«Madrid es lo que pasa cuando millones de idiotas procrean, y sus hijos, que son todavía más idiotas, procrean también, que follar es lo único que puede que se os dé bien a vosotros, los españoles, y, cuando estuve en Madrid, me dolía el alma, y el tiempo simplemente se detuvo, como si me hubieran mandado al infierno, porque Madrid es el arquetipo del infierno, Madrid es el simulacro del infierno: se parecen los dos hasta en el último detalle, hasta en la más mínima arista imaginable, y, si estuviera en mi mano, ni siquiera te mataría, sino que valdría con que te mandara de vuelta a esa tierra maldita, que es, en realidad, lo que te mereces […]».
Esto no lo digo por nada, eh. O sí.
Bueno, al lío. Hoy, menos que reseña: mero apunte de lectura. Dejar constancia de y poco más, esto es, recopilar citas. Con ellas la reseña se hará sola. Lo entenderán cuando las lean.
El argumento:
Jacov Reinhdard es un hombre obsesionado con la melancolía y, por extensión con otro hombre, Emiliano Gómez Carrasquilla, a quien se supone, o supone Jacov, una autoridad en la cuestión. Siguiendo el rastro de Carrasquilla, Jacov “huye” de su país de origen (Croacia) y cruza medio mundo hasta llegara la selva sudamericana, su jardín particular, donde se supone que se oculta esa suerte de profeta de la melancolía. Todo esto, claro, cargado de matices: sus compañeros de viaje, inolvidables a su manera, como Ulrich, verborreico narrador y admirador confeso del hombre al que sirve, o Sonja, «prostituta retirada que solo tenía una pierna, examante de Jacov e inestimable ama de llaves» de su señor castillo.
¿El problema? El de siempre: las putas expectativas.
Hay dos razones por las que he leído esta novela: uno, que el tema girara en torno a la melancolía, que de todos los estados es mi preferido y dos, el estilo, que parece sacado directa e impúdicamente de la pluma de Thomas Bernhard. Es decir: Bernhard y la melancolía. Como para no leerlo.
Pero.
Ese es, básicamente, el problema. La alargada sombra de Thomas Bernhard cubre y empeña la novela de una forma que roza lo indecente. Es decir, que aquello que atrae es lo mismo que repele.
«Maldigo esta repugnante tierra croata, despotricaba, esta tierra me da urticaria, bramaba, esta tierra, que es más endeble y descompuesta y cruel que otras tierras. Deseando estoy cruzar la frontera, porque no hay país que tenga una tierra tan fea, tan remisa ni tan despiadada; solo con mirar al suelo ya se ve su repelencia, murmuró, y, en cuanto entremos en Austria, me bajaré del carruaje y besaré la tierra austriaca, no porque sea tierra austriaca, que no es diferente de la serbia, la húngara o la eslovena, ¡sino solo porque no es tierra croata! […]»
Lo cual no quiere decir que sea una mala novela. No lo es. Mala, quiero decir. Es solo que bebe demasiado de algo de lo que no se debería abusar en tanto que particular, etcétera. Croacias que parecen Austrias y lugareños que parecen austríacos o, si hacemos caso de la primera cita de este post, madrileños:
«Los lugareños eran unos catetos de andar por casa, dijo Jacov, con creciente apasionamiento, unos catetos atrapados en un pueblo atrapado por una geografía atrapada en la mediocridad de su propia existencia».
De esta novela, sin llegar a recomendarla, me quedo con todos aquellos momentos dedicados a la aventura (divertidísima escena en Yasnaia Poliana) o aquellas partes en la que se hace referencia al que debería ser el tema de la novela (sin acabar de conseguirlo, en tanto que solo se teoriza sobre ello, llegando a resultar cansino): la melancolía.
«Todos y cada uno de nosotros somos unos melancólicos, de tal manera estamos construidos en lo más íntimo; sin embargo, nos pasamos la vida negándolo, intentamos esquivar el estado natural que más propio nos es; aun así, con que estemos un rato solos, aflora la melancolía; siempre está ahí, inagotable, incólume. Los filósofos han tildado la melancolía de enfermedad, aseguran que es una tristeza sin razón, pero yo estaba convencido de que era la tristeza de la razón. Cuando uno está melancólico, ve la realidad con total lucidez. Bienaventurados son los melancólicos en este mundo, los videntes y visionarios, y, según hablaba de su melancolía, Jacov se tornaba menos melancólico, porque, para estudiar esta emoción, comprendí, había que dejarla atrás, ya que la melancolía nos chupa la fuerza, debilita nuestro espíritu, erosiona el talento, y una de las ironías más crueles de la melancolía es la fuerza que hay que tener para estudiarla».
O bien:
«[…] la melancolía, en su forma más pura, era solo un darse cuenta de lo insignificante que uno era, y darse cuenta de esta insignificancia era, de suyo, significativa, y era un sentimiento plácido la melancolía, un sentimiento de la más honda alegría, escondida, incrustada quizá, en el caos del corazón humano, y cuando uno comprendía su propia tristeza inherente y no intentaba derrotarla ni ahogarla o convertirla en su enemigo, cuando no entablaba con ella una batalla constante y sin sentido, podría llegar a ser, con todas las letras, civilizado […]»
Resumiendo: que sí, pero NO.
Me han gustado mucho los fragmentos sobre la melancolía y el estilo Bernhardiano. Me ha gustado más que digas que ese es tu estado preferido.
ResponderEliminarTodos los momentos en los que se habla de melancolía son interesantes. Son duda lo que más.
EliminarY si, lo es. Claro.
No, pero NO
ResponderEliminar¿La traducción qué tal?
ResponderEliminarTe vuelves loco.
ResponderEliminarBonita portada...
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