martes, 21 de agosto de 2018

“Conjunto vacío” de Verónica Gerber

Pienso en leer esta novela el día que alguien, no importa quién, la recomienda. La busco, la encuentro, aplico criterio de prudencia y la guardo. Espero un mes, dos, seis. Espero un año. Espero más. Vuelvo, me intereso, abro la web de la editorial y leo que ha sido Premio Cálamo 'Otra mirada', 2017; considerada mejor novela publicada en México de 2016; que ha recibido una mención honorífica en el Concurso Nacional de Ensayo sobre Fotografía organizado por el Centro de la Imagen, 2014 [sic] y el tercer Premio Internacional de Literatura Aura Estrada en 2013.

Sé lo que están pensando: HORROR. 

Tal cual. 

Con todo, sigo leyendo. 

Asegura la editorial que esta cosa ha sido «reconocida por críticos y escritores como la mejor novela publicada en México el año pasado» pero sin llegar a decir cuáles (aunque intuyo que los adalides del estupor llamados Vicente Luis Mora y Patricio Pron tienen mucho que ver en esto) ni ofrecer un triste enlace, no vaya a ser el demonio que caigamos (los demás) en la cuenta del (su) error. 

Amparados por el “soy una escritora que dibuja” o como la misma Verónica asegura en la biografía que acompaña sus obras de arte, mamá soy “una artista visual que escribe”, críticos y escritores como Vicente, Patricio y tantos otros, no han tardado ni media hora en lanzarse al escenario a bendecir el dislate con sus delirios habituales para mitificar un libro cuya mayor virtud es el garabato porque sí con la esperanza de, tal vez de algún día, recibir un trato similar si acaso acaban, como parece que Veronica empieza, dejando sus libros perdidos de “corazoncitos” y demás inmadureces

No voy a hacer el esfuerzo de resumir la historia de una novela que prácticamente carece de ella puesto que, tal como pretenden asegurar sus valedores —ejemplos de posmodernismo donde los haya— sus méritos residen en los márgenes de la literatura, que es precisamente el espacio que tengo reservado yo para vomitar. 

Se ve que Verónica Gerber decidió un buen día unir un par de inquietudes con serios problemas de conciliación (a saber: el tiempo, los principios y finales en la literatura, las matemáticas, el arte, el exilio, el amor y la biblioteconomía, por citar sólo algunos) con su poco talento para el dibujo y más que relativo ídem para la escritura. El resultado es gente como José de Montfort hablando para Fronterad de «novela sobre los límites, sobre su invisibilidad, sobre la incapacidad de alcanzarlos y –en última instancia- un lamento sobre la infinitud de todas las cosas», que es un poco no decir nada y cualquier cosa al mismo tiempo o el antes mencionado Vicente Luis Mora viniéndose arriba en un artículo de una erudición un tanto forzada (en el que por supuesto no olvida auto referenciarse) que sospecho escribe única y exclusivamente para dar salida a una verborrea largo tiempo acumulada frente al temor de que ésta pueda enquistarse y fulminarlo fulminantemente así como para reabrir caminos antaño explorados y ya cerrados, que al final es para lo que acaban sirviendo este tipo de eventos. 

El resultado es una paja mental prima hermana de aquella que perpetró Alicia Kopf con Hermano de hielo, enésimo experimento fallido de las Nuevas Generaciones del Tedio, un ejercicio de languidez de quien no teniendo nada que decir es incapaz de callarse la boca del que hablamos aquí hace algún tiempo y que también terminaba con un viaje a los hielos para cartografiar la desidia de quienes tuvimos la osadía de “orillarnos a sus márgenes”. 

El problema es el de siempre: que mientras unos ven lo que quieren ver otros (tormento de clarividencia) lo vemos tal como es. Sean fuertes, por un lado oirán hablar de espejos, agujeros negros, puzles y física especulativa, de circularidad y demás basura espaciotemporal y por otro les tacharán, con total seguridad, de superficialidad cuando no directamente ignorancia por ver en lo de Verónica un artefacto ligero cuando «leído en su aguda complejidad, como es recomendable, resulta tan terrible como un niño que arranca por simple curiosidad las patas a una hormiga» (Vicente dixit), que como cumplido es lo más cutre que he visto en años. 

Nada tengo contra la complejidad en la literatura, lo juro por Joyce, excepto cuando esta se tiñe de pretenciosidad, vacuidad y mera apariencia; cuando, amparada y avalada por el elogio gremial gratuito, demuestra tener poco o nada que ver con el arte y mucho con la masturbación, la única práctica asociada a la literatura que, lamentablemente, no acaba nunca de alcanzar la tan esperada decadencia. 



jueves, 16 de agosto de 2018

Una reflexión en torno a “La novia gitana” de Carmen Mola y los lectores veraniegos

Hoy toca post de batalla. 

Inicialmente esta iba a ser la reseña de Plataforma y todo porque esa novela de Houellebecq encajaba como un guante en la dinámica del post. Con esto quiero decir que funcionaba muy bien como terapia frente a las extenuantes e invasivas recomendaciones de aquellos que ven en subproductos editoriales de temporada excelencias que no existen. En muchos sentidos Plataforma era una patada en la boca de esos pastores de ovejas que mantienen el rebajo alejado de pastos más verdes creyendo que los tristes ovinos, de puro idiotas, no sabrían valorarlos. 

Que igual sí, pero hasta yo me doy cuenta que está feo prejuzgarlos incapaces o desinteresados, que es a la postre lo que está pasando. Y no te cuento, ya, lo feo que está aprovechar la reseña de una novela que más que gustarnos nos ha entusiasmado para tirar piedras a tejados de blogs ajenos con intención de quebrarlos, pero es tal la urticaria que éstos nos provocan con sus injustificables mamadas y clasismos varios que la sola idea de dejar pasar la oportunidad hacer algo de ruido se me antoja del todo insoportable (es un decir). 



Pese a la remota posibilidad de estar equivocado, me gusta pensar que todo lector es un lector potencial de Faulkner. Faulkner tiene fama de difícil y un poco ladrillito. No es cierto. En realidad más que difícil, es exigente. Bueno, vale, admitamos que tal vez sí sea un poco peleón, pero si lo es, lo es única y exclusivamente por esa exigencia que acabamos de mencionar, lo cual es un problema relativo. El verdadero problema sería el lector y más concretamente cierto tipo de lector, su educación y sus hábitos malsanos, a saber: esa costumbre borreguil de creer que, por ejemplo, la literatura de género, también llamada de entretenimiento, es de alguna forma incompatible con esa otra narrativa menos genérica que es acusada día sí día también del más rancio elitismo, narrativa de la que, parece, es necesario huir si uno quiere “disfrutar” de la lectura y “relajar el cerebro” con algo ligero sobre todo en verano, con el sano objetivo de “entretenerse” porque, claro, ya los inviernos Schopenhauer en bucle. 

Seguro que a todos no gusta hacer el gilipollas y perder el tiempo con chorradas que no conducen a ninguna parte, ya sea en cine o literatura; dejarnos llevar por argumentos e historias que se repiten hasta la extenuación leyendo sagas o viendo series infinitas de enésimas e idénticas temporadas, pero creer o dar a entender o simplemente insinuar que hay lectores que sólo pueden disfrutar de ese tipo de literatura de tercera porque la otra no es tan fácil, es tal vez dar por hecho demasiadas cosas e insultar a demasiada gente al mismo tiempo. 

No quiero colgarme medallas que no me corresponden pero, maldades aparte, desde esta medicina hemos disfrutado siempre mucho poniendo en evidencia aquellos productos tóxicos que eran y son vendidos como supuestas maravillas tanto por los fabricantes como por sus serviles perroflautas, ya fueran estos profesionales ya fueran estos lo que fueran. Siempre hemos defendido que escritores como Gaddis o Faulkner, pese a su dificultad, eran infinitamente más satisfactorios que el alfaguara de turno del agosto del año que tengan a bien elegir. 

Si ustedes prefieren hacer caso a quien les recomienda leer Carmen Mola antes que a Houellebecq es asunto suyo pero jamás permitan que ese alguien les diga que hay una razón para ello, esto es, que está plenamente justificado. Elitismo no es creer que hay una literatura mejor que otra, básicamente porque es esa es una realidad que no admite duda; elitismo es creer que hay lectores para la una y que hay lectores para la otra, sin concederles siquiera el beneficio de la duda. 

Es verdad, uno no puede pasarse la vida leyendo novelas de Barco de Vapor colección naranja por muy oscura que ésta sea (y por mucho que Alfaguara la enmascare con portadas para adultos) y luego afrontar El ruido y la furia con la tranquilidad de un buda, pero hay ejemplos de términos medios para aburrir, también en Faulkner y si no que se lo digan a Santuario o Luz de Agosto, que mean por encima de cualquiera que elijan como la mejor novela negra de los últimos diez años. 



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Todo este discurso tiene su origen en una discusión surgida en Facebook a raíz del comentario de una reseña en la que se recomendaba la lectura del libro de Carmen Mola, La novia gitana, a todo el mundo (excepto unos cuantos, como supe después) pese a que (de esto también me enteré más tarde, ya que en la reseña se dice lo contrario) no es ninguna maravilla aunque sí mejor que otros (sin llegar a aclarar nunca cuáles). 

Es decir, que este libro de calidad cuestionable es bueno para cierto sector y no tan bueno para otro, siendo el primero (intuyo) el grupo al que se adscriben lectores ocasionales de verano y habituales de la novela negra (ergo exigencia cero) y el otro todos aquellos que creen que en la literatura de género todavía es posible no faltarle el respeto a la inteligencia ofreciendo productos que, sin necesidad de aportar grandes novedades, alcancen unos mínimos de calidad aceptables. 

Que es exactamente lo contrario de lo que ocurre en La novia gitana. 

La editora de Alfaguara Negra, María Fasce, habla de libro poderoso incluso de novela extrema, claro que esta señora cobra por decir esas cosas. Juan Carlos Galindo, de profesión borreguismo servil, no contento con el despropósito, habla (como quien habla del tiempo) para El País de ruptura de convencionalismos, de estructura sólida o de clásico policial y saca a colación ilustres desconocidos como Banville o Pynchon aprovechando el anonimato de la escritora, enésimo atractivo para muchos. Lo de los blogs ya directamente clama al cielo: cualquiera diría que se han propuesto demostrar que las mayores virtudes de la novela son precisamente sus mayores defectos: los personajes, estereotipados hasta la náusea o con la profundidad de un plato de sopa; la trama, lineal, sin aristas, más simple que el mecanismo de un botijo y la tan cacareada lectura ágil (¡ese ritmo!), adictiva y, cómo no, ¡veraniega! 

Entonces abres el libro y te encuentras, página sí, pagina también, lindezas como esta: 

— ¿Has descubierto ya algo, Buendía?
— Te estábamos esperando para empezar —la recibe el forense con todo listo—. De momento solo la hemos examinado por fuera. 

Donde “por fuera” sería jerga forense especializada válida tanto para jarrones chinos como para seres humanos y “con todo listo” una forma como cualquier otra de ahorrarte un par de tediosas líneas (práctica habitual en el libro) describiendo utensilios que vete tú a saber cómo se llaman o qué órgano extirpan. 

Mola ha escrito un libro infame, que parece redactado por un bachiller avispado durante la clase de matemáticas; Alfaguara lo ha publicado y la cohorte habitual lo ha ensalzado, elogiado, recomendado. Todo un clásico del verano. Luego llegará el lector despistado y creerá que efectivamente no está mal, al fin y al cabo ¿cómo va él a llevarle la contraria a tanto profesional del medio? ¿Cómo puede un escritor tan humilde como para mantenerse anónimo en un gremio especializado en egos inflamados no ser absolutamente genial o absolutamente amoreterno

Me juego un huevo y parte del otro a que esta basura ha sido escrita por un “negro” —que la editorial tenía en nómina o ha encontrado tirado en un rincón—  al que sentado a escribir novelitas de manual con el fin de conseguir un Dicker español que les ahorre los costes de traducción y promoción habituales en escritores de carne y hueso. Entrevistas exclusivamente por correo electrónico, cuatro reseñas aquí y allí, lectores perezosos y conformistas que alimenten el boca a boca... Y a vivir. 

Exitazo, claro. 

Y luego, en otoño, con la rentrée, nos quejaremos del nivel, Maribel, y clamaremos al cielo y lamentaremos que ya no haya buenos y grandes editores, y nos preguntaremos qué ha sido de Anagrama y su buen gusto; qué está pasando con la LITERATURA, gritaremos, y abriremos cienes y cienes de post en redes sociales preguntándonos unos a otros dónde dónde ¡dónde está el problema! cuando todo el mundo sabe que el problema es Faulkner, que es muy difícil. 

lunes, 13 de agosto de 2018

Breve nota de urgencia sobre “La prueba” de Agota Kristof

Sin temor a equivocarnos podríamos decir que en el mundo hay dos clases de personas: aquellas a las que les gusta esta novela y aquellas a las que no. 

Pues bien, jamás se fíen de los primeros. 

Hace tiempo, cuando aquí éramos prácticamente unos adolescentes, hablamos de El gran cuaderno, una primera novela asombrosa y genial que abría una trilogía que si tiran de segunda mano pueden ustedes encontrar agrupada en el volumen llamado Claus y Lucas. La cosa iba de dos niños que eran abandonados en casa de su abuela, una vieja fea y hosca que vivía en el bosque. No les cuento más. Si no lo han hecho ya, léanlo. 

Años más tarde (esto me lo estoy inventado sólo para dar contenido al post) Agota, orgullosa de sí misma y algo ebria de éxito, subía las escaleras de su casa con la bolsa de la compra cuando decidió unilateralmente repetir la experiencia y un poquito de otras cosas tipo situaciones, personajes y entorno bucólico pastoril. Encendió la estufa, se quitó las medias. Empezó a escribir. 

Y le salió esta mierda. 

La prueba es (recurriendo a un par de símiles que podamos entender todos) más o menos lo mismo que encargarle el guión de la segunda parte de El padrino a Uwe Boll. O como los episodios uno a tres de Star Wars. O como la cuarta de Indiana Jones. 

Agota Kristof se equivocó al escribir esta novela. Y se ve que también al elegir a sus amigos en tanto que, tal como demuestra la existencia de una tercera parte, ninguno se atrevió a decirle cuatro verdades a la cara. Yo, con su permiso, me la voy a perder. Esa, y el resto de su obra. 

¿Tan malo? 

Sí, tan malo. 

O más. 

Porque todo lo era grande y bueno en la primera parte, desaparece. Literal, esto. La dureza, la mala leche, la sobriedad… Unos personajes, un entorno, una historia. Todo. Y queda lo que queda, esto es, la nada más infame: un personaje irreconocible, una trama que no puede ser más boba y un final que parece una tomadura de pelo por muy metaliterario que se ponga uno. 

Si van a quemar un libro, procuren que sea este.