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miércoles, 29 de mayo de 2013

Una aproximación a la barra americana de Javier García Rodríguez

Una de las características comunes a todos los miembros de la llamada generación Nocilla (esto incluye arrimados) es esa tendencia a convertir las reseñas que se hacen unos a otros en pequeñas tesis doctorales, dando así la impresión —algo más que la impresión, en realidad— de que ese esfuerzo adicional resulta entre necesario e imprescindible para convencer al mundo de la genialidad de sus obras, como si éstas no fuesen perfectamente capaces de valerse por sí mismas.

Esto viene a cuento de algo, claro.

Empiezo a leer Barra americana sin saber que Javier García Rodríguez pertenece al mencionado grupúsculo. Esto es: empiezo a leer a Javier García Rodríguez completamente libre de prejuicios. Es más: leo a Javier García Rodríguez con una predisposición favorable toda vez que me pilla en plena vorágine lectora de relatos de extensión variada y especialmente interesado en las aproximaciones de éstos a otras nacionalidades. 

Empiezo por un relato (ya entraré en más detalles en otra ocasión) que incluye, en el título, el nombre de David Foster Wallace (1). Una vez terminado vuelvo a principio del libro y sigo por orden. Al llegar al tercero tengo que parar. Empiezo a tirar de crítica ajena y claro, allí está: el chachachá habitual. La marimorena.

El texto en su dinámica de deconstrucción, esto es, de auto-desmantelamiento constante provocado por esa incapacidad del decir para subsumir el siempre nuevo acontecimiento del sujeto y de la realidad, que ya no se deja resumir, reducir, recubrir, reconducir por el esquemático texto pasado.” Esto lo dice un tal Jorge Martínez Lucena para una web llamada In/ficción

Para Cristina Gutiérrez Valencia la cosa va más allá: “Abordamos desarmados [llegamos con las manos vacías —dice Cristina inmediatamente antes— si acaso conservamos la hermenéutica de la sospecha como ruido de fondo de una lectura carente de herramientas para el análisis], por tanto, a esta obra de la cual saldremos, perdida la inocencia, siendo otros.” Que ya tiene que doler la, digamos, novela (un temazo este, también) para acabar siendo otro. ¿Se sabe quién, por cierto? Me pido alguna divinidad que tenga que ver con el ocio y el vino. Esta misma Cristina afirma al comienzo de su crítica en tonosdigital.com que “Cada vez que nos enfrentamos a una obra de Javier García Rodríguez el llamado pacto ficcional cobra dimensiones desconocidas y se convierte, o se redefine conceptualmente, en algo más abarcador y que afecta a la totalidad de la forma de ver la literatura y, en última instancia, el mundo.

A mí tanto cambio me pone nervioso. Paso por dejar de ser yo mismo —me viene de perlas un cambio de aires—, pero si el mundo se transforma cada vez que este señor escribe un libro no sé porqué cojones me tiene que tocar a mí pagar siempre la misma hipoteca.

Leer tanta crítica sólo sirve para despistar. Aquí parecen todos muy listos y luego nadie se entera de nada. No saben si es una novela, un colección de relatos, unas crónicas de viajes, una renuncia al yo como elemento estructurador de lo narrado (Emilio Peral dixit) o un puto conejo de Pascua. Será que no estamos a la altura si, tal como Antonio J. Rodríguez recoge para Jotdown (en todas partes cuecen habas, se ve), Javier García Rodríguez es reconocido por “su pertenencia a esa élite de cinco personas que en nuestro país de veras han entendido algo de David Foster Wallace”. De todas las soplapolleces que he escuchado últimamente esta es, con diferencia, mi favorita, entre otras cosas porque ahonda en la herida, permanentemente abierta, del Elitismo en la Literatura, una cuestión en la que supongo expertos a algunos de los personajes antes citados.

Resumiendo: que ensospechando que no ha de ser para tanto la cosa viendo lo desmedido del elogio general y creyéndolo fiesta-jolgorio de unos cuantos, voy yo, y me leo. Total no sé para qué; para no entender nada supongo. A ver si uno de Los Cinco Fantástico viene y melosplica porque así, de entrada y con medio libro leído, la cosa no parece que vaya a pasar de infumable.



(1) El día que conocía a David Foster Wallace (Respuesta al “acertijo pop 9”)6





jueves, 10 de noviembre de 2011

"Últimos días en el Puesto del Este" de Cristina Fallarás

Admito ser incapaz de evitar ver en las protagonistas de sus novelas a la propia Cristina (o de la imagen que me gusta hacerme de ella a cada momento). Esto tiene una razón de ser que es al mismo tiempo un cumplido a la escritora: personajes fuertes y duros a la vez que más sensibles que la nuca de un recién nacido; madres amantísimas, esposas ejemplares… Personajes cuyo único defecto reside en el exceso de celo de sus pasiones casi siempre contenidas en silencios de un lirismo –lo siento- agotador. 

Yo no sabía que en esta novela había tanto, tanto amor. Quizá de saberlo no me hubiese metido con el mismo entusiasmo porque yo para estas cosas soy de minidosis aunque esto no quiere decir que me arrepienta (al fin y al cabo no es caminar sobre cristales) porque no deja de ser una novelita que se lee en poco menos de dos horas. Esto lo digo porque me estoy dando cuenta de que la crítica se va hacia dónde no quiero. Decía que hay mucho amor, sí, y mucha pasión, mucho sexo, mucho sentimiento “a flor de piel”, que diría aquel. Demasiado de todo. Pero demasiado de todo aquello que a mí más me espanta en una novela, pero eso no quita que no sepa apreciar su belleza y buen hacer (voluntariamente ambiguo, esto) porque si hay algo cierto es que Cristina sabe escribir y si nuestras almas no acaban de fundirse es simplemente porque no toca donde más me duele. 

Lo peor que puedo de decir de la novela es lo que insinué un poco más arriba y es que parece que se infiltre demasiado de la propia Cristina en la historia de otra (siendo “otra” la protagonista) y ese indefinido transitar entre el género apocalíptico y de amor, pulsión sexual incluida. Entiendo que Cristina habla de los sentimientos, de la pasión amorosa en todas sus formas, como la mejor manera de luchar contra nuestro yo más salvaje, el que habita y nos define (no siempre) en las situaciones extremas pero para ser una novela tan corta pasa que se me cuentan demasiadas cosas (o pocas  demasiadas veces) como para que no acabe por sobrarme una mínima cantidad de ellas. Y es de cajón que no puede ser bueno que me sobren páginas en algo así de pequeño. 

Y ahora la parte de los besos. 

Como amante de la cosa apocalíptica no puedo evitar el entusiasmo al leer sobre el fin de los tiempos again. En esta enésima revisión del Mad Max de turno que en esta ocasión viene, oh felicidad, de la mano de la santa madre iglesia, aquí la madre más ramera de todas, una grandísima hija de puta que le da a la novela un punto entre premonición, falso documental o ficción política (no lo tengo claro). El apocalipsis cristiano a pesar de todo y por encima de todo. La última guerra santa. Y no estoy hablando de las elecciones sino del argumento: en una casona convive un grupo de gente que espera a su capitán que no acaba de volver de una incursión en el campo enemigo en que se ha convertido el mundo entero por culpa de la fe de unos pocos. Cuando la desesperación campa a sus anchas entre los escasos habitantes del Puesto del Este, la mujer del capitán trata de mantener el tipo y la vida de sus hijos mientras lo que se oculta tras las murallas se siente como un precipicio. 

Luego está lo de los niños. Joder, los niños. Qué puta manía con los niños. “Plop” (de Rafael Pinedo) es soportable porque los niños son como tojos pero aquí hay una madre y mucho amor y un abandono y soledad y un cerco dentro de un cerco y sólo un modo de librarse de él que es el mismo modo de librarse de todos los cercos y claro, así no hay manera porque te imaginas a los niños y el dolor de sus miradas y el frio de sus cuerpecitos y el no tener qué llevarse a la boca, que a mí todo esto me toca mucho la moral y no digamos ya la fibra. El final, que se veía venir -porque el fin del mundo conocido es lo que tiene- no es el final y ahí Cristina la caga un poco, con perdón, porque el final finalísimo es una coda -lo que viene siendo el epílogo de toda la vida de dios- que a mí personalmente me sobra por dos razones: porque cambia radicalmente de estilo (no sé a qué viene tratar el asunto como un artículo periodístico) y porque no aporta nada a la historia salirse de la primera persona para saber lo que ocurrió en un momento muy concreto fuera de las murallas cuando ya suponemos que aquello está plagado de hijos de puta y de qué cuerda son. 

En general, y sin tratar de salvarle la vida a nadie (es un decir) es una novela que se deja leer y se lee con cierto placer; que está bien escrita (aquello del sentimiento desatado) pero que peca de contar más cosas de las que yo personalmente necesito o me interesa conocer. A mí me gusta la escritura más directa, menos afectada -esto es defecto del animal- y hubiese preferido unos diálogos que no fuesen como versos encadenados máxime cuando ya sea follando o matando lo que pide el cuerpo es nada más que gemir.