No soporto reseñar relatos. Creo que ya lo he dicho alguna que otra vez. No sé porqué me empeño, a qué viene esta insistencia mía, esta permanente necesidad de sufrir. De verdad que no. Pero bueno, ya que estamos.
Durante unos minutos, unos 3.000, hace un par de semanas —o un mes, dependiendo de lo tarde en publicar esto—, llegué a creer que me estaba aficionando a los relatos; que lo mío, ahora, iba a ir por ahí. Se lo juro. Fue terrible. Qué mal trago. Culpen al verano si quieren. O no. Afortunadamente, gracias a Marina Perezagua, se me ha pasó rapidito la tontería.
No quiero dar a entender que el libro de Marina Perezagua sea tan malo que obligue a quien se acerque a él a renunciar de por vida a todo un género, por más que este sea breve. No. Mis paseos entre relato y novela son cíclicos y con “Leche” terminó uno. Saquen ustedes, con esta reseña, la conclusión de si tuvo o no tuvo la calidad del libro, parte de culpa.
Pero hablemos de los dichosos relatos. (¿Les he hablado ya de la pereza? Ains.)
Si me viese obligado –por amenazas a mi integridad física, por ejemplo— a opinar qué tienen en común los relatos de Marina Perezagua incluidos en este recopilatorio tendría que hablar de la búsqueda de lo bello en los terrenos del horror. Y no estoy hablando de follar en cementerios sino de sacar, de algo terrible, infame, despreciable o triste, algo hermoso, y obligar al lector a enfrentar la mirada, con una mueca de desagrado, a lo que está ocurriendo y obligarlo también a no apartarla y a no saber exactamente qué hacer, si reír, gruñir, masturbarse o qué. Aceptando que esta sea la intención de la escritora, que no lo sé, el valor de los relatos, fuera del “interés” que uno pueda sentir por lo narrado o por la forma de hacerlo, debería residir, al menos en parte, en el resultado del ejercicio, es decir, en si realmente Perezagua logra crear esa atmosfera de terror, que el lector sea incapaz de apartar la mirada y que, para rematarlo, agradezca el viaje. Muchas cosas.
La leche de cosas.
«A medida que pasaban los años, la pérdida corroía cada vez más a H., y un día pensó que quizá el contacto con otras madres en una situación similar la aliviaría, en el calor de aquellas que lloraban, en el campo enemigo, la muerte de un hijo. Así surgió la idea. Me dijo H. que al buscar nombres para la asociación ninguno le convino mejor que aquél con que los norteamericanos habían bautizado a la bomba, y así la llamó: Little Boy».
Pues sí, algo así: ponerle el nombre de bomba a la asociación que has montado por culpa de aquella cosa que te privó de un derecho, tiene ese punto que roza el masoquismo más cruel. El fragmento corresponde a uno de los mejores relatos: “Little boy”, un relato que nace de una Hiroshima en sus peores momentos. Sin entrar en mucho detalle, trata sobre bombas y maternidades y lo que resulta de combinar ambos desastres.
Dentro de lo puramente anecdótico, aunque no por ello menos cansino, es el continuo (ab)uso de los animales para dibujar las metáforas o imágines:
«una explosión parece referirse a un estallido cualquiera, al del calamar que en la sartén toca el aceite demasiado caliente», «Más de veinte mil conejitos folladores y pirómanos», «como abdómenes de araña secretando su hilo», «Pensaba en él como en la cola que, separada de la lagartija», «como un lagarto sin ojos.», «sintiendo el desamparo de un reptil que extraña el coleteo del mismo rabo que desprecia», «tan delicada como la de esos insectos plateados que habitan en las humedades», «en sus pestañas, que recogen partículas que, como escamas, se le desprenden de los párpados», «me gustaría que esta harina de pelo de perro, de barro en los zapatos, de alas de mosca, le aportara algún nutriente», «El buitre que, ignorante de su vuelo, vive pendiente de la carroña.», «Es como la piel interior de una cáscara de huevo», «Años después, te casarías con una mona. Así la llamabas tú: la mona; aquella mujer tan baja se pasaba el día rascándose la cara y los brazos» ,«Duele el lagarto sin la piel de su palabra.», «Mejor guarda tu palabra para la siesta frente a la televisión de la familia cerda.», «Me deslizo desde mi esquina hasta la tuya como una serpiente con patas», «una agitación de hormigas deseantes que empezaron en los talones», «como si aplastara una nube de mosquitos persistentes,»
Y lo que es peor: un largo etcétera.
“Leche” es irregular. Lo mismo toca el cielo de las bombas que baja al infierno de las aves de corral. “Blanquita”, por ejemplo. Blanquita va de una mujer que cocina un pato o una oca (una oca) que es como de la familia (buena, guapa, hacendosa, una niñera excepcional) y se la da a comer a su hijo, aprovechando que es medio lelo y no se va a enterar de que hasta ayer mismo aquello era su juguete. Para empezar “Blanquita” es un microrrelato engordado, en la forma y en el fondo, lo cual ya lo va poniendo en su sitio. Para terminar, Blanquita tiene un final horrible, que no suena ni a chiste ni suena a nada y que parece el típico cuento que se idea en el metro, se escribe en el avión y se revisa en el taxi. Decepcionante. Mucho.
«Qué crueles habían sido. La madre observaba a su hijo comer y, para aliviar el nerviosismo que le provocaba esa imagen, apartaba de vez en cuando la mirada buscando los ojos del padre. El era cómplice de aquella culpa, que durante los primeros cinco minutos de la comida impidió a la madre probar bocado. Pero qué crueles, pensaba la mujer cada vez que el pequeño se llevaba a la boca el tenedor pinchado con un trozo de Blanquita, la oca que ellos mismos le habían regalado hacía tres años».
Llegados a este punto uno ya no sabe a qué atenerse, lo cual tiene su gracia, pero es que venimos de leer cosas que tampoco es que nos hayan vuelto locos:
En “El alga” una mujer que finge su propia muerte recibe la visita de un misterioso visitante; en “El” hombre hecho ceniza es cuidado por una emocionada y paciente mujer que no tardaré en descubrir algo terrible. Con “La tempestad” sólo puede en diagonal. En “Aniversario” una mujer visita al cabrón de su padre para celebrar el aniversario de su separación: «Hoy es un día de celebración. Hoy es nuestro aniversario y tenemos que estar contentos. Anda, toma esta copa de vino y brinda conmigo por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos por morir tan despacio.»
«Van llegando. Les oigo. Son todavía un coro de suspiros y susurros indistinguibles en el muelle. Disimulo y espero. Tengo curiosidad por escuchar esas cosas que sólo se dicen a los que ya no oyen. Tumbada bocarriba, inmóvil en el balanceo de la barca, el graznido de las gaviotas empieza a adquirir otro sentido. Ahora cantan. Las gaviotas son las sirenas del marinero muerto, pienso». (El alga)
Y más. Siempre cosas terribles, en ocasiones rozando el fantástico, que es, me atrevería a decir, cuando se obtienen mejores resultados (excepción que debe hacerse al aburrido Homo Coitus Ocularis: «Los registros dicen que sólo quedamos dos. Somos las últimas personas. Yo y tú, mujer y hombre, el final de una cadena que decidió colectivamente, por el bien de las demás especies, la extinción voluntaria»). Un ejemplo de acierto sería “Aurática” o el devastador efecto de una puerta mal cerrada o “MioTauro”, donde una mujer enamorada descubre algo terrible. No sé qué tiene Perezagua con las mujeres enamoradas que las obliga siempre a dar con los huesos en tierra.
También la infancia es una constante, pienso, pero eso es un arma de doble filo. Hacer sufrir a un niño siempre es garantía de éxito si lo que buscas es provocar la arcada, pero precisamente por eso, por lo fácil que resulta, levanta muchas sospechas, algunas probablemente injustificadas. Cuando digo esto pienso en “Las islas”. En “Las islas” un padre se obsesiona con llegar, con un hinchable con forma de islote, hasta otro hinchable con mujer incluída que divisa allá a lo lejos, para lo cual desatiende de forma continuada a los niños que solo quieren jugar con la puta arena. Caigo en la cuenta de que los relatos de Marina Perezagua están llenos de hijos de puta. Pero bien, ese padre terrible, que para alcanzar su objetivo ha de sacrificar a sus niños, tiene también su final terrible (¡Finales terribles para padres terribles ya!), obligando a la justicia a tener un curioso proceder.
«La atracción era tan irresistible que pensé en el canto de las sirenas y, de la mano de ese pensamiento, vino otro, que me dio el motivo de la imposibilidad de continuar el rumbo: el verdadero canto de las sirenas no es una melodía, no es una voz ni un coro. El verdadero canto de las sirenas es el silencio».
Hay más, pero tampoco quiero aburrirles.
El recopilatorio se cierra con otro gran relato (el que le da el título), que tiene, como el primero, rostro asiático. En “Leche” también hay niños. Pero además de niños (niños hambrientos) hay soldados crueles, mujer desesperadas y sucias y enormes pollas. Eso es el horror. Pero tal como comentamos más arriba, en los relatos de Marina Perezagua el horror se mezcla con la belleza y en ocasiones, como en este caso, para conciliar ambos estados se necesita un estómago fuerte.
Ese es el logro y a la vez la condena de este libro: la de Marina es una voz hipnótica unas veces e interesante otras; en ocasiones brillante, incluso, pero perfectamente capaz de resultar al mismo tiempo insoportablemente lírica, aburrida y adormecedoramente peligrosa (de cuántos relatos estuve a nada de salir corriendo es algo que me llevaré a la tumba). Se adivina en Marina Perezagua un alma de poeta con problemas para adaptarse al verso, por más que éste pueda ser libre, pero se adivina también una intuición para llevar al lector a un estado de terror que tiene por fantasmas la propia familia.
«Cuando nadie en la plaza, excepto tú, podía todavía olerme el deseo, intenté enfriarme en el pensamiento del castigo que me amenazaba si cedía a las ganas, pensar que estaba a tiempo. Pero resultó demasiado tarde, nos movíamos ya en una danza incorpórea, espejo de aquella noche que me dio un niño mitad yo y mitad tú; mitad animal, mitad hombre y mujer, ligando pases en un fraseo amatorio que, finalmente, abrió mis aguas a tu fuerza».