Esto empezó más o menos así: leía yo, tan contento, por recomendación de una amiga, Volver, la novela de Toni Morrison editada hace no mucho por Lumen, pero a medida que avanzaba en ella iba cayendo en la cuenta que aquello que en un principio parecía un SÍ estaba resultando ser un mayúsculo NO. Resultado: quitando momentos puntuales, Volver de Toni Morrison, me ha dejado frío glaciar y cada día que pasa cae un poquito más en un feliz olvido. Pero en el fondo había algo que sí me estaba gustando, un reencuentro con el sur caluroso y racista que, tal vez por lo inesperado de la recomendación, había resultado gratificante. Y ocurrió: esta misma amiga, ignorante de mis estado de Lector Disperso, me recordó una vieja cuenta pendiente con Carson McCullers en la forma de, por ejemplo, Frankie y la boda.
Toda esta paliza para contarles una obviedad (que he leído a Carson McCullers) y para ahorrarme la reseña de Volver, reseña que me apetece menos que cero afrontar y de la que voy a pasar soberanamente.
Pero dejémonos de introducciones chorras y otras maldades y vayamos a lo importante.
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‘Frankie y la boda’ tiene todos (¡todos!) los ingredientes que me gustan en una novela o al menos todos (¡todos!) aquellos ingredientes que más me gusta encontrar en una novela (aquí una debilidad), a saber: el paso de la adolescencia a la madurez (y por extensión unos personajes atormentados y sometidos a un entorno violento, entendiendo como tal todo aquello que supone una agresión a la intimidad) y una construcción fundamentalmente teatral.
En ‘Frankie y la boda’ una joven de doce años sufrirá en apenas cuatro días una transformación inevitablemente traumática provocada por un continuo buscar un lugar en el mundo:
«Ellos son el nosotros de mí.» Ayer, y durante todos los doce años de su vida, ella sólo había sido Frankie, un yo que tenía que moverse y hacer las cosas por sí sola. Todos los demás podían invocar un nosotros: todos menos ella. Cuando Berenice decía nosotros, quería decir Honey y Big Mama, su logia o su iglesia. El nosotros de su padre era la tienda. Todos los miembros de un club tienen un nosotros a que pertenecer y del que hablar. Los soldados en el ejército pueden decir nosotros, y hasta pueden decirlo los condenados a trabajos forzados. Pero Frankie no podía invocar ningún nosotros, a menos que fuera aquel terrible nosotros veraniego formado por ella, John Henry y Berenice, y aquél era el nosotros que menos quería en el mundo. Pero ahora, de repente, eso se había acabado y todo era distinto. Tenía a su hermano y a la novia de éste, y era como si desde el primer momento en que los vio lo hubiera comprendido interiormente. «Ellos son el nosotros de mí.»
Esto (lo de Frankie) viene de atrás (esto siempre viene de atrás): su cuerpo ha cambiado, se ha “estirado”, afeado y ha perdido su espacio, ese espacio infantil hasta ayer privado y protector, pero todavía no tiene acceso al atractivo pero vetado mundo adulto: su padre no le hace ni puto caso (ni la escucha, las más de la veces) y de su madre, muerta durante el parto, no le queda ni el recuerdo más vago ni le despierta la menor simpatía. Ejerce de madre-cuidadora una mujer negra y de hermano menor un primo que pasaba por allí, el típico criajo con gafas de montura dorada tan fácil de imaginar. De fondo, el sur de los años cuarenta en un pueblucho que, como la propia Frankie, vive un momento de desarrollo al abandonar su mentalidad pueblerina en favor del individualismo propio de la pequeña o mediana ciudad, dando lugar a un espacio en que cada día resulta más difícil no sentirse solo:
«—Lo que yo quiero decir es esto —dijo F. Jasmine—. Tú vas por la calle y te encuentras a alguien. A cualquiera. Y os miráis uno a otro, y tú eres tú y él es él. Cuando os miráis uno al otro, los ojos establecen un enlace. Y luego tú te vas por tu lado y él se marcha por el suyo. Os vais a distintas partes del pueblo, y quizás no os volváis a ver nunca más en toda vuestra vida. ¿Ves ahora lo que quiero decir?
—No del todo —dijo Berenice.
—Estoy hablando de este pueblo —dijo F. Jasmine en voz más alta—. Hay por ahí toda esa gente que no conozco ni siquiera de vista o de nombre. Y pasamos unos al lado de otros sin que haya entre nosotros ningún enlace. Y ellos no me conocen ni yo a ellos. Y ahora yo voy a marcharme del pueblo y ahí está toda esa gente a quien nunca conoceré.
—¿Pero a quién quieres conocer? —preguntó Berenice.
—A todos. A todo el mundo. A toda la gente del mundo —replicó F. Jasmine».
Y cambios sobre cambios: su hermano mayor, recientemente transformado en hombre, está a punto de mutar en hombre-felizmente-casado-con-hermosa-mujer (así la percibe Frankie) que ve en ellos, en esa pareja, una salida a su mundo inestable, cambiante; una seguridad que ignora que no existe y que le permitiría definirse de una santa vez; que le dará, piensa ella en su todavía ingenuidad infantil, la libertad que no encuentra en su opresivo hogar, esa cárcel de puertas abiertas: «Era mejor estar en un calabozo donde una puede golpear las paredes que en una cárcel que no se ve».
Inevitablemente, Frankie se enamorará, no de su hermano ni de su cuñada, ni de ese crío con gafas de montura dorara, ni de ese pueblo, ni del primer imbécil de permiso que la invite a una cerveza sino de aquello sobre lo que, en cierto modo, girará la novela, sin ser ni remotamente lo importante: la boda de su hermano. Frankie se enamora de una boda, porque esa boda es todo lo que tiene ahora mismo Frankie para dejar de ser Frankie, para salir de ese lodazal que son los doce años, y ese matrimonio es, dentro de su limitado universo, lo que más se parece a una huida hacia delante. No se trata tanto de llegar a como de salir de.
«Sólo le quedaba la idea de que tenía que encontrar a alguien, a quienquiera que fuese, para podérsele unir y marchar juntos. Porque ahora ya reconocía que estaba demasiado asustada para salir sola por el mundo».
Carson McCullers escribe una hipnótica y deliciosa novela (novelita) sobre el sencillo acto de crecer y traumas inherentes y la sostiene sobre tres infelices personajes que matan las horas en torno a una mesa, personajes condenados a crecer y a sufrir el mayor de los males conocidos: la vida.
Hola.
ResponderEliminarVemos que te has viciado y has seguido con los relatos de "El aliento del cielo".
Pues... no te digo ná y te lo digo tó. De lo bueno lo mejor y de lo mejor lo superior.
Quizá con este libro te olvides (momentáneamente) de tu aversión al relato corto.
Los hay para arrancarlos del libro, enmarcar las páginas y colgarlas sobre tu cama.
Eso pienso yo.
EliminarFern, como digo más abajo, sí, me están gustando bastante. No todo, insisto. Pero sí, para tratarse de relatos, ya me doy por más que satisfecho.
Sólo he leído "Balada del café triste", y está muy muy bien.
ResponderEliminarYo me estoy empapando de McCullers. he leído tres novelas cortas y ahora estoy con los relatos. Todo del tipo, hecho excepcional en mí, que me gusta cambiar continuamente. Y estoy encantado, incluso con los cuentos (no todos). Una narradora excepcional, tal vez de temática algo limitada, pero igualmente interesante.
EliminarOs lo dije hace tiempo. Sois todos hormiguitas y yo soy The number one.
ResponderEliminarMcCullers es maravillosa; un clásico, sin duda.
ResponderEliminar"La balada del café triste" y "Reflejos de un ojo dorado", son las obras de ella que más me gustan a mí.
En el primero hay un breve análisis sobre la categoría de amante y amado que es de lo más lúcido que he leído al respecto.
Un saludo.
Eliminarme quedo, de los tres, con este de Frankie. Los otros me gustan, pero me parecen que el tema no da para tanto como en este caso. Esa reflexión sobre el amado, que leí con interés, me dio la impresión de que estaba algo fuera de lugar, que era como... no sé, señalar un punto al que mirar demasiado descaradamente. Esa reflexión, que parece querer justificar el amor que la protagonista siente por ese ser despreciable que es el enano, le resta valor como cuento fantástico, que es lo que debería ser con ese final que tiene.
Estoy con Fern, para enmarcar algunos.
ResponderEliminarEs verdad que tratándose de cuentos me cuesta más quedarme patidifusa con un autor pero no creo que la culpa sea del género en sí sino del hecho de que parezca más sencillo, y suponga menos esfuerzo, impostar en él y poner o ponerse medallitas de escritor, aunque su talento no dé más que para unas pocas líneas, O eso con suerte. Ejemplos tenemos muchos y vergonzosos en la literatura patria de los últimos años.
No creo que sea el caso, McCuller está en mi Olimpo.
Saludos.
Marga
Una maravilla.
ResponderEliminarY qué hay de "El corazón es un cazador solitario"? solo el título ya es un
ResponderEliminarminimicocuento.
EliminarBueno, con esa novela tengo una vieja historia. Nada importante. Intenté leerla hace unos cuantos años y, sería el momento, qué sé yo, pero no me enganchó y la dejé enseguida. Seguramente no le di mucha oportunidad o estaba yo con otro tipo de literatura. Ya supongo que mejor momento que este no lo voy a encontrar por lo que probablemente sea lo siguiente que lea y así ya sólo me quedaría la autobiografía inacabada, por la que no siento especial interés y "Reloj sin manecillas" que habrá que ir buscando también.
Reloj sin manecillas para mí es la mejor.
EliminarEstoy con vosotros y especialmente con "El infierno...", Esta mujer es una ESCRITORA, y "La balada del caf'e triste" es una obra maestra, recurro y cito con frecuencia: ... existen el amado y el amante......
ResponderEliminarUn saludo,
Norberto.
ya, a eso me refiero, si escuchas a la gente parece lo único interesante.
EliminarLa muerte siempre es la misma, pero cada hombre muere a su modo. (Reloj sin manecillas) Estos "comenzares", ¿A qué me suena? Repasaré a Tolstoi a ver si...
ResponderEliminarReloj sin manecillas es sublime. Para mí la mejor novela de Carson. Otro que ve que Ligotti no mata... ¡Aleluya! Los mejores libros de relatos que yo he leído son: Bakakai, de Gombrowicz y los Cuentos de Maupassant.
ResponderEliminarSaludos.
Henry James tampoco mata...pero a que "acojona"
ResponderEliminarHenry James tampoco mata...pero a que "acojona"
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