Al grano. Creo que El público es una novela interesante no por su argumento ni porque el narrador sea un nosotros omnisciente (bueno, esto un poco sí) sino por lo que tiene de hipnótico. Resulta sorprendente que a mí, que me interesa muy poco la decoración de los interiores de las casas o pisos o buhardillas de los personajes más o menos importantes, haya caído en el embrujo de su prosa, que cuenta con detalle lo más nimio entre lo nimio. También porque en “El público” los actores somos, en cierto modo, los lectores; unos lectores a quienes se nos identifica más por nuestros hábitos de consumo que por lo arrollador de nuestra personalidad.
El de la agencia, que sabía a qué clase de conclusiones debía irse acercando, indicó que combinamos pósters baratos (Klimt, Van Gogh, el beso de Doisneau, la foto de los obreros en la viga en Nueva York, el retrato warholizado de Audrey Hepburn) con algún objeto de arte más exclusivo (una serigrafía numerada, una reproducción barata de algún fotógrafo premiado). Nos gustan las tallas y máscaras africanas, los kilims marroquíes, los muebles balineses, los fulares con mandalas indios. Tenemos bien a la vista libros de arquitectura y grandes tomos de Taschen (Warhol, Bauhaus, Robert Capa, carteles del rock, grandes del jazz, pin-ups americanas). Algunos hemos recogido algún mueble de un contenedor de la calle alguna vez. Los modelos más o menos actuales de aparatos tecnológicos también marcan la diferencia.
No tiene maldita la importancia que compartamos o no esto que se indica en la cita. No es el tema. Tampoco importa, por ejemplo, en esta novela, el acto de enamorarse sino el modo en que generalmente lo hacemos; ese cómo suceden las cosas, siempre tan parecido. Es decir: importa aquello que tenemos en común cuando nos sacan la foto de grupo; aquello con lo que, más que menos, podamos identificarnos o identificar a nuestros vecinos si acaso nos creemos tan especiales como para pensar que lo nuestro es diferente. Lo raro, lo excepcional, no tiene cabida en esta novela y eso, creo, es precisamente lo que le da ese algo distintivo.
En sus primeras visitas ella trajo flores, incienso, velas y servilletas estampadas. Pegó unas estrellas de papel tornasolado y colocó en una estantería dos pequeñas acuarelas (según anunció a Nuestro Hombre, le había dado por volver a pintar). Puso en un vaso con agua un hueso de aguacate del que pronto brotó un vigoroso tallo. Organizó el frigorífico con economía y eficacia: se deshizo de las bolsitas de ketchup y las reemplazó por mostaza francesa, salsas chinas y refinados aceites. Tiró todo lo florecido. Pronto hubo rúcula, tomates cherry, tofu, jengibre fresco y cilantro. Trajo la plancha de su casa y —lo hizo cuando él no estaba, para darle una sorpresa— dobló toda su ropa como si fuera un regalo; arregló el cuartito y encontró, donde no cabía un alfiler, un hueco donde acomodarla.
Dejo el párrafo anterior no para provocar a las feministas sino como otro ejemplo del estilo. Insisto en la poca importancia que tiene en la novela lo individual. Se trata más bien de describir, de enumerar, de explicarnos a nosotros mismos que somos lo que consumimos; se trata de dar relevancia a todo aquello que marcará la tendencia del grupo que acaba de llegar. Importa lo anodino, lo vulgar, lo aburrido, aquello que en grupo nos difumina y por separado nos hace sentir bien, estar en la onda, aunque obligue a dejarlo todo perdido de tópicos como el anterior, que tiene de real lo que una comedia romántica al uso. En El Público, por ir cerrando algún tema, lo que realmente importa, a lo que se presta más atención, es a todo aquello que hacemos que tiene valor estadístico. El trabajo de Bruno Galindo, lo que mejor hace y por lo que esta novela, vale, en mi opinión, la pena, es convertir los diagramas de flujo en literatura.
El problema de “El público”, en mi humilde opinión y por no hacer una entrada demasiado babosa, es que se estropea (es un decir) cuando trata de salvar una situación que no pedía ser salvada; cuando obliga al protagonista a convertirse en lo que no hacía falta: un hombre, Nuestro Hombre, metido hasta las orejas en una trama de intriga un poco demasiado hitchckoniana. Voy a decir algo que nunca creí que llegaría a decir, que me horroriza admitir y de lo que espero no tener que retractarme en el futuro: creo que esta novela falla desde el momento en que cae en las redes de la TRAMA. A mí me gustaba mucho leer todo aquello que Galindo me contaba tan bien, incluso esa larga secuencia de enamoramiento tan Up (la película de Pixar) y no veía maldita necesidad de enredarlo todo tanto como se enreda al final, que sin ser para volverse loco, requiere un nivel de interés que yo había perdido en el momento en que había entrado en escena una joven y atractiva millonaria rusa que quería ser puta de barrio madrileña por un día y que tampoco acabé de entender a qué cuernos venía tanta paliza con la muchacha total para lo que acaba pasando, que no es casi nada.
Total, que por aquello de no entrar mucho en detalles y matar la gracia de la novela lo voy a dejar aquí. A los acaban de llegar, bienvenidos al párrafo resumen; al resto: acabo en medio minuto. Que sí, que está bien, que vale; que "El público" arranca estupendamente y progresa adecuadamente hasta que luego, hacia el final, cae en el enredo difícil, quizá buscando ese golpe de efecto que es de esperar llene de elogios desmedidos las fajas de una segunda edición que no llegará nunca. Lo más gracioso es que por lo que yo, personalmente, recordaré esta novela no será por ese final de quedarse boquiabierto (exagero) sino por esa otra primera mitad (algo menos, quizá) tan interesante, adictiva y diferente. Una lectura interesante, en cualquier caso.