Presten atención a la portada de este libro.
Presen atención, también, a la contra: «Los huérfanos es un relato de ciencia-ficción profundamente humanista. Una asombrosa indagación en los peligros de la memoria histórica como instrumento político. Y una apuesta por la literatura entendida como ambición».
Seguimos cuesta arriba. Ahora, el argumento:
Pekín, año dos mil cuarentayalgo. Un bunker. Un grupo de supervivientes, chinos o no tan chinos, ciudadanos del mundo en definitiva, sobreviven bajo la luz amarillenta propia de tan claustrofóbicos espacios tras esa esperada hecatombe conocida como la Tercera Guerra Mundial.
Bien, ¿no? Es decir: prometedor. Sobre todo si, como es mi caso, la cosa apocalíptica tira.
Bueno, pues no.
Iniciamos el descenso.
Marcelo, el narrador de esta novela (novela objeto de sus observaciones y pensamientos más íntimos), es un tipo empeñado en aprenderse el Diccionario por las malas, porque esta es una novela de ciencia ficción dirigida a los que son de letras. Es casi lo mejor que tiene. No. Es lo mejor que tiene. Imagínense.
«Como en un viaje demencial por la toponimia; como en un descenso en espiral por el abismo de un mapa; como una expedición de rastreo de huellas por los valles y desniveles y pueblos y depresiones y cordilleras y aldeas y ríos y vertederos y acantilados y metrópolis y periferias y polígonos industriales y búnkeres y sótanos de la historia de la topografía; así he caminado, sin tregua ni descanso, siempre hacia el norte, es decir, hacia el fin, por una ruta exclusiva de palabras. Las he buscado y encontrado, ensartado, recorrido, subrayado, estudiado, memorizado, interiorizado durante jornadas laborales y ratos de ocio, robándole el tiempo a las comidas y al sueño, discretamente, en silencio, sin que nadie pudiera detectarme ni, por tanto, delatarme».
Apasionante. Un hombre. El fin del mundo. Una misión: el rigor sintáctico. Jódanse, apocalípticos de manual.
Básicamente la acción de la novela es lo que pasa en el bunker —que tampoco es que sea gran cosa— en un momento concreto pero con frecuentes incursiones a un pasado más y menos reciente. Hay, además del protagonista, un grupo de habitantes que son descritos con habilidad poco habitual por el autor:
«Xabier (cráneo prominente, rostro huesudo con geometría de diamante en bruto, en cuyo hemisferio inferior lucen dos ojillos grises, insistentes, ajedrecísticos): viejo amigo, Xabier.
Susan (piel carcomida por cicatrices de acné y poblada de gruesos pelos rizados que la luz amarilla disimula, ayudada por la energía que pese a todo irradian los ojos verdes y la boca, siempre a punto de sonreír sin nunca decidirse a ello): Susan.
Kaury (líneas ovaladas y curvas en las ojeras, en la piel colgante del cuello, en los cachetes, que ahogan la vivacidad en decadencia de la mirada castaña, siempre despeinada): Kaury».
[Etcétera, etcétera, etcétera]
Y así. Todo muy profesional, original, innovador. Tanto como un catálogo de encimeras de cocina.
El motor de la narración de lo que ocurre en el bunker (otro cantar, ya, el contexto histórico) es de un simplismo brutal: uno, que estaba loco, que, de hecho, lleva loco muchos años, años en los que, para más inri, vive aislado (motivo a pesar del cual no se plantea, como cabría esperar en una novela de esta naturaleza, el menor problema ético que suponer alimentar una boca inútil), se escapa. El loco sale de su celda y anda por ahí, paseando, por el entresuelo del bunker, bajo los pies de todos ellos. Esto se puede vivir con pánico o con cierta normalidad, depende de lo que desayunes. Carrión, otro narrador sin sangre en la venas pero amante de la corrección gramatical más enfermiza y a ratos un tanto-bastante irritante, opta por lo segundo, provocando en el lector un exceso de apatía y odio visceral que acaba proyectando en, no sé, un diccionario. O algo. («Algo: sí «algo», ese pronombre indefinido que refiere a lo que no se quiere o no se puede nombrar»).
«Las gotas me salpican los pómulos, el cuello, los ojos. Se convierten en lágrimas, del latín «lacrima», lacrimoso, lacrimal, lacriminal».
«Y escribo ahora en presente, me doy cuenta, y el cambio de tiempo requiere una explicación —que nadie me ha pedido, que nunca nadie me pedirá porque mi único interlocutor es la nada, nadie—. —Que el lenguaje no se descontrole».
«Caída libre: aberrante, abismal, absurda, corrosiva, degradante, delirante, deprimente, inmoral, irreversible, kamikaze, obscura y oscura, pútrida, radical, sucia, suicida, terrible, vulgar: ¿cuántos adjetivos serían necesarios para describirla?»
«Mientras él dudaba, al mismo tiempo que lo hacían las líneas céreas de sus rasgos, he tratado de estudiar su fisonomía para religarla con su nombre, pero sus palabras han llegado antes de que lograra su objetivo mi concentración».
Al mismo tiempo, porque ese bunker es un no parar, al narrador le pone una adolescente que nació el mismo día que estalló la guerra y media novela es él sátiro perdido pretendiendo no sé, provocar asco o algo, pena, seguramente y no llegando nada más que al pasmo ante tanto infantilismo masturbatorio de sexto de primaria.
«Le haría el amor.
La penetraría.
Cogería con ella.
Me la cogería.
Me la follaría.
Le echaría un polvo.
Le metería el pene, la polla, el coso, el nabo, la cosa, the dick, the thing, il cazzo, el engendro maldito que me arde entre las piernas, el taladro.
La taladraría.
Broca gruesa, en espiral, como palabras de broca gruesa y espirales.
La perforaría.
La hollaría.
La humillaría, humillándome.
Hasta sentir cómo los testículos, los huevos, las bolas, los cojones, mis pelotas rebotan contra su barbilla y sus mejillas, contra sus muslos, contra sus nalgas.
Oral, vaginal, analmente».
Sumen a esto errores de botijo: un gran hallazgo se produce avanzada la novela: en el bunker hay cámaras. Todos son observados cada minuto. Que ya son ganas, también, catorce años de gran hermano. Esto lo descubre, nuestro héroe, pues eso, a los catorce años de encierro y no sabe si su líder (líder natural desde siempre) lo sabe: «Chang sabe que hay cámaras. O no lo sabe», piensa. Es decir, que no sabe si lo sabe. Inexplicable ignorancia sí, tal como asegura en otro momento de la novela: «…supe que Chang fue renunciando a su influencia en la universidad y se fue dedicando enfermizamente a la rehabilitación del búnker». Dedicarse enfermizamente a la rehabilitación de un bunker y no saber si tiene cámaras es de narrador poco listo. Pasar por todo esto de puntillas y hacerse un poco el tonto es de escritor demasiado. Demasiado listo, se entiende.
Mejorando minuto a minuto, ya ven.
Y eso es media novela. El otro medio, esto otro:
Un buen día Jorge Carrión tiene una idea: piensa en una situación en que se llevase al extremo la cuestión de la memoria histórica y la gente tuviese que pagar por sus crímenes pasados y una cosa llevase a la otra y ya todo fuese mirar hacia atrás y alimentar el rencor y sacar las cosas de madre:
Y dice, Carrión: con esto me hago una novela. Y con un bunker. Bunker, bunker (así Carrión asociando ideas)… ¡Lost!: «La construcción del búnker había sido una especie de broma privada, un juego, George siempre decía que alguno de nosotros debería ser encerrado allí y obligado a teclear siempre los mismos números, hasta que fuera descubierto mucho después, por los siguientes habitantes de la isla, y fuera tomado por un loco o por un dios». ¿Qué más, qué más? ¿Qué te gusta, Jordi? El ajedrez, me gusta. ¡Bobby Fisher! Y ahí lo tienes: todo el mundo jugando al ajedrez y breve biografía de Bobby Fisher, un quinto de novela y curiosamente la única parte realmente amena.
«[...] la reanimación histórica era un movimiento de ficcionalización de la historia, un movimiento eminentemente teatral, en que los sujetos interpretaban biografías ajenas, pretéritas, era errónea. La reanimación histórica era una forma de la verdad. La reanimación histórica era una revolución. La reanimación histórica no conducía a relatos, sino a actos, a hechos, a acciones, a la transformación social y política de lo real».
Y dice, Carrión: con esto me hago una novela. Y con un bunker. Bunker, bunker (así Carrión asociando ideas)… ¡Lost!: «La construcción del búnker había sido una especie de broma privada, un juego, George siempre decía que alguno de nosotros debería ser encerrado allí y obligado a teclear siempre los mismos números, hasta que fuera descubierto mucho después, por los siguientes habitantes de la isla, y fuera tomado por un loco o por un dios». ¿Qué más, qué más? ¿Qué te gusta, Jordi? El ajedrez, me gusta. ¡Bobby Fisher! Y ahí lo tienes: todo el mundo jugando al ajedrez y breve biografía de Bobby Fisher, un quinto de novela y curiosamente la única parte realmente amena.
Ya vamos navegando hacia las trescientas páginas. Ya vamos bien. Ya tenemos novela. Ya tenemos contenido para el continente.
Pero no es suficiente. Carrión piensa: ¿qué no puede faltar en una novela de ciencia ficción?
La ciencia ficción, claro.
He aquí las grandes aportaciones de Jordi Carrión a la literatura de Ciencia Ficción. Atentos.
«Cayó NeoGoogle y se quedó sin cuenta de correo electrónico; cayó Globalphone y se quedó sin acceso a su cuenta de telefonía».
NeoGoogle. Globalphone. Con dos cojones. Qué grande. Más:
«Chang sabía que yo había llamado a Shu a su micromóvil».
Micromóvil. Supera esto, Asimov.
Más, más.
Facing. Lo del facing, y más concretamente el exceso de atención que tiene en la novela es especialmente vergonzoso, ya que todo (todo) ese esfuerzo va dirigido a tratar de sorprender al lector en un momento dado. La búsqueda del OH! lector menos exigente, para que nos entendamos. Tristeza.
«La operación de facing consistía, en una primera fase, en la alteración física del rostro mediante pequeñas fisuras para la introducción de micro-implantes (en las fosas nasales, en el paladar, en los párpados, en los lóbulos); y en una segunda fase, en la construcción de una cara alternativa, previamente diseñada informáticamente, que se lograba mediante la alteración molecular de la cara original».
No more F.E.O.S., pues.
Pues entre la cosa esta del facing, el ajedrez, Bobby Fisher, la memoria historica, el bunker y dos o tres pijaditas más, nos hacemos un collage de cosillas que dan para trescientas páginas, poco más o menos, y servirán para, no sé, hacernos creer que sabemos unir narrativa y literatura de género, que no tememos arriesgar, que podemos con todo, ¡que somos innovadores!, que no pasa nada, que quién dijo miedo. Que ya vendrán los amigos y las deudas pendientes y las reseñas pactadas a salvar este pequeño desastre.
Hijo, qué masoquismo. Me dan ganas de enviarte un ejemplar de "Regalo de Reyes" cuando salga en un par de semanas, para que por fin puedas pasártelo bien leyendo algo
ResponderEliminar;-)
A mi este poner a los libros en su sitio y llamar a las cosas por su nombre me pone. Y mucho.
ResponderEliminarA mí también, obviamente, por eso soy asiduo lector de este blog.
EliminarTongoy.
ResponderEliminarNo nos dejes nunca, porque entonces "los huérfanos" nos quedaremos nosotros.
¿Existen reseñas pactadas?. ;---))))
Si la innovación pasa por escribir esto, me anclo en lo decimonónico.
En la wiki, a Carrión lo describen como escritor y crítico literario (con dos huevos) y lo vinculan al movimiento "Afterpop" (?).
ResponderEliminarEn youtube, el andoba cuenta que se le ocurrió la novela en un viaje en avión a Caracas y habla de no sé qué hostia de trilogía, de que es hijo de emigrantes y eso ha marcado su obra, de que este último truño es coherente con el resto de la misma, y de que el libraco tiene algo que ver con otra cosa suya titulada "El Grito" (cuyo título coincide con el de una película de Antonioni: con dos huevos again).
En inglés, Carrion quiere decir carroña: casualidad, por un lado; eso lo dice todo, por otro.
Por aquí veo otra reseña similar. Creo que no leeré la novela:
ResponderEliminarhttp://www.revistadelibros.com/resenas/luz-amarilla
Ya son ganas de perder el tiempo. Si quiere una ficción apocalíptica para quitarse el sombrero recurra a "La tierra permanece" de George R. Stewart que sin grandes alardes toca todo lo esencial. Vamos, que para eso estan los grandes clásicos (muchos de ellos olvidados).
ResponderEliminarUn saludo.
Carlos
Te veo lleno de prejuicios.
ResponderEliminar¿Se puede saber qué coño tienes tú contra los catálogos de encimeras de cocinas?
En el anterior, postres para thermomix, en este catálogos de encimeras... ¿El siguiente será de montaje del IKEA?
ResponderEliminarMe he reído mucho con lo de "una misión: el rigor sintáctico".
Para búnker Gran Hermano y apocalipsis está La penúltima verdad de K dick...
ResponderEliminarJajajajaja...
ResponderEliminarEres aburidísimo, Tongoy. Mira que te leo poco pero te juro que esta es la última vez que te leo. Aburres a los muertos. Pesao.
ResponderEliminarA Los Muertos, dice, qué cachondo. Me parto.
EliminarQué nos jugamos a que sí vuelve?
Anónimo, ¿te refieres a "Los muertos" de Joyce, o a "Los desnudos y los muertos" de Norman Mailer? (En fin...)
Eliminar¿Pero cómo mierda haces para leer estos libros con tanta cosa que hay en la tele y tanto porno bueno en Internet? Yo no soy capaz ni de terminar tu post sin pensar que estoy malogrando mi vida en la galaxia Gutenberg.
ResponderEliminar'Novela sin alma'. Así resumiría yo tu reseña. Pero es que yo tengo pocas ganas y soy muy simplón. Tu sigue a lo tuyo, Tongoy, chavalote, que así, mientras me entero de si ta gustao o no ta ha gustao me parto el culo.
ResponderEliminarFco, no hace falta que vengas a partirte el culo aquí, con la mierda de novela que estás publicando en tu blog deberías tener más que de sobra.
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