lunes, 28 de septiembre de 2015

‘Pájaros en la boca” de Samanta Schweblin

Me pregunto por qué un libro que aparece en la web de Casa del libro (al menos la edición de Lumen) como ‘no disponible’ genera, de repente, tantos comentarios en la redes sociales. Bueno, “tantos”…, o sea, unos cuantos. Digamos que me encuentro, en pocos días, con demasiada gente que lo acaba de leer, gente a la que, dicho sea de paso, le ha encantado porque claro, esta chica es como la hostia o algo. Pienso, en su momento, que habrá sido reeditado o que habrá salido una edición de bolsillo pero parece que no o al menos yo no encuentro nada de esto. Pienso… pero no, no puede ser. No. La gente no lee libros pirateados, no? O sea, es... es otra gente la gente la que hace eso. O no. Lo busco y, sorpresa, lo encuentro. Y parece, mira tú por dónde, como queriendo darme una vez más la razón, que está recién salido del horno, recién subidito a la red. Entiendo que la moda viene de ahí. Eso o que estar ahí te obliga a estar de moda, que para el caso es lo mismo.

Conclusión: si quieres que te lean, piratéate. 

Hasta aquí la enseñanza del día, pequeños saltamontes.

(También puede ser que realmente sobre este libro, oh casualidad, pese una bendición, pero tal pensamiento no conduce a nada bueno).

Yo, que estoy por encima del bien y del mal, lo leo, también, pero para hacerlo más emocionante no les diré en qué formato y ya deciden ustedes si se rasgan las vestiduras o se las dejan enteras.

El caso es que leo, que es de lo que se trata, y esto es lo que pasa.

* * * * * * * *

De Samanta Schweblin hablamos aquí no hace mucho con motivo de una novelita chiquitita llamada Distancia de rescate que publicó, también hace nada, Mondadori. Tienen aquí la reseña, pero ya les hago yo un resumen: la cosa iba de un misterio. Una mujer hablaba desde un lugar por determinar de hechos que habían llegado a su fin. Su interlocutor la interrogaba con la intención de descubrir un detalle que parecía fundamental por alguna razón que no llega a quedar del todo clara. Es decir, que la novela era, en cierto sentido, un poco bastante tramposa pero tenía una virtud que obligaba (entre comillas, esto) a valorarla muy positivamente: y es que se devora. Literalmente. La novela, breve como un suspiro, no da respiro a un lector que es perfectamente capaz de leérsela del tirón. De hecho, es hasta recomendable hacerlo. 

Pues bien, los relatos de Schweblin, son en su mayoría, más de lo mismo. Similar intensidad, similar exigencia/recomendación. Se adivina una pauta, pues. Les comento alguno y van sacando ustedes las conclusiones. 

Del primero no hablaré, por flojo. El segundo, Mujeres desesperadas, sí da una idea mucho más aproximada de lo que nos vamos a encontrar. En él una mujer es abandonada por su marido en el campo, el mismo día de su boda. Allí conocerá a otra mujer, también abandonada, también el día de su boda. Pero no son las únicas: «En el campo voces y llantos de mujeres quejumbrosas repiten los nombres de sus maridos una y otra vez». Tampoco ella será la última. Buena intriga, buen final. Un buen relato. 

El siguiente, En la estepa, arranca también con un misterio y un páramo casi desolado. Una pareja vive en la estepa, un espacio alejado de la civilización. Hablan, entre ellos, de… algo, de encontrar algo, algo vivo que buscan desesperadamente a horas intempestivas. Hablan de recetas de fertilidad y uno piensa en un bebé pero también hablan de salidas nocturnas, cacerías, linternas, redes… En fin. Que si tuviese que apostar apostaría que alguien quiere cazar un pokemon. Conocen a otra pareja que sí lo ha conseguido. Van a cenar a su casa. Y, bueno, bien, pero más allá de la historia o su resolución, está el misterio que, a fuerza de no revelarse, mantiene una tensión constante. Ahí su mérito. Otra vez.

Pájaros en la boca es el siguiente. En él una niña come pajaritos. Pajaritos, sí, pajaritos vivos. Se sienta en un sillón del que no se levanta ni para mear si no es para abrir la jaulita que su mami repone, diligentemente, para comerse, cual asilvestrado lindo gatito, un lindo pajarito con sus plumitas y sus huesecillos y su todo visceral y poner cara después de circunstancias, de ups qué he hecho no sé qué me pasa que no puedo controlarme. El tema, parece, es qué no haría un padre por una hija. ¿Querés pajaritos, nena?; pues comé pajaritos. Y así. Superdramático, todo.

El resto de relatos van en la misma línea. Algunos, como Perdiendo velocidad, La verdad acerca del futuro o El cavador no tienen especial interés, tal vez por su brevedad, al menos en el primer caso. En general no invitan a gran cosa. Otros se quedan en aprobado justito, y serán recordados tal vez dos días, tal vez tres. Venga, una semana; dos, si son ustedes de poco leer. Pienso, por ejemplo, en Matar a un perro, re-corte de noir con perro de fondo o Cabezas contra el asfalto, sobre un hombre que dibuja… pues eso, cabezas contra el asfalto para hacer caja y terapia al tiempo. 

Hacia un civilización alegre recuerda demasiado a Mujeres desesperadas (por aquello de gente abandonada en páramos desolados), pero en esta ocasión el misterio tiende a lo kafkiano. Comparten un acertado final que deja muy buen sabor de boca. Mismo caso (buen final, dosis justa de intriga) para Conservas, donde se deja para la frase final, pese a verse venir, el momento sonrisa del relato (al menos para el lector). Y, buscando parecidos, del estilo de Conservas es La medida de las cosas: en los dos el misterio reside en que la naturaleza invierte su ritmo natural. Por previsible, al montón.

Papa Noel duerme en casa, relato en el que la depresión tiene cierta importancia, no pasa de simplemente divertido. Puestos a elegir depresiones, me quedo con la situación que plantea Mi hermano Walter, un relato que trata el mismo asunto con más acierto al explotar toda la punta que se le puede sacar al efecto que produce una persona deprimida en el entorno familiar. Cuando Schweblin se pone en modo crítica social le salen unos relatos bastante cachondos; tal vez algo descafeinados, pero francamente divertidos. Léase, por ejemplo, La pesada maleta de Benavides (furibundo ataque al mundo del arte) para confirmar esta afirmación.

Y menciones especiales (es decir, relatos a la altura de los primeros) para La furia de las pestes (duro relato sobre el hambre) o Bajo tierra, donde la autora se adentra, yo creo que muy acertadamente, y sin abandonar en ningún momento el terreno de lo fantástico, en el terror más terrorífico. Sí, efectivamente: salen niños, hay tierra, ruidos. ¿Qué mas quieren?

En definitiva, relatos de extensión adecuada (a excepción de La pesada maleta… en el que a la amiga Schweblin se le va la mano innecesariamente) que destacan por una correcta dosificación de la intriga. Su forma de combinar el fantástico, con el terror, con lo social, con el humor (negro, casi siempre) -y pese a que muchos finales no están a la altura de las expectativas creadas- es probablemente la receta de su éxito y el motivo del exceso de salivación de tanto crítico amateur y tanto delincuente reconvertido en pirata digital. Eso y el nivelón que nos gastamos de un tiempo (s. XIX) a esta parte (s.XXI). Bueno, lo que sea: entretenido. 

miércoles, 23 de septiembre de 2015

‘Cuentos completos’ de E.L.Doctorow [Una reseña en dos tiempos]

Reseña en dos partes que, amén de poner en evidencia a quien esto escribe, muestra el sentido final de un blog y su verdadera utilidad. Está, por un lado, aquello que se escribe antes de empezar a hablar de un libro, antes de cogerlo para rescatar las notas; antes de releer fragmentos o directamente partes enteras. Y después está aquello que se despliega frente a uno según va escribiendo; al releer; al rescatar esas notas; al buscar explicaciones no pedidas; a la hora de observarlo todo, una vez más, desde el principio. Partiendo de cero. 


La reseña antes de la reseña

Hoy voy a ser un poco duro pero es que si no me paso de algo no me salen las cosas. Ténganlo en cuenta a la hora de tomar una decisión o antes de tomarme demasiado en serio.

Si no he dicho quinientas veces que no soporto reseñar relatos no lo he dicho ninguna. Cómo me gustará de poco que hace nada —unos días, cuando escribo esto— leí un librito de Harold Brodkey llamado Primer amor y otros pesares que me pareció sublime, casi, casi, perfecto o, si lo prefieren, inapreciablemente imperfecto, pero no tuve tiempo que dedicarle, en cierto modo, ni muchas ganas, en honor a la verdad, o siendo despiadadamente honesto, no tenía la menor idea de cómo podría convencerles de lo acertado de su lectura. Si se preguntasen en qué momento he pasado de vulgar (es un decir) reseñista a vendedor ambulante les diría que solo tendrían que leer ese libro para dar con la respuesta. Leer Primer amor y no dejarse el pellejo en recomendarlo (como se recomienda a Carver o a Salinger, para que se hagan una idea de por dónde van los tiros) es de un egoísmo hijoputil extremo, si me permiten la licencia.

Sé que no debería venir a cuento comentar esto de Brodkey en una reseña que debería pertenecer exclusivamente a Doctorow pero, amén de que Doctorow está (estaba, ya, si lo prefieren) más que acostumbrado a ser ninguneado o a ocupar un eterno discreto, elegante (y ya supongo que en modo alguno buscado) segundo plano, tiene esta lectura una importancia vital en mi valoración final del recopilatorio de Doctorow. Es lo de siempre: leer una pequeña maravilla (casi se me escapa Obra Maestra) reconfigura el punto de vista y ya tiene que hacerlo bien, Doctorow, para que la cosa sea remotamente parecida.

Lo que quiero decir con tanto circunloquio es que lamento profunda, profunda, profundamente, que los relatos de Doctorow, pese a mi entusiasmo cuasinfantil de hace unas semanas, no llegaran a gustarme todo lo esperaba o suponía, todo lo que daba por hecho antes de tiempo. Pero es que… coño, era Doctorow! Ragtime, Homer y Langley… Es decir, DOCTOROW.

Una última anotación, importante, en mi opinión: esta es la primera vez que se reúnen todos los relatos escritos por Doctorow a lo largo de su vida. Gallifante para Malpaso. No son muchos, los relatos. Las cosas como son: se nota que no era lo suyo. El caso es que el autor antes de morir se sentó a ordenarlos, a buscarles una disposición adecuada.

* * * * *

Dicho lo cual: ya estoy en disposición de confesar que no estoy ni remotamente dispuesto a escribir una reseña. Esta me la voy a saltar. Razones, pocas. Básicamente se resumen en una: tendría que volver a leerlo y no estoy dispuesto fundamentalmente porque el contenido es irregular. Aquí muchas veces somos de extremos (es verdad, lo confesamos), y no siempre del todo justos, pero, insisto: no siempre. Los relatos de Doctorow… muchos de los relatos de Doctorow, son francamente buenos… o francamente interesantes, o unos buenos y otros interesantes… y otros son francamente olvidables (cuando no ya directamente olvidados). Me temo. 



La reseña durante de la reseña

Willi. Aquí un ejemplo que contradice lo dicho en algún párrafo anterior, me pone en evidencia y rompe una lanza en mi cabeza. Leí Willi dos veces (¿o fueron tres?) La primera con prisas, sin prestar atención. Quería empezar el libro y quería hacerlo ya. Así me fue. La segunda me descubrió un magnífico relato lleno de matices que he embadurnado de subrayados. En él se dibuja el tormento de un joven de trece años incapaz de distinguir entre el odio y amor, con esa pasión que sólo se tiene a los trece años, vencido por el peso de un secreto que no puede soportar y una decisión que no se atreve a tomar: 

«Me habían puesto en una situación intolerable. Se me había concedido doble visión, de ésa que se produce después de un golpe brutal. Descubrí que no quería saber nada de mi madre dulce y considerada. Descubrí que no soportaba la delicada pedagogía de mi preceptor. ¿Cómo cabía esperar, en medio de ese aislamiento rural, que yo siguiera adelante? No tenía amigos, no se me permitía jugar con los hijos de los campesinos que trabajaban para nosotros. Sólo contaba con esa trinidad de madre, preceptor y padre, esta trinidad no precisamente santísima del engaño y la ignorancia que me había excomulgado de mi vida a los trece años». Relato sobre el paso a la madurez y la familia, un combinación explosiva.

El escritor de la familia es un relato en el que un hombre tiene la obligación de hacer feliz a una mujer a golpe de correspondencia o lo que es lo mismo: obrar el milagro de la mentira piadosa. Está en sus manos dar o quitar la vida, crear recuerdos donde no los hay, modelar un universo a placer. 

«Esa noche, en la mesa de la cocina, aparté mis deberes y redacté una carta. Intenté imaginar cómo habría respondido mi padre a su nueva vida. Él nunca había viajado al Oeste. Nunca había ido a ningún sitio. En su generación, el gran viaje era de la clase trabajadora a la clase profesional. Eso tampoco lo había conseguido. Pero adoraba Nueva York, la ciudad donde había nacido y vivido su vida, la ciudad donde siempre descubría cosas nuevas». 

Un delicioso relato que rinde homenaje al oficio del escritor, con todas sus bondades y todas sus maldades, y escupe sobre el infierno que es la familia. (Ya ven: familia, familia, familia) Tal vez por eso lo he disfrutado tanto. Aquí está el Doctorow que más me gusta: sutil, elegante a la par que discreto, divertido, inteligente… Cruel. Un relato que llega al lector tiempo después de haber sido leído y se queda ahí, en el recuerdo, haciendo cosquillas en el cerebelo.

En Jolene: una vida, Jolene, la protagonista, las pasa putísimas a lo largo de lo que parece toda una vida, total para descubrirse, a los veintipocos y habiendo acumulado una serie de catastróficas desdichas (acompañadas de breves instantes de felicidad) dignas del culebrón más cruel, en un estado que la sitúa permanentemente en la casilla de salida: 

«Y así es como cambia la vida, igual que azota el rayo: en un instante lo que era ya no es lo que es y te encuentras sentado en una roca al borde del desierto, con la esperanza de que pase un autobús y se compadezca de ti antes de que te encuentren allí muerta como un animal cualquiera atropellado en el asfalto».

A partir de Jolene, una vida, los relatos suben de categoría (sin pretender con esto desmerecer los mencionados anteriormente) y durante bastante tiempo Doctorow se transforma, una vez más y con matices, en un contador de historias excepcional. Lamentablemente el sincero interés con el que es leído, por ejemplo, Bebe Wilson (relato de una pareja, en la que no se sabe cuál está más loco, que huye por el país tras secuestrar un bebé, un bebé Wilson) se da de bruces con lo previsible de su desarrollo e incluso final. No es el único caso y de ahí la crítica. 

Una casa en la llanura hace más evidente, si cabe, la importancia que tiene la maternidad (familia, familia, familia) en los relatos de Doctorow (incluso a Jolene, tan joven, la obliga a pasar por el trance). En él un hijo es obligado a fingir que no es tal cosa, así como aceptar que otros sí lo son. A pesar de esto no pierde la mirada, no siempre infantil, de un hijo que venera a su madre: 

«Ella ve las cosas antes de que las vean los demás. Tiene planes que se extienden en todas las direcciones del universo, la suya no es una mente a piñón fijo, la de mi tía Dora. Me ilusioné con sus designios para mí, como si los hubiera concebido yo mismo. Quizá los había concebido yo mismo en secreto, pero ella había desentrañado ese secreto y ahora daba su beneplácito, porque, desde luego, a mí me gustaba Winifred Czerwinska, cuyos labios sabían a pastas horneadas y que gozaba muchísimo cuando me la follaba». 

Walter John Harmon o Niño, muerto, en la rosaleda son dos relatos que, pese a corrección e interés no dejan a Doctorow en la mejor de las situaciones. Sí, de acuerdo, gran contador de historias, hombre ameno donde los haya pero… Pero. Una vez más, demasiado previsible. En un caso una investigación con fuertes implicaciones políticas (setecientas películas hemos visto ya, exactamente iguales) y en el otro una exploración en primera persona del peligro de las sectas no son precisamente lo que uno esperaba encontrarse. Leídos y, aunque no olvidados, tampoco sobrevalorados.

* * * * * *

Y podríamos seguir, pero también podríamos no hacerlo y ahorrarnos, así, por un lado el esfuerzo de escribir y por otro el de obligarle a usted, amigo lector que no venía preparado para esto, a leer un post indecentemente extenso.

Podríamos hablar de otros relatos (Wakefield, por ejemplo, en el que un hombre demuestra una especial habilidad en abandonar a su mujer o la más bien novela corta que cierra el recopilatorio) pero no vamos a hacerlo. Y no lo haremos básicamente porque no serviría de nada. A Doctorow hay que leerlo porque hay que leer a Doctorow. Punto. Es lectura obligatoria para todo aquel que aprecie la buena literatura. De lo poco que he leído de Doctorow esto es lo que menos me ha gustado pero teniendo en cuenta que se trata de relatos (genero que, como norma, odio) creo que estoy en disposición de afirmar sin temor a exagerar que sale, en líneas generales, muy bien librado. Mejor que bien, diría. No son muchos los libros de relatos que he completado/terminado a lo largo de mi vida (generalmente son miserablemente abandonados en algún momento, recuperados, reducidos); este es , pese a la antes mencionada irregularidad, uno de ellos.

Aquellos que deseen acercarse al autor sin enfangarse en tramas demasiado elaboradas (vagos y maleantes, fundamentalmente), esta es su oportunidad. Oportunidad que yo no dejaría pasar. Oportunidad, de hecho, que no dejé pasar. 



viernes, 18 de septiembre de 2015

‘Ve y pon un centinela’ de Harper Lee

«Eres un cobarde, además de un esnob y un tirano, Atticus. Cuando hablabas de justicia olvidabas decir que la justicia es algo que no tiene nada que ver con las personas». Scout, a papi.

Lo siento, pero no me creo que esta fuese aquella novela que Harper Lee aseguraba guardar celosamente en un cajón. Ya saben: cuenta la historia que Harper Lee escribió una novela que no pudo colocar porque a ningún editor le gustó. Se habla de diez, pero bien podrían haber sido cien, los editores que dijeron nanai, yo por esto no paso. Sus razones tendrían (lo siguiente debería ser un documental o libro de entrevistas sobre este particular). El caso es que malo sería pero algo tendría que le dijeron que tirase por ahí, que rascase un poquito, lo que dio como resultado el archiconocido Matar a un ruiseñor que es una novela absolutamente genial que, más que tratar sobre el racismo, trata sobre el paso del tiempo, que es una cosa que nunca pasa de moda.

Recordemos: en la novela un blanco “bueno” defiende a un negro “malo”, básicamente. Esto no hace mucha gracia en el microcosmos por el que se mueven los personajes, una pequeña población retrógrada y racista, pero sirve a la protagonista, Scout, una niña lista como un ajo e hija del leguleyo, para aprender algunas cosas de la vida, tipo no ser una hija de puta y tal.

Lo que importa: Matar un ruiseñor: taquilla que toca, taquilla que revienta.

Entonces nos dicen: ¡hemos encontrado la novela de Harper Lee! (perdón, no lo dije: la habían perdido). Recuperamos la ilusión, somos felices, inocentes, ingenuos. La emoción de volver a saber de Atticus, tan bueno y tan dulce todo él, y la de recuperar o resucitar, al Gregory Peck, que mira que era guapo ese chico. Porque conviene tener esto claro: no sé qué sería de Atticus sin Peck, ese ingrediente que potencia el sabor. Seguramente poco más que nada. 

Pues bien, en la presecuela (uno no sabe cómo llamara esta cosa) la niña linda, ahora de taitantos, vuelve al hogar a pasar unos días. Allí se encontrará con su pretendiente, abogado, también, como papi, y con su tía, clásica arpía de las películas de Bette Davis que vive entregada en cuerpo y alma al cuidado del buen hermano. Y San Papá, claro, es decir, Atticus Finch, mi padre, mi héroe.

Ya todos los sabrán pero en Ve y pon un centinela Atticus es un jodido racista de mierda. Eso sí que es un palo y no lo de Moisés. Nos metemos en nuestro papel y primero no nos lo creemos y segundo nos rasgamos las vestiduras, juramos en arameo y planeamos una decapitación a señora mayor por pecado imperdonable. Nos salimos tanto de madre que ya da igual que hayamos o no leído el libro: directamente lo devolvemos o fantaseamos con la idea de meterlo por lugares estrechos y oscuros. Da igual que sea bueno o malo, que la portada o la calidad del papel dejen tanto que desear. Nada de eso importa. Lo que sí importa es que nos han querido hacer trizas un ideal de metro noventa.

«Había sucedido todo tan deprisa que aún tenía el estómago revuelto. Dio un profundo suspiro para calmarlo, pero no se estaba quieto. Sintió que regresaban las náuseas y bajó la cabeza. Por más que lo intentaba no podía pensar. Solo sabía una cosa y era esta: el único ser humano en el que había confiado absolutamente, con toda su alma, le había fallado. El único hombre que había conocido al que podía señalar y decir con pleno conocimiento de causa: «Es un caballero. Es un caballero de corazón» la había traicionado, públicamente, groseramente y sin pudor alguno».

La novela, las cosas como son, no es una buena novela (que es otra forma de decir que es más mala que el hambre). Pero no es mala porque Atticus ahora sea malo (racismo caca), al fin y al cabo uno puede cambiar de parecer (hay tanta izquierda de derechas) o hacer evidentes opiniones que hasta entonces había mantenido ocultas por, no sé, lo que sea, como que una niña no podría entenderlo o algo. 

«¿Qué desgracia era aquella que había caído sobre las personas a las que amaba? ¿La veía acaso en toda su crudeza porque había estado lejos? ¿Había ido filtrándose poco a poco, a lo largo de los años, hasta ahora, o lo había tenido siempre delante de las narices y no lo había visto? No, eso no. ¿Qué era lo que hacía que un hombre corriente gritara inmundicias a pleno pulmón? ¿Qué hacía encallecerse a personas que eran como ella hasta el punto de decir nigger cuando antes aquella palabra nunca había salido de sus labios?»

Atticus está perdonado, si quiere, pese a dar tanto asco (ahora) pero la novela es mala porque la novela es aburrida y porque más allá de mostrar un Atticus racista no muestra nada. En Matar un ruiseñor una niña se hace mujer. En Ve y pon un centinela una mujer entrevista a familiares y pasea con su novio a la luz de la luna. Y uno se aburre tanto, pero tanto tanto tanto, durante la primera mitad que cuesta imaginar una razón para pasar de la página cien a la ciento una que no sea ver a Atticus confesar lo inconfesable. Resulta insoportable ese ir y venir de vieja de ochenta a los treinta; ese hundirse en el tedio durante demasiado tiempo con historias que, una vez terminado el libro, descubrimos que no aportan absolutamente nada a la historia que cuatro listos nos han querido vender.

No es una novela sobre el racismo; es una novela sobre un racista. Es una precuela que sólo funciona como secuela. Es oportunismo puro y duro. Es: Mire, Harper, el cinco por ciento de dos millones de ejemplares vendidos son muchos dólares. Ya, pero mi reputación… la posteridad…, responde ella aterrada. Señora, no joda, —aquí editor sin escrúpulos haciendo de las suyas— lo suyo no es normal: lo que no disfrute ahora se lo comerán los gusanos. Y… tiene usted razón; dele.

Desde la epifanía (Scout descubriendo el Gran Mal por culpa de un libro que se encuentra por ahí) toda la novela es ella, que ahora tiene nombre de mujer, lamentando profundamente su mala suerte y llorando amargamente lágrimas de ingenuidad por las esquinas…

«Ciega, eso es lo que estoy. Nunca he abierto los ojos. Nunca se me ha ocurrido mirar en el corazón de la gente, siempre he mirado solamente sus caras. Ciega como una piedra... Y el señor Stone... El señor Stone puso ayer en la iglesia un centinela. Debería haberme dado también uno a mí. […] Necesito un centinela que dé un paso adelante y proclame ante todos ellos que veintiséis años es mucho tiempo para gastarle una broma a una, por muy graciosa que sea».

… mientras se entrevista con uno y otra tratando de entender qué demonios ocurre, qué era aquello que pasó por alto y cómo no supo verlo a tiempo:

«Tú no te das cuenta de lo que está pasando. Hemos sido buenos con ellos, hemos pagado sus deudas y les hemos dado dinero para pagar la fianza y sacarlos de la cárcel desde que el mundo es mundo, les hemos dado trabajo cuando no lo había, les hemos animado a mejorar, los hemos civilizado, pero querida mía... esa capa de civilización es tan fina que un puñado de negros yanquis pagados de sí mismos puede echar por tierra el progreso de cien años en cinco...».

El combate final, directamente con Atticus (una razón más para creer que esta novela tiene menos de rescate de lo que se dice por ahí) pone los puntos sobre las íes y descarta toda posibilidad de malentendido: Atticus es racista. Punto. Mira que bien te la he jugado, pollo.

«— ¿Quieres que haya negros a montones en nuestras escuelas, en nuestras iglesias y nuestros cines? ¿Los quieres en nuestro mundo?
—Son personas, ¿no? Estuvimos muy dispuestos a importarlos cuando nos hacían ganar dinero.
—¿Quieres que tus hijos vayan a una escuela que haya bajado el nivel para integrar a niños negros?»



miércoles, 16 de septiembre de 2015

Quinto aniversario LMdT

Todo cansa. Todo aburre. Todo acaba. Este blog, también.

Pero no será hoy, ni mañana, ni este mes.

O sí. No, probablemente no. Bueno, no sé.

Verán, el señor de este blog es un tipo caprichoso que lleva ya un par (y quien dice un par dice un par de pares) de meses con una idea fija en la cabeza: dejarlo, tal vez por un tiempo, tal vez para siempre. Tal vez no. Hay tanto que leer y es tan poco el tiempo libre y son tan pocas las ganas de perderlo escribiendo… Pero al mismo tiempo…

Cinco años son muchos años y, claro, cunde el desánimo.

Este blog nació con un único propósito que se ha ido manteniendo con el tiempo. A lo largo de los cinco años otras intenciones, mejores o peores (alguna incluso seria) se han ido sumando y se han ido restando pero la realidad, transcurrido este tiempo, se impone y a día de hoy, a día de ahora, aquella pequeña y humilde intención original es, junto con la adicción pura y dura, casi la única que se mantiene: a saber: ser un aliciente para no abandonar el hábito de la lectura. Un lujo, en los tiempos que corren, tan visuales ellos.

Al fin y al cabo, ¿para qué otra cosa sirve un blog?

En mi nada humilde opinión y empezando por este y acabando por el que ustedes elijan, no sirven para gran cosa que no sea alimentar el ego del autor. Porque, vamos a ver, salvo contadas excepciones ¿qué cantidad de potenciales lectores creen que puede conseguir una buena reseña de un libro de, pongamos, Menganito toda vez que Menganito se demostrará un escritor que difícilmente ganará nuevos lectores? ¿Uno, dos, cinco? ¿Estamos tontos o qué? Un blog personal es un completo desconocido (las más de las veces) dando su opinión. Punto. Este es su valor: el esfuerzo de media hora tecleando —y escuchando a Sinatra o el aleteo de los murciélagos en el jardín— y la bendita credulidad ajena. Ese o el que cada uno quiera darle. Las editoriales los/nos utilizan para darse publicidad (gratuita, unas veces, pero no siempre), para hacerse eco de alguna novedad, ocasión que los blogeros aprovechan para empalmarse con la referencia a su minimizada entidad. 

El editor (me resisto a creer lo contrario pese a la falta de datos) tiene que ser, por fuerza, un tipo lo bastante listo como para saber que en el fondo todo esto no sirve de gran cosa mientras el blogero se cree la mano de Dios la mitad de las veces por culpa de la importancia que le dan según quienes (el autor, por ejemplo, personaje al que no haremos hoy, aquí, ni caso, pues vive en el universo de los flauberts reencarnados y toda su ansia es ver a su niño retratado por las esquinas, llorando si no se da el caso: qué ha hecho usted con mi libro, señor bloguero, que no lo ha comentado, que lo ha condenado, qué puedo decir yo, como si algo de esto tuviese maldita importancia) (1). 

No voy a restarle valor, tampoco, al esfuerzo de tan insignes articulistas de la blogosfera, pues sé por propia experiencia que una buena reseña tiene, puntualmente, además del habitual “efecto eco” un “efecto compra” vanidosamente satisfactorio, pero eso (y aquí entro ya en lo personal) probablemente tenga una relación directa con la maldita costumbre de este santo blog de evidenciar la basura poniendo a parir tanto libro. A este respecto, simplemente comentar que me consta que hay muchos que creen que este malismo es sólo una pose, una estrategia para conseguir visitas. No se equivoquen, maldito si hacen falta posturitas: cuando quiera sangre, tendré sangre. Será por reses. 

Pero es verdad, reconozcámoslo, cuando se empieza en este, digamos, negocio, pelea uno por las visitas como si fueran a quitarlo de pobre: cien visitas, doscientas, trescientas. Quinientas visitas. Mil. Durante los primeros meses se refresca compulsivamente la pantalla de estadísticas del blog. Lo sé porque lo he vivido y porque lo han vivido otros, lo han compartido con mi bendita persona y nos hemos avergonzado juntos. Pero, realmente ¿cuándo podemos decir tengo muchas visitas sin mentir descaradamente? ¿Cuántas dirían ustedes que son demasiadas? Dejen, yo se lo digo: tres (sobre todo si tenemos en cuenta la cantidad de gente que lee en este desvergonzado país). Deberíamos tenerlo claro. Uno empieza un blog creyendo que es escribe para sí mismo, para dar salida a lo suyo y entonces el blog crece (o no, que los hay que mueren) y un buen día llega a las cien visitas, a las trescientas, a las dos mil y ya de repente uno es tan gilipollas que piensa que por menos del millar ya no vale la pena escribir, que es indecente no llegar a los cien comentarios en cada post cuando (y esta es otra) es de sentido común que a más comentarios menos tiempo que dedicar a lo que se supone que se dedica uno, a no ser, claro, que lo que uno quiera es dedicarse a otra cosa completamente diferente tipo ganarse la vida (escribir un libro, publicitar sus tristes poemarios, hacerse un hueco en alguna revistilla digital sin porno en la publicidad) o unos eurillos con Amazon, cosa que parece legítima (si uno va de hombre anuncio por la vida qué menos que llevarse su parte).

No es mi caso. Aquí no hay ánimo de lucro. No quiero escribir un libro (de esto se me acusa periódicamente), no siento el menor interés por unir dos frases fuera de este reducido espacio. Tampoco quiero montar una editorial ni hablar bien de sus libros, de todos sus libros, medrar a golpe de elogio, hacerme un hueco en la industria, ser la reina de la [auto]edición. No quiero congresos ni presentaciones ni columnas semanales. No, al menos, hoy, ni mañana, creo, ni el mes que viene. A mí lo que me gusta, cojona, es leer y dar, siempre, un fuerte golpe en la mesa ya sea para bien o para mal y me gustan los libros que invitan a eso, al golpe en la mesa, y me aterran los libros que invitan al desaliento y la indiferencia, libros que ya nacen desactivados, libros que, me temo, son mayoría aplastante en el desolador panorama de los últimos años. Absténganse, pues, conformistas.



lunes, 14 de septiembre de 2015

‘Con el sol en la boca’ de Matías Néspolo

Con el sol en la boca pertenece a la categoría de novelas que, sin ser en modo alguna malas (conviene tener esto en cuenta), tienden a caer en el olvido de la segunda semana. No son de las que se quedan, que obsesionan; son de las que un día están y otro se van y, si acaso, vuelven en forma de mueca y sonrisa tiempo después. Son esas novelas que podríamos calificar de inofensivas; novelas que, sin caer en el raquitismo, no están a la altura de aquellas, tantas, grandes. Todavía hay clases. No es un problema de talento; es una cuestión de equilibrio. Para que unas obras destaquen, para que unos pocos puedan reinar, ha de haber muchas obras obreras (inevitable el paralelismo con el reino animal), algunas con querencia a la insignificancia y otras directamente insignificantes —cadáveres sobre los que se sostiene el mundo literario— que perpetúen el status y ese burbuja editorial que no revienta por más que la pinchas. Con el sol en la boca no es modo alguno obrera, pero tampoco reina

Pero vayamos a lo concreto. En ella un grupo de universitarios argentinos, hartos, desencantados, juegan a buscar una salida. Entre los inconformistas surge la idea de huir a Brasil, montar un chiringuito y darse a la buena vida, si total al final tanta cultura y tanta hostia parecen no llevar a ninguna parte. Uno de ellos, el Tano Castiglione, da un paso al frente y hace algo más que hablar: llama a su hermano (¡valiente!) para pedirle plata pero años de desinterés pasan factura: tal hermano no tiene un chavo ni ganas de gastarlo en semejante imbécil toda vez que hace años que no sabe de él. Queda papá. El Tano visita a papá que asegura estar más seco que una mojama. Aprovechando el sueño ajeno, se lleva, a modo de herencia anticipada, un coche destartalado que hace las veces de gallinero y un cuadro que en su familia siempre se tuvo por algo de valor pero que en realidad oculta un secreto que vale su peso en oro. Fin de la premisa y fin de la primera parte. El resto de la novela es coral: diversos personajes que a lo largo de la primera parte han tendido cierto protagonismo (el hermano, un amigo, su novia, su amante…) toman la palabra y dan forma a la historia que fue y a la que ha dado lugar. 

Y aquí es cuando surge, inevitablemente la palabra puzle, que de todas las palabras que describen una novela es que más arcadas me ha producido siempre, no porque no crea que una novela no pueda ser un puzle sino porque tal idea sirve de excusa demasiadas veces para ocultar algún tipo de carencia o para dar a la estructura de la novela un valor que ni tiene ni merece, ni está ni se le espera. Pese a que me lo pide el cuerpo, no quiero generalizar.

El hecho de que una novela esté diseñada como un puzle, esto es, el hecho de que la imagen resultante se vaya formando gracias a las diversas aportaciones, no quiere decir que sea mejor, ni que el escritor sea más listo, ni que el lector necesite un coeficiente intelectual mínimo para acabar de pillar el chiste. 

Esto lo digo porque, ay, hay por ahí quien habla de esfuerzo cuando se refiere a esta novela. Esfuerzo, nada menos. “Estimulante novela que exige un esfuerzo al lector” o lo que es casi peor: “Novela destinada al lector exigente”. El esfuerzo de leer a cuatro o cinco narradores, ese esfuerzo. Amos, por favor, no me jodas. Esfuerzo es otra cosa. Esta novela es un fluir comparada con otras muchas. Otra cosa, ya, que no te esperes según qué o que te haga gracia descubrir que éste no sea tan gilipollas como lo pintan, o que el tirado de la película oculte un pasado de espías y traiciones o que la nena te quiera más de lo que parecía. De acuerdo, ¿y? Qué tendrá que ver eso con la dificultad, me pregunto y qué tendrá que ver la dificultad con la calidad, me repregunto.

Nada, efectivamente. 

En mi humilde opinión, la de Néspolo es una historia que, partiendo de una premisa un tanto aburrida (obviaré las promesas de la contra, sean o no verdad, porque las promesas de las contras, sean o no verdad, promesas son y nada más) y un estilo irritante (ese continuo llevar al extremo la frase corta) logra remontar en la segunda parte cuando las acciones del Tano tienen consecuencias imprevistas que nos vamos a callar por una cuestión de respeto pero que tienen que ver con pasados oscuros de dictaduras y sus excesos, que es una cosa que pierde atractivo a marchas forzadas y que a pocos lleva ya a la librería pero que Néspolo, jugando a los detectives sin licencia, resuelve con notable acierto al cargar la tinta de interés.

En contra, el estilo de la primera parte, un exceso se mire por como se mire y la razón por la tarde tantísimo en leer esta novela. 

«Mastica hielo. Fría la lengua, no la usa. Los dedos sí, en pinza. Sostienen el caramelo que brilla al sol y no sabe a nada. O a cloro, más bien. Con un ligero regusto metálico, porque son de agua corriente. Los hielitos. En Capital el agua no es como la de pozo. Dulce en boca. Y no hay manera de hartarse. Como la del molino del viejo... Tiempo que no la prueba. Pero eso no se olvida».

Superado el exhibicionismo de las primeras páginas la prosa se relaja aunque sin llegar a la normalidad (entendiendo esta como esa escritura de manual, algo que ni nos parece bien ni nos parece mal sino todo lo contrario siempre y cuando esté respaldada por algo más que ella misma). La segunda parte, formada por monólogos en primera persona, son también para muchos motivo de orgullo y satisfacción al identificar en cada personaje un estilo y en cada estilo un Néspolo experto en juegos malabares. Será para menos (es para menos) porque aunque sí es verdad que los diferentes niveles de coloquialismo hacen pensar que estamos frente a narradores diferentes, hay en todos ellos una lucidez que no es del todo normal y que lleva a pensar que el exceso de celo puede perfectamente llevar al traste las mejores intenciones:

«Te felicito, Tanito, ganaste. Qué querés que te diga. Vos pasaste al acto sin quedarte en el discurso y mandaste todo a la mierda; yo arrugué. Me importa un carajo lo que pensés, porque yo salgo ganando igual. Ahora traigo las alforjas llenas de experiencia vital y eso es lo que cuenta. Tengo el carbón del pensamiento genuino, con el que arde la filosofía de creación». (Uno)
«Un miedo amorfo, sin coordenadas, horarios ni protocolos y mucho menos sin rostro, que al replegarse como tortugas en su caparazón en esa suerte de larga hibernación de Villa del Parque, no hizo más que crecer y reproducirse a sí mismo por fuera y por dentro, en la vigilia y el sueño, en el silencio y la detonación». (Otro)
«Las aventuras de Maggie se orientaban de manera explícita a desenmascarar en dosis hilarantes el absurdo o el sinsentido soterrado en las relaciones sociales, económicas y afectivas que regulan la colmena humana». (Otro más)

Y, bueno, no mucho más. Lo dicho: correcta, inofensiva, puede que del montón, sí, pero del montón que se puede leer, que se lee, que te gana, que invita a leer más. Que ya no está mal.



lunes, 7 de septiembre de 2015

‘Los viernes en Enrico´s’ de Don Carpenter

No lo he leído todo, claro, ni por asomo, pero de los libros que he empezado y terminado (fundamental, esto último) Los viernes en Enrico´s es lo mejor que se ha publicado en 2015. Y yo nunca me equivoco. Magnífica, magnífica magnífica novela que no me cansaré de recomendar. Llegarán a odiarme. Carpenter en el corazón para siempre. Lo dije en otra ocasión y lo dije muy en serio: siempre se suicida el escritor equivocado. Se me ocurren no menos de 17 escritores de reconocido prestigio (ja) que merecían morir (digamos figuradamente, si eso les hace sentir menos culpables) mucho más, pero mucho mucho más, que el bueno de Carpenter, que al fin y al cabo ha escrito una novela que es como una patada en la boca a tanto engreído, tanto innovador y tanto resucitador de las letras. 

Nota: mientras escribo esto ando enfangado en la lectura de la también soberbia Dura la lluvia que cae, lo que me lleva a preguntarme una y otra vez y otra y otra puta vez qué pasa que no está Carpenter más traducido en nuestro país; dónde demonios esta A couple of comedians, por ejemplo, novela considerada —aseguran desde Sexto Piso— por Norman Mailer como la mejor novela jamás escrita sobre Hollywood. Carpenter hablando de Hollywood tiene que ser LO MÁS.

Tanta editorial y tanta leche y todas mirando para no sé dónde y vendiendo motos y más motos. Tanto listo haciendo el tonto. Bonita desgracia la nuestra.

* * * * *

Y ahora viene la parte difícil porque lo cierto es que no tengo del todo claro cuáles son las razones por las que me ha gustado tanto esta novela. Por contarles algo del argumento —y no dejar esta recomendación en un vulgar acto de fe— les diré que trata sobre escritores que escriben o que no escriben pero que igualmente se tienen por tales allá por los años cincuenta. Está el escritor de raza, aquel que (cree que) tiene algo que contar, algo que viene de su propio pasado (su participación en la guerra de Corea, en este caso), un escritor prometedor, becado y aleccionador que dedicará una gran parte de su vida a redactar una obra monumental que parecerá no tener fin (personaje que recuerda a aquel de Chicos Prodigiosos (interpretado en la película por Michael Douglas) inspirado a su vez en el propio autor, Michael Chabon). Estará también su mujer que, acomplejada por la mastodóntica imagen que se ha formado de su marido, dejará la escritura para darse a la maternidad y la bebida y terminar reciclándose años más tarde como escritora mediocre de relativo éxito obsesionada con dar el salto a Hollywood, una ciudad que, irónicamente, es, para la mayoría de los escritores de esta novela, señal de éxito, como si tamaña perversión fuese posible.

«—Es mucho mejor que el primero —dijo con pedantería—. Tiene pasajes de emoción verdadera. Es un trabajo excelente.
— ¿De verdad te gusta? —Se le llenaron los ojos de lágrimas.
Charlie tuvo que ver el efecto que estaban teniendo sus payasadas, porque dejó el manuscrito sobre la mesa del comedor y se acercó a ella para abrazarla y consolarla por haber escrito un libro que era una pérdida de tiempo».

Otras figuras son el clásico escritor que ha publicado un cuentito en una revista de reconocido prestigio y que sólo por eso ya cree ser el puto amo. Se ve que la tontería de hoy viene de ayer. El caso es que el tipo se bloquea porque en el fondo aquello había sido una mezcla de suerte y casualidad. Pasará la novela en caída libre y sin frenos demostrando una vez más que sí, que el tiempo pone a cada uno en su sitio y qué bien que así sea.

«Playboy no va a comprar una historia acerca de un tipo que está obsesionado con el sonido de su propia sangre. Probablemente ni siquiera saben de qué estás hablando.
Kenny pensó que la escritura era realmente extraña. Podías escribir y escribir y no saber nunca qué diablos estabas haciendo. El no había escrito una historia sobre un hombre obsesionado con el sonido de su propia sangre. Había escrito sobre lo fascinante que era escuchar tu propia sangre.
— ¿Por qué no escribes para niños? —preguntó Charlie.
Y así cambió la vida de Kenny».

El cuarto en discordia es un golfillo que, aprendiz de aquel genio de las letras que citamos en primer lugar, tiene la suerte de colarse en Hollywood no sabe uno muy bien cómo, publicando novelitas pulp de considerable éxito inspiradas en su propia experiencia carcelaria.

En definitiva, una fauna.

Pero la novela no es buena por representar una realidad más o menos variada, reconocible o intemporal (que, bueno, también) sino por la forma en que se dibuja esa realidad. Carpenter, ajeno a todo artificio, rechaza de plano andarse por las ramas o montar complejos artefactos alegóricos, porque a diferencia de otros muchos escritores que juegan a serlo, él sí tiene algo que contar (esto parece una estupidez, pero no lo es tanto) y lo cuenta: y lo hace con sencillez, con honestidad, con respeto, sin juegos de luces que sabe del todo innecesarios.

Y funciona. Perfectamente.

En Los viernes en Enrico´s, —novela que, aprovecho para comentar, no da un respiro ni tiene un triste momento que pueda ser tachado de aburrido— cumple una función: sirve para poner las cartas sobre la mesa y también para poner en evidencia la cuestión del talento, esa cosa tan discutible de la que todo el mundo presume y de la que casi todos carecen. No hace mucho un escritor hacía público en las redes su triste consuelo: Cervantes, Góngora y Quevedo pensaban que vivían en una época de mierda y resulta que era el siglo de Oro. Claro, la culpa es de los demás, que no saben apreciar nuestra labor, pero el tiempo nos hará grandes. No, querido, la historia os enterrará en cal viva como ha enterrado a tantos y tantos que pese a vivir en la edad de oro, nunca fueron nadie y nunca pasaron de la mediocridad. A esos infelices va dedicada esta novela de Carpenter a quien parece que se le olvidó incluir un quinto personaje: el escritor llorón. 

A veces, de verdad, no veo qué tiene que ver con la literatura esa idea romántica que tienen algunos de vivir del cuento.

«Conduciendo por Divisadero, Jaime negó con la cabeza. Los pensamientos paranoicos no dejaban de acosarla. Que Charlie no era el que obviamente era. Que ella no era digna de su éxito. De todos modos, no era éxito, sino un golpe de suerte, y más le valía que se preparara para que su segunda novela fuera tratada como se trataban las primeras novelas de la mayoría: sin reseñas, sin dinero, sin una gran edición en bolsillo o ventas al cine, etcétera. Se había preparado para que ese libro cayera en el olvido. Los críticos la tomaban contigo cuando a su juicio tu primer libro había recibido demasiada atención».

Carpenter no es, como dicen por ahí, un escritor de o para escritores. Carpenter es un escritor (brillante, eso sí) y punto. Todo lo demás es envidia cochina y ganas de salir en la foto.

Editores, tomen nota: queremos más Carpenter. Y lo queremos YA.



miércoles, 2 de septiembre de 2015

“Los ojos de los peces” de Rubén Abella











El ocho de septiembre hará dos años que publiqué por primera vez el siguiente post. Hasta hace poco aparecía en la columna de la derecha, esa en la que se relacionan los artículos más visitados del blog. La razón de su desaparición fue (es) sencilla: fue denunciado (por segunda vez) por vulnerar no sé qué derecho de propiedad intelectual. (Intelectual, nada menos, como si la inteligencia pudiese guardar relación con este libro.) La primera vez no dije nada: con la elegancia que me caracteriza edité y eliminé las citas y lo restauré en su fecha original para no molestar a nadie y que nadie se fuese a molestar. Meses más tarde me arrepentí y volví a dejar las citas tal cual estaban. De ahí la nueva denuncia, supongo. De modo que aquí estamos, otra vez, ni indignados ni sorprendidos, editando un post que ya nadie visitaba y a nadie interesaba. En esta ocasión, y por aquello de no pecar otra vez de lo mismo, lo publicaré como novedad. Que no se diga que no pongo de mi parte.
Si alguien, quien sea, se avergüenza de lo que ha escrito (Rubén Abella), editado (Fernando Valls) o publicado (Menoscuarto), puede estar tranquilo: he vuelto a eliminar las citas. Eso sí, por no dejar cojo el post, en esta ocasión las he sustituido por breves resúmenes comentados. No será aquí donde se ponga nuevamente en evidencia a este selecto grupo de profesionales: a tan insigne editorial, a tan insigne editor y a tan brillante escritor.

* * * * * * 

Leo este libro por leer algo de la editorial Menoscuarto antes de morir. En mi biblioteca habitual esto era lo más reciente que tenían de ellos. Maldita la hora. Pero seguro que ha sido mala suerte. Seguro que Menoscuarto está repleto de obras magníficas. Estoy convencido de que Fernando Valls, el responsable de este desastre, es un hombre más que capaz de encontrar, entre los escombros de la literatura breve, escritores hechos y derechos que puedan darle al microrrelato un poco más del prestigio que merece. Los ojos de los peces no es un buen ejemplo. De hecho es, de todos los ejemplos posibles, seguramente el peor.

(La cita que ocupaba este espacio y que ha sido eliminada para no herir sensibilidades, contenía un microrrelato completo que hablaba de un hombre que, en el desvarío de la anestesia, cantaba la ubicación de un maletín con un millón de euros en billetes de cien. El cirujano, el anestesista y la enfermera se pusieron fácilmente de acuerdo: al salir de quirófano informarían de la muerte accidental del paciente.
Esto… este microrrelato es perfecto para poner en evidencia el sistema médico medicinal. No salgan de casa sin él.
)

La tentación de llenar esto de citas es grande porque así la reseña se escribiría sola. Rubén Abella es perfectamente capaz de descalificarse él solito. Me conformaré con ir dejando caer una por aquí y otra por allá para que se vayan haciendo una imagen mental de lo quiero decir. (NOTA: las citas son de microcuentos completos; aquí no hay trucos, nada de elegir fragmentos para sacar la cosa de contexto o de quicio o de donde crean algunos que sacamos las cosas en este blog.)

Entrando en materia

Los microrrelatos de este recopilatorio son una sucesión de chistes sin gracia y reflexiones más propias de un estudiante de segundo de la ESO con mucho tiempo libre que de un señor de cuarenta y tantos a quien se le suponen mejores cosas que hacer. Que digo yo si no tendrá Abella algo que pintar en casa, algún mueble que barnizar, alguna puerta que lijar, alguna mujer que tomar. El cine también es una buena opción si no tienes mesa de trabajo o atributos físicos destacables. Hay muchísimas cosas que hacer. Muchísimas. Honestamente, no sé quien le ha dicho a este señor que lo suyo es la nanoliteratura. Si ha sido Fernando Valls entonces Fernando Valls merece muerte por lapidación. O dejarlo a secar como un pimiento en un campo minado de aforismos. Y desde luego esterilizarlo. Bromeo, claro. Claro. 

Pero hablábamos del libro.

En la portada de Los ojos de los peces aparecen unos pescados. No sé si esto quiere decir algo, seguramente sí, pero a mí personalmente se me escapa el chiste y mira que yo para estas cosas tengo buen oído. De la totalidad del libro esto es lo que más me ha dado que pensar. Imagínense el resto. O, mejor, no se lo imaginen, que ya se lo resumo yo: 

En Los ojos de los peces se reflejan, dicen otros reseñistas, grandes cuestiones concentradas en pequeños instantes, como si de un famoso bombón se tratara. Ojear estos ojos de pez, dice Fernando Conde para ABC, es meter los dedos en el enchufe de la buena literatura. Uno esperaba, quizá porque acababa de leer a Lydia Davis, fogonazos de ingenio y humor a raudales y aún sabiendo que era mucho esperar lo que desde luego no esperaba era darse de bruces con la cruda realidad de no encontrarse nada más que — déjenme insistir en este punto— reflexiones de preescolar en relatos protagonizados por personajes que las más de las veces parecen deficientes mentales. [Y sigo poniendo poniendo ejemplo para que mi digan si estoy loco o qué]. Aquí un ejemplo:

(Esta cita, eliminada, también, por amor al prójimo, hablaba de un hombre que trabaja mucho, pero mucho mucho para poder pagar la hipoteca. Es un hombre que, a pesar de no ver a su familia y tener con su pareja una relación casual, se siente orgulloso de poder decir que es dueño del techo bajo el que duerme. El mensaje es claro: mais samba e menos traballar.)


A esto hay que añadirle el típico suicida y un señor que pasa a su lado y unas veces lo empuja y otras no y otras qué sé yo, que debe ser la reflexión en torno al egoísmo o el mal humor o la gente que se suicida y la que no lo hace. Un niño que pinta un dibujo en la pared y hasta que se descubre el pastel hay quien ve en el muro a Basquiat redivivo, vendría a ser la reflexión en torno al arte, como si no hubiera ya suficientes. Un señor que afirma que sólo es él mismo en carnaval, sería sobre la identidad. Un hijo que le dice a su padre que todo va bien cuando en realidad vive en la indigencia, supongo trata del orgullo o la vergüenza o, ya puestos, la crisis. Y un demasiado largo etcétera. Estamos en lo de siempre: si vamos a reducir el microrrelato a una chispa ingeniosa unas veces, vergonzante otras, tratemos al menos de hacer menos evidentes nuestras carencias.

Gracias a que me he leído todo el libro puedo imaginarme perfectamente a Rubén partiéndose de risa con la elección de los nombres (Crisóstomo, Virgilio, Melquiades, Dante, Zenón…) y creyendo que esto es una demostración más de su ingenio, esa cosa que, si nadie pone remedio, se desarrolla como un tumor. El ingenio adopta formas caprichosas; el de Rubén, si acaso no es una ilusión, tiene esta:

(Otra cita eliminada; otro corazón salvado. Cuando un viejo, buen padre y mejor esposo muere sus hijos descubren que en el fondo del armario guardaba látigos, revistas guarras de hombres copulando y cositas de cuero varias. Microrrelato diseñado para demostrar que, por muchas veces que le cambies el pañal, nunca llegarás a conocer a tu abuelo.)

Bien por Rubén Abella y bien por Fernando Valls y bien por el editor jefe de Menoscuarto por su nunca-suficientemente-reconocida-labor-editorial porque al fin y al cabo esta literatura no sólo hace grande cualquier otra sino que alimenta la esperanza de que todo lo que uno escribe, aquí o en cuarto de baño, desde el chiste más zafio a la chorrada más infame, será susceptible, antes o después, de ser editado, publicado y lo que es más importante, alabado. Porque del mismo modo que siempre hay un roto para un descosido, parece que siempre hay un microrrelatista apoyando a otro y el que no se consuela es porque no ha escrito un microchiste. No deja de ser gracioso que un género literario como el del microrrelato (y con permiso de la poesía), siendo tan poca cosa, tenga esa capacidad para concentrar semejante desvergüenza y falta de talento. Y es que da la impresión de que para dedicarse a esto hay que ser un poco bastante inútil.


(En esta ocasión son tres los micros eliminados. El editor puede volver a sonreír.
El
primero nos habla de un hombre que para evitar la rutina decide hacer algo diferente cada día.
Ya está. Es esto. Tiene 21 palabras. Más no se puede decir.
El
segundo es un señora que compra la lotería todos los días pero no se lo dice a su marido no vaya a ser que le toque. La lotería, digo, no su marido.
Es un profundo análisis matrimonial que no tiene igual en el panorama literario.
En el
tercero una señora cocina. Se nos cuenta, paso a paso, la receta. Cuando está listo sirve la comida en su plato y en el de un marido que no está.
De este no sé qué enseñanza extraer, honestamente, supongo que es un microrrelato comodín: vale para todo. Yo me hice un cocido con él.)

martes, 1 de septiembre de 2015

Resumen de lecturas AGOSTO 2015

A continuación, el habitual resumen de lecturas del mes de agosto, un agosto irregular tirando a positivo en el que la participación española, como viene siendo habitual, se lleva casi todos los palos. Lo peor: Garduño, Basabe y una cosa de Malpaso. El resto va desde lo normalito (Cañadas y Connolly), lo interesante, por inesperado (Néspolo), un entretenimiento de calidad (otra vez Connolly) y lo realmente bueno (Nabokov y Carpenter). De todo, como en botica. 

Lo dicho, ahora, el resumen y en algunos casos y muy pronto, reseña entrando en detalle.


Pronto será de noche de Jesús Cañadas

El tercer o cuarto episodio de la segunda temporada de The Walking Dead arranca con un flasback: un atasco fenomenal en una carretera de mierda cuando todo está más o menos empezando. La gente huye de la ciudad para evitar que los caminantes se los coman. El caso es que aparecen algunos personajes, que más tarde compartirán desdicha, estableciendo los primeros contactos únicamente por una cuestión de proximidad. Pronto será de noche también arranca con un atasco fenomenal. La gente huye, de algo, lo que sea y se establece una relación entre un grupo de personas por aquello de estar próximas unas a otras. El protagonista, en ambos casos, es un señor con una placa y fuerte sentido de la ética que trata de conservar la humanidad en ese caos que invita a romper los códigos morales. 

Pues a este tipo de cosas me refiero cuando hablo del daño que está haciendo The Walking Dead a la imaginación colectiva.



El límite inferior de Nere Basabe

Novela sobre la crisis. Yo no sé si es por esto que se habla tan bien de esta novela o sólo porque es aburrida. De verdad que no lo sé pero el caso es que hay un tedio que se respira de puro denso y un montón de críticos y amigos aplaudiendo con las orejas y celebrando el nacimiento de otra estrella en el firmamento, como si no hubiera ya suficientes. Terminé la novela, no sé cómo ni por qué, pero la terminé. No me siento orgulloso pero prefiero decírselo yo y no que se enteren por otros. 

Seguro que hay muchas y muy buenas formas, formas incluso brillantes, de explorar la crisis matrimonial, personal o económica o como en este caso, un poco de cada. Esperamos con ansia esa novela porque esta, desde luego, no es.

Reseña escrita y lista para salir en tres…



Risa en la oscuridad de Vladimir Nabokov

Brillante. De lo mejorcito que he leído este año. Pero claro, NABOKOV. Risa en la oscuridad es una historia de amor sin amor. O historia de odios, que es otra forma de amar. Lo que sea. Genial. Contiene algunas secuencias absolutamente brillantes, tan visuales, tan potentes, que no entiendo qué ha podido ocurrir para que haya caído tanto en el olvido esta novela. 

Habrá reseña. Ya la hay, de hecho. Pronto en sus pantallas.



Cosas raras que se oyen en las librerías de Jen Campbell

Hay cosas que no entiendo y esta es una de ellas. Libro de anécdotas, no sé hasta qué punto reales. Situaciones con querencia al absurdo en las que un señor, un librero (varios, de hecho, porque son varias las librerías que se toman como ejemplo) pone en evidencia la supina ignorancia de algunos clientes escogidos, ocasión que aprovecha para situarse permanente en una posición prepotente y elitista demostrando, también, una anormal querencia al chascarrillo y a tener la última palabra (una dinámica, esta, que, si nos fiamos de este libro, parece habitual en los libreros). Dos, tres… vale, hasta diez pueden hacer gracia. Doscientos no, sobre todo cuando el mismo chiste con variaciones se repite como catorce veces demostrando que igual no son tan raras, como se da a entender, las cosas que se oyen en las librerías. 



Con el sol en la boca de Matías Néspolo

Sorpresa. Sin volarme la cabeza, que es una cosa que, he visto, le pasa a mucha gente, que leen un libro (y si es un colega ya ni te cuento) y les vuela la cabeza o les deja el culo torcido, pues sin que pase esto tampoco pasa lo contrario. Ya no me quejo porque la verdad es que las primera páginas, con una prosa de frases exageradamente cortas, no invita precisamente al entusiasmo. Pero insisto, agradable sorpresa. Novela correcta, buen ritmo, más o menos interesante…. Bueno, no está mal. Néspolo ya es un nombre a tener en cuenta. Tiene una novela anterior que parece que lo puso en el candelabro que habrá que leer en algún momento.

Este agosto he trabajado mucho y bien por lo que SÍ, hay una reseña escrita que no debería tardar en salir. Perdonen, pues, que no entre en más detalle.



Dura la lluvia que cae de Don Carpenter

Don Carpenter es un fenómeno. Lo demostró con Los viernes en Enrico´s (novela magnífica de la que, caigo ahora mismo en la cuenta, no llegué a publicar reseña pese a haberla escrito, error que no tardaré en subsanar) y lo vuelve a demostrar con Dura la lluvia que cae. Sin tener un argumento que invite a tirarse de cabeza, Carpenter se demuestra un narrador tan hábil, tan correcto, tan elegante y la vez “corriente” (en el mejor sentido de la expresión) que el placer de la lectura reside precisamente en la lectura. Tengo la impresión de que podría pasarme la vida leyendo a Carpenter y no me cansaría nunca. Y eso no tiene precio.



Y pese a todo… de Juan de Dios Garduño

Hablamos hace muy poco de ella. Reseña aquí. Nada que añadir, realmente. Lo que venía a decir entonces era que me parecía un insulto a la inteligencia publicar algo como esto. Existe la idea de que una novela que entretiene ya vale la pena, tanto el esfuerzo de escribirla, como el de publicarla, como el de comprarla y leerla. Y no es cierto. No lo es desde el momento que lo único que ofrece es un entretenimiento argumental, es decir: qué bien, unos señores matando monstruos que parecen zombies, qué bien lo pasamos viendo lo mal que lo pasan ellos. Del mismo modo que no es lo mismo un Die Hard rodado por McTiernan que uno rodado por Harlin, tampoco es lo mismo una de zombies escrita por Garduño que una escrita por, no sé, Max Brooks, por ejemplo (cuando digo esto pienso en Guerra Mundial Z). La de Garduño parece la versión Torrente de Rio Bravo. Más clichés que donde se fabrican.



El ángel negro de John Connolly

Los atormentados de John Connolly

Los hombres de la guadaña de John Connolly

Por no eternizar el post voy a unificar estos comentarios. 

Recupero una vieja costumbre: leer a Connolly. Y más concretamente la serie de Charlie Parker que abandoné hace tiempo pese a que me gustaba bastante. NO hay mucho que decir, los seguidores de la serie sabrán de qué va la cosa y el resto debería ir mirándoselo. Cosa de investigadores con malos malísimos y presencias fantasmales que, a medida que avanza la serie, van cobrando protagonismo. 

El ángel negro me parece el más flojo de los tres. Los atormentados cuenta con un “villano” muy atractivo que levanta la novela desde el comienzo y en Los hombres de la guadaña cobran protagonismo los que hasta ahora eran secundarios. Esto me preocupaba un poco pero lo cierto es que al Connolly le ha quedado una novela “de acción” más que entretenida, lo que viene a significar que muere mucha gente.

Actualmente estoy leyendo Los amantes, otra de esas novelas que rompe el ritmo de la serie y en la que Parker investiga sobre su pasado. 



Y EL MES QUE VIENE…

Ah, no sé, ni idea. Ya veremos. Cuando empezó agosto lo último que esperaba era que iba a recuperar a John Connolly y mira. De modo que paso de hacer planes. Lo que tenga que ser, será. El cuerpo es soberano, que decida él. Yo le voy a proponer un libro Harold Brodkey llamado Primer amor y otros pesares que de hecho empecé hace unos días y me sorprendió muy gratamente (y estamos hablando de relatos); algo de Henry James (incluido en el tomo Nueva York); más Connolly; un libro de Guillem López que tengo por terminar (Challenger) y, probablemente, alguna otra cosilla de Nabokov (Ada, Pnin o Pálido Fuego) y Bernhard (Relatos autobiográficos, si no todos, alguno). Seguro: American Noir, que tengo empezado y merece ser terminado.



Pero lo dicho: ya veremos.