viernes, 14 de junio de 2024

“Lo que ellos dicen o nada” de Annie Ernaux

El otro día surgió, durante un café, ese clásico de "tus cinco relatos favoritos". La lista, en ese momento, fue: 'El cisne' de  Rezzori, 'Silvia' de Cortázar, 'Deseos' de Paley, "Plumas" de Carver y probablemente "Historia" de Lydia Davis. Mención especial fuera de programa para "Un cuento sobre cómo se escriben los cuentos" de Pilniak y, si me preguntasen hoy, trataría de incluir "La persona deprimida" de Wallace y esa absoluta maravilla que es el volumen (directamente: el volumen entero) de Brodkey "Primer amor y otros pesares". No soy lector de relatos. No me vienen a la cabeza cuando surge una conversación de este tipo y sin duda olvido muchos que adoro (léase Conrad, Askildsen….) pero si me preguntasen en cualquier momento, creo que esos siempre están ahí. Especialmente los dos primeros: 'El cisne' de Gregor Von Rezzori, 'Silvia' de Cortázar. Y no porque sean los mejores sino porque tratan de una forma muy especial el que probablemente sea mi argumento fetiche: el fin de la inocencia: la línea que separa el allá donde vamos del allí de donde venimos: ya sea de niño a adolescente, ya de adolescente a adulto. De adulto en adelante ya no tanto, quizá porque lo que se pierde es más la capacidad de sorpresa que la inocencia. No, yo me refiero a ese momento en que descubres que tus padres no lo saben todo o que no tienes porqué quererlos. Ese momento en que dejas de "no-hacerte" ciertas preguntas. 

La protagonista de la novela que hoy nos ocupa se llama Anne, como la propia Ernaux. Ignoro si la historia que cuenta es ficción o una historia real. Supongo que todo al mismo tiempo, pero la verdad es que de puro universal, da un poco igual. Anne tiene quince años: la edad más difícil inventada por el hombre porque a los quince uno siente y espera ser tratado como si tuviera dieciséis, frente a la obtusa opinión de tu santa madre que vive empecinada en los catorce, quizá porque sabe que de aquí en adelante ya solo finales y derrotas. 

Pero estoy divagando y quería ser breve. Parece que la novela trata sobre demasiadas cosas pero lo que ocurre simplemente es que toca demasiados palos. La perdida, ya sea sexual, ya de otro tipo, es, en rigor, la gran protagonista. Ocurre que ocurre cuando ocurre, esto es, a los quince, que es cuando todo termina y empieza a la vez; cuando tu universo se desmorona, etcétera. Tus padres pasan de ser tus padres para ser historia; tus amigos tienen sus propios y tus mismos problemas y llega el momento de abrirse a la política como una flor (o no) y cambiar cromos por slogans (o no) y frases hechas (siempre). Y es en ese instante, en ese preciso instante, durante ese aturdimiento general, que surgen las nuevas relaciones y urge afrontar la sexualidad que, aunque no es igual para unos que para otros, tiene lugar en el mismo espacio y en el mismo momento y lidia tú con las carencias afectivas, informativas o intelectuales de otros. No saber relacionarte es una discapacidad. Arréglalo o date al onanismo pero juegues con otros, mamón.

Anne, como buena adolescente, se abre al nuevo mundo que surge de las cenizas del anterior: un mundo luminoso a la vez que oscuro, incierto en ocasiones y demoledor siempre. Anne descubre por la malas que los hombres son monstruos de tres piernas que piensan poco y mal porque aquello hierve y parece que solo se alivie con baños de vírgenes.

Anne aprende a reconocer todo esto por las malas. Me refiero a todo: la vida, el sexo, los monstruos. Esta no-novela habla ese lugar común que marca a sangre y fuego.



«Lo más horrible era haber creído ver un atisbo de libertad con ellos, decían es malsano ser virgen, y hay que destruir la sociedad; vi la libertad un día soleado, en la cama, un día como este; menuda libertad de chichinabo. Ellos también tenían unas normas y yo no las conocía. Lloraba a moco tendido en mi bici. Era realmente duro verme fuera de un código que ni siquiera había imaginado. Era imposible que le sucedieran cosas semejantes a un chico, chicas que se ensañaran con él, que lo humillasen hasta volverlo loco. Me dio por pensar que me había saltado algo, unas reglas, no las de los padres ni las de la escuela, sino esas que estipulaban qué tenía que hacer con mi cuerpo. Deberían facilitarse las normas de lo que está prohibido y lo que no, luego cada cual elegiría y sabría a qué atenerse si escogía lo prohibido. Sobre todo cuando se es hija única. Cómo suponer que los chicos piensan y sienten distinto que yo. Todos me daban asco, me veía metiendo las manos en la taza amarillenta del váter para limpiarme el vaquero, los veía a todos chorreando esa cosa, y los coches avanzaban por la carretera nacional, algunos tocándome el claxon cuando me adelantaban, los muy cerdos».


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