
ResponderEliminarPara barroco tu comentario.
EliminarEsta novela es una obra maestra. Ya les gustaría a todos los que has citado alguna vez en este blog.
ResponderEliminarLeído hace años, perdura. No la tacharía de excesiva en el sentido de cargante, o barroca con la connotación de pesada... sí es un tiempo narrativo dilatado, sí transmite muy acertadamente una pesadez y lentitud, sí divaga y caracolea para dar ese ambiente irreal, onírico del que hablas...
ResponderEliminarDecir obra maestra es decir mucho, pero esta sería candidata a "relevante".
A mi ver, mucho más destacable que "El desierto de los tártaros"
Si medimos el éxito de la literatura por la adecuación del estilo a un sentimiento, una visión del mundo... El mar de las Sirtes es un éxito acojonante. Excesivo, sí, como lo son Góngora, Faulkner, Proust o Nabokov. Como emborracharse con whisky de malta.
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