jueves, 25 de agosto de 2022

Una aproximación a “La ciudad de los vivos” de Nicola Lagioia

Resulta sorprendente la facilidad con la que jóvenes heterosexuales italianos que por lo general no beben, no se drogan y no tienen relaciones homosexuales, se encuentran, repentinamente, cuando ellos no querían, no querían, no querían, con una copa en la mano, con raya en la mesa y con una boca en la polla.

Pues bien, a novela la Lagioia es un relato pormenorizado de esto y poco más.

También hay un crimen, cierto. De hecho, hay varios. Uno lo comenten los protagonistas, otro el autor. Mientras en primero muere alguien, en el otro se viola la intimidad de dos personas hasta un punto que supera con mucho aceptable. Sé que no es lo mismo, pero una cosa es el ejercicio de tratar de entender los motivos por los que dos seres humanos torturan y matan a un inocente cuando drogas y el alcohol proporcionan la excusa perfecta para satisfacer la perversa curiosidad de saber qué se siente al matar, y otra muy diferente el ejercicio de, amparándose en periodismo de investigación o la satisfacción personal, exponer una intimidad con la única intención —no cabe interpretarlo de otra forma— de acabar con su dignidad como justo castigo.

Me explico.

En esta novela, dividida en seis partes, se puede encontrar de todo: la primera, y hasta cierto momento de la segunda, en las que se relatan cronológica y detalladamente los hechos, o la cuarta, en que se detalla el crimen, son ejercicios que podríamos considerar brillantes, tanto por su calidad literaria, o valor periodístico como porque a mí, que a priori me importaba un cuerno esta historia, me anclaron al libro como hacía tres o cuatro días que no me ocurría. Sin embargo, la tercera parte (y algún otro fragmento, ya que en la quinta y sexta se mezcla un poco de todo), dan al traste con lo que hasta ese momento se las podía dar de ejemplar.

A Lagioia, una suerte de Carrere italiano bastante más comedido que el francés, le proponen que haga seguimiento y posterior reportaje de este crimen prácticamente el mismo día que sale a la luz. Movido por cuestiones personales (intuimos que paralelismos) que en un principio no desvela —porque ante todo el misterio, y porque al fin y al cabo de lo que se trata es de dosificar y alimentar una intriga que de otra forma no se sostiene cuatrocientas páginas— acepta el caso, que al final desemboca en este libro, libro para el que no duda en recurrir a todos cuantos trucos sean necesarios, el “yo mismo” entre ellos (1), pero también el de desnudar, literal y metafóricamente, a los culpables.

Durante cuatro años Lagioia investiga investiga investiga. Según sus propias palabras, la «reconstrucción es el fruto de un largo proceso de documentación que incluye documentos judiciales con informes periciales, escuchas telefónicas, sentencias ya definitivas, documentos de audio y de vídeo, declaraciones oficiales y entrevistas».

Pero entrevistas a quién.

Puesto que tanto los autores de crimen como sus familiares resultan prácticamente inaccesibles —fuera de programas de televisión, a los que recurren ninguneando a los cientos de periodistas anónimos que cubren el caso, entre los que se encuentra el sádico Lagioia—, como son inaccesibles, decía, no le queda otra opción que recurrir a las redes sociales. Pues bien, el capítulo tres de ese libro, que no se llama Coro porque sí, es exactamente eso: cuatrocientos chavales y no tan chavales destrozando la intimidad de los acusados, con los que no se tiene ninguna compasión. Llegamos a saberlo todo de ellos: si vienen o van, si fueron o no fueron, si bebieron y qué, si fumaron y qué, si eran pasivos o activos, si cuanto pagaban por mamada, si cuanto cobraban por mamada, si la disfrutaban, si no; si robaban, si procrastinaban, si trabajaban y en qué y cómo y por qué. Si lo que sea. Como si todo valiese, quizá porque todo vale. Como si el filtro fuese cosa del lector; como si el periodismo fuese únicamente preguntar, transcribir y puntear, lo que sea, cualquier cosa, aunque el entrevistado no tenga absolutamente nada que decir:

«ANTONELLA ZANETTI [una perfecta desconocida]: Esa mañana me topé con Luca Varani [la víctima]. Lo conozco desde hace años, íbamos juntos al colegio. Me encontraba con él cuando iba a trabajar, porque solíamos tomar el mismo transporte. Esa mañana nos vimos en el bar de la estación La Storta-Formello. Yo me tomé un café, él se compró un paquete de cigarrillos. Estuvimos charlando un rato, le pregunté qué tal estaba. «Bien», me contestó. Luego montamos en el mismo tren. Yo me senté donde suelo ponerme, mientras que él se fue al compartimento de arriba, donde están los enchufes porque tenía que recargar el móvil. Entre Appiano y Valle Aurelia, un cuarto de hora después, se asomó a las escaleras y me hizo señas. Me acerqué. Me pidió información para llegar a Tiburtina. No entendí bien si tenía que ir justo a la estación o simplemente a la zona. Luego nos despedimos, nos deseamos un buen fin de semana y no nos volvimos a ver».

Íbamos juntos al colegio. Nos vimos en un tren. No nos volvimos a ver. Me pregunto por qué lo llaman periodismo cuando quieren decir basura. Pero bueno, es lo que hay. Y lo más triste es que lo hay durante cien, doscientas páginas. Sin filtros, insisto. Lo que sea. Todo vale que por algo me lo he currado, parece decir Lagioia. Lo importante ocupa medio libro, el resto es cotilleo: qué se pone o qué se quita o si mete o es metido. Lagioia no es periodista. Lagioia es un voyeur con lápiz.

«Si se nos observa con un microscopio o por el ojo de la cerradura —dijo Marco [Prato, uno de los asesinos]—, todos tenemos un lado oscuro más o menos moral, más o menos aceptable. El mío, simplemente, ha salido a la superficie. Sí, me drogaba, pero no en exceso. Sí, tenía sexo, pero como cualquier otro treintañero. Las peticiones más extremas, las más raras, venían de los hombres de quienes me rodeaba, me las sacaban ellos. He sufrido mucha violencia para complacer a varones heterosexuales de los que me prendaba y que me hacían sentir femenina. Es obvio que, cuando se hacen de dominio público, a la conciencia colectiva esos detalles picantes le sirven para señalar con el dedo en vez de mirarse al espejo. La condena pública nos satisface porque nos mantiene alejados de nuestros monstruos, nos hace sentir íntimamente más normales. Convencido como estoy de que la normalidad es un concepto abstracto, yo eliminaría las tres primeras letras de la palabra «perversión». Son todas versiones diferentes de humanidad, distintos matices de individualidad, a veces vividas con sufrimiento.»

Ya termino. Perdonen la extensión.

Honestamente, no sé qué sentido tiene este libro si al final el autor se limita a la mera exposición de miserias. Si el centro, real y metafórico, lo marcan detalles escabrosos que tuvieron lugar semanas, meses o años antes de unos hechos que, probablemente, solo encuentren explicación en la cosificación de la que es victima el ser humano en tanto que individualismo y tal. Personalmente dudo mucho que el nivel de deshumanización que demuestran estos dos personajes con este asesinato tenga mucho que ver con aquello a lo que más atención presta Lagioia, esto es, su sexualidad o el consumo de drogas o alcohol.

Ojalá fuera todo tan sencillo; tan fácil de identificar.






(1) Al final “lo suyo” no era para tanto: el estupidismo habitual adolescente: excesos, errores y una buena dosis de arrepentimiento.

1 comentario:

  1. Leí esta crónica novelada (o lo que quiera que sea) en verano, llevaba por algunas reseñas entusiastas, y me decepcionó muchísimo. Coincido mucho con su lectura y me alegro de haberla encontrado. La tercera parte, sobre todo, me pareció infumable. Dejando de lado al autor, me sorprende que no haya habido un editor que encauzara la obra y lo animara a depurar...

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