jueves, 31 de diciembre de 2015

Resumen de lecturas DICIEMBRE 2015

Mes de muy pocas lecturas para lo que venía siendo habitual. La razón, como siempre, las vacaciones. En esta ocasión me las he tomado también como lector, lo que incluye el blog. Han sido diez días de no leer apenas nada que me han sentado divinamente, no sólo para la vista sino también a la hora de encarar nuevas lecturas. 

Pero al grano. Las lecturas fueron estas:


Antiguía del cine de Iván Reguera
 
Pese a tenerlo agregado en Facebook desde hace algún tiempo, realmente descubro a Iván Reguera por una columna bastante simpática que tiene en Cuartopoder en la que habla sobre una vieja y personal afición que fantaseo a menudo con recuperar: el cine. No parece tener pelos en la lengua, Iván, y sí cierta querencia al humor. Era inevitable que despertase mis simpatías. Y es por ello que me compré el libro en cuanto supe de su existencia. La cosa va un poco de desmitificar las grandes películas. De las que no he visto (las menos) no puedo hablar, pero de las que sí tengo que reconocer que en muchos casos tiene más razón que un santo aunque en ocasiones parece que fuerza un poco la situación o que las razones aportadas no son argumento suficiente para defenestrar la obra equis. También es verdad, y esto es un factor que Iván no tiene (acertadamente) en cuenta, que al cine, sobre todo al clásico, lo acompaña un componente nostálgico que muchas veces nos obliga a perdonarle cosas como la agresividad de El hombre tranquilo o el exceso publicitario e ideológico de Regreso al futuro (advierto que no soy fan de ninguna de estas películas). En general, bien, un entretenimiento saludable y una buena forma de abrir debates varios frente al gintonic del sábado noche.



Yoro de Marina Perezagua

Tal como comenté en la no-reseña, lo dejé por la mitad. No voy a decir más de lo que ya he dicho. Aburrimiento mortal y una historia que se estira más allá de lo razonable.



Una soledad demasiado ruidosa de Bohumil Hrabal

Recién comentada (ver post anterior). Ligera decepción. Es una novela no tanto sobre el amor a los libros como sobre el amor a la libertad a través de los libros o tomando a estos como referencia. Entremezcla historias de amor que no interesan y abusa de verborrea que no procede. En cualquier caso es una buena lectura, recomendable para aquellos que aman los libros y las prensas hidráulicas.



El mar de las Sirtes de Julien Gracq

Se avecina reseña. Escrita está, al menos. La historia es fenomenal, las cosas como son, y la sensación de lento discurrir o de andar por las nubes o de caminar en sueños, ese subir acantilados con mujeres en brazos o salir de salas de mapas para entrar en salones de baile, le da un punto de irrealidad que va muy bien con ese exceso de prosa de Gracq, que es, de todo, lo que menos me gusta por más que sí sepa o quiera o pueda apreciarla en lo que vale. Pero es que hay un exceso tal de… de todo, que demasiadas veces invita a la espantada. Ya hablaremos.



El palacio de los sueños de Ismail Kadaré

Interesante novela de que tendremos que tratar en breve. O deberíamos. El protagonista entra a trabajar como funcionario en el palacio de los sueños, un organismo que se ocupa de analizar los sueños de la gente en busca de señales que alerten sobre posibles rebeliones, toda vez que el pueblo vive sometido. Lo mejor, sin duda, la idea; lo peor, que es demasiado breve. La última parte es cualquier cosa menos creíble y no me refiero a los hechos (de por sí absurdos) sino al desarrollo de los personajes. Resulta complicado habar de esto sin desvelar el final. Veremos cómo lo hacemos. Si finalmente lo hacemos, claro.



El extremo centro de Tariq Ali

No soy lector de ensayos pero estas malditas elecciones me han vuelto loco de la cabeza y me han llevado a leer varias cosilla. Entera solo esta.

La idea central de El extremo centro es que en política, al menos en la inglesa y la española (y, en cierto modo, la griega), que son a las que va realmente dedicado el libro, ya no hay extremos. Se acabó (hace tiempo, ya, eh) eso de ser de izquierdas o de derechas. Nada nuevo bajo el sol, por otro lado: que levante la mano quien no se haya partido de risa cuando ha visto al periodismo de este país relacionar al psoe con una ideología de izquierdas. Pues eso, que al final todo es la misma mierda. Para Tariq Ali la revolución de los partidos políticos tipo Podemos o Syriza es imprescindible y debería ser inevitable. 

Una parte importante del libro está dedicado a Estados Unidos, a quien tacha de despreciable imperialista (cultural, militar y económico) por manejar más hilos de los que le corresponde. Y que si hay que salir de la Unión Europea, pues se sale.

En ese plan.



La ley del menor de Ian McEwan

Decepción pese a que no esperaba nada. De hecho hasta dos minutos antes de tropezarme con él no tenía pensado leerlo. El caso es que no me gustó demasiado. Le agradezco el esfuerzo al señor McEwan pero su libro no me ha interesado especialmente. Ni el tema, ni el desarrollo, ni los personajes. Creo que podría haber dado más de sí pero al tirar por lo breve lo ha tirado todo por la borda. La reseña está a punto de salir, cuestión de días. Allí lo hablamos con calma.





lunes, 28 de diciembre de 2015

‘Una soledad demasiado ruidosa’ de Bohumil Hrabal

Fe de lectura, aviso; ni mucho menos reseña. Ya no me disculpo más por mi falta de tiempo para dedicarle al blog. Corren malos tiempos para la épica literaria y peores correrán pero todo se andará. No hay mal, dicen, que cien años dure y yo sospecho que a este mal le quedan escasamente dos.

Una soledad demasiado ruidosa es el primero de los libros por los que he vendido el mes de diciembre, esto es, que hay un ser humano que ha decidido por mí las que serán mis lecturas, no sé si guiado por el ferviente deseo de hacerme feliz o simplemente para alejarme de malas compañías. Me he reservado, en cualquier caso, un pequeño espacio donde quepan cosillas que puedan ir surgiendo, males que quiera perpetrar, porque ya sabemos cómo va eso del culo quiero y el ansia desmedida de visitas, motor último de este blog, como bien sabrían si oyesen hablar a los demás.

* * * *

Afronto esta soledad con el prejuicio (que nace de los mensajes menos que subliminales que me he ido encontrando en la red) de que es un libro que trata del amor a los libros, que es, por lo general y por culpa del excesivo amaneramiento de quienes aman los libros con esa pasión de adolescente disfuncional, algo que siempre me ha dado bastante grima. Puedo entender esa pasión por la literatura, siempre y cuando sea una pasión madura, modelo senectud, y entiendo o puedo hacerlo, también, la enfermiza necesidad de llenar las estanterías de libros, total para nada más que sacarse una fotografía con ellos de fondo, una forma nada barata de darse de una pátina de falsa intelectualidad. Era, pues, mi temor, que Hrabal fuese de esos señores que un día descubren que sin libros no son nada, que los aman y aman y están más que dispuestos a dejarnos perdidos con sus babas como prueba de aquello. Estaba mi temor, vaya, de que el señor fuese un gilipollas, pero también estaba la esperanza (casi la certeza toda vez que quien me lo recomendó no parecía esa clase de persona) de que esto no fuese así, es decir, de que no llegase la sangre al río o que directamente no hubiese sangre ni rio y que todo aquello, esa soledad demasiado ruidosa, fuese una cosa completamente diferente a lo que algunos daban a entender con tan infantiles baboseos.

Una vez leído compruebo que ni lo uno ni lo otro y todo a la vez. Sí hay amor a los libros y sí hay otras cosas que no tienen directamente que ver con ellos, aunque fundamentalmente sí, al menos como excusa. Podemos, claro, simplificar y quedarnos con ese amor de viejo chocho, que es lo que realmente nos pide el cuerpo.

El protagonista lleva treinta y cinco años trabajando en un taller subterráneo: prensa papel, hurta libros, se cultiva con ahínco; bebe cantidades ingentes de cerveza. Ama los libros, instrumentos en peligro de extinción en el régimen en el que vive, régimen que persigue el silencio civil a golpe de ignorancia, régimen que no pretende otra cosa que someter al ciudadano. Ironías de la vida, Hanta, que así se llama nuestro protagonista, ha evitado ese hundimiento precisamente gracias al trabajo que lo hace posible, un trabajo que realiza diligente; trabajo que pretende hacer, en la medida de lo posible, más bello, menos demoledor, a base de incluir en los bloques resultante de papel, una firma muy personal: una aportación cultural: una tabla de salvación: un libro, una litografía: un recuerdo de lo que fue. 

En su trabajo, pues, pese a lo terrible, cabe la esperanza. Pero nada dura eternamente. Un buen día visita una importante e imponente prensa hidráulica y ve con horror el fin de los tiempos ya malos de por sí pero nunca imaginó que tanto:

«[…]empecé a ver con toda claridad que esa prensa hidráulica representaba un golpe mortal para todas las prensas pequeñas, que el espectáculo al que estaba asistiendo simbolizaba una nueva era muy diferente a la que yo y los viejos prensadores como yo habíamos vivido, era el fin de nuestro modo de trabajar. Se acabarían las pequeñas alegrías y sorpresas cotidianas que llegaban a mi madriguera en forma de hallazgos insólitos, se acabarían los viejos prensadores como yo, cultos a pesar de sí mismos, se acabarían nuestras bibliotecas privadas y nuestras esperanzas de alcanzar algún día un cambio cualitativo; ésta era otra mentalidad…[…]»

No es, por lo tanto, lo importante en esta novela, ese amor a los libros que tanto se pregona, no al menos de un modo exclusivo, no como objetos, sino a la libertad de la que se ve, poco a poco, privado, a resultas de lo cual surge una sociedad triste, ignorante, uniformada y sumisa; sociedad de ávidos e incansables bebedores de leche, alimento indigesto para tantos, bebida estúpida por antonomasia.

«[…] durante estos treinta y cinco años, he experimentado el complejo de Sísifo que tan bien describió el señor Sartre y aún mejor el señor Camus; cuantos más paquetes se llevan más papel llega, y así siempre, hasta el infinito; en cambio, la brigada socialista de trabajo en Bubny está siempre al día, el sol ilumina sus cuerpos de efebos griegos, esos jovencitos pasarán el verano en la Hélade, sin saber nada de nada de Aristóteles ni de Goethe, ni de la inmortalidad de la Grecia antigua, frescos como una rosa; ahora seguían trabajando con toda la calma del mundo, separaban flemáticamente el interior de los libros de las tapas y echaban sobre la cinta las horrorizadas y erizadas páginas, indiferentes e inmutables, sin darse cuenta del valor de cada libro, sin pensar que alguien lo habrá escrito, corregido, leído, ilustrado, impreso, compaginado y publicado, y que después otra persona lo habrá censurado y prohibido, y aún otra persona habrá ordenado su aniquilación, lo habrá cargado en un camión y traído hasta aquí donde jóvenes obreros con guantes rojos y azules y amarillos y naranja extirpaban sus entrañas y las tiraban a la cinta transportadora, muda pero exacta, que a empujones conducía las páginas erizadas a la prensa gigante que las comprimía en paquetes que luego pasarían a las fábricas de papel donde los transformarían en papel blanco, puro e inocente, inmaculado y aún no ensuciado por las letras, con el que más tarde imprimirían nuevos libros…» 

La narración se acompaña de un par de historias de amor, una de ellas medio simpática de puro escatológica pero en cualquier caso absolutamente prescindibles, lo que viene teniendo muy poco de cumplido. Hay un exceso de verborrea (recuerdos que no vienen a cuento de nada en una novela tan corta) pero sobre todo de una forzada ausencia de puntos y aparte cuando el texto sí los pide, y a gritos, además, y no una vez ni dos ni tres sino cienes de ellas, y que hace pensar que tal vez quería Hrabal aparentar lo que en realidad no es. Es, en cualquier caso, ese quiero y no puedo tan en apariencia insignificante (qué importará un punto y aparte más o un menos, verdad) razón más que suficiente para que quien esto escribe haya sufrido lo que no está escrito. De acuerdo, tal vez no tanto, pero sí que ha sido realmente molesto, incómodo, como ver a un mago ejecutar un truco que no acaba de funcionar, como ver al pajarito aletear en el bolsillo segundos antes de aparecer en su mano.

Por lo demás, bueno, bien. Interesante. No mucho más.



lunes, 14 de diciembre de 2015

‘Y Dios irrumpió de buen rollo’ de Román Piña

Hablemos de política. 

Decía Iñaki Uriarte “el otro día” en una entrevista que le hacía ABC que «a la hora de escribir, lo importante realmente en la vida no es eso [la política]. La discusión política del momento a los dos años es otra. La practicas, sí. Pero cuando escribes, si quieres dejar algo más tuyo, no lo pones».

Pues bien, si damos por buena la afirmación (lo hacemos) tendremos que decir de Román Piña no van a quedar ni las espinas de aquí a diciembre, porque otra cosa no, pero de política (actual, de ayer) en esta novela se habla hasta aburrir. Literal, esto.

Vamos a ello.

Ser editor tiene dos ventajas. Bueno, tres. La primera es que te permite llegar a millonario aplicando la ley del mínimo esfuerzo y todo gracias a los abusos y atropellos de los que serán víctimas tus escritores. La segunda es la ventaja de tener a hombres y mujeres hechos y derechos haciendo cola en la puerta del negocio −portando todos un paquetito de folios impresos en la mano− prestos a consentir todas cuantas y cuales relaciones sexuales el señor decida a cambio de ver su mierdilibro en la estantería de El Corte Inglés. Ser editor, lo sabe todo el mundo, son orgías, descapotables y centollos calibre tiburón.

La tercera ventaja es poder editarse a sí mismo, ya sea bajo seudónimo, ya dando la cara. Y además hacerlo con una inmediatez cuasifantasmal. Tú te levantas un lunes, lees en el periódico que ha muerto Manolete y a poco que seas medio avispado el viernes ya tienes publicada la primera biografía no autorizada del matador. Y de ahí al polígrafo del Salvame deluxe. Y a vivir. 

Pues un poco esto es lo que ha pasado. No sé cuántos millones o cuántas orgías lleva anotadas este año Román en esa libretita azul que siempre lleva encima, pero lo que sí es seguro es que ha sabido sacarle partido al panorama político español de este año, de este mes, de esta semana. De ayer, casi. 

Y Dios irrumpió de buen rollo es la política actual llevada al absurdo, si no lo estaba ya. En ella salen (bueno, es decir, “salen”, es decir, “aparecen”, es decir, “se nombran”) todos: Falangito, el de Ciudadanos; el presi, Rajoy; Pedro Steve McQueen Sanchez; el de la coleta… To-dos. Y Mas, quiero decir Artur Mas. Y Junqueras, Ada Colau, Carmena…. Y otros, tipo Jimenez Losantos y demás morralla.

«A la hermana Eulalia los años de oración la habían conducido a ese punto sin retorno, tan cómodo como un trampolín sobre el abismo: o aquello lo arreglaba Dios de una vez o España estaba condenada a la perdición. No hablamos de una perdición de risa. Estaban en juego no sólo la calidad de vida de los ciudadanos, o la garantía de unos servicios básicos. El país apuntaba hacia una inminente pesadilla de sangre y muerte. O como mínimo hacia el fin de una nación tal como el mundo la había conocido en los últimos siglos».

Una monjita, de profesión pastelera, harta ya de esperar una solución que nunca llega y viendo que Dios, de estar, está más bien a lo suyo o directamente ni está ni se le espera o mejor que le vayan dando, decide que será ella la que arregle el desaguisado para lo cual se alía con un periodista, un mierdecilla que vive con su padre, para que haga de cabeza visible de la conspiración que solita la monja trama con alevosía y nocturnidad. El truco: dar con una buena moza, lista como un ajo, que transmita, desde sus grandes atributos, sus grandes ideas (las grandes ideas monjiles) al mundo o más concretamente a algún político con influencia y que luego que vaya todo rodado hasta la feliz conclusión.

Nos encontramos, pues, frente a un ejemplo perfecto de Realismo Puro Contemporáneo.

La novela pone en evidencia la desastrosa política de este país de pandereta pero lejos de buscar una solución - toda vez que, sabemos, esta pasaría por un genocidio selectivo−, propone pequeños cambios, empezando por los lingüísticos, para que al menos podamos entendernos en medio de la algarabía general. Media novela es, por lo tanto, la cuestión del bilingüismo y matraca habitual: que si mejor catalán, que si mejor español, que si los derechos de unos, los de otros, los de Mas allá. Y dale que te pego a la criatura y llévame señor. Que si esta ley, que si esta otra, que si ya está bien de tocar los eggs a los estudiantes, que si la culpa es de este o el otro o de Felipe no sé cuánto que en buen siglo se fue a tirar a quien no debía. Anda que…

No conozco a Román lo suficiente para saber si lo pone en boca de otros es lo mismo que sale de la suya, pero voy a suponer que sí o de otro modo no se entiende. Tal vez se pregunten qué sentido tiene escribir una novela como esta. Yo se lo invento: se trata de dar tu propia visión de las cosas: si tú no me pides un artículo de opinión, yo te escribo una novela. (No hay como tener tiempo libre). Es un poco lo que ha pasado estos días con lo de los atentados de París. De un día para otro todo el mundo pasó de DJ o fotógrafo de desayunos a experto en yihadismo y otras formas de intolerancia, y tres días después, cuando los bombardeos, también en estrategia militar. Bueno, pues Román es experto en lenguas vivas y políticos gilipollas y viendo que tiene una editorial y pensando que pa chulo su pirulo, se escribe un libro dando su visión de la cosas de la única forma que yo le conozco, que es medio tomándoselo todo a cachondeo medio no.


lunes, 7 de diciembre de 2015

‘Yoro’ de Marina Perezagua [Un abandono]

Verán que soy de una fe inagotable.

Pese a mis frustrados intentos de disfrutar de/con los anteriores libros de Marina Perezagua, hace unos meses decidí leer Yoro siempre y cuando cayese en mis manos, es decir, que no tuviese que comprarlo, robarlo o suplicarlo. Mi bibliotecaria favorita tomo la decisión cuando, una mañana de noviembre, lo depositó dulcemente en la estantería, con esas manos suyas tan suaves, dejándolo bien a la vista. Bien a vista. Ella no me conoce pero ya sabe provocarme. Lo rescaté esa misma tarde de su abandono y elaboré una teoría mientras esperaba turno en la cola: toda novedad que no sea prestada en un plazo inferior a seis horas debería contabilizarse, por real decreto, en la columna de los más absolutos fracasos.

Eso debería convertirme automáticamente en el ángel salvador de Yoro, su protector, si no fuera porque ya cuenta con legiones de apoyos incondicionales. El último, hace escasos dos días, llegó de la mano de María José Obiol, que escribió para Babelia una reseña que roza el fanatismo: «[…] Perezagua deja perplejo a quien se atreva a seguirla […]» o «Leer a esta escritora es como acudir al espectáculo del fin del mundo y ver las cuatro esquinas de un universo donde los niveles de realidad se difuminan». Y también: «dominio apabullante», «Momentos magníficos», «asisto demudada, en ocasiones desconcertada»… Y termina: «Yoro no es una novela fácil, pero no la teman. Sirve y mucho para entender lo que significa deserción humanitaria. Si contar redime, leer también».

Chup, chup, chup.

* * *

Existen, ya ven, sobrados motivos para no afrontar/enfrentar este libro sin aplicar previamente el consabido criterio de prudencia. Motivos entre los que se encuentran las expectativas que levantan unos cuantos, la señora Obiol, por ejemplo, o la propia editorial (por más que en este su caso sea obligación hacerlo) que la considera, atentos, autora de culto. Eso dicen. AUTORA DE CULTO. Ahí es nada. Dediquemos unos segundos a reflexionar sobre esto.

[…]

Ya.

Con Autora de culto se quieren dan a entender dos cosas: una, que, subjetivamente, la muchacha escribe como los putos ángeles; y dos, que, objetivamente, no vende un carajo.

Las cartas sobre la mesa: con dos libros de relatos no puedes ser autora de culto, Marina. Puedes ser promesa; puedes ser un fraude; puedes ser la esperanza de Malasaña o Lavapies; la niña de mis ojos; puedes ser lo que más quiero, pero no puedes ser autora de culto. Para eso hay que hacer algo más que cruzar estrechos y escribir relatos entre apneas. Para llegar a eso hay mucho que demostrar y Yoro no parece la mejor de las pruebas.

* * * *

La novela, lo que he leído de ella, arranca un poco telenovela: va de una hermafrodita llamada H que busca a una joven llamada Yoro. Yoro es hija de Jim. Jim es la “actual” pareja de H. Yoro es un ser humano que el estado mayor puso al cuidad de Jim durante cinco años cuando este andaba en modo ocupación por un Japón caótico jugando a los soldaditos por culpa de la bomba atómica que sus colegas tiraron sobre Hiroshima. Ha pasado mucho tiempo y ahora Jim ya no tiene a Yoro pero tiene a H, víctima también del champiñón, que sufrió quemaduras múltiples y la pérdida de ambos sexos, sexos que poco a poco ha ido reconstruyendo o al menos uno de ellos, aquel con el que más se identificaba. 

La novela es de una intensidad demoledora. Da igual por qué página la abran, encontrarán, seguro, razones para rechinar los dientes.

«Fue esta ausencia el terreno propicio que permitió que, al conocer a Jim, creciera en mí el sentimiento de maternidad, pues la búsqueda de su hija llenó la ausencia de mi hijo. Me apropié de la niña como si fuera mía. Absorbía los datos que me daba Jim y los archivaba en mí memoria como si yo misma los hubiera vivido. De esta manera, aunque no la conocía, la recordaba, y este recuerdo era como una ventosa en la pared frontal de mi cerebro, que succionaba el recuerdo de la hija de Jim —mi hija— y lo sostenía por el mismo medio por el que las ventosas en las patas de una lagartija la agarran a la pared para que no caiga: el vacío. Eso fue lo único que durante mucho tiempo tuve. El vacío».

Toda la primera parte es un no dejar de entrar en detalle en las consecuencias de la bomba atómica, recreándose en detallitos, supongo que porque sabemos bien que es en esos pequeños y escabrosos detalles donde encontramos los lectores más fieles. Y a los más intensos, también. La propia Obiol es víctima del sentimentalismo que nace de la victimización de la novela.

«Pero cuando la enfermera, con todo cuidado, le quitó el zapato a la niña, se llevó con él, como si fuera una media, la piel de toda su pierna. Los médicos aún no sabían cómo tratar a los heridos. Ni siquiera los invasores conocían los efectos físicos de la bomba, que tardaron mucho en averiguar. La enfermera se puso a llorar sin saber qué hacer con esa media sin pierna, no se atrevía a tirarla, a dejarla a un lado, porque seguramente ella, como yo, seguía viendo la pierna dentro. De nuevo, la presencia de la ausencia lo llenaba todo hasta el punto de hacer de todos nosotros unos seres inútiles dedicados a cuidar lo que ya había dejado de existir».

Por si esto no fuera suficiente, se acompaña la narración de detalles sobre los campos de concentración, aquellos en que los japoneses se las hacían pasar putísimas a los americanos. Prepárense para sobredosis de escatología («[…] un grupo de hombres se entretuvo en hacer confundir los cubos de excrementos con los cubos de comida, que eran similares, de modo que nadie sabía ya si estaba cogiendo comida o los últimos desechos de un compañero, o ambas cosas a la vez») y demás lindezas. El horror, el horror. 

En página 100 ya soy todo pena y vergüenza ajena.

Pero son trescientas páginas, el librito, y uno va leyendo y la niña que no aparece, que ya me dirá tú dónde se ha metido la cría. Y puesto que algo hay que contar, contamos historias: la de una mujer que diseñaba artefactos eróticos, la de aquella que padecía acrotomofilia, la del orangután que obligaban a prostituirse… no sé, lo que se nos va ocurriendo, y le damos a todo contenido sexual y una pátina de repugnancia, que es una cosa como muy rompedora, muy de no haber vista antes cosa igual.

Y todo esto, sin dar respiro al lector que ya no sabe cómo dejar de llorar frente a tanta bella estampa y tanta imagen sugerente y tanto amor y tanta hostia. Tanta cursilería.

«Amor: Debo de estar maldita, porque aquí está de nuevo tu presencia sin cuerpo, como una placenta vacía. En esta séptima noche sin ti, he despertado otra vez de uno de esos sueños donde sí estabas. Al principio no te veía, pero estabas, como ahora. Eras, eres, un estar sin ser, ¿y es posible imaginar un estado más doloroso en el amor? Pero al final apareciste. Apareciste naturalmente, como si siempre hubieras sido y sólo mi miopía fuera la causa de que no pudiera ver la materia de lo transparente. Eso fue en sueños porque, al despertar, he vuelto a tu presencia sin cuerpo».

Madre busca hija, hija busca padre, padre busca hija, madre busca padre, sexo, sexo, sexo, minas de uranio, embarazos psicológicos, partos de los montes, bombas atómicas, campos de concentración, actos de venganza… Bolitas de alcanfor. Yoro es literatura autocomplaciente, aburrida, pretenciosa en su lirismo e impostada en su voz pero sobre todo es repetitivamente machacona en esa búsqueda de dolor, sexo y ausencia. Yoro es Literatura de la Compasión; del te voy a obligar a sentir a golpe de horrores; del me vas a querer por encima de mí. Si Yoro es la tierra que muere por heridas de guerra, Perezagua no pasa de vulgar plañidera.

Mi paciencia tiene un límite. Exactamente 150 páginas. Que ya no está mal. 

Soy un hombre leyendo cualquier otra cosa.


jueves, 3 de diciembre de 2015

Resumen de lecturas NOVIEMBRE 2015

La idea, el plan, cuando empezó el mes (el mismo plan cada mes, todo hay que decirlo), era escribir la reseña de cada uno de los libros terminados inmediatamente después, o todo lo inmediatamente después que fuera posible, de su lectura. Se ve que soy todo buenas intenciones porque tampoco en noviembre ha podido ser. Pero en diciembre seguro que sí. Lo noto. Otra vez.

Afortunadamente, siempre nos quedará este resumen (resumen que también se está acostumbrando a llegar con retraso). Noviembre ha sido, en lo tocante a lecturas, esto:



‘El alma de las marionetas’ de John Gray

«Alejado de visiones de un simplismo fundamentalista, Gray asemeja la libertad humana a la libertad de las marionetas, pues el rango de acción de estas últimas está determinado en todo momento por la voluntad de quien las mueve, así como por los límites trazados por los hilos. En nuestro caso, el titiritero habita oculto en nuestra propia conciencia y los hilos vienen dados por nuestra historia e ideas, pero nada de lo anterior implica que podamos evitar las barreras que determinan nuestros actos en el mundo». (Sexto Piso dixit). A ratos interesante tratado sobre la libertad. ¿Cómo o cuánto de libres somos respecto a lo que creemos ser? Es decir, ¿somos realmente libres o simplemente tenemos una jaula bastante grande? Sabemos la respuesta: no, claro que no. Ni por asomo.



Hit emocional’ de Juanjo Saez

Leí este libro animado por la salvaje promoción que se estaba llevando a cabo en Facebook (bueno, salvaje, es decir, “salvaje”). Me gustó lo que tardé en dejar de sentirme identificado con el protagonista, que fue más o menos cuando empezó a escuchar cosas que yo en la vida. A partir de la página cuarenta (es un decir) ya todo fue perdernos el cariño. Nunca he sido muy melómano y no puedo compartir el entusiasmo de quienes creen que no podrían vivir sin la música como los tantos memos que creen que no podría vivir sin escribir. Que prueben, ya verán. Y mira, si tenían razón, es lo que ganamos los demás. En cualquier caso, si son ustedes de los que no saben pasar la tarde sin poner “el tacadiscos” o de los que asocian grandes momentos de su vida con determinadas canciones seguramente pasen un buen rato leyendo esta crónica de uno que lleva demasiado tiempo en la misma situación. Lo que quiero decir es que ya les puede gustar la música (y los dibujitos) (y las vidas ajenas) para que les guste este libro. 



Los lanzallamas’ de Rachel Kushner

Me resulta prácticamente imposible hablar bien de esta novela pese a que en mi fuero interno quisiera hacerlo. Pero me resulta igual de difícil hacerlo de forma negativa. La he leído, me he divertido unas veces y otras no tanto, pero en ningún caso he llegado al extremo de tener que inclinar la balanza. Mi paso por la novela de Kushner ha sido, digamos, irregular pero también estable. Compensado. Me ha descolocado, eso seguro; no me ha dejado indiferente, aunque no del modo que ella quisiera, pero tampoco ha sido el refugio que me hubiese gustado que fuese.

Quisiera escribir una reseña pero no sé si será posible. 



La comemadre’ de Roque Larraquy

Esto es lo que comenté en la reseña que publiqué hace nada (la única reseña, de hecho, que he publicado de lo leído este mes): «Novela curiosa, interesante, ágil, divertida, queremos pensar “prometedora”, que trata sobre los límites a la crueldad o, más bien, sobre la ausencia de los mismos en nombre del arte, la ciencia o el amor». No hay mucho más que añadir. Es breve, el librito y, si lo lees, no duele. Que ya no está mal.



Y Dios irrumpió de buen rollo’ de Román Piña

Argumento: una monjita, de profesión pastelera, harta ya de esperar una solución que nunca llega y viendo que Dios, de estar, está más bien a lo suyo o directamente ni está ni se le espera o mejor que le vayan dando, decide que será ella la que arregle el desaguisado para lo cual se alía con un periodista, un mierdecilla que vive con su padre, para que haga de cabeza visible de la conspiración que solita la monja trama con alevosía y nocturnidad. El truco: dar con una buena moza, lista como un ajo, que transmita, desde sus grandes atributos, sus grandes ideas (las grandes ideas monjiles) al mundo o más concretamente a algún político con influencia y que luego que vaya todo rodado hasta alguna feliz conclusión.

Escrito y editado por Román yo-me-lo-guiso-yo-me-lo-como Piña este libro es exactamente lo que uno espera que Román Piña escriba y edite. 



Anton Reiser’ de Karl Philipp Moritz

Decepción no, lo siguiente. Anton Reiser tenía todas las papeletas para verse recompensado con un post de elogios desmedidos por razones que tendrían mucho que ver con el prestigio que dan los años y comentarios tipo este: «ANTON REISER, el primer "Bildungsroman" o primera "novela de aprendizaje" de la literatura alemana, es una obra maestra y una obra excepcional. En primer lugar por su modernidad. Moritz es el primero que, mucho tiempo antes que Freud, busca en la primera infancia las claves del comportamiento; el primero que, dos siglos antes que Sartre, siente hasta la náusea el asco de la corporeidad y el hastío de la existencia; el primero que, un siglo antes de que naciera Knut Hamsun, describe minuciosamente la travesía del infierno del hambre. Asombroso en un joven de treinta años tal capacidad de introspección y de autocrítica». Y sí, es verdad. Casi todo. Pero también es, desde la mitad, una paliza de muy señor mío por culpa de un señor pobre como una rata que quiere ser poeta seis meses al año y actor de teatro los otros seis. Y que este verso va aquí y que este otro va allí y que mira qué bonito lo hago, que si lo haré bien, que hoy voy a comer a casa del rector y a conjugar no sé que verbo en latín Y mira, no. 



Es muy raro todo esto’ de Pablo Martinez Zarracina

Este lo dejo para reseña. Para una que me apetece escribir… En ella hablaremos de escritores que son también buenas personas pero sobre todo de buenas personas que son también escritores. 

Para no dejarles con la duda les diré que este libro recopila artículos publicados por Zarracina en no sé qué diario, El Correo, creo. En pequeñas dosis, una por semana seguramente, Zarracina parece simpático incluso puede que realmente lo sea, pero a la profundidad de dos o tres artículos diarios Zarracina es un graciosillo bastante cargante que no sabe medir sus chistes y que no lo quisiera yo a mi derecha en la boda de una prima.

Pero lo dicho. Ya hablaremos.





DICIEMBRE

A día de hoy, dos de diciembre, el plan es el siguiente: terminar cosillas que tengo entre manos, a saber: Antiguía del cine, de Iván Reguera y Crónicas de un país que ya no existe de Jon Lee Anderson. Hace escasamente una hora se me ha caído de las manos Yoro, de la escritora de culto Marina Perezagua, una prometedora, afectada y aburrida historia (por ese orden) de una mujer en busca de su sexualidad y de la no-hija de su novio; todo sobre un fondo de bombas atómicas y misterios nucleares, que debe ser, como dice el otro, lo que da calidad a la novela.

Hace también nada he aceptado un reto que consiste en leer, este mes, lo siguiente: El mar, el mar de Iris Murdoch; Una soledad demasiado ruidosa, de Bohumil Hrabal; El mar de las Sirtes, de Julien Gracq y El palacio de los sueños, de Ismail Kadaré

Y ya, que en Navidad el tiempo está para perderlo en los atascos, no para leer.


martes, 24 de noviembre de 2015

‘La comemadre’ de Roque Larraquy

La comemadre es una planta que produce larvas animales microscópicas cuya función es devorar al vegetal hasta resecarlo por completo. Los restos se dispersan, fecundan la tierra y reanudan este proceso sin fin. Si extraes las larvas, tú verás cómo, éstas sobreviven tanto en medios líquidos como en forma de polvo negro y la planta, libre al fin, crece y crece hasta que, víctima de su propio peso, cae y muere y de reproducirte ya te puedes ir olvidando, monina.

Suena asqueroso. Y de hecho lo es. A nadie le gusta ser devorado por larvas microscópicas, ¿verdad? Bueno, pues no. En la novela de Larraquy hay imbéciles que sí se prestan a ello. Pero eso tendrán que descubrirlo ustedes.

La novela arranca en 1906, en un sanatorio a las afueras del querido Buenos Aires. Pacientes que vienen y van, doctorcitos de bigotitos puntiagudos y mucha tontería acumulada. Quiroga, el narrador, está perdidamente enamorado de la jefa de enfermeras, la sin par Menéndez, que no le corresponde en modo alguno, motivo por el cual Quiroga se tira media novela vagando como alma en pena, recurso utilizado por el autor para colar en la historia pequeños brevísimos sketches de corte cómico, por aquello de poner una nota de humor en tanto dramatismo. 

Porque la cosa es como para taparse los ojos:

Un puñadito de científicos locos que trabaja en el sanatorio es cordialmente invitado por su dueño y señor a ser copartícipes de un experimento muy de la época.
«–Ésta es la propuesta: seleccionamos pacientes terminales. Les cortamos la cabeza de modo que no se lastime el aparato fonador, técnica que he practicado exitosamente con palmípedos y que ya explicaré, y pedimos que la cabeza nos cuente en voz alta qué percibe».
¿Para qué? Pues, básicamente, para «husmear en lo que, hasta ahora, fue patrimonio exclusivo de la religión: qué es la muerte, qué hay después de la muerte». Tan sencillo como eso. Tú le cortas la cabeza, dejas que hable y ya sacarás conclusiones sobre el más allá cuando tengas un momento.

La novela es también el cómo, esto es: cómo seleccionar las víctimas, cómo deshacerte de los cuerpos, cómo beneficiarte a la enfermera y otros cómos propios del método científico. 

La segunda parte, algo más breve que la primera, es también medio salvaje y también muy ligera gracias, otra vez, al uso que se hace del amor, entendiendo amor como todo lo contrario, es decir, nadie me quiere, soy un incomprendido.

El protagonista, también narrador, corrige las memorias de su vida que ha escrito otra persona. Con tal excusa nos cuenta que suyo fue siempre genial, que ya a los seis años pintaba como los putos ángeles y que de no haber sido por la morbidez hubiese llegado a mucho más en la vida o cuando menos hubiese podido follar sin tener que pagar por adelantado.

Pues bien, este artista, que ya dijimos genial, gusta de perfomances asquerosas: niños con dos cabezas, figuritas hechas con restos humanos… ese tipo de cosas. Éxito no, lo siguiente. Llega al punto de amputarse un dedo para exponerlo no recuerdo cómo. Bueno, en fin, el arte como una forma de dar salida a la locura de unos y la tontería de otros. Por razones equis, nuestro artista y otro más loco incluso que él, dan con el sanatorio de enfermos descabezados, motivo por el cual se les desata la imaginación y empiezan a ver obras de arte donde sólo puede haber muerte y amputación y no necesariamente por ese orden.

Lo mejor de la novela es el estilo, la voz del narrador, sobre todo el de la primera parte. Más abajo les dejo algún fragmento y ya si quieren se imaginan ustedes la obra en su conjunto. Es un estilo que diríamos coloquial si no estuviésemos faltando un poco bastante a la verdad («Le voy a llenar la cara de pruebas».) Muy poco natural, en cualquier caso, y demasiado consciente de sí mismo, demasiado de diseño, demasiado elaborado, demasiado “me he tirado dos meses con este párrafo pero mira que bien me ha quedado”. Efectivo, cierto, pero en ocasiones ese deseo de embellecer obliga a hacer contorsiones ligeramente exageradas, nada especialmente preocupante. Con todo, ese estilo es, como decía, lo mejor, su principal atractivo. En el otro plato de la balanza tenemos una historia que se pierde por momentos en tontadas varias tipo la historia de amor a diez bandas de la primera parte, por ejemplo, se repite más que el ajo. 

Novela curiosa, interesante, ágil, divertida, queremos pensar “prometedora”, que trata sobre los límites a la crueldad o, más bien, sobre la ausencia de los mismos en nombre del arte, la ciencia o el amor.
«Las mujeres se maquillan para borrarse la cara, se ajustan en un corsé, y tienen muchos orgasmos, ¿sabe?, una cantidad que a nosotros nos dejaría secos. Son distintas. Salieron de un mono especial, que antes era una nutria, que antes fue un anfibio azulado, o algo con branquias. La forma de la cabeza la tienen distinta, también. Se encierran a usar el bidet para pensar cosas mojadas que se adaptan a las líneas de su cráneo. La amenaza. Yo soy un hombre bueno, no tengo alma para impedir la amenaza. Pero hay otros que sí. Las toman de los pelos y les preguntan el porqué de tanto tiempo perdido en el bidet. Y si la mujer no habla, la cosen a cuchilladas. Esos hombres son tan distintos de nosotros como ellas. Salieron de un mono distinto, de una escala inferior a la del nuestro, pero saludable y persistente. En la morgue hay uno. Vamos a medirlo. Le voy a demostrar que su cráneo responde a la descripción de un atávico, un asesino nato. Hay que hacerlo ahora porque mañana se lo llevan. Usted es inteligente, pero un poco testarudo. Le voy a llenar la cara de pruebas.
–¿El tipo mató a su mujer porque no le dijo qué hacía con el bidet?
–Es una metáfora, Quintana.
Mientras salimos al pasillo recuerdo que los baños del sanatorio no tienen bidet: Menéndez no puede ocultarme nada. Ni pensamientos mojados ni amenazas. Papini habla cada vez más rápido, caminando hacia la morgue y dejando su estela de limón.
–El llamado salto cualitativo, Quintana. De noche ideamos planes drásticos que de hacerse nos cambiarían por completo. Pero el plan se disuelve con el día y uno vuelve a ser el mediocre que se arruina empecinadamente la vida. ¿No le pasa? Con estos hombres es diferente. ¿Por qué piensa que siguen existiendo, si son inferiores a nosotros? Es un tema de adaptación: ellos hacen. Lo que planean de noche lo cumplen al día siguiente. Son viciosos, también. Se engominan demasiado, apestan a tabaco, sudan bilis, se masturban mucho y no tienen moral, pero tienen una ética, que ni usted ni yo podemos comprender, relacionada con nuestra aniquilación. ¿Entiende?
–¿Cómo saber si se engominan demasiado?
–Usted me interpreta muy literalmente, Quintana».


martes, 17 de noviembre de 2015

‘Warlock’ de Oakley Hall

Es algo más que nostalgia.

Me refiero a la emoción que acompaña la lectura de esta novela. Es algo más que nostalgia

Debe serlo.

Cierto es que retrotrae a las sobremesas de los fines de semana de hace, qué sé yo, treinta o treinta y tantos años, cuando unos cuantos, los más listos, alimentábamos las fantasías más salvajes gracias a los ciclos de películas “de indios y vaqueros” que pasaban por La Primera cuando sólo eran dos (las cadenas); fantasías que a lo largo de la semana, antes de que llegase el sábado siguiente, reproducíamos a pequeña escala en los sillones y muebles del salón con los playmobils o con ese tambor reciclado de Ariel que teníamos repleto de caballos, tipis y soldados no articulados. Y eso, quieras que no, se queda ahí, madurando, haciendo de nosotros lo que ahora somos.

Pero aunque fuese así, es decir, aunque la emoción de la que hablaba al comienzo fuese nada más que nostalgia de aquello, ya sería mucho, ya valdría cada página su peso en oro.

Pero Warlock es algo más que una de vaqueros (o así se siente) por lo que cualquier cosa que diga a partir de ahora, será únicamente vulgar simplificación

La historia es la siguiente: Warlock es un pueblo minero que todavía no tiene condición de tal. Por más que los comerciantes insisten no encuentran el modo de conseguir la legalidad por lo que aquello se mantiene como un reducto de cuatreros: un pequeño infierno de peleas nocturnas, disparos no siempre al aire y en general una apuesta por la no prosperidad. Para hacer de Warlock un lugar habitable los empresarios se constituyen en Asociación y entre las medidas que toman hay una que será determinante: contratan un segurata. Eligen uno de reconocido prestigio: un pistolero que ha dado siempre mucho que hablar y no precisamente por su carácter conciliador. 

Pero esta es sólo la premisa. Resulta del todo imposible resumir el argumento de esta novela que, para más inri, se estructura en tres partes bien diferenciadas pero en modo alguno independientes. Hablamos de setecientas páginas de bandoleros, cuatreros, sheriffs, bellas y santas damas, putillas celosas, jugadores profesionales, hombres cobardes y hombres de honor… En esta novela, que perfectamente podría ser la novela del oeste definitiva, podemos encontrar, y de hecho encontramos, TODO. Y cuando digo todo quiero decir todo, incluso apaches, por más que sean de mentira. Encontraremos ataques a diligencia; mujeres que llegan, odian y se enamoran del hombre equivocado; batidas para capturar asesinos; juicios, jueces, abogados, corrupción, doble moral, reglas medievales; ladrones de ganado, hombres de ley sin ley; duelos legendarios y pistolas de oro. Y además: una mina, mineros, regulación laboral, sindicalistas, manifestaciones… Hasta el ejército aparece por sus páginas.

Lo dicho: TODO. Gozoso exceso donde los haya.

Pero claro, estamos en lo de siempre: novelita de oeste.

Yo entiendo que no es fácil. Ya en cine no lo es −y eso que sólo roba hora y media a nuestras vidas− como para dedicarle semana y pico a saber si al final el ayudante del sheriff se enamorará o no de la linda putilla.

Y esto es así: este género (menor donde los haya) no acaba de llamar la atención, seguramente porque en nuestro imaginario tienen demasiada fuerza aquellas noveluchas de bolsillo que se cambiaban por cinco pesetas en quioscos de barrio (sin querer en modo alguno desmerecerlas). No tenemos problema, previa garantía del mínimo exigible de calidad (y esto, me temo, no siempre), en leer terror, misterio, fantasía o demás zarandajas, pero nos resistimos a los hombres de cartucheras por alguna razón que desconozco pero que seguro tiene mucho que ver con entender el western como un género casi exclusivamente visual además de directamente “cosa de tíos”. No lo sé, insisto. Yo mismo soy reacio a ello y lo soy por las razones expuestas pero sobre todo lo soy por prejuicio: ¿una buena novela el oeste? Imposible. Y por más que te digan: imposible. Y por más que te insistan: imposible. Mejor leer sobre vampiros, mejor leer sobre zombies, mejor leer sobre hobbits, por ejemplo. Paparruchas. Mejor leer a Oakley Hall, siempre. Mejor leer Warlock.


Muchas de las mejores películas son westerns sin forma de tal. Muchas de las mejores novelas, también. Y nosotros dale que dale a evitarlas, dale que dale a poner excusas que nadie se cree, nosotros los primeros. Que si tengo mucho pendiente, que si no es mi estilo... bah. Y nos lo estamos perdiendo. Lo mejor del mundo, digo: nos los estamos perdiendo. Porque esto es así: el western es lo puto mejor del mundo. Y Warlock, la demostración palpable. Y quien diga lo contrario o bien miente o bien no tiene ni puta idea.


miércoles, 11 de noviembre de 2015

‘El límite inferior’ de Nere Basabe

Hay cinco normas fundamentales que todo escritor debería seguir a pies juntillas. Las tres primeras son no aburrir, no aburrir y no aburrir. El resto tiene que ver con la ortografía, la redacción y otras cosillas de fácil solución. Bueno, pues nada, ni modo, algunos parecen haber nacido para llevar la contraria, y no lo digo por la redacción, la ortografía o dejas zarandajas.

Les cuento.

En una reseña anterior, concretamente la dedicada al libro de Jesús Cañadas, hablamos de la necesidad que tienen algunos historiadores (entendido como contadores de historias) o cuentistas de apoyarse en subtramas de corte intrigante para aportar contenido a una historia que de otro modo corre en sus manos el riesgo de no tener suficientes cosas que contar. (No era exactamente el caso de la novela de Cañadas, pues ahí sí había material, pero seguro que se entiende el ejemplo). 

Pues bien, yo no sé si es culpa del azar o que a nuestras jóvenes promesas se les ha privado durante la infancia de alguna vitamina imprescindible pero nos encontramos frente a un caso demasiado parecido y tanta casualidad empieza a resultar irritante en grado sumo. Nere Basabe, a la sazón escritora, nos cuenta una historia que no puede ser más aburrida ni queriendo y en algún momento, mediada la novela, cuando aquello es del todo insoportable y el libro más que caerse de las manos busca directamente el suicido, decide hacer desaparecer un niño, así, alegremente, y que todos o casi todos los protagonistas (tres sobre un total de cuatro) le resulten, a la policía, sospechosísimos. A nosotros, sólo uno. Y ni eso. Quiero decir que, al final, después de tanto rollo, intriga cero.

Para que se hagan una idea, les cuento un poco de qué va el asunto:

A La Solana, una suerte de incipiente Torremolinos, llega, avanzado el otoño, un joven matrimonio. Ella (Valeria) está estupendísima de la muerte y él tiene un coche molón: hacen una pareja perfecta, plasticosa y con el brillo metalizado de un Lexus. Victor, que así se llama el maromo, viene a trabajar, de ahí lo intempestivo de la visita. Se ocupa de dar el visto bueno, previa falsificación documental, a futuras construcciones que de otro modo y al no cumplir los requisitos legales mínimos exigibles, no podrían llevarse a cabo. Recibe por esto un buen dinerito en un sobre abultado que más tarde llevará a su jefe y… bueno, la eterna historia de corruptelas urbanísticas y comisiones del 3%. Ellos no se quieren (Valeria y Victor, no se quieren, no se quieren, no), se les gastó el amor de tanto usarlo; no se hablan, no se tocan, no se miran: leen revistas, el móvil, se reúnen con concejales de urbanismo, prosperan corruptiblemente.

«[A Valeria] le gusta poseer, y tal vez por ello su vida sexual con Víctor, quien carece de cualquier ansia de dominio, no sea todo lo satisfactoria que debiera, por lo que la pareja sublima y halla el equilibrio en otros territorios, logrando hacer de su matrimonio finalmente un ecosistema armónico: Víctor ingresa el dinero, y Valeria se lo gasta».

Para compensar tanto tedio concentrado el tercer protagonista es un joven habitante del pueblo, de profesión artesano. Es de los que hacen figuritas guarras con las conchitas que recoge en la playa. Tiene un perro al que pasea y con el que en algún momento llega a mantener unas fenomenales conversaciones que suben el nivel de la novela por sus cargas de profundidad, de cuádruple doble intención y su excelsa prosa: 

«No sé, Odisea, no sé si he hecho lo correcto... Pero así estamos más tranquilos, ¿no? Tú y yo, amiga, contigo que nunca me fallas, para qué empeñarse en seguir buscando más... ¿Qué hubiese cambiado, eh? Dime; un polvo desaprovechado, de acuerdo, pero eso es todo, no es tan grave: un polvo desechable, de usar y tirar, y al día siguiente, ¿qué? Mejor así, nadie sale perdiendo... —Breogán le acaricia el pelo de la coronilla, y la perra agacha las orejas y cierra los ojos de gusto—; los fabricantes de condones, son los únicos que pierden; los fabricantes de condones, y de lubricantes y de viagras: soy el antihéroe de la industria. El que inventase una pastilla contra el deseo, en cambio, ese sí que haría un gran negocio, pero eso no se anuncia en televisión, no vende, porque no consumir no está de moda».

Qué lucidez, amiga, y qué nivel. Qué profundidad. Qué sensatez la de unas y qué insensatez la de otros. Ay, amiga, amiga, esas reflexiones de cola de supermercado travestidas de literatura vergonzante, vergonzosa, caduca, a todas luces desfasada, indecentes de puro malas. Ese ejemplo perfecto de lo que no sólo NO, sino que JAMÁS, bajo ningún concepto. Nunca, amiga, NUNCA.

El cuarto personaje en discordia es una jovencita francesa que hace años se quedó a vivir por el barrio. De profesión: guía turística. En esta novela se ocupará de acompañar a un grupo de viejos achacosos. Su función en este drama es cruzarse con unos y otros, mirarlos, ser mirada, a ratos ignorada y a ratos deseada. 

Apasionante, también.

Total, que entre el tedio de unos y la apatía de otros no hay una puta arista a la que aferrarse en este límite inferior. Pero es que ni una, eh.

Me aburre casi tanto hablar de la novela como la novela misma. Me aburre, incluso, escuchar a otros. He leído, o intentado leer (y comprender, también, el entusiasmo de unos cuantos), tres o cuatro reseñas y nada, no hay marera, me separa del resto del mundo arrecife de aburrimiento mortal. No hay un ápice de pasión en sus casi trescientas páginas. Aquí todo es desidia, tristeza, un frío de otoño que no es ni frío ni es calor ni es otoño ni es nada. En esta novela todo es indecisión; todo está a medio camino de cualquier parte, todo conflicto es una burbuja de humo que no acaba de estallar. Todo es conformismo, pasividad y darle mil vueltas a lo mismo: no te quiero, sí te quiero, te odio, no te odio, te quiero querer, me voy a tomar un chupito, me pides un colacao, duérmete niña, ya, va.

Líbrame, señor, de otra puta novela de crisis matrimonial sobre fondo de crisis o guerra civil.

Debería, la autora, querida amiga, dejarse de tormentas y metáforas y argumentos de medio pelo y ofrecer al lector algo más que crudo realismo sobre gélida prosa de academia recreativa, que está uno muy harto de siempre el mismo estilo de misma, el mismo tono afectado, monocorde, impersonal. 

El límite inferior es el anticlímax definitivo. Y Nere Basabe, no puede ser de otro modo, otra joven promesa.



lunes, 9 de noviembre de 2015

Resumen de lecturas OCTUBRE 2015

Con cierto retraso sobre la fecha prevista (estas cosas deberían salir el último día de cada mes pero el tiempo es el que es y no se puede estirar más) aquí les dejo un resumen de lo que fue, en lo que a lecturas se refiere, el mes de octubre. 


Brevísimo apunte sobre ‘La ley de la ferocidad’ de Pablo Ramos

Extracto de la “reseña” publicada la semana pasada: «Un hombre muere y su hijo le organiza un velatorio de dos días dos. Dos días con sus noches y sus sobremesas de morirte de asco. La novela es lo que el hijo hace durante ese período de tiempo, ese duelo, a saber: follar, beber… emborracharse hasta la inconsciencia, en ocasiones pasarse por allí, un ratito, a follar, también y a beber. A provocar, a molestar, a jugar al lobo feroz. Y es que la sombra de un padre pesa mucho. Especialmente cuando tu vida es una construcción diseñada para demostrar que eres mucho mejor que él. Y entonces, cuando ya los has superado, cuando ya no te puede escupir encima, cuando ya vas a tener tú la última palabra, va y se muere, el cabrón. Y ahí te quedas, sabiendo que no es tuya, sino suya, toda la plata que has ganado; que no son tuyos, sino suyos, todos los logros conseguidos. Que de no ser por él, por lo que tiene de marca a batir, nunca hubieras sido nada, si acaso otro puto padre de mierda».



‘Modelos animales’ de Aixa de la Cruz

Ya hemos hablado de este libro. Para los que sean más de resúmenes les diré que se trata de una colección de relatos. Otra colección de relatos. Nada especial, me temo. Correctos, fríos, a ratos interesantes a ratos no. «Modelos animales es otra colección de relatos, escrita con la habitual corrección de esta ya vieja legión de escritores que invaden el país (recientemente se han contabilizado más de cuarenta imprescindibles sin vello en la entrepierna) pero que, como los de la mayoría, carece de personalidad propia. Son relatos que solo tienen en común que los personajes que los pueblan no son felices: nunca están enamorados, nunca sonríen a la cámara. El que no se desangra está torturado, el que no envejecido, el que no colocado, el que no jodido y para una que tiene un hijo, momento feliz donde los haya, va y le sale vampiro. Hay una tristeza que no se sabe de dónde viene y que lo impregna todo y que caracteriza este libro que pueden leer con la tranquilidad de saber que pese a tanta desolación no sentirán ustedes absolutamente NADA». 



‘Deudas vencidas’ de Recaredo Veredas

Periódicamente me pongo al día en algún catálogo. Este mes le tocó a Salto de página. Primero fue Aixa de la Cruz, después fue Recaredo Veredas. Y ya. La idea era seguir un par de ellos más pero algunos libros te acaban con la paciencia. Deudas Vencidas es uno de esos. Hay una reseña a medio escribir en algún pendrive. Será cuestión de recuperarla, terminarla y publicarla. No se me ocurre mejor desahogo para el malestar de haber leído algo que nunca debió ser leído o, directamente, escrito. #literaturainútil



‘Trabajo sucio’ de Larry Brown

Ya ha sido comentado. Odio repetirme pero aquí va un extracto de la reseña que pueden leer ustedes si bucen en las entradas del mes de octubre: «Toda la novela uno preguntándose si lo hará o no lo hará (matarlo, digo) y si lo hace por qué lo hace y si no lo hace cómo puede ser tan hijo de puta. No se plantea realmente una cuestión ética, que es lo primero que espera uno encontrarse, porque no se trata de convencer a nadie a golpe de argumentos desde el momento en que no hay nada que argumentar ni nadie a quien convencer: vivir así no sólo no es vivir, sino que es peor que morir y si no se hace lo que se tiene que hacer es, o bien porque no se tiene corazón o bien porque se tiene demasiado.»



‘Señorita Google’ de Juan Vilá

No sé qué decir. Ya la reseña es una página en blanco sólo con el título, arriba, encabezando la nada más absoluta. Esto no será diferente. No mucho, al menos. Va de uno que se le liga a una, se van a la cama y lo pasan estupendamente. Entre coito y coito el macho se entera de que la hembra es una mona más lista que el ajo, una ejecutiva agresiva con gran futuro y pensando pensando y viendo que lo suyo es más de hacer el vago decide buscar la manera de hacerse con su amor incondicional. Después pasan cosas, como en la vida pero no son importantes y desde luego no valen el esfuerzo de más líneas. 



‘El sentido de un final’ de Julian Barnes

Novela sobre los recuerdos, sobre la amistad, la admiración…. La cosa empieza inmejorablemente bien con recuerdos de adolescencia de unos jóvenes que quieren comerse el mundo a dentelladas. La segunda parte todo se estropea y la que podía ser una gran novela termina siendo una novela corriente con querencia al olvido escrita desde la ancianidad más soporífera, con esa falta de pasión y esa apatía y esa mecánica tan propia de quienes escriben para cubrir una cuota anual. Pequeña decepción, ligero entretenimiento. Ideal para sobremesas de un domingo de resaca o para amantes de las memorias de viejos con mala conciencia. 



‘Mientras agonizo’ de William Faulkner

Mientras agonizo es fantástica. Y punto. Dos post atrás: «En Mientras agonizo, y sin ánimo de hacer la menor crítica, se concentra todo lo mejor que uno espera encontrar en una novela. Una historia, unos personajes, una estructura… Porque no se olvida, y esto es así, lo que en ella tiene lugar. Porque no se puede olvidar. Hay cosas que quedarán para siempre en la retina y cuando digo esto pienso en esa madre viendo a su hijo montar el ataúd en el que pronto viajará; esa lluvia torrencial; ese carromato con la carga inestable y a reventar de hijos y padres; ese madre que es un pez; ese río; esa testarudez. Esa épica de pobre, inolvidable. Y ese final. Ese final. Ese padre y ese final. Ese padre. Esa sonrisa de padre».



‘Warlock’ de Oakley Hall

Me quedan dos minutos para terminar esta reseña. A ver cómo se lo explico... 
Warlock es asombrosa, genial, adictiva. Inolvidable. Imprescindible.

Qué bien, me ha sobrado minuto y medio.
La semana que viene, ya sin estas prisas, la reseña. I promise.




NOVIEMBRE

Lo que tengo entre manos: Los diarios de Emilio Renzi, de Piglia y Los lanzallamas, de Rachel Kushner (aunque el de Piglia tiene todas las papeletas para ser abandonado).

Lo que querría leer, pero ya veremos: El periodista deportivo, de Richard Ford; Los interesantes, de Meg Wolitzer y Arde Madrid, de Kiko Herrero.

Lo que puede caer aun sabiendo que no debería: Yoro, de Marina Perezagua.

Lo que (se intuye) nadie en su sano juicio debería perderse, yo el primero: La muerte de mi hermano Abel, de Rezzori.










miércoles, 4 de noviembre de 2015

Brevísimo apunte sobre ‘La ley de la ferocidad’ de Pablo Ramos

Ha pasado más de un mes desde que leí esta novela. No pensaba escribir ninguna reseña, entre otras cosas porque no fue una lectura que me sugiriese nada especial (las reseñas, lo digo ahora, se eligen a sí mismas) pero mientras escribía esto, hace unos minutos, mientras redactaba la nota que debía incluir en el resumen de lecturas de octubre, descubrí que tal vez sí tenía más cosas que decir de las que en un principio parecía. No muchas, de acuerdo, (el tiempo escasea y la memoria es frágil y yo no estoy dispuesto a una necesaria relectura), pero sí más de las que acostumbro a utilizar en esos resúmenes. De ahí esta no-reseña, este Brevísimo Apunte, este inesperado arrebato que no busca ser en modo alguno una recomendación ni una invitación a la espantada sino una simple fe de lectura.

La responsable de prensa de Malpaso me recomendó muy vivamente esta novela (tal no muy “vivamente”, pero desde luego sí con el entusiasmo necesario para llamar mi atención) y entre que soy de natural confiado y la ella me inspiraba (y me inspira) bastante confianza decidí tirarme de cabeza a la piscina total para descubrir que no estaba del todo llena, la dichosa, pero tampoco del todo vacía. 

La ley de la ferocidad (magnífico título) va sobre padres e hijos. Todo un tema, no me digan. Si no el mejor, probablemente el más prometedor pero también el más arriesgado: como te salga mal no te levantan el castigo en un mes.

Un hombre muere y su hijo le organiza un velatorio de dos días dos. Dos días con sus noches y sus sobremesas de morirte de asco. La novela es lo que el hijo hace durante ese período de tiempo, ese duelo, a saber: follar, beber… emborracharse hasta la inconsciencia, en ocasiones pasarse por allí, un ratito, a follar, también y a beber. A provocar, a molestar, a jugar al lobo feroz. Y es que la sombra de un padre pesa mucho. Especialmente cuando tu vida es una construcción diseñada para demostrar que eres mucho mejor que él. Y entonces, cuando ya los has superado, cuando ya no te puede escupir encima, cuando ya vas a tener tú la última palabra, va y se muere, el cabrón. Y ahí te quedas, sabiendo que no es tuya, sino suya, toda la plata que has ganado; que no son tuyos, sino suyos, todos los logros conseguidos. Que de no ser por él, por lo que tiene de marca a batir, nunca hubieras sido nada, si acaso otro puto padre de mierda. 

La novela se narra desde el futuro, echando la vista cinco años atrás, desde la perspectiva del que ya ha logrado superar, gracias en cierto modo a la escritura, esa frustración y, es de suponer, ese alcoholismo por lo que supongo que este libro es lo que pasa cuando uno se perdona por haber odiado a su padre hasta una edad relativamente avanzada con una ferocidad de adolescente.

La novela llama la atención más por el tema, seguramente, y por lo que se lee entre líneas que por las líneas mismas, esto es, por lo que cuenta, ese voluntario descenso a los infiernos. Y es que tanta borrachera y tanta leche acaba por comerse demasiada novela y al final se queda uno con una extraña sensación de creer que se ha estado cerca, muy cerca, pero que no se ha llegado, no sé sabe la razón.

Interesante, en cualquier caso; lo bastante, al menos, para plantearnos la lectura del inmediato anterior e inmediato siguiente del autor, toda vez que, hemos leído por ahí, estamos frente a una suerte de trilogía, que parece que ya la gente no sepa escribir otra cosa que trilogías.



miércoles, 28 de octubre de 2015

Una reflexión en torno a ‘Mientras agonizo’ de Faulkner

Leer a Faulkner, hoy.

Qué locura, no?

Reviso mis últimas lecturas y me encuentro lo siguiente: me encuentro a Connolly, que, bueno, bien; me encuentro a Brodkey y a Salinger, que, bueno, genial; me encuentro al Doctorow cuentista, que no al novelista (lamentablemente). Me encuentro relatos de Schwebling y una novelita de Larry Brown que lo mismo podía haberlas leído como no. Ah, y a un desconocido Steve Erikson (Zeroville), que también bien. Incluso el rescate de un comic de Peter Kuper tuvo su aquel. Y hasta aquí. Después de eso, la muerte: Clemot, Pablo Ramos, Aixa de la Cruz, Recaredo Veredas, Juan Vilá… Hablamos de novelas o relatos completamente inofensivos en unos casos, ofensivos en otros pero insultantes en cualquier caso. Y uno no deja de preguntarse qué sentido tiene todo esto. A qué viene que yo lea tanta chorrada que no vale ni para ser comentada. 

En el mundo hay dos clases de personas: los que escriben y los que leen. Hay otras clasificaciones, pero aquí estamos a lo que estamos. Los que escriben son gente que, un día, después de mucho leer (o no) se dicen, porque algún imbécil se lo ha dejado caer, que deberían probar suerte al otro lado de la barra de este bar. Qué coño, si a ellos les ha sobrado siempre talento. Entonces escriben un cuento, por ejemplo, al que dan provisionalmente el nombre de relato número uno, un poco por hacerse los interesantes y otro poco por darle al asunto carácter de continuidad. El relatito tiene tres o cuatro páginas a doble espacio y lo quieren publicar, claro, porque uno escribe para que lo lean. Y buscan y rebuscan y dan con una revistita medio casa de putas medio medio literario que se ofrece a publicarlo (toda vez que, entremientras, se han ido dando a conocer) en el mes de abril, por ejemplo, que es un mes genial para todo lo que tenga que ver con leer porque llueve mucho, no apetece salir y ya habrá terminado la última temporada de Walking Dead. No pagan, lo siento, con dinero (en la revistita no hay pasta) sino con promesas de futuro. Entonces nuestro joven héroe, grita: me van a publicar, me van a publicar, en abril, aquí. Dónde. Aquí. Aquí, dónde. Porque abril lo conoce todo el mundo pero aquí no. Aquí (señalando con el dedo). Y todos: geeeenial! La respuesta es inmediata: dos le piden que les regale un ejemplar (madre y pareja, generalmente), siete se lo comprarán, lo juran por Dios, de hecho llevan horas deseando que salga; dieciséis demuestran interés pero no saben dónde encontrar la revista; cuarenta y tres le dan su más sincera enhorabuena y seis (colegas, me temo) prometen pillarse la del siglo a su salud. Y después están los dos gilipollas que guardan silencio, esperan pacientemente, se compran la puta revistita y se lo leen, el cuentito number one. Pues bien, de estos dos gilipollas, yo soy el de la derecha, el guapo.

Qué se me habrá perdido a mí en esa revista, me pregunto. Qué se me habrá perdido en Aixa de la Cruz o en Veredas o en Vilá o incluso en Ramos (que parecía que sí hasta que le pasó por encima el tren del tiempo). Qué se me habrá perdido en una novela o colección de relatos que sé positivamente que no me llevará a ninguna parte; en la que todo lo que se cuenta ha sido contado ya; en la que todo lo enseña está más que sabido; que está plagada de gansos de tercera, traumófilos y memos injustificadamente tristes; burguesitos de mierda obsesionados con bajarse lo último de Marlango, alicaídos por no follar lo suficiente, alicatados de puro encorsetados.

Y uno va leyendo estas cosas, a esta gente, y pese a no disfrutar exactamente con ello le (les) acaba cogiendo cariño, un afecto a todas luces inmerecido pero en cierto modo inevitable. Es incluso capaz, uno que yo me sé, de justificar frente a desconocidos el valor de ciertas lecturas apelando a pobres argumentos: que es por estar al día en literatura actual; por saber qué se cuece o qué caminos toma la literatura; por ser el primero en dar con algo realmente sorprendente. Fantasear con ese día, dentro de cuarenta años, en que uno pueda ya gritar el esperado os lo dije, os lo dije, os lo dije justito media hora antes de morir, a escasos segundos de ser verdaderamente consciente de que ha desperdiciado su vida leyendo las memeces de cuatro imberbes y siete perroflautas.

Y acordarse entonces de Faulker. Y cagarse en todo lo que se menea.

Acordarse, por ejemplo, con meridiana claridad, de Mientras agonizo, aquella novela que por nada queda sin leer tan ocupado que uno estaba con el catálogo de Salto de Página o Lengua de trapo. A esto,ha estado uno de darlo por vencido. Y es que, entre lo incontestable está, además del pésimo momento por el que pasa la literatura (hecho este que no nos cansaremos de repetir, porque conviene no olvidarlo y tener siempre muy presente, para no caer en lo que se denuncia, que ya sólo leemos humo y que cualquier día la OMS nos vendrá a decir que leer narrativa española actual provoca cáncer de vista), está también, decía, entre lo incontestable, que Mientras agonizo es, citando al famoso pensador que todos tenemos en mente, una puta maravilla.

En Mientras agonizo, y sin ánimo de hacer la menor crítica, se concentra todo lo mejor que uno espera encontrar en una novela. Una historia, unos personajes, una estructura… Porque no se olvida, y esto es así, lo que en ella tiene lugar. Porque no se puede olvidar. Hay cosas que quedarán para siempre en la retina y cuando digo esto pienso en esa madre viendo a su hijo montar el ataúd en el que pronto viajará; esa lluvia torrencial; ese carromato con la carga inestable y a reventar de hijos y padres; ese madre que es un pez; ese río; esa testarudez. Esa épica de pobre, inolvidable. Y ese final. Ese final. Ese padre y ese final. Ese padre. Esa sonrisa de padre.

Ya no se escribe así, pienso mientras pienso en la novela. Ya no se busca la inmortalidad. Ya es sólo un hobby, escribir, una forma de llamar la atención. Y publicar, el único objetivo. Ni siquiera ser leído. Publicar. Y ya. Hemos comprado la maquinita de escribir y ya todo se escribe igual; ya se publica nada más que la misma mierda una y otra vez y otra puta vez y que si ahora fulanito ahora zutanito ahora menganito y la crisis de los cuarenta, de los sesenta, de los setenta y esa total ausencia de humor, humor sutil, inteligente, no de monologuista de garrafón; y ese postureo en la prosa, invento de poetastros venidos a menos que nada más que lo dejan todo perdido de un afectado e insoportable lirismo robado a poemas no escritos que nadie leerá.

En 1930 Faulker era escritor de relatos, de tres o cuatro novelas y vigilante nocturno. Es decir, NADA. NADIE. Escribió Mientras agonizo a los 33 años, justo después del El ruido y la furia. El ruido y la furia, ¿vale? Que te puede no gustar, pero hay que escribirlo, ¿vale? Vale. Y después: Mientras agonizo. Vale. Y entonces, y sólo entonces, escritor de culto. Ahora para ser escritor de culto sólo tienes que escribir quince relatos y quedar más o menos bien en las fotos de la contra. Y entonces ya esto, por ejemplo: «Esta es la primera novela de una autora de culto» (es decir: la primera; es decir: no jodas!) o «[1978] es autora de dos libros de relatos que bastaron para convertirla en autora de culto, y que merecieron elogios de la crítica», como si ahora los elogios de la crítica, esto es, suplementitos pagados y blogs de amigos y vecinos o colegas de profesión, fuesen garantía de algo y no un simple dedo acusador.

Nos hemos vuelto conformistas, los lectores, los escritores. Nos hemos vuelto conformistas. Y mediocres. Nadamos, buceamos en mediocridad y conformismo y lo único que va a librarnos de esto, lo único que podrá salvarnos, es Faulkner y los que son como Faulkner: escritores de verdad, no mecanógrafos. Mecanógrafos, caca. Aquí ya no queremos maquinistas, ni queremos pianolas. Aquí queremos sogas para colgarnos si no cambian las cosas pero sobre todo queremos faulkners. Ya sólo queremos faulkners. Ya sólo aceptamos faulkners, ahora.

Todo lo demás, a la hoguera. el primero.