martes, 24 de octubre de 2023

“Mañana y tarde” de Jon Fosse


La cosa va de morirse de muerte natural, esto es, de pura vejez ergo todo “viruelas”. Como sea: no es una lectura agradable pero tampoco especialmente dura por aquello de la muerte dulce y creer que lo peor del más allá es que haya pocos peluqueros para tanto amigo. Respecto a lo “inofensivo” (últimamente estoy en este plan), pues dependerá de la conciencia y el optimismo de cada cual. Para un pesimista de manual como un servidor, la lectura ha sido un tanto horrible, y a poco salgo corriendo a abrazar a mis hijos.

Que de qué va. Bueno, pues lo dicho: de morirse. Es algo así como una reflexión, tirando a superficial, sobre la vida vista desde el más allá más inmediato, esto es, durante el rigor mortis: el protagonista, nuestro héroe, muere mientras duerme. Pues bien, la novela es lo que el pobre infeliz tarda en darse cuenta de que ha pasado a estado gaseoso, que en tiempo literario son ciento veinte páginas de incertidumbres y fantasmas varios de las navidades pasadas. No sé si para Fosse morirse no pasa de ser la constatación de que al final todo total para qué; si no habría sido mejor luchar hasta la muerte en el campo de batalla por alguna noble causa, porque mérito cero si todo acaba cuando uno ya no puede más, pero intuyo que no, que no es eso lo que Fosse da a entender. Sospecho que para este señor morirse no es más que otro inconveniente, si acaso irresoluble, que lleva asociados problemas del primer mundo, y poco más.

Pero no me hagan caso.

La verdad es que no sé qué pretende Fosse con esta novela. Quizá nada, aunque lo dudo. Sospecho que darse un respiro a sí mismo o sembrar la duda de una respuesta frente a la incertidumbre del más allá. Fingir que al final ni tan mal. Regalarse su propio cuento de hadas donde morir es desacostumbrarse a vivir. No sé. Vuelvo a la cuestión de la última novela reseñada ('La luz difícil', de Tomás González): morir entre algodones de nostalgia por una vida más o menos dura, pero habiendo dejado cerradas todas las líneas argumentales, suena a estrategia adormecedora de ficción. Y ya si te cruzan en barca a la otra orilla, NI TE CUENTO. Parece que a los cincuenta nos empeñemos en dibujarnos un final de ensueño, donde las palabras (para los que quedan, en el caso de González, o los que van, en el de Fosse) —entre ellas "miedo", "arrepentimiento" o "dolor"— no existan o no importen.

Pero vamos cerrando.

Lo que me ha gustado: el relato del cambio, cómo Fosse transcribe el desconcierto del protagonista mientras toma conciencia de lo que le ha ocurrido. Lo que no: esa visión absolutamente idealizada que ciertos sectores estrechamente ligados a determinada línea espiritual de pensamiento tienen de la muerte, esto es, como un broche, como un tránsito y no como una fractura, especialmente cuando, como en este caso (motivo por el cual no puedo no solo compartir sino directamente despreciar) ese punto de vista condiciona la forma que tienen de ver y entender la vida; un punto de vista, en mi opinión, bastante limitado, en y por su cortedad, al ámbito de lo propio, siendo, por lo general, “lo propio”, un estado de bienestar minoritario e irreal en comparación.




Jon Fosse
Mañana y tarde
Traducción de: Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun

“La luz difícil” de Tomás González

Una vez terminada “La luz difícil” de Tomás González no hay mucho que decir. Y aun así, aquí estamos. He visto que esta novela genera elogios desmedidos que intuyo tienen que ver con la muerte, por propia voluntad, de un niño no tan niño (joven ya, prácticamente adulto si me apuran), algo que el lector comprende, justifica y defiende. Porque la verdad es que ya tiene uno que estar uno jodido para decidir ponerle fin a su vida y que nadie —familiar, amigo o espectador— se lo cuestione mínimamente. Especialmente en ese sentido (aunque también todos los demás), el libro es inofensivo. Primero porque, aunque a ratos lo parece, esa muerte no es el tema central y segundo porque no se presta a debate en tanto que no cuestiona ley o moral alguna. Dolor, dolor, dolor; decisión personal; vehículo ilegal. Fin de la cita. Pero lo dicho: no importa: no es el tema.

El tema de la novela es, en mi nada humilde opinión, la perdida que va asociada a la edad. Perder el pelo, un hijo, una esposa, perder la vista. También la independencia, la movilidad, las metas. Que llegado el momento ya no te quede nada y no importe un carajo, entre otras cosas porque el siguiente viaje es sin equipaje. La novela está escrita desde ese último escalón donde todo es aceptación y saber estar. No hay rabia y ni siquiera el dolor de lo vivido genera en el protagonista otra cosa que nostalgia. “La luz difícil” es el relato escrito por alguien que fue lo bastante feliz para no sentir rabia cuando ya no se puede más. Y a mí este tipo de libros me dan un poco de repelús, qué quieren que les diga. Aprecio la belleza de su prosa y a ratos agradezco la serenidad que transmite, pero al mismo tiempo esa supuesta calidez me deja frío no tanto porque no me la crea como porque no me interesa.

Y conste que: ojalá llegar así. Al final, digo. Ojalá llegar así. Herido pero sereno, en cierto modo satisfecho. Pero si lo hago, prometo no escribir. Ojalá para entonces una espada y no una pluma.


viernes, 22 de septiembre de 2023

"Cosas que los nietos deberían saber" de Mark Oliver Everett

Al final la vida se me lleva por delante las nobilísimas intenciones de comentar con detalle aquello que voy leyendo. Con todo y más, no pierdo la esperanza de algún día tener tiempo para estas tontadas. Pero no será hoy (siempre que digo esto acabo escribiendo siete mil palabras) de modo que ahí van mis dos apuntes sobre la recien terminada "Cosas que los nietos deberían saber", lectura a la que llego por motivos que no vienen al caso pero que tienen que ver con Clubs de lecturas ajenos y otras cosas del querer.

Una versión brevérrima de la reseña sería esta: huyan.

Aquí la versión larga:

"Cosas…" es la biografía de un señor músico narrada con la corrección mínima fundamental, lo que viene siendo una cuestión de Estilo Funcional, lo que viene siendo de un valor literario más que ajustado. Y eso pese al vergonzante primer capítulo, que cualquiera diría que se lo escribió el enemigo. Te lees un avance en la Fnac y no llegas con él ni al pasillo central. La comparación con Vonnegut es comprensible, pero apesta a no haber entendido nada, empezando por el propio Vonnegut, un genio sobre el que debería ser constitutivo de delito establecer cualquier tipo de comparación, incluyendo la física.

Primera diferencia: Everett es, a grandes rasgos, un tipo bastante despreciable en tanto que Vonnegut ES AMOR.

Por lo general ser gilipollas no sería un problema, al fin y al cabo, la mejor literatura está plagada de tipos a cual más despreciable. Es más, probablemente la que más vale la pena está formada por seres de este calibre. Solo el mal es creativo, ya saben. Pero claro, cuando el libro es autobiográfico y el protagonista es un tipo que se cae tan fantásticamente bien como quiere caer a los demás, un tipo que, apoltronado en el sofá del adoctrinamiento auto referencial vive ignorante de su propia estulticia… cuando todo esto pasa, decía, entonces no tenemos un problema, lo que tenemos es otro candidato al genocidio selectivo que algún día tendremos que afrontar con la seriedad debida.

Perdonen que me centre tanto en las interioridades del señor Everett, pero tratándose de una autobiografía sin el menor valor artístico, qué otra opción me queda.

Pero hablábamos de desprecio.

Para empezar, está lo de dar pena. Jugar a eso está feo, E, no solo porque es de pobres sino por el patetismo del que haces gala en-cada-puta-página. Pobre E. Que si se muere su padre, que si se muere su hermana, que si muere su santa madre, su prima y su concuñado y maría santísima. Joder, claro, la gente se muere (pocos, en mi opinión). Pero alma de cántaro: si tiraste pa’ los Los Angeles Paradise nada más sacar el carnés de conducir; si con tu padre ni mu desde la cuna; si prácticamente lo primero que sabemos de tu madre es que se está muriendo de vieja. Mira, E., no me jodas. Si hasta ayer, AYER, decías que tu hermana se había vuelto racista SOLO porque la habían violado cinco negros en un cajero automático, pedazo de cabrón, que a ti quisiera verte. Ya que no me lo preguntan, en mi nada humilde opinión difícilmente se podría ser más hijo de puta que el amigo Everett. Pero muy difícilmente. Eso sí: la adoraba: a esa racista, alcohólica, drogadicta hermana que, con todo, seguía preguntándole qué tal le iba, no como él, que ni con un palo, no le fuese a caer una hebra de maría en sus Lottusse de piel de prepucio de koala. Y que si su prima contra el pentágono el 11S o no sé qué. Que vete tú a saber si era su prima. Que vete tú a saber siquiera si era el pentágono. Porque si por algo destaca esta biografía sobre otras, es por lo poco cuando no directamente nada creíble que resultan sus experiencias vitales.

Esto, noventa páginas. El resto es él de gira o posando con famosos que no le hacen ni caso o viendo morir de sobredosis a miembros de la banda. Es un decir. O casi. Desde luego, él no porque Él no NADA: ni un triste porro, ni una triste cerveza. Que ya me dirás (si fuera cierto). Y el sexo dudo que sin condón. Porque TODO mal: lo uno, lo otro y hasta las mujeres, esas LOCAS CARIOCAS. Sobre todo ellas:

«No todas han sido unas locas, pero si quiero ser sincero tengo que reconocer que en la mayoría de casos algún tornillo les faltaba. Será que en realidad estamos todos locos, y cada uno encuentra una manera distinta de vivir con ello. No hay más que vernos a mí y a mi hermana. Somos dos caras de la misma moneda. Nos enfrentamos a los problemas de manera muy distinta: ella perdió toda conciencia de sí misma y cayó en una espiral de alcohol y drogas, y yo me sumergí en la música. He tenido la suerte de que mi método fuese más constructivo.
En defensa de todas ellas tengo que decir también que no soy una persona con la que resulte fácil convivir. Bueno, en cierto modo sí que lo soy, una vez se acepta que siempre estoy trabajando en algo y que si no estoy trabajando tiendo a encerrarme en mí mismo mientras rumio nuevas ideas. Hay que ser una persona muy segura de sí misma para vivir con alguien así, y probablemente he estado enfocándolo mal todos estos años al intentar emparejamientos imposibles.
Les guardo mucho cariño a todas mis locas, y no lamento ninguna de las experiencias compartidas con ellas (bueno, casi ninguna. Algunas fueron verdaderamente terribles).
A todas las locas a las que he querido: muchas gracias, pero ahora estoy demasiado cansado».


Si después de este fragmento (enésima muestra de su permanentemente asqueroso posicionamiento moral) no han sentido la arcada subir, pueden dejar esta reseña, este blog y volver a su lado de la realidad a seguir escuchando discos de Eels.

No quiero dar a entender que este señor me haya caído mal y de ahí este rollo destroyer que me traigo hoy pero lo cierto es que tal cual es eso. Me ha caído mal y quiero acabar con él. Lo mejor de todo es que el libro es tan malo que me lo ha puesto en bandeja.

No sé dónde leí que parte o toda la culpa de la creación de Blackie Books la tiene el libro este. 
Eso explica algunas cosas.

viernes, 2 de junio de 2023

“Los destrozos” de Bret Easton Ellis (Breve nota de urgencia)

Lo suyo sería escribir una reseña en condiciones, con sus mínimo de mil palabras, una exclusiva e impecable selección de citas y el rigor académico al que les tengo acostumbrados pero hoy aquí es viernes y ya voy pillado de tiempo (no así de entusiasmo) de modo que vamos a tener que dejarlo para mejor ocasión, tipo el año que viene y, así, también, al conocimiento de causa le sumamos algo de la perspectiva de la que ahora carezco toda vez que cuando escribo estas líneas prácticamente me acabo de terminar el libro y no estoy yo mucho para valorar nada que no sea la calidad de mi último sueño.

Dicho lo cual: difícil “nota de urgencia”.

Por varias razones, la primera de las cuales es que, cuanto menos se hable del argumento, mejor. Baste decir que Los destrozos es algo así como como Menos que cero con el valor añadido de la experiencia, en el sentido es que es un libro mejor escrito que el anterior (aunque quizá parte de la culpa de esto la tenga la estupenda traducción de Rubén Martín Giráldez) pero también más consciente de sí mismo y por lo tanto menos natural y espontáneo (diría fresco si fuera cierto, pero aquí ya nadie lo es): la experiencia de un escritor experimentado y la experiencia de un lector curtido. Y cuando tanto los gustos del escritor como los gustos del lector (que fuimos, que somos) se vuelven a cruzar, inevitablemente (me voy a saltar la metáfora), algo pasa. Pues bien, en esta novela pasa mucho. Bueno, para bastante. Pero ya con que “pase algo”. Vivimos tiempos difíciles.

Aquí un valor añadido: mis prejuicios. Por un lado, bien: porque recién había leído Menos que cero y sin ser uno de los libros de mi vida no tengo problema en reconocer que, como primera novela de un escritor menor o igual a los veinte años, es, cuando menos, notable, peeeeero, por otro lado: —y siguiendo con la cuestión de los prejuicios—, inmediatamente después leí Blanco, una suerte de panfleto fascistoide que a Dios gracias no me pilló devoto del autor o a estas alturas el mito ya no sé ni dónde.

Bueno, pues fue con estos mimbres que llegué a Los destrozos, que ya pueden ustedes intuir que ni tan mal o de otro modo sapos y culebras desde la primera línea. 

Esto de Ellis es un Menos que cero llevado al terreno de la novela negra “más convencional” (tómese con pinzas el entrecomillado) pero que, de alguna forma, funciona, quizá por contar como referente aquella lejana primera novela, que le aporta coherencia y le da una cierta pátina de validez a lo narrado, o quizá (o también) porque haberlo planteado como un relato en primera persona falsamente autobiográfico y tiernamente adolescente, y habiéndose autoimpuesto, además, una personalidad tan poco favorecedora, —porque aunque lo haga consciente de la impunidad que dan los cincuenta no deja de ser un ejercicio divertido de puro atrevido–, de alguna forma, decía, esto y lo otro y otro poco de lo de más allá (a saber: una trama de asesino en serie sobre fondo universitario —inevitable pensar en Brick, la película de Nathan Johnson—), dan como resultado una novela menos ligera de lo que parece, divertida en la medida que interesante y, en su tramo final (ojo: un tramo final de doscientas páginas), frenética.

Para los amantes de los últimos párrafos, aquellos que, como yo, prácticamente no leemos otra cosa de una reseña: “recomendable, en definitiva”.


jueves, 4 de mayo de 2023

“El cuarto mundo” de Diamela Eltit

Supongo que la mejor, la más infalible forma de saber si un libro sí o un libro no, o más concretamente si un autor sí o un autor no, es reconociendo, valorando, si deja o no deja en uno (ya no pido más) la necesidad o el deseo, una vez terminado, de repetir la experiencia. Con el autor, se entiende, aunque también con el libro, qué duda cabe.

Y mira, NO.

Dejen que se lo explique.

He aquí un fragmento no especialmente nada:

«Atrapados por fuertes dependencias, cautivo de mi absoluta inmadurez, casi en el centro mismo de la inconciencia, volví a rozar a mi hermana, solapado en la plenitud de la noche.
Mi cuerpo, inteligente y lúcido, escindido por lo absurdo de su pequeñez, la encontró cálida en su modorra, sabia en sus inicios, bestial en sus pulsiones».

Le celebro el gusto, a Eltit, y valoro el esfuerzo de sostener semejante ejercicio de lirismo durante casi doscientas páginas sin llevar a la arcada al tipo de lector que yo represento. Fuera de eso —de esta desinteresada muestra de cortesía— lo primero que me viene a la cabeza cuando pienso en cómo explicar el motivo mi espantada (espantada de huida, no necesariamente de espanto) es artificio y pretenciosidad.

Quiero decir.

La escritura de Eltit me parece afectada en exceso; un ejercicio de estilo sin duda elegante pero que en ningún momento se pone al servicio de la historia que viene a contar, que acaba siendo poco menos que una excusa. Sé que al ser una cuestión de estilo este desacuerdo es un problema exclusivamente mío, pero igual no tan mío. No, al menos, tratando de lo que trata. Y es que n se concibe toda esa decoración –que al final no hace otra cosa que evitar implicarme en una historia por lo demás relativamente convencional– si no es para edulcorar el fondo del asunto o, tal vez, como medida de distracción o simple lucimiento.

Les resumiría el argumento, pero esta no es esa clase de reseña. Baste decir que tiene que ver con la redefinición de las relaciones familiares en el entorno asfixiante y hostil de un Chile en pleno proceso de cambio (en venta, como dice Eltit): primero entre dos mellizos no se sabe si enamorados o simplemente apasionados, pero también entre sus padres, un hombre y una mujer, y entre ese hombre y su hija, y entre esa mujer y otro hombre, y entre el mellizo y su otra hermana, y a dios gracias que no tienen perro. Bueno, no sé, un lío; un poco todos con(tra) todos, pero sin la erótica a favor. En el fondo una historia relativamente simple donde el tema de los celos se trata con la elegancia y el retorcimiento propios de un Zurita en horas bajas, pero también con la complejidad propia de un desconchado en la pared.

Por si no había quedado suficiente claro:

Con Diamela Eltit me pasa un poco lo que me pasa con la poesía (ese cadáver): que un rato sí, pero no doscientas páginas y muchos menos dos veces doscientas. Cuando los secundarios se pasan de estereotipos y los protagonistas y narradores tienen la hondura de cuenco de arroz, cuando aquello que los mueve es el mismo roce de la piel, entonces su destino y el vaivén que lo precede me interesa tanto o menos que el agitar de un arbusto en el prado.

«Los celos se superponían al odio; el odio, al abandono; el rencor parecía un vigía que anunciaba el cataclismo de mi mente. El sufrimiento que invadía mis días hacía que temiera cada amanecer. Decidí, en el límite de mis fuerzas, intentar una ofensiva para aniquilar a mi hermana melliza: que se hiciera visible que había jugado su último juego conmigo.
En mis sueños volvían a aparecer esas dos formas amalgamadas que se trenzaban en un abrazo o en una lucha, debatiéndose en la calidez de las aguas. Hube de responder a la voracidad de esas imágenes y me preparé a enfrentarme a ella tal como un amante en su primera cita.
Repudiándome a mí mismo, engarcé todas las piezas de la escena. Grácil como una pantera y sensual como una cortesana oriental, borré al muchacho de su mente.
Me valí de una graciosa aunque insignificante muchacha sudaca que, sin entender lo que estaba haciendo, accedió a mi pedido. Con lentitud y suavidad realcé el recorrido de mis dedos mientras mis músculos me seguían, extraordinariamente sagaces.
No hubo final ni consumación, tan sólo el poderío de la muralla de piedra que brillaba con la fama del último sol del atardecer. No obstante, mi hermana sintió frío y tembló como si la envolviera la mitad de la noche».

martes, 2 de mayo de 2023

Recomendatorio actualizado

He visto que llevo tiempo sin actualizar la pestaña dedicada a las recomendaciones. Es imperdonable; para una cosa buena que tiene este blog por lo general tan cargado de odio, semejante desidia debería ser constitutiva de delito.

Sin más preámbulos, helas aquí.

* * * * *

En primer lugar, les dejo una relación de lecturas que recomendaría a cualquiera en cualquier circunstancia. Esto es: todo aquello cuya calidad está fuera de toda duda, al menos a mi entender, que es un entender incontestable. Si tienen algún compromiso y quieren quedar bien, tiren de esto. Otra cosa ya, el animal al que se lo regalen, pero yo en eso ya no puedo entrar sin salir escaldado y además es tarea suya discriminar. Mi consejo: si no cuaja, cambien de amigo. A este respecto debo confesar que alguno lo he regado y prácticamente me lo han tirado a la cabeza, concretamente el de Markson, pero a mí de aquí no me mueven: si no les gusta “La amante de Wittgenstein” el problema el suyo. Ni zona de confort ni hostias: aprendan a leer.

Bueno, lo dicho: librazos y ojalá mas de esta mierda forever. No entraré en detalle sobre cada uno para no dejarlo todo perdido de babas, pero denme por entusiasmado con todos y cada uno de ellos.

"Hotel Splendid" de Marie Redonnet

"Los árboles" de Percival Everett

"La ciénaga definitiva" de Giorgio Manganelli

"El último samurái" de Helen DeWitt

"La amante de Wittgenstein" de David Markson

"Los Netanyahus" de Joshua Cohen

"Panthers y museo de fuego" de Jen Craig

"Beloved" de Toni Morrison

"Intimidad" de Hanif Kureishi

"La montaña mágica" de Thomas Mann

"La belleza del marido" de Anne Carson

"Odisea" de Homero



Y luego, a otro nivel, está aquello donde creo que sí puede colarse lo personal y donde el tema, la extensión o argumentos secundarios tipo antigüedad o ubicación pueden ser un problema. Quiero decir, que, por ejemplo, si es usted un poco fascista igual M, de Scurati no le hace especial gracia. Lo mismo para los no-amantes de lo asiático entre los que me incluyo: ojo con Kawabata. Y ojo también con Sangre Vagabunda porque cierra trilogía o con Smonk, porque es una gamberrada. Vivir abajo es un ladrillo, magnífico pero ladrillo y quizá excesiva e innecesariamente largo. Smiley (cualquiera) es una debilidad personal y el de Radden Keefe adicción pura, valga la redundancia. Tucídides me alegró unas vacaciones; ya solo por eso.
"La casa de las bellas durmientes" de Yasunari Kawabata

"La edad del desconsuelo" de Jane Smiley

"Sangre vagabunda" de James Ellroy

"Al este del Eden" de John Steinbeck

"M. El hijo del siglo" de Antonio Scurati

"El imperio del dolor" de Patrick Radden Keefe

"Historia de la guerra del Peloponeso" de Tucídides

"Vivir abajo" de Gustavo Faberón

"Smonk" de Tom Franklin

“Blanco” de Bret Easton Ellis


Es probable –no lo pongo en duda— que Bret Easton Ellis haya transgredido lo habido y por haber con su primera novela, Menos que cero, —escrita y publicada a una edad tan insultantemente temprana que de no ser por American Psyco, uno podría pensar que fue simple casualidad (tipo la novela perfecta en el momento perfecto y ya nunca más)— pero una de dos, o bien su deriva ideológica se ha extremado y ahora ejerce de Señor Mayor desde una autoconsciente posición de Hombre Blanco Privilegiado, o bien la “deriva” siempre estuvo ahí, como el dinosaurio, y ocurría que lo tomaba yo por sátira cuando ni tanto. A día de hoy de inclino por ambas. Pero bien, uno puede ser buen escritor y ser un gilipollas (diría incluso que hay cierto grado de inevitabilidad en ello), y si no que se lo digan a Vargas Llosa y tantos otros. No es ese el problema.

El problema es que dedicar tanto esfuerzo solo para defender primero la llegada a la presidencia y más tarde la política de Donald Trump me parece un despropósito por parte de Bret o de quien sea, sobre todo cuando, como en este caso, se hace desde un posicionamiento falsamente imparcial. El discurso de apelar a la libertad de expresión para legitimarlo TODO (insultos, racismos o lo que se tercie) o esa vieja costumbre de victimizarse acusando a los demás de lo mismo es tan absurda como la contradictoria práctica de decir en todos cuantos foros públicos hay que uno ya no puede decir lo que quiere y que mucho mejor y más libres antes, cuando los gloriosos ochenta o no sé qué mierda.

«Ahora [BEE] presenciaba un nuevo tipo de progresismo, uno que censuraba deliberadamente a la gente y castigaba a las voces en contra, obstruía opiniones y bloqueaba puntos de vista. Este falso progresismo estaba convirtiéndose en la alarmante norma en los medios de comunicación, en Hollywood, y, durante un tiempo, en 2017, en ningún otro lugar con mayor evidencia que en los campus universitarios, aunque esto pareció marcar el límite para todos. La ironía se amplificó cuando los estudiantes y, aparentemente, la propia administración de la institución rechazaron a conferenciantes conservadores en Berkeley, otrora considerada el bastión de la libertad de expresión en América, y ya no hubo forma de transformar esa historia en un relato aspiracional para la izquierda, para la Resistencia ni para nadie».

Respecto a esta cuestión, resulta especialmente llamativa (cuando no directamente preocupante) la facilidad a la hora de pasar por alto la práctica que acompaña la teoría de la que tanto alardean los trumpistas, abanderados ahora de las libertades civiles, y, por extensión, del bueno de Bret, algo que Jason Stantey sí se toma la molestia de explicar y dejar reflejado en su libro “Facha”:

«Jeff Sessions, fiscal general de Estados Unidos, difícilmente será un defensor de la libertad de expresión. Y, sin embargo, el mismo mes en que su Departamento de Justicia pretendía llevar a juicio a una ciudadana estadounidense por reírse, Sessions dio un discurso en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown en el que criticaba a los campus universitarios por incumplir su compromiso con la libertad de expresión. Según él, la universidad no fomentaba la participación de las voces de la derecha. Y por ello exigía «una renovación del compromiso nacional con la libertad de expresión y la Primera Enmienda» (esa misma semana, monopolizaba todas las pantallas el llamamiento de Trump a los propietarios de los equipos de la Liga Nacional de Fútbol Americano para que echaran de sus equipos a los jugadores que se arrodillaban durante el himno nacional como protesta contra el racismo, precisamente una clara manifestación de los derechos que defiende la Primera Enmienda)». Jason Stanley, “Facha”, Blackie Books.

De alguna forma y por alguna razón que no acabo de entender, Bret dedica demasiado tiempo y demasiado esfuerzo (demasiadas páginas, en definitiva) a hablar de cine y cosas que no le importan a nadie total para acabar dejando meridianamente claro que él no ha votado a Donald Trump (cosa que dudo) pero que tampoco lamenta su victoria, tal como sí hacen todos esos snobs californianos de la supuesta izquierda que lloran amargamente lágrimas de desconsuelo por el incierto futuro de caer en manos de un demente. Ni que decir que a Bret el tipo le cae hasta simpático y que nada de demente o ya verás la economía, como si todo fuera nada más que eso, obviando todo aquello que también es fascismo, como por ejemplo, dar a entender que microagresión es un saco en el que cabe de todo y deja ya de quejarte, hostia, que pareces nuevo:

«Si sientes que estás sufriendo «microagresiones» cuando alguien te pregunta de dónde eres o «¿Puedes ayudarme con las mates?», o te responde «Jesús» cuando estornudas, o cuando un borracho te toquetea en una fiesta de Navidad, o cuando un imbécil se restriega contra ti a propósito mientras esperas al aparcacoches, o cuando alguien sencillamente te insulta, o cuando el candidato al que votaste no sale elegido, o cuando alguien te identifica correctamente por tu género y tú lo consideras una monumental falta de respeto y te irrita y necesitas encontrar un lugar seguro, entonces tienes que buscar ayuda profesional».

Se ve que, para algunos, libertad es no tener que chupar la polla que te meten a la fuerza en la boca.

miércoles, 19 de abril de 2023

“No todo el mundo” de Marta Jiménez Serrano

Verán, tras una inesperada y brevísima (tanto como de una única novela) incursión en la ciencia ficción he pensado que podía dedicar parte de mi valiosísimo tiempo a sacar adelante alguno de los compromisos adquiridos en las últimas semanas con el único club de lectura que vale la pena y que no es otro que el Club de Lectura Yokni.

Pues bien el tercero de los compromisos (el primero fue "Heredarás la tierra" y el segundo "Kudryavka", ambos en stand-by) fue "No todo el mundo" de Marta Jiménez Serrano, una escritora cuyo nombre pide a gritos un pseudónimo o cuando menos exiliar el "Jiménez". Bueno, pues ojalá Sentimientos Encontrados, aquí, pero me temo que ni tan encontrados ni tan sentimientos, o sí, pero no de los buenos.

He leído un par de relatos (más un tercero en diagonal), el primero de los cuales debe ser (o eso me ha parecido) el más largo de todos. Entiendo que su extensión, de unas más que considerables cuarenta o cincuenta páginas (no tengo el libro delante) sumadas a esas cinco o seis del segundo, debería ser argumento más que suficientes para darles una idea aproximada de cómo son libro y escritora y qué pueden esperar de ello exactamente. El planteamiento del libro ni tan mal, al fin y al cabo nada más universal que el (des)amor. Ahora bien, el estilo. Vaya. El estilo. Qué horror, el estilo. Qué falta de él. Primero por lo impersonal, segundo por lo impersonal y, tercero, por lo impersonal. Marta J. Serrano escribe desde la asepsia más absoluta en tanto que similar a las asepsias de otros muchos, tantos que alguien debería darle a esto de una vez por todas la categoría de epidemia. Hemos llegado a un punto en el que ya no sabe uno si esta gente escribe porque es pobre, porque le gusta leer, porque les divierte escribir o por orgullo torero, pero en cualquier caso estaría bien que además tuvieran algo que decir y huellas que dejar.

No quiero hacer demasiada sangre, no he venido a eso, solo a decirles que lo poco que he leído me ha parecido un horror mayúsculo, sobre todo, insisto, por la falta absoluta de personalidad de un texto que, sin caer en lo plano, es tan poco especial que no dejo de preguntarme para qué, es decir, qué sentido tiene dedicar tu tiempo a esto, a escribir no algo como esto sino de esta manera; algo que nadie va a recodar mañana, que a nadie le va a importar más allá de este ahora o de los lazos de sangre que le unan a la escritora.

Respecto a las historias narradas: pues tampoco lo puedo entender. No me han parecido graciosas ni interesantes y a excepción un par de frases el resto supera con mucho aquello que el más común de los mortales puede considerar prescindible. El problema, pienso, ahora, mientras escribo esto, no reside tanto en lo tedioso del asunto como en la desconsideración total de Marta con el lector a quien debe considerar imbécil de puro dárselo todo hecho, sin dejar nada, pero nada de nada, a la imaginación o a la interpretación, si acaso ambas cosas no son lo mismo. Marta escribe estos relatos como quien escribe prospectos farmacológicos, como si en su literatura hubiera de quedar meridianamente claro todo aquello que en circunstancias normales se daría a entender a un lector no necesariamente avispado, para que éste, al menos, tuviese algo que decir o que rascar. Pero, claro, algo como esto obligaría a la autora a no estereotipar y sí a reflexionar, a no improvisar y sí a planificar y sobre todo a no evidenciar y sí a tratar de ocultar en los silencios aquello que solo expresan las miradas, por ejemplo, un arte claramente no al alcance de cualquiera. Marta J. Serrano habla mucho, escribe mucho, cuenta mucho pero NO DICE NADA.

Esto, tras leer el primer relato. Terminado el segundo (esa cosa infame llamada "Qué bien que existe Leonor", donde al menos queda claro el profundo conocimiento del alma humana que tiene Marta, sabedora de que ahora mismo la única verdad absoluta, verdad que también yo defiendo a voz en grito es que todos los hombres son unos cerdos), terminado el segundo relato, decía, cerré el libro.

Y hasta hoy.

«Pablo dejó de estar dolido y Pati y él comenzaron a llevarse verdaderamente bien. Yo me cercioré de que no se llevaban demasiado bien –los adverbios son de suma importancia– y Pati me confirmó que no, me dijo no, tontito, ¡si justamente ahora tiene novia! Lo dijo mientras se quitaba la camisa y el sujetador para ponerse el pijama, y ahí yo me quedé mirando los pezones perfectos de Pati y me olvidé de Pablo».


lunes, 27 de febrero de 2023

“Hotel Splendid” de Marie Redonnet (Trad. Rubén Martín Giráldez)

Sigo sin mucho tiempo y pocas ganas pero si pude robar unos minutos para destrozar la novelucha de Irene Nemirovsky, más razón encontrar un minuto para una novela que sí lo merece; y a ver de paso si con eso evitamos, en la medida de lo posible, el desastre que sería dejarla caer en el olvido. De modo que, a modo de no-reseña, les dejo aquí el comentario que hice en redes sociales (Instagram, Facebook y ya) tras de la lectura de la ha resultado ser una de las mejores lecturas en lo que va de año; una indiscutible candidata al próximo Top Ten de 2023.

Confieso mi debilidad por ciertos temas, por ciertos tonos, por una literatura que podríamos considerar musical en el sentido en el que solo la literatura puede serlo. Cuando digo esto pienso en Bernhard, por ejemplo, o, ahora, también, en Marie Redonnet, sin dar a entender con esto que tengan nada que ver uno con otro porque, más allá de este sentido, no lo tienen.

No quiero ponerme demasiado gilipollas con esto de la música; lo comento porque creo sinceramente que hay dos clases de lectores: aquellos para los que eso es importante y aquellos para los que no. Yo hablo para los primeros, exclusivamente. (NOTA: luego están los que huyen de ello, léase lectores de Aramburu, Vilas y mierdas por el estilo. Es decir: si le ha seducido algún libro de estos señores ya puede dejar de leer este post pues será del todo imposible que llegue a disfrutar --desde esa manifiesta incapacidad para valorar-- una literatura del nivel de Hotel Splendid. Se lo puede tomar como un insulto si quiere).

No voy a estropearles la [bequettiana] fiesta que ha resultado ser, contra todo pronóstico (no supe de su existencia hasta hace unos días), este libro. Probablemente, con Panthers y museo de fuego de Jen Craig (1) o La ciénaga definitiva de Giorgio Manganelli (con el que resulta inevitable establecer comparaciones) es de lo mejor que he leído estos últimos meses, meses en lo que también he leído a Faulker, a Morrison o a Cartarescu. Ahí lo dejo. Recojan el guante si quieren. Yo solo digo que Hotel Splendid me ha parecido extraordinario a todos los niveles: argumental y estilístico. Una lectura hipnótica a la vez que una historia genial: la de una mujer, heredera de un hotel --de una vida, en realidad-- que se viene abajo. “Sitiado” en un pantano que lo devora todo y a todos --a ella y a sus hermanas, que la parasitan—la narradora habla desde el desapego más absoluto de sus hermanas, de los clientes, de la humedad, las enfermedades, las ratas, las obstrucciones… de la miseria, en definitiva, de la que sale, por la que avanza, gracias a que no se detiene.

En mi humilde opinión, una pequeña Obra Maestra.




(1) ¿No hemos hablado de esto? TENEMOS que hablar de esto.

miércoles, 1 de febrero de 2023

"El baile" de Irène Némirovsky

De no haber sido por El café de Mendel probablemente nunca hubiese leído esta novela, lo cual demuestra que en según qué casos soy más listo de lo que supongo. Deberían estar agradecidos de tenerme. El café de Mendel es un podcast, por cierto, por si no están al corriente, en el que dos señores, el uno editor de Trotalibros y el otro mero escritor experto en lo suyo, dedican un par de horas al mes un poco a ponerse al día en lecturas y quehaceres y otro poco a la autopromoción: el primero con su editorial y el segundo con sus talleres. Es un podscast peculiar. Ellos son como son pero se les acaba cogiendo cariño pese a las ocasionales boutades tipo esta de hoy.

En el último episodio (titulado no sé qué de una bruja) mencionan de pasada este libro, al que uno de ellos dedicará un taller, y no contentos con ello lo suben a un altar y ya a partir de aquí todo elogios desmedidos: que si qué delicioso, brillante o no sé qué y que qué tremendo final, qué magnífico cierre, qué menuda sorpresa, que puta maravilla. Qué puedo decir: a mí me ha parecido una chorrada como un piano, previsible a más no poder. Una novelita de casi cien páginas a la que le sobran más de la mitad, plagada de diálogos insustanciales y cuyo final se conoce desde la página veinte, poco más o menos. La típica novela que se escribe cuando no se sabe qué escribir o para cubrir un cupo o para quitarse una espinita, en ningún caso una novela que se escribe para brillar o encontrar reconocimiento. Ya que nos sinceramos, diré que me cuesta entender por qué alguien estaría dispuesto a malgastar ni medio minuto de su tiempo a escribir esta nadez que ni para hacer amigos vale. Más simple que un botijo, el único taller que este libro merece es uno de reparación.