Lo que voy a contar en este post no da para más de un tuit pero me llevo mal con los espacios pequeños.
Verán, ayer empecé a leer a En la ciudad líquida, el libro que Lara Moreno le publicó a Marta Rebón en la subsidiada Caballo de Troya. Y cuando digo “le publicó” lo que quiero decir es exactamente eso: le publicó. Porque este libro o se publica por caridad, amistad o bajo amenaza o no sale del cajón en el que está metido.
Porque no lo merece. Básicamente.
Pero no adelantemos acontecimientos. El caso es que ayer empecé a leerlo. Sé que no me van a creer, y entiendo que no lo hagan por más que esta vez se equivoquen, pero cuando compré la versión digital (hasta ahí podíamos llegar) lo hice convencido, o al menos todo lo convencido que uno puede estar con estas compras, de que me iba a encontrar una obra estimulante o cuando menos interesante sobre la traducción a la vez que, tal como promete la contra, un homenaje a autores como Chéjov, Dostoievski, Pasternak o Nabokov, entre otros muchos. (Sin embargo, y esto ya es defecto del animal, no me creí tanto otra garantía: que la magnífica escritura de Marta Rebón nos ofrecería una nueva perspectiva: su propia mirada del mundo, su elegante voz, su SABIDURA. Las mayúsculas son mías).
El despropósito vino después, cuando se aseguraba que lo que hay dentro de este libro, NO SE PUEDE EXPLICAR.
Bueno, o sea, a ver, ¡vamos a calmarnos! Claro que se puede. Y tanto que se puede. Verán cómo se puede:
Marta Rebón ha leído mucho, ha traducido mucho y ha viajado mucho. De hecho, antes de llegar a la página treinta ya está uno un poco harto de los muchos libros que ha leído, lo muchos que ha traducido y lo mucho que ha viajado, aunque no fuese más que en metro. Porque de esto trata: de ella paseando por ahí, fingiendo que su vida está empañada de nostalgia y su mirada es la de una errante meditabunda enferma de literatura, remedio para lo cual tenemos de sobra en esta medicina.
Sin restar valor a sus traducciones, que serán todo lo buenas que quieran, me temo que la prosa made in Marta es, de puro afectada, un permanente dolor de muelas. Pero fíjense: ningún problema con esto. La languidez en la escritura es un recurso tan bueno como cualquier otro, recurso que además tiene su público. Me temo. El problema, por llamarlo de alguna manera, es que algún momento alguien, Marta, por ejemplo, pero también Lara (por su condición de editora), cree, bendita ingenuidad, que llenar un libro de citas ajenas y enmarcarlo sobre fondo de callejero y pasión por la fotografía puede ser un valor en sí mismo, que con eso ya llega, que los amantes de la literatura ya sea eslava ya sea lo que sea se conformarán con oír las voces de los grandes maestros de la literatura o conocer el color de la dacha en la que vivían. Pero no. Necesitamos un hilo conductor, un motivo, una razón de ser, de verdad que sí y lo cierto es que la aportación de Marta al texto es mínima, probablemente al no tener absolutamente nada que aportar fuera de cuatro ideas la mayoría de las cuales no son suyas
Para muestra un botón: les reto a encontrar algo de Marta Rebón es este farragoso y repetitivo maremágnum de citas e ideas que transita sin rubor entre la traducción, la escritura o los viajes, como si fueran a la vez uno y trino:
«En realidad, yo veía la traducción como la antesala de la escritura. Quería escribir sin saber del todo bien de dónde venía ese interés y si solo obedecía a una temprana afición a la lectura. Dijo George Orwell que los libros que leemos en la infancia crean en nuestra mente una suerte de falso mapamundi, una serie de países fantásticos a los que podemos acudir en busca de refugio durante el resto de nuestra vida. Entendía, pues lo había experimentado frente a la hoja en blanco, que ponerse a escribir sin haber acumulado vivencias, lecturas y horas malgastadas carecía de sentido. Me apetecía viajar. Mucho más tarde leería unos versos de Elizabeth Bishop en los que se preguntaba si es la falta de imaginación lo que nos empuja a ir a lugares imaginados, en vez de quedarnos en casa. Lo que a mí me seducía del viaje, no obstante, era más bien esta idea de Rilke: «Para dar a luz un solo verso hay que haber visto muchas ciudades, hombres y cosas, hay que conocer los animales, hay que sentir cómo vuelan las aves y saber con qué ademán se abren las flores pequeñas al amanecer». De entre todos los tópicos literarios, pocos me atraen tanto como el del homo viator, el hombre como viajero. El que viaja suele sentir la necesidad de escribir el viaje y de homo viator pasa a homo scribens. ¿Es que no son con frecuencia sinónimos? ¿Acaso el mundo no es un texto que aguarda nuestra interpretación? En la Antigüedad el individuo descubría su verdad, dice Claudio Magris, atravesando el mundo. Mediante su confrontación con él, esa verdad, al principio solo potencial y latente, se traducía en realidad.
Bruce Chatwin, el infatigable escritor de viajes cuya vocación literaria estaba íntimamente ligada a ese mal, según Pascal, de no ser capaz de estarse tranquilamente sentado a solas en una habitación, se preguntaba por qué los hombres vagan por la tierra en lugar de quedarse quietos. El inglés, que en un lúcido autodiagnóstico confesó padecer eso que Baudelaire llamaba la gran maladie: horreur du domicile, recogió en Anatomía de la inquietud una reflexión del historiador árabe Ibn Jaldún acerca de la inocencia original que persigue el viajero: «Los nómadas están más cerca del mundo creado por Dios y más lejos de las costumbres censurables que han infectado los corazones de los asentados».
LA ÚNICA idea (o sea, “idea”) que parece propia (y por repetitiva, ojo, no por original) es aquella que tiene que ver con la necesidad de convencer al lector de que el acto de traducir deriva necesaria e inevitablemente en el de escribir y que, tal vez ósmosis, un traductor de pasternaks o dostoievskis ha de ser por fuerza un escritor a la altura de Pasternak y Dostoievski.
«Edith Grossman, que ha vertido al inglés obras como El Quijote o El amor en los tiempos del cólera, se pregunta por qué la traducción importa a los traductores, a los autores y a los lectores y por qué no a la mayoría de los editores y reseñistas de libros. Dice que los traductores profesionales se ven a sí mismos como escritores y concluye: «Creo que estamos en lo correcto al considerarnos así» […] Traducir y escribir, sin embargo, son ramas de un mismo árbol. Muchos autores aprendieron su oficio haciendo traducciones, y viceversa. Y, aunque se deslicen errores garrafales en textos traducidos (¿quién en esta profesión no ha cometido pecados?), casi siempre es más lo que se gana con la traducción que lo que se pierde. Al fin y al cabo, hasta que una obra no se traduce a otras lenguas no puede pasar a formar parte de la literatura universal».
Y así todo. Pónganle música a esto: yo soy traductor, traductor, traductor; yo soy traductor, traductor y escritor. Y una vez convertido en tal (se es, parece, antes incluso de ser), ya sólo queda rescatar los moleskines de los viajes, plagados de anécdotas, de calles de subida y bajada, de esquinas, de bellos paisajes, de referencias biográficas; los cientos de citas guardadas, correctamente archivadas y las fotografías, de mesas, de ríos, de dachas. Y con esto hacer un libro y enviar un mensaje: TRADUCIR ES ESCRIBIR Y ESCRIBIR ES ESTO.
Y NO.