miércoles, 19 de septiembre de 2018

[Un abandono] 283 páginas de “El club de los mentirosos” de Mary Karr

En honor a la verdad he de reconocer que no tengo absolutamente nada interesante que decir (no digamos ya “aportar”) pero tampoco quiero dejar pasar esta oportunidad que se me ofrece hoy de ser breve. 

Vaya, pues, como crónica o advertencia, más que como un análisis que ni se merece ni me interesa. 

Hoy la cosa va de autobiografiarse la infancia (tal vez algo más que la mera infancia, pero les recuerdo que he dejado el libro a medias, justo cuando llegaba lo mejor, seguramente): niña nacida en Texas tiene madre medio loca y padre medio cuentacuentos en tasca de barrio, actividad esta a la que se refiere la autora cuando habla de El club de los mentirosos: papá, tralará, contando historias, tralarí, de su pasado, tralará, y dejándolo todo perdido de mentiras e inexactitudes. Tracatrá. 

Pues así mitad del medio libro que leí. 

El otro medio es ella hablando de sí misma en relación con su madre, su hermana y la coja hija de puta esa que tiene por abuela, con diferencia lo mejor. Es todo uno salir la vieja del libro e irse todo a la mierda. Empezando por la madre, esa mujer hiperdramática a la par que enigmática que tras el inesperado trauma decide darse a la bebida (cuanto tu vida es un tópico, Mary Karrmen) y dejarse llevar no se sabe si por la depresión o simplemente la pereza. Lo que viene siendo vivir siempre en domingo pero con hijos a cargo. 

Es asombrosa la facilidad con que la narración pasa de momentos absolutamente brillantes tanto de forma como de fondo (y eso pese a el exceso de memoria del que en todo momento hace gala la niñata, lo cual hace poco o nada creíble gran parte de la historia) a la mediocridad de secuencias absolutamente tediosas y absolutamente infumables y absolutamente banales tipo “un día de tornado” o “vamos a cruzar un puente y a ver si no chocamos porque mira qué borracha está mamá”. 

Yo entiendo que si no te pasa nada digno de interés pues no te pasa nada digno de interés pero entonces Karrmenchu, ¡pa que te metes! Ni que fueras David Foster Wallace. 

Ah, que casi. 

Bueno, pues nada, tú misma. 

El libro termina cuando yo lo dejo, esto es, camino de Colorado. O sea: ¡mudanza! Lo veo venir: esto le va a dar a la Mary para tres episodios y medio con: dos crisis existenciales de cinco minutos; enésimo cuento de papá sobre caza de especie local; paseo por estanque con muñeco de trapo y amago de suicidio colectivo sin consecuencias apreciables fuera de la caída de stock etílico del bar de la esquina. 

Me parte el alma dejar un libro tan avanzado (qué me costaría, verdad, terminarlo) pero más alma me parte aburrirme soberanamente.


miércoles, 12 de septiembre de 2018

“4 3 2 1” de Paul Auster

Escribo estas líneas cuando todavía no han transcurrido 24 horas desde que terminé esta novela. Desde entonces ya he leído las primeras cincuenta páginas de “El club de los mentirosos” de Mary Karr, he avanzado unas treinta de “El último Samurái” de Helen Dewitt que había empezado unos días antes, y he visto quince o veinte minutos de una película mientras tomaba un yogurt. He tenido incluso tiempo de echarme unas risas con el discurso Viva el Rey de Pablo Casado o las excusas de la ministra de Sanidad respecto a su máster. Con esto no busco abrirles la puerta de mi intimidad, ni mucho menos, lo que único que quiero es ofrecerles una imagen mental de lo profunda que es la huella que me ha dejado Auster con este libro (el libro para el que, tal como afirmaba en alguna entrevista, llevaba preparándose toda la vida), huella que, se habrán dado cuenta, ha sido más bien pequeña, apenas una sombra de lo esperado. 

La cosa va de narrar cuatro vidas, obras y milagros de entre todas las posibles, esto es, infinitas, de la misma persona (el joven Ferguson). Sería algo así como la versión para adultos de los clásicos What if. Hasta aquí nada que objetar, tiene su gracia ver cómo pueden ser las cosas según tomes o tomen por ti determinadas decisiones. Es así que puedes ser millonario o pobre como una rata; enamorarte de tu prima, tu hermana o tu vecina; casarte joven o ya no tanto mayor; tener un hijo o varios miles, vivir aquí o allí, estudiar o no, vivir o no. Cuatro opciones, cuatro vidas. Mil páginas. 

El problema es que las mundanas andanzas de Ferguson, el protagonista, carecen del interés suficiente para defender por sí solas una novela de estas características, por mucha revisión histórica que se plantee, por mucho que se hable de literatura, periodismo o béisbol. Las vicisitudes del joven Ferguson son demasiadas veces demasiado prolijas y a pesar de que, es verdad, el estilo de Auster es impecable, acaba resultando cansino de puro ajeno tanto drama, tanto amor no consumado, tanto Vietnam y tanta hostia. 

Auster ha escrito una gran novela, de eso no cabe duda, pero me temo que no será nunca recordada como su mejor novela por muchos años y mucho esfuerzo que le haya dedicado, por mucho de sí mismo que haya puesto en ella, básicamente porque dentro de unos años, pongamos cinco, pongamos diez, cuando alguien nos pregunte de qué trata ese ladrillo que ocupa tanto espacio en la estantería, no seremos capaces de decir otra cosa que cuatro vaguedades tipo mencionar un niño, la vida de un niño o más bien las cuatro vidas posibles de un niño de entre uno y 20 (¿o eran treinta?), nada especial, solo su vida y cómo ésta puede cambiar por más que nosotros sigamos siendo, de algún modo, siempre los mismos. 

Qué coñazo, nos dirán. Y seguramente , responderemos, aunque no guardo un mal recuerdo, etcétera, al fin y al cabo si la terminé, algo tendría y demás excusas habituales. Después seguiremos revisando la estantería en busca de un libro que se ajuste más a aquello que nos pide el cuerpo en aquel momento, tal vez esto, lo otro, o lo de más allá, tal vez simplemente algo entretenido que no sea como un parto.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

“Contra la lectura” de Mikita Brottman

¡Extra, extra!, se confirman los rumores: Blackie Books se ha especializado en soplapolleces. 

Hoy, un ejemplo perfecto. 

Contra la lectura son 168 páginas dedicadas a que alguien nos recuerde lo que ya sabíamos: que sólo debemos leer cómo y cuándo apetezca, que ni clásicos ni leches y que todos los slogans de fomento de la lectura no valen ni el papel en el que están escritos. Y que si lo nuestro es leer, la literatura no va a salvarnos la vida: ni nos hará ricos ni nos hará mejores personas (suponiendo que busquemos semejante cosa en semejante sitio), por lo tanto, vamo a calmarno

«Permitidme dejar las cosas claras: no hay libros que «debáis» leer. Seguid mi consejo: si os aburre, no lo pilláis, os resulta soporífero u os provoca dolor de cabeza, dejadlo y pasad a leer otra cosa. Incluso este mismo libro: si no os interesa, ¡dejad de leerlo ya mismo! Abandonadlo, pedid que os devuelvan el dinero, regaládselo a un amigo o tiradlo por la ventana. Sinceramente, me trae sin cuidado». 

Por esta tontería y dos horas de un tiempo que jamás podrán recuperar, damas y caballeros, Blackie Books les va a cobrar 17 euracos. 

Avisados quedan. 

Que sí, es verdad: nunca está de más que nos recuerden que no pasa nada por dejar un libro para siempre a medio terminar; o que la primera norma de un club de lectura ha de ser perderle el miedo a lo que está por venir, desmitificando lo que sea, Tolstoi incluido, o que, efectivamente, tenemos que llevarle una vez más contraria a los agoreros de turno que insisten en anunciar la enésima muerte de la literatura, al menos mientras no contemos con el aval de las cifras oficiales que hablaban de 150.000 libros publicados en 2002, año en el que la NEA realizó una encuesta llamada “La literatura está en peligro”. 

«[…] creo que la importancia de la lectura (por no hablar de la escritura) está muy sobrevalorada, y a lo que en realidad deberíamos prestar atención, en un mercado abarrotado y ahíto de libros, no es a la muerte de la lectura, sino a la muerte del criterio. Es relativamente fácil adquirir el hábito de la lectura; es mucho más difícil llegar a ser un lector exigente y con criterio» [John Sutherland citado por Mikita Brottman]. 

El resto del libro es una suerte de autobiografía de una lectora compulsiva que un buen día descubre que tanto libro y tanto recluirse en el desván y tanto drama inglés la estaban sumiendo en un autismo del que logró escapar por los pelos y de ahí la lección y de ahí este libro y de ahí este desastre mayúsculo de señora venida a más. 

Contra la lectura es también una crítica (me gustaría decir “mordaz” pero ni eso me concede) a los bibliomaníacos. Ya saben, esa gente que es más aficionada a los libros que a la literatura, esto es, que prefieren el continente al contenido que es exactamente lo contrario de lo que ocurre con los bocadillos de calamares. Se trata de gente que no merece mucho más que estas líneas que les acabo de dedicar aunque se ve que Mikita ha debido ver en ellos un filón que yo no y de ahí las chorrocientas páginas que dedica a Art Garfunkel, ejemplo perfecto de lo que ella considera un bibliomaníaco de manual, todo lo contrario que su profesora, que al cabo de su vida no tenía un triste libro en casa, motivo éste de sincero y justificado desprecio en aquellos días en los que Mikita sentía la necesidad de mirar por encima del hombro a quienes no adornaban sus estanterías con ediciones en piel de novelas ejemplares. 

«De modo que, ya veis, aquí estoy machacando a una persona por no tener libros en las estanterías y menospreciando a otras por tenerlas llenas de ellos. Pero las viejas costumbres tardan en morir, y es casi tan difícil no juzgar a alguien por los libros que tiene (o que le faltan) en las estanterías como no juzgar un libro por la cubierta». 

Una parte importante de este libro (libro que, como habrán adivinado, nunca llegará a ocupar espacio en mi estantería) es una “apasionante” (no sé si se aprecia el sarcasmo) encuesta que la escritora hizo a cincuenta y seis lectores adultos «de todas las edades, británicos y estadounidenses a partes iguales, académicos y “legos”» en la que les formulaba las siguientes preguntas: qué libro estás leyendo; cómo eliges el siguiente; si los terminas, si los dejas a medias o que si cuántas páginas necesitas para tomar esa decisión; si sueles diferencias entre trabajo y diversión; si relees y cuánto y pon ejemplos, por favor, amor; si lees en transportes públicos; si recuerdas alguno que te hiciera reír o llorar. Que dónde compras los libros, que cuánto gastas. Que qué de qué. Hasta aquí todo medio normal, las preguntas típicas que los aficionados a la lectura están deseando contestar para demostrar lo que sea que necesiten demostrar. Pero no contenta con eso, Mikita sigue preguntando: ¿usas marcapáginas o doblas por una esquina las páginas?, ¿tomas notas en los márgenes? Si es así, ¿usas lápiz o bolígrafo? ¿A qué velocidad lees? ¿Lees por encima a toda marcha o te detienes para ir saboreando las frases? ¿Cuándo y dónde lees mejor? 

En este plan. 

Lo juro por San Faulkner. 

Las repuestas (¡claro!) son todo lo variadas que pueden serlo las personas: se lee de todo, a todas horas y en toda partes; unos dejan libros, otros no; unos doblan las esquinas, otros no; unos gastan lo que no tienen, otros van a la biblioteca, etc. La encuesta no tiene conclusión básicamente porque no puede tenerla pero aun así la bella de corazón Mikita Brottman concluye que lo mejor es lo que más se parece a lo que viene siendo ella misma y sus circunstancias y sus manías lectoras ya más que superadas. 

Llegado este punto uno ya no sabe si seguir leyendo o directamente prenderle fuego, que es al fin y al cabo lo que merece este puto libro que navega entre lo presuntuoso y lo ridículo y que termina como terminan aquellos libros que piden a gritos ser abofeteados. 

«Y ahora que habéis llegado al final del libro, cerradlo. Esperad un rato antes de comenzar el siguiente.
Podría suceder cualquier cosa.
¿Qué creéis que será? » 

Tal vez leer Moby Dick no nos haga parecer más guapos pero al menos (léase este caso) no nos hará parecer imbéciles.