Empiezo a escribir este post dos minutos después de haber terminado este librito de relatos por lo que todavía no sé si el cabreo es monumental o sólo estoy exagerando. No se alarmen: de nada tiene la culpa Almudena que escribe, supongo, lo mejor que sabe sobre aquello que más le gusta. Tampoco la tiene su fuente de inspiración, su referente, su mentor o maestro, su musa, sea ésta la que sea. Ni siquiera la tiene su editor, por muy cuestionable que pueda ahora parecer su labor desde la altura en la que habito. La culpa es sólo mía por meterme dónde no me llaman, por no haber hecho caso a las señales, que eran claras y numerosas, empezando por el título, ese rótulo luminoso que invitaba a la espantada.
Pero uno, bendita ingenuidad, cree que todavía es posible encontrar un editor con buen ojo para detectar escritores con buena mano; porque a pesar de sí mismo uno quiere pensar que a eso se dedican los editores. Se ve que no. Ellos sabrán. Desde luego, si yo estuviese a cargo de una editorial durante un año preferiría dejar que se hundiese antes que publicar estos elogios a lo prescindible. Especialmente si la editorial es de otro. Sí, damas y caballeros, antes la muerte, de verdad lo digo, que permitir que un libro como este llegue a la tercera edición, por mucho que las tiradas sean de seis o siete ejemplares.
De ahí que este libro haya puesto punto y final a la/mi incombustible esperanza de dar con un valor en alza en la Nueva Narrativa Española o cómo demonios quieran ustedes llamar a todo aquello que sale de los plastidecores de los menores de, pongamos, 35 años. Al menos durante esta semana. A mí no me gusta fijarme en la edad, se lo juro — y, por razones obvias, cada vez menos—, pero al final el tiempo acaba por darme siempre la razón.
Resumiendo: que el problema no es tanto del animal como de quienes no hace bien su trabajo.
A no ser.
A no ser que el problema sea otro.
A no ser que el problema sea que uno (el de antes no, otro), a la sazón gestor editorial, reciba de manos de un venerable escritor un manuscrito envenenado. Y ya a partir de aquí lo habitual: que a ver qué te parece, seguro que bien, ya verás que maravilla, imposible quitarle los ojos de encima. Y sobre todo el consabido: no te sientas obligado a nada. Eso siempre. Y uno (o sea, el otro), que en el fondo tiene buen corazón, o bien se planta y reconoce que no es para tanto ni siquiera para tan pequeña editorial y que mejor dejarlo correr, o bien lo manda todo a la mierda ya si total me quedan dos meses aquí. Además, tampoco es como si estuviésemos hablando de una editorial de verdad sino de una editorial subsidiada con un volumen de ventas que supera con mucho lo que se entiende por vergüenza ajena y que por lo tanto no deja de ser un ejercicio encubierto de autoedición entre amigos. Y un poco de flagelación y un poco de masturbación, también, qué coño. Ah.
«Y me concentro tan solo en el placer incorpóreo que me proporciona la vibración suave, convulsiva, en el espacio sideral. Soy una actriz de cine mudo. Doy volteretas sobre mí misma. Me agarro a una palanca y suspiro. Me deslizo a través del techo de la nave. Me encorvo, me estiro, me vuelvo a encorvar. Trago saliva. Acelero los movimientos. Exhalo vapor de aire. Oxígeno neutro, dióxido limpio, fruición. Hay algo fosforescente en mi pecho. Un reflejo, una caricia casi involuntaria. Estoy desnuda, traslúcida, goteante. Soy una equilibrista etérea. »
Lo siento, estoy divagando. Es que, ya lo he dicho, estas cosas me soliviantan.
Porque no lo entiendo. No lo entiendo. Que se publiquen estas cosas, digo. ¡Si ya saben que no las soporto!
Bromas aparte, nos encontramos frente a uno de esos casos en lo que placer, la amistad y el gusto particular de cada cual se impone a cualquier otra consideración. Quiero decir que va más allá de si Almudena Sánchez es o no buena escritora, que ya les adelanto que no, en tanto que no es capaz de sublimar cierta excesiva pretenciosidad.
«Nadie sabe, tampoco imagina, lo que es coger tanto aire, llenarse el cuerpo de nada. Acabar exhausta, herida de respirar de pie, de respirar sentada, de respirar mañana y el mes que viene y seguir respirando siglos de respiraciones que ya han sido respiradas por egipcios, romanos y fenicios. Esa actividad frenética que no descansa ni en los sueños ni en las pesadillas.
Ni en estado permanente de shock.
Ni en el coma más profundo.
Es, cómo llamarlo, un movimiento arrítmico en el pecho, involuntario, un poco artístico. Empiezo a respirar aires distintos, africanos, portugueses, y acabo respirando veranos, madreselvas, piscinas. Y un día me despierto y respiro un ciego nadando y no sé ya qué hacer, pues no contaba con respirar cosas así de paranormales, de verdad que nunca había contado con ello. Aunque lo que más me sorprende y me cautiva de todo esto es que hay historias que solo sucederán en hoteles, únicamente allí, con piscinas o sin ellas. Quizá por eso, los hoteles solo existan como lo que son: lugares trascendentales de paso, extraños refugios que parpadean, al final de una carretera en Montparnasse, en Costa de Marfil o en São Paulo, frente al edificio Martinelli, con vistas a un río subtropical que fluye y continúa fluyendo, desde San Marino hasta ninguna parte».
Todos y cada uno de los relatos me han dejado el mismo regusto amargo de lo nimio e insustancial; la sensación de que esta chica escribe exactamente como a mí no me gusta y que lo hace, además, sobre temas (o no tanto sobre temas sino desde una perspectiva) que me interesan menos que poco. Muy a favor, por ejemplo —son una debilidad personal que he confesado en numerosas ocasiones— los relatos que tratan sobre la madurez, aquellos en que un ser humano, ya sea niño, adolescente (preferiblemente, en tanto que supone también una abandono de la fantasía) o adulto se mete en el terreno que ocupa ese padre que hay que matar. Almudena hace, demasiadas veces, exactamente lo contrario: escribe sobre adultos sumidos en ensoñaciones que se comportan como niños y lo hace además [ab]usando [de] un lenguaje preciosista; creando imágenes absolutamente gratuitas de puro infantiles demostrando con ello que no tiene otro interés que la belleza y, si acaso, cierta musicalidad con la que no resulta fácil conectar fuera de las aulas de bachillerato.
«O puede que aquello que estaba sonando desde hacía unos minutos (grillo-megáfono-claxon) fuera realmente la música: 1. Melodía, ritmo y armonía, combinados. 2. Sucesión de sonidos modulados para recrear el oído. 3. Concierto de instrumentos o voces, o de ambas cosas a la vez. Seguro que aquello era realmente la música. Aquello que se oía de lejos, como pasa con los susurros y con algunos pensamientos: hay que aguzar bien la mirada para que se aguce de forma simultánea el oído. Hay que agudizar el tacto para que se aguce el aparato respiratorio o para reactivar, de una vez por todas, el diafragma. Hay que aguzar el olfato para pronosticar algunos días de mucha, muchísima lluvia».
Y yo con eso no puedo. Ni con eso ni con su incapacidad (la incapacidad de Almudena) para cerrar los relatos de una forma medianamente digna, y no, como ocurre en todos y cada uno de los casos, abruptamente, reforzando así la sensación (y algo más que eso, me temo) de que no tiene absolutamente nada más que aportar a la literatura que las ocurrencias que salen de su linda boquita: «Durante el día soy una figura decorativa; un unicornio de mármol a veces, una candelabro de hierro, otras».
Me aburre, de esta "nueva" generación, tanto yoyoyo, tanto lirismo, tanto intimismo, tanta introspección, tanto engolamiento, tanto taller de escritura, tanto amiguismo, tanta memez, tanto baboseo, tanta complacencia, tanto compadreo, tanto conformismo, tanta mentira, tanto ruido, tanto humo y tanta tontería.
Tanta BANALIDAD.