Un mes de silencio es tanto silencio que ya casi no me acordaba de la ruta para llegar aquí. Me van a tener que perdonar. Por la ausencia, digo, por esta ausencia insoportable. Había una buena razón: sin venir a cuento de nada (siendo nada veinte años de promesas incumplidas) a comienzo de mes me dio por leer Los miserables que, como bien sabrán, es un libro bien grandote que si se lee en las pausas para el café te puede llevar la vida y si no, puede que también. A mí me llevo prácticamente todo este silencio.
Pero no hemos venido aquí a hablar de Los miserables. Porque a quién demonios le importa el libro cuando te puedes ver la película.
Por favor.
Bueno, a lo que iba: hoy toca reseña. No se la tomen en muy serio (o sea, como siempre) porque es de reenganche, esto es, para hacer dedo, esto es, que sin tener gran cosa que decir, les voy a soltar cuatro chorradas, tres obviedades y visitaremos un par de lugares comunes total para dejar caer como si nada que mejor nos hubiera ido leyendo prácticamente cualquier otra cosa de las que teníamos en espera.
Sabina Urraca es una joven escritora…. A ver: Sabina Urraca es una joven escritora. Punto. Yo sé que esto no debería importar, pero importa. Importa y se nota. Se nota en el estilo, correcto e impersonal, y se nota en el argumento, casi generacional.
Aquí la historia: en Las niñas prodigio la protagonista y escritora se recluye voluntariamente en un caserón de mala muerte a escribir este libro en el que relata un poco lo que ha venido siendo su vida hasta la fecha: baños de sexo, drogas, alcohol y bares de copas. Incluye: enamoriscamiento de un imbécil, amistades ocasionales, sexo con gilipollas y una (puta) boda. Se puede pedir más, pero hay que ir a buscarlo al arroyo. Juventud divino tesoro. Yo esperaba otra cosa: un doble fondo, una luz cegadora, cierta perspicacia, pero no lo encontré. Ni A, ni B, ni C. Esperé media novela y nada. Miré bajo de la solapa, al final de la contraportada, en los márgenes del libro. Na-da. De modo que la otra media fui justificada resignación aliñada con un pico de frustrada esperanza.
La novela terminó con un servidor de ustedes agonizando de puro tedio en la terraza de un bar al borde de un río en el que unos patos que parecían salvajes sin serlo ni remotamente escenificaban un cortejo que fingí creer sexual y que resultaba ser infinitamente más interesante que la vida social de una aspirante a mileurista reconvertida en ocasional okupa rural, placentera y fantasmal.