lunes, 29 de septiembre de 2014

Resumen de lecturas SEPTIEMBRE 2014

Hora de hacer balance y ver hacia dónde se inclina la balanza, aunque tal como verán nada más empezar, hay pesos y pesos.


Anna Karenina de Lev Tolstoi

He aquí una frustrada lectura de juventud. No sé cuántos años tendría cuando la dejé a medio leer (espero que pocos) pero está claro que no las tenía yo todas conmigo. Hoy, ahora, Anna Karenina es, no sé si una de las mejores novelas de la historia, pero de la mía seguro que sí. Ese momento en el que ya adulto descubres una obra que pasará inevitablemente a formar parte de ese canon no escrito de cada uno... Ese momento. Cualquier cosa que servidor pudiese decir de esta novela sería poco más que un subrayado de lo que otros han dicho antes y sin duda mejor pero igualmente fantasearé con la idea de una reseña como otros fantasean con la idea de emular esta obra. Infelices.


La muerte de Ivan Ilich de Lev Tolstoi

No se puede leer a Tolstoi y dejarlo de golpe y porrazo. No se puede. La muerte de Ivan Ilich tenía el tamaño y la reputación ideal para ir cerrando este breve ciclo ruso pero lo que ocurrió fue exactamente todo lo contrario y desde entonces estoy con un pie en Petersburgo y otro aquí. Magnífica novela que conviene leer más que comentar y para la que no hay excusa que valga.



Galveston de Nic Pizzolatto

De Galveston ya hemos hablado en el post inmediatamente anterior y viendo que se ha llegado a un consenso general en lo que a su calidad se refiere (snif) no vamos a decir nada más. Exabruptos que nos ahorramos.







El genuino sabor de Mercedes Cebrián


Aquí una novela cortita de Mercedes Cebrián, objetivo habitual de los elogios de los escritores de su generación. Se pregunta uno, leyéndola, si no tendrá este peloteo algo que ver con la ya habitual ausencia de representantes femeninas en el gremio de la escritura y esa manía de buscar la paridad. Da igual. La reseña está escrita, será la siguiente. ¿Mañana? en sus pantallas. Probablemente.




Humillados y ofendidos de Dostoievski
  
Hace un par de años, tal vez más, me propuse leer la biografía de Dostoievski escrita por Joseph Frank (5 tomos, 3000 páginas de nada) e ir leyendo o releyendo las obras del ruso a medida que el biógrafo fuese llegando a ellas. Todo iba relativamente bien hasta que llegué a Humillados y ofendidos, novela que me interesaba  menos que poco y por culpa de la cual nos encontramos, tanto tiempo después, en exactamente en la misma situación que entonces. El caso es que, este mes, harto ya de esperar y entusiasmado con mi vuelta a la madre Rusia, la empecé y la terminé y sin haberme entusiasmado la he disfrutado como se disfruta aquello que abre las puertas a un futuro prometedor.


Cumbres borrascosas de Emily Brontë

Y puestos a llorar, ¿qué mejor que releer Cumbres Borrascosas? Cosa curiosa: tenía yo en el recuerdo la idea de un magnífica desarrollo y  un final perfecto pero hoy, tanto tiempo después, compruebo que así como la historia sigue estando a la altura de las mejores obras y de aquello que guardaba yo en la memoria, el final ha resultado decepcionante en grado sumo. No quiero estropearle a nadie la lectura, pero baste decir que el tono de la novela pedía a gritos otra conclusión mucho más (o simplemente) dramática. Con todo, una señora novela.


"Así empieza lo malo" de Javier Marías

Todavía me duelen los ojos.










En el apartado de caídos sólo uno: Milan Kundera y su festiva insignificancia.



Y en octubre…

Cualquiera sabe, en octubre. Sospecho de Homes (Ojalá nos perdonen) y de Carrere (Una semana en la nieve) y de Laird Barron (El rito) y de Sergio del Molino (Lo que a nadie le importa) y de Augusto Cruz (Londres después de medianoche) y de Vonnegut (Que levante mi mano quien crea en la telequinesis) y de Dostoievski (Noches blancas, Memorias del subsuelo) y de Coetzee (El maestro de Petersburgo) y de Bernhard (¿Le gusta ser malvado?). ¡Incluso de Stendhal! (Rojo y negro, aprovechando la reedición de Alba).

Y sospecho de más, claro, clásicos y no tan clásicos y novedosas novedades, pero dependen todos tanto tanto del azar y el capricho y las partidas presupuestarias...

lunes, 22 de septiembre de 2014

“Galveston” de Nic Pizzolatto

Tal año como el año pasado Nic Pizzolato no era nadie. Entiéndanme, nadie especial. Desde luego no era más especial que cualquier otro guionista americano de tercera. De hecho, quitando haber escrito un par de episodios de The Killing, Pizzolatto era, hasta 2014 en IMDB, directamente invisible. Vamos, que no era.

Entonces, True Detective, HBO y tal. Se desata la locura y por alguna extraña razón la serie alcanza la categoría de mito en apenas ocho semanas que es casi la mitad de lo me llevó alcanzarla a mí. 

Y esta es la historia de cómo Pizzolatto pasó de mierdecilla a semidiós. 

En tal condición, lo inevitable: ¡Compro, compro! En el pack Pizzolatto (pronto verán los cajones, que llenitos estaban) venía Galveston, una novela, además, mira que afortunada casualidad, premiada con el Barnes & Noble al escritor novato, que entiendo que equivale a ser el talento Fnac de abril.

La más lista de clase: Salamandra, que parece que haya montado un sello (Salamandra Black) nada más que para lanzar esta novela. 

Entonces uno (no yo, que estoy por encima de todo esto) se compra Galveston pensando que el talento desperdiciado de True Detective (partiendo de la base de que hay verdadero talento en True Detective) tiene que venir de alguna parte y por qué no de aquí. Y uno lee Galveston con esa ilusión. 

Y claro, NO.

Y NO, por esto (siendo esto, el argumento):

Un brazo de hierro de los malotes (así, en abstracto) trata de ser asesinado. Él sospecha de su jefe. Más que sospecharlo, cree a pies juntillas que ha sido su jefe, que se ha cansado de él o que lo acusa injustamente de algo… qué sé yo, cosas de malos. El caso es que este terminator de pueblo, que para más inri acaba de descubrir que tiene los pulmones hechos mierda y que por tal razón se va a morir antes de lo previsto, sale corriendo por patas y echando pestes por su mala fortuna. Claro, entre el puteo y que todo le importa una mierda está la cosa para meterse con él. 

«Tenía mi pistola delante de las narices, encajada en la pretina del pantalón de aquel hombre. La saqué de un tirón, la levanté y, a través de la fuente de sangre, disparé al que se hallaba más cerca.
No tuve tiempo de apuntar, y además estaba medio cegado por el chorro arterial, pero le acerté en la garganta y el tipo dio una sacudida, disparó y cayó de espaldas.
Nunca en mi vida había disparado así».

Voy a entrar un poco más en detalle en el argumento. Así me ahorro la reseña. 

Por circunstancias que no vienen al caso (tampoco es plan de contarlo todo) acaba huyendo de no sabe bien qué hacía no sabe bien dónde con una criaja de 18 años en el coche. La niña, que está buena de morirte y es un poco puta, se las arregla para enchufarle al, recordemos, asesino frío y despiadado, a su hermanita pequeña, un ser dulce, encantador y temeroso de Dios y del cabrón de su padre o padrastro o tutor, ya no me acuerdo.

El caso que acaban los tres en la playa o en un hotel que está cerca de la playa. Ella lleva un bikini de infarto, él no puede mirar; rompen las olas con sus frágiles cuerpos de fracasados venidos a más. La niña ríe. Otra vez. Qué bien. Buscan trabajo. Lo pasan super, superbién. Él se afeita, se corta el pelo. Se hace un hombre.

Hasta aquí media novela. O casi. Y desde aquí (antes, incluso) un completo desastre. 

Porque resulta que, tal como estamos viendo, nuestro aguerrido héroe era en realidad un poco nenaza, con perdón, y no bien le van pasando estas cosas va brotando de su árido corazón la sensibilidad, el amor al prójimo y algo de mierda zen. Pronto llega ese terrible momento en el que descubrimos que esta no es la novela sobre el karma, la justicia, la venganza o, sin más, la violencia, que es un poco lo que veníamos buscando si veníamos de ver True Detective. No, esto va sobre amor y erecciones sin consumación con hija de por medio en un hotel de carretera con agradables vecinos y vistas al mar. También de la pesca del cangrejo, la reinserción laboral de jóvenes prostitutas y algo de indefensión infantil, que son tres temas que nunca pasan de moda.

«Cuando el agua salpicó a Rocky, la tela se le pegó a la piel como un pañuelo de papel húmedo y pude vislumbrar sus pezones y la hendidura del culo. Me saludó con la mano y permaneció allí con su hermana mientras las olas rompían contra ellas, cubriéndolas de destellos, y la niña no paraba de reír entre chillidos, y tras ellas las aguas azules y purpúreas se extendían de tal modo, entre pinceladas de espuma, que resultaba fácil imaginar un tiempo en que todo el planeta era tan sólo océano y cielo».

Y, por descontado, el efecto transformador del amor en los duros de corazón, que también.

«Podría huir, borrarme de aquí.
Pero el consuelo de pasear a Sage y recoger los cangrejos de mis trampas es un pequeño placer que no quiero perderme esta mañana».


Galveston (novela más mortecina que negra) se parece a True Detective lo que un cerdo a un calamar. Avisados quedan. Ya hace falta tener sentido del humor para no lamentar la inversión o el tiempo o lo que sea que se haya perdido. 

Si la han leído y les ha gustado, háganselo mirar. Dos veces.


miércoles, 17 de septiembre de 2014

“Entresuelo” de Daniel Gascón

No sé cómo funciona esto de la escritura. 

Pregunto: ¿a uno se le ocurre una idea y la lleva a cabo directamente o, antes de arriesgarse a perder el tiempo con chorradas, lo consulta con la almohada o con su vecina o con su novia o con su perra? ¿Y después qué? Digamos que lo escribe. Digamos que el escritor (joven, atrevido, melena al viento) dispone de tanto tiempo libre que no le importa jugársela o no lo tiene (tiempo) pero va sobrado de pasión y fe en sí mismo o simplemente cree a pies juntillas en su idea. Digamos que se levanta, nuestro héroe, una mañana y escribe aquello que quería escribir. Quién dijo miedo. Que se joda el mundo. Pongamos que lo termina en un plazo razonable. Seamos generosos: un año de documentación y otro de escritura. Una vez terminado se lo enseña a su padre, a su madre, a su hermana. También a su vecina, a su novia y a su perra. Ellos, todos, lo leen (puestos a fantasear, podríamos incluso decir que lo disfrutan) y una vez leído asienten con sus cabecitas, se secan la lagrimita (también la de cocodrilo) sonríen con sus boquitas y con sus manitas dan palmaditas en la espaldita de nuestro joven y aguerrido escritor, besan su mejilla, le dicen que le quieren, alaban su buen gusto, su sensibilidad, su humor. Su buen hacer, en general. 

Hasta aquí todo normal. Medianamente normal. Hasta aquí nuestra historia podría estar interpretada por cualquiera de ustedes. Podría ser incluso yo, si me apuran. Pero no; estamos hablando de Daniel Gascón. El del tiempo libre o la fe en sí mismo o en la idea genial de aquel sábado por la tarde. El de los dos o tres o cuatro años dedicados a esto. O los tres meses, no sé. Da igual, para el caso es lo mismo. El resultado es Entresuelo y eso ya es inamovible. También los agradecimientos son inamovibles: «La lectura y las sugerencias de Marta Valdivieso, Ramón González Férriz, Jonás Trueba, Pippi Tetley, Antón Castro, Carmen Gascón, Aloma, Diego, Jorge y Sara Rodríguez han ayudado a mejorar este libro».

Han ayudado a mejorar este libro, dice.  Me parto.

Pero bueno, vale.

El caso es que bien, de acuerdo: Gascón, el joven Gascón, escribe un libro basado «en las conversaciones que he oído en casa, en mis propios recuerdos y en entrevistas a miembros de mi familia». Lo bueno de todo es que al bueno de Gascón no se le ocurre mejor cosa que dárselo a leer a esa misma familia de la que se habla en el libro, porque como todo el mundo sabe la familia es siempre el mejor recurso de quien escribe una memorias familiares y busca un mínimo de objetividad.

Tela con el listo de la familia.

Entonces el libro se manda a una editorial. A Mondadori, por ejemplo.

Y yo aquí es cuando me pierdo. Porque una cosa es que uno escriba para sí mismo o la familia y que esta te apoye (qué menos) y otra muy diferente que una editorial considere que tal cosa es merecedora de tener una difusión nacional. Y precisamente Mondadori, una de las editoriales más fuertes y de más prestigio del país y parte del extranjero.

Y miren, si fuesen unas memorias (por más que sean robadas: «aquí no quería escribir sobre lo que recuerdo, sino sobre cosas de las que no me acuerdo».) interesantes o amenas o divertidas o con un trasfondo histórico de especial interés… si fuesen algo de eso aún bueno, pero es que ni eso. No son interesantes, ni amenas, ni divertidas y encima parecen escritas por un estudiante de la ESO al que han obligado a redactar un texto que trate sobre La familia o sobre La vaca, por ejemplo, que es algo por lo que, quien más quien menos, ha tenido que pasar en la vida, y que medio-invita a dar lecciones de biología tipo “la vaca da leche” y cuatro obviedades más:

«Mi madre me contó que había leído la historia de un tipo que estaba cagando cuando una rata subió por el váter y le mordió el culo. Yo debía de tener cuatro o cinco años y mi madre me contó la anécdota como si fuera una historia graciosa. Pero me pareció aterradora. Las ratas me daban miedo en general: te contagiaban la rabia, eran resistentes al veneno, los gatos no podían matarlas y estaban en todas partes, aunque no las vieras. Si se sentían acorraladas, te saltaban al cuello».

“Entresuelo” está lleno de anécdotas apasionantes. No importa por qué página se abra, siempre se encontrará alguna cita destacable. Es lo mejor que tiene:

«Después estuvieron en la casa unos familiares, Vicente y David, con un chico que hacía Medicina y tocaba muy bien la guitarra. También vivió con ellos otro estudiante que se llamaba Leoncio, como mi abuelo, que los invitó a su boda, en el Pirineo».
«[…] en mi infancia prefería un parque más cercano: el Parque Bruil, que tenía una osa tuerta enjaulada. Hace unos meses descubrí que la osa se llamaba Nicolasa. También he sabido que en el Parque Grande y en el Parque Bruil había otros animales: monos. Los monos son importantes, aunque cuando era niño ya no quedaban monos en el parque. Pero esta no es la historia de mi niñez en el parque. Es la historia de mi padre».

Porque esa es otra. “Mi padre, mi héroe” o cómo llevar al lector a la náusea: «Mi padre creía que aprender mecanografía era muy importante para ser escritor». Alguien tiene que decirlo: asquísimo. La familia Castro/Gascón/Rodríguez como referencia, como inspiración, como tema de conversación, como argumento literario… qué pesadez. ¿Hasta cuándo? 

«Me ha divertido ver que hace más de quince años ya escribía sobre mis abuelos y su piso».

Forever, pues. Acabáramos.

Y hete aquí que el joven y documentado escritor se encuentra que la profusión de datos es exagerada, pero han sido tantas las tardes dedicadas al noble oficio de la conversación (o acaso simplemente carece del valor para borrar o la inteligencia para descartar o la capacidad para resumir o la habilidad para disimular) que le cuesta renunciar a ellos, por lo que decide recurrir al socorrido método de la lluvia de recuerdos, esto es, capítulos de párrafos numerados repletos de información im-pres-cin-di-ble que va dejando por el librito según se le va a ocurriendo:

«12) Durante un tiempo, mi tío vivía en Barcelona, pero tenía una obra en Calatayud y pasaba a menudo por Zaragoza. Mi abuela le preparaba morcilla y alcachofas. Una vez mi tío dijo: «No quiero comer muchas alcachofas, tengo una reunión y son un poquito flatulentas».
«13) Platos de mi abuelo: gazpacho. Siempre hacía dos distintos. Uno con ajo y otro sin ajo. A mi abuela no le gusta el ajo».
«3) De niño, alguna vez fui a misa con mis abuelos. Lo que más recuerdo es el momento de darse la paz. También que mis abuelos caminaban hacia la iglesia con los brazos entrelazados, como muchas parejas mayores. Me parecía una postura incomodísima. A mi novia le gusta».
«12) El marido de mi tía se hizo la vasectomía y se recuperó en casa de mi abuela».

Llegados este punto creo que importante aclarar algo: juro por mi vida que no me estoy inventando nada. Las citas son literales y están sacadas del libro “Entresuelo” de Daniel Gascón, editado por Mondadori para su distribución a nivel nacional. 

Otro recurso para deshacerse de ese material inútil es el Método Wikipedia (también conocido como el Wikimétodo Desesperado de Salvación) que consiste en facilitar información que no servirá para nada pero al menos dejará al lector pegado a la silla:

«Tuvieron hijos: Carmen, que nació el 31 de diciembre de 1958; Isabel (Isa), que nació el 25 de febrero de 1961; Francisco José (Paco), que nació el 4 de junio de 1962, y María de los Angeles (María Angeles), que nació el 2 de agosto de 1966».
«A mediados de los ochenta hubo una reforma. No quedan muchos rastros de ella en la casa: algunas cosas en el baño, como el lavabo, la taza y unas tablas de madera que rebajan la altura del techo. Fue una reforma menos drástica que la de 1990, cuando mis abuelos eliminaron una habitación para agrandar el comedor y pusieron las baldosas grises —feas pero sufridas— que ahora hay por todo el piso, salvo la despensa, el baño y la cocina. Fue la familia la que hizo las reformas. Mi tío Paco se encargó de la fontanería y la electricidad».

Y después está el humor del que ya han sido testigos en las citas anteriores. Para Daniel Gascón, el humor es terminar así los capítulos o cerrar lapidariamente fragmentos de memoria:

«Lo único que había hecho era tumbarse a leer debajo de los árboles», dice mi abuela. Sabía de libros y árboles frutales.
«En mi familia se contaba que siempre decía que la cena era una comida absurda, porque uno se acostaba inmediatamente y al levantarse volvía a tener hambre. Al parecer, una noche decidió no cenar, pasó mucha hambre y cambió de opinión para siempre».
«Mi abuelo, que engordó de mayor, tenía otra teoría con respecto a la gordura masculina. No era grave si uno se la veía para mear».

Podría seguir así todo el día. El libro de Daniel Gastón es una fuente inagotable de placer para los lectores masoquistas, que los hay. 

Pero esto no es culpa de Daniel. Él es como es. Quiere a su familia y ha gustado de homenajearlos. Chapeau. Como hijo, al menos. Como escritor ya no digo tanto. Ahora bien, que Mondadori, el Mondadori de Claudio LaMadrid, editor de referencia en el mundo mundial se preste a publicar esta cosa es de juzgado de guardia. 

Si este libro viniese firmado por José García, fontanero y escritor aficionado, ¿lo habría editado también, el bueno de Claudio? ¿Tiene algo que ver que Daniel sea hijo de Antón Castro? Y lo que es peor: ¿en qué situación, exactamente, deja esto a Mondadori y qué debemos esperar de sus otras apuestas literarias nacionales si a la que te fijas un poco te encuentras nada más que figurines mediáticos escribiendo soplapolleces?

Seré yo, que odio la literatura, pero a mí esta apuesta por la mediocridad me descoloca completamente.


viernes, 12 de septiembre de 2014

Defina “desconfianza”

Desconfianza” es esto:

El cinco de septiembre de 2014, dos días (¡dos!) después de haber salido a la venta Los huérfanos de Jorge Carrión, se publicó en Babelia —ya saben, el suplemento cultural más leído de este país— una reseña de la novela firmada por nada más y nada menos que Juan Goytisolo en la que asegura que «esta segunda novela de Carrión confirma los singulares dones y curiosidad sin límites de un autor cuyos logros están a la altura de su ambición», que es un poco lo mismo que no decir nada y quedar de puta madre.

La reseña, de ley es reconocerlo, invita a la lectura de la novela de marras, especialmente a todos aquellos amantes de la cosa apocalíptica, a pesar (o tal vez precisamente “gracias a”) de que ésta es poco más que un resumen de lo que nos vamos a encontrar así como un mapa de los personajes que la habitan. De hecho, el único argumento en favor de la calidad de la novela es esa frase tan extraña que les he dejado en el primer párrafo. El resto, es mucho de esto:

«Estamos en 2048, 13 años después del estallido de la Tercera Guerra Mundial que barrió del mapa ciudades enteras y envolvió la Tierra con una nube radioactiva de la que sobreviven una docena de personajes de la novela, refugiados en un búnker de Pekín bajo toneladas de hormigón armado y aislados del mundo por una compuerta metálica en la ignorancia de lo que ocurre fuera y de la existencia o no de otros supervivientes de la catástrofe».

Con todo, la sensación es que a Juan Goytisolo le ha gustado Los huérfanos y nosotros, pobres ignorantes ávidos de recomendaciones y recomendadores de cierto prestigio, nos lo creemos —nos lo queremos creer— a pies juntillas. A mí personalmente me falta tiempo para salir corriendo a comprarlo. Y lo digo medio en serio medio en broma.

Soy un hombre con buenas intenciones.

Si quisiera ser retorcido vería en la fe de errores de la reseña (donde se corregía al crítico, que tomaba por un hombre la que era una mujer) un prueba de que el susodicho no se había leído el libro, hecho este que, por otro lado, no sorprendería a nadie.

Pero aquí no somos así. Retorcidos, digo.

Ni falta que hace.

En realidad todas nuestras sospechas, toda nuestra desconfianza hacia esta reseña y por extensión a la calidad de esta novela tiene que ver con el hecho de que —tal como descubrí al descargarme las primeras páginasLos huérfanos está dedicado a (adivinen) Juan Goytisolo. Sí, exacto, el mismo que escribe la reseña y el mismo que cambia el sexo de uno de los personajes.

¿Qué hacemos, entonces? ¿Nos lo creemos o no nos lo creemos?

No, claro que no. De entrada (y de salida), desconfiamos: desconfiamos de una novela a la que Mondadori dio la patada (ya hablaremos de esto en su momento); desconfiamos de la reseña del escritor al que está dedicada y desconfiamos de un suplemento que permite que pasen estas cosas. Será por desconfiar.

Pero, para salir de dudas, nos la vamos a leer. 

Es lo bueno que tenemos aquí: que somos unos profesionales.



miércoles, 10 de septiembre de 2014

“Pistola y cuchillo” de Montero Glez

Será que no hay piedras con las que tropezar para que tengamos que elegir siempre las mismas.

Pistola y cuchillo” (un título más difícil de recordar de lo que parece) es mi primer acercamiento al Montero novelista y segundo al Montero escritor. Lo anterior habían sido relatos pero, entre lo poco que me suelen gustar, en general, los relatos y lo poco de disfrutar que eran aquellos, la cosa no fue del todo bien por no decir que fue del todo mal o directamente como el culo. Pero lo cortés no quita lo valiente y aquí estamos, reincidiendo. Tropezando, en realidad. Para una cosa que se nos da bien…

La acción (por llamarla de alguna manera) arranca tres meses antes de la muerte del bueno de Camarón, durante una cena en Venta Vargas, donde queda con su representante y el narrador para llevar, entre todos, un gallo a una pelea. 

Yo sé que como premisa es un poco floja, pero las hay peores, créanme.

He leído por ahí (me he dado el habitual paseo por algunas críticas) muchas tonterías, entre ellas que en esta, digamos, novela, la trama no importa, que esto es otra-cosa, que es un poco lo que se suele decir cuando no se sabe qué decir. También se dice que en PyC se fuma mucho, se bebe mucho y se come mucho, como si esto, en literatura, fuese un valor añadido. Será por novelas de fumadores, bebedores y comedores. Y hasta folladores, si me apuras. Será por novelas. 

Será por agarrarse a clavos ardiendo.

Total, que uno se pregunta a qué viene tanto entusiasmo toda vez que se descarta la trama y se evidencia la poca vida social de blogosfera crítica. 

Pues a qué va a venir. A Camarón, ¿a qué si no?

Porque toda esta película, que nadie se lleve a engaño, no es más que un anecdotario con forma de novela sobre fondo de trama aparentemente intrascendente. Un episodio inédito de “esta es tu vida” o producto televisivo similar. Y ya puestos a biografiar, de lo que se trata es, ni más ni menos, que de ensalzar la figura de Camarón enlazando una serie de historias con las que dar forma al cantante. Y no cualquier forma. Una forma divina. Forma de dios menor. (“Cómo explicarlo de otra manera, si transmitía esa majestad divina que tienen las heridas de guerra y las estampas religiosas. De ahí mi atracción y también mi cautela.”) De hecho si una vez leída esta novela no pones un longplay del bacalao en el plato, aunque sea el de la ducha, es que no tienes corazón.

En cualquier caso celebro el reencuentro con Montero, sobre todo porque, al margen de lo más o menos que me haya gustado PyC, ahora sé que prefiero mil veces (igual mil no, pero un par seguro que sí) esta novela a sus relatos. También es verdad que entre relatos de vagabundos y chuloputas o anécdotas de Camarón niño-adolescente-madurito, está la cosa como para dudar.

O sí.

Porque aunque es verdad que la novela se lee en un tris también tiene momentos áridos (a pesar de lo floreado de la prosa) algo que, en cien páginas, es casi imperdonable. Y sin casi. Los sueños de Camarón, por ejemplo; el Viejales diciéndole vámonosyacamarón y el otro sin hacer ni puto caso, dilatando la noche y el libro y todo para no matar al gallo, pobrecito, que al final es el único que despierta sincero interés. O tantos momentos que no importan a nadie, que no aportan gran cosa como homenaje a Camarón.

—Canté muy a gusto. Canté como nunca, compadre, si es que nunca se puede cantar de esa forma. Mira tú que una sensación parecida tuve la vez que salí a torear por primera vez en San Pedro, cuando le pegué un derechazo al toro, de un buen pase. Cuando te quedas quieto, si eres capaz de quedarte quieto cuando el toro está pasando, lo que sientes es muy fuerte, compadre. Total, que así estuve haciéndome unos cuantos números, entre ellos unas bulerías por soleá al estilo del tío Borrico y luego enlacé con la del Frijones como una vez se la escuché cantar al Sordera, con ese temperamento jerezano, y luego para completar los números me fui a por el guapango de la cigarra.

PyC, por más que Montero lo haga pasar por un juego biográfico no autorizado, es Camarón en un bar a las diez de la noche pensando en si debe dejar o no que el gallo cante al amanecer. A la vista del resultado yo, si fuese Montero, me plantearía seriamente abrir negocio y escribir, él mismo o con artistas invitados, una serie que abriría un infinito abanico de posibilidades novelescas: “Camarón y la ballena” de Jon Bilbao; “Camarón en la orilla” de Chirbes; “Camarón en la feria de abril”, un inédito de Hunter S. Thompson; “Camarón en el camino de Santiago” por Los bolechas (con el jubileo de regalo); “Camarón love Paco” de Moccia; “Camarón en el topmanta” de Sinde (Ed.Mondadori). Y a cualquier hora, Camarón con jamón.



lunes, 1 de septiembre de 2014

“Leche” de Marina Perezagua

No soporto reseñar relatos. Creo que ya lo he dicho alguna que otra vez. No sé porqué me empeño, a qué viene esta insistencia mía, esta permanente necesidad de sufrir. De verdad que no. Pero bueno, ya que estamos.

Durante unos minutos, unos 3.000, hace un par de semanas —o un mes, dependiendo de lo tarde en publicar esto—, llegué a creer que me estaba aficionando a los relatos; que lo mío, ahora, iba a ir por ahí. Se lo juro. Fue terrible. Qué mal trago. Culpen al verano si quieren. O no. Afortunadamente, gracias a Marina Perezagua, se me ha pasó rapidito la tontería.

No quiero dar a entender que el libro de Marina Perezagua sea tan malo que obligue a quien se acerque a él a renunciar de por vida a todo un género, por más que este sea breve. No. Mis paseos entre relato y novela son cíclicos y con “Leche” terminó uno. Saquen ustedes, con esta reseña, la conclusión de si tuvo o no tuvo la calidad del libro, parte de culpa.

Pero hablemos de los dichosos relatos. (¿Les he hablado ya de la pereza? Ains.)

Si me viese obligado –por amenazas a mi integridad física, por ejemplo— a opinar qué tienen en común los relatos de Marina Perezagua incluidos en este recopilatorio tendría que hablar de la búsqueda de lo bello en los terrenos del horror. Y no estoy hablando de follar en cementerios sino de sacar, de algo terrible, infame, despreciable o triste, algo hermoso, y obligar al lector a enfrentar la mirada, con una mueca de desagrado, a lo que está ocurriendo y obligarlo también a no apartarla y a no saber exactamente qué hacer, si reír, gruñir, masturbarse o qué. Aceptando que esta sea la intención de la escritora, que no lo sé, el valor de los relatos, fuera del “interés” que uno pueda sentir por lo narrado o por la forma de hacerlo, debería residir, al menos en parte, en el resultado del ejercicio, es decir, en si realmente Perezagua logra crear esa atmosfera de terror, que el lector sea incapaz de apartar la mirada y que, para rematarlo, agradezca el viaje. Muchas cosas.

La leche de cosas.

«A medida que pasaban los años, la pérdida corroía cada vez más a H., y un día pensó que quizá el contacto con otras madres en una situación similar la aliviaría, en el calor de aquellas que lloraban, en el campo enemigo, la muerte de un hijo. Así surgió la idea. Me dijo H. que al buscar nombres para la asociación ninguno le convino mejor que aquél con que los norteamericanos habían bautizado a la bomba, y así la llamó: Little Boy».

Pues sí, algo así: ponerle el nombre de bomba a la asociación que has montado por culpa de aquella cosa que te privó de un derecho, tiene ese punto que roza el masoquismo más cruel. El fragmento corresponde a uno de los mejores relatos: “Little boy”, un relato que nace de una Hiroshima en sus peores momentos. Sin entrar en mucho detalle, trata sobre bombas y maternidades y lo que resulta de combinar ambos desastres.  

Dentro de lo puramente anecdótico, aunque no por ello menos cansino, es el continuo (ab)uso de los animales para dibujar las metáforas o imágines:

«una explosión parece referirse a un estallido cualquiera, al del calamar que en la sartén toca el aceite demasiado caliente», «Más de veinte mil conejitos folladores y pirómanos», «como abdómenes de araña secretando su hilo», «Pensaba en él como en la cola que, separada de la lagartija», «como un lagarto sin ojos.», «sintiendo el desamparo de un reptil que extraña el coleteo del mismo rabo que desprecia», «tan delicada como la de esos insectos plateados que habitan en las humedades», «en sus pestañas, que recogen partículas que, como escamas, se le desprenden de los párpados», «me gustaría que esta harina de pelo de perro, de barro en los zapatos, de alas de mosca, le aportara algún nutriente», «El buitre que, ignorante de su vuelo, vive pendiente de la carroña.», «Es como la piel interior de una cáscara de huevo», «Años después, te casarías con una mona. Así la llamabas tú: la mona; aquella mujer tan baja se pasaba el día rascándose la cara y los brazos» ,«Duele el lagarto sin la piel de su palabra.», «Mejor guarda tu palabra para la siesta frente a la televisión de la familia cerda.», «Me deslizo desde mi esquina hasta la tuya como una serpiente con patas», «una agitación de hormigas deseantes que empezaron en los talones», «como si aplastara una nube de mosquitos persistentes,»

Y lo que es peor: un largo etcétera.

“Leche” es irregular. Lo mismo toca el cielo de las bombas que baja al infierno de las aves de corral. “Blanquita”, por ejemplo. Blanquita va de una mujer que cocina un pato o una oca (una oca) que es como de la familia (buena, guapa, hacendosa, una niñera excepcional) y se la da a comer a su hijo, aprovechando que es medio lelo y no se va a enterar de que hasta ayer mismo aquello era su juguete. Para empezar “Blanquita” es un microrrelato engordado, en la forma y en el fondo, lo cual ya lo va poniendo en su sitio. Para terminar, Blanquita tiene un final horrible, que no suena ni a chiste ni suena a nada y que parece el típico cuento que se idea en el metro, se escribe en el avión y se revisa en el taxi. Decepcionante. Mucho.

«Qué crueles habían sido. La madre observaba a su hijo comer y, para aliviar el nerviosismo que le provocaba esa imagen, apartaba de vez en cuando la mirada buscando los ojos del padre. El era cómplice de aquella culpa, que durante los primeros cinco minutos de la comida impidió a la madre probar bocado. Pero qué crueles, pensaba la mujer cada vez que el pequeño se llevaba a la boca el tenedor pinchado con un trozo de Blanquita, la oca que ellos mismos le habían regalado hacía tres años».

Llegados a este punto uno ya no sabe a qué atenerse, lo cual tiene su gracia, pero es que venimos de leer cosas que tampoco es que nos hayan vuelto locos: 

En “El alga” una mujer que finge su propia muerte recibe la visita de un misterioso visitante; en “El” hombre hecho ceniza es cuidado por una emocionada y paciente mujer que no tardaré en descubrir algo terrible. Con “La tempestad” sólo puede en diagonal. En “Aniversario” una mujer visita al cabrón de su padre para celebrar el aniversario de su separación: «Hoy es un día de celebración. Hoy es nuestro aniversario y tenemos que estar contentos. Anda, toma esta copa de vino y brinda conmigo por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos por morir tan despacio.»

«Van llegando. Les oigo. Son todavía un coro de suspiros y susurros indistinguibles en el muelle. Disimulo y espero. Tengo curiosidad por escuchar esas cosas que sólo se dicen a los que ya no oyen. Tumbada bocarriba, inmóvil en el balanceo de la barca, el graznido de las gaviotas empieza a adquirir otro sentido. Ahora cantan. Las gaviotas son las sirenas del marinero muerto, pienso». (El alga)

Y más. Siempre cosas terribles, en ocasiones rozando el fantástico, que es, me atrevería a decir, cuando se obtienen mejores resultados (excepción que debe hacerse al aburrido Homo Coitus Ocularis: «Los registros dicen que sólo quedamos dos. Somos las últimas personas. Yo y tú, mujer y hombre, el final de una cadena que decidió colectivamente, por el bien de las demás especies, la extinción voluntaria»). Un ejemplo de acierto sería “Aurática” o el devastador efecto de una puerta mal cerrada o “MioTauro”, donde una mujer enamorada descubre algo terrible. No sé qué tiene Perezagua con las mujeres enamoradas que las obliga siempre a dar con los huesos en tierra. 

También la infancia es una constante, pienso, pero eso es un arma de doble filo. Hacer sufrir a un niño siempre es garantía de éxito si lo que buscas es provocar la arcada, pero precisamente por eso, por lo fácil que resulta, levanta muchas sospechas, algunas probablemente injustificadas. Cuando digo esto pienso en “Las islas”. En “Las islas” un padre se obsesiona con llegar, con un hinchable con forma de islote, hasta otro hinchable con mujer incluída que divisa allá a lo lejos, para lo cual desatiende de forma continuada a los niños que solo quieren jugar con la puta arena. Caigo en la cuenta de que los relatos de Marina Perezagua están llenos de hijos de puta. Pero bien, ese padre terrible, que para alcanzar su objetivo ha de sacrificar a sus niños, tiene también su final terrible (¡Finales terribles para padres terribles ya!), obligando a la justicia a tener un curioso proceder. 

«La atracción era tan irresistible que pensé en el canto de las sirenas y, de la mano de ese pensamiento, vino otro, que me dio el motivo de la imposibilidad de continuar el rumbo: el verdadero canto de las sirenas no es una melodía, no es una voz ni un coro. El verdadero canto de las sirenas es el silencio».

Hay más, pero tampoco quiero aburrirles.

El recopilatorio se cierra con otro gran relato (el que le da el título), que tiene, como el primero, rostro asiático. En “Leche” también hay niños. Pero además de niños (niños hambrientos) hay soldados crueles, mujer desesperadas y sucias y enormes pollas. Eso es el horror. Pero tal como comentamos más arriba, en los relatos de Marina Perezagua el horror se mezcla con la belleza y en ocasiones, como en este caso, para conciliar ambos estados se necesita un estómago fuerte.

Ese es el logro y a la vez la condena de este libro: la de Marina es una voz hipnótica unas veces e interesante otras; en ocasiones brillante, incluso, pero perfectamente capaz de resultar al mismo tiempo insoportablemente lírica, aburrida y adormecedoramente peligrosa (de cuántos relatos estuve a nada de salir corriendo es algo que me llevaré a la tumba). Se adivina en Marina Perezagua un alma de poeta con problemas para adaptarse al verso, por más que éste pueda ser libre, pero se adivina también una intuición para llevar al lector a un estado de terror que tiene por fantasmas la propia familia. 

«Cuando nadie en la plaza, excepto tú, podía todavía olerme el deseo, intenté enfriarme en el pensamiento del castigo que me amenazaba si cedía a las ganas, pensar que estaba a tiempo. Pero resultó demasiado tarde, nos movíamos ya en una danza incorpórea, espejo de aquella noche que me dio un niño mitad yo y mitad tú; mitad animal, mitad hombre y mujer, ligando pases en un fraseo amatorio que, finalmente, abrió mis aguas a tu fuerza».