Mi silencio desde agosto clama al cielo. Me refiero a mi silencio sobre esta novela, que ha sido, sin lugar a dudas, una de las mejores lecturas del año. De este año. Y del anterior, y del anterior. Y del anterior.
Lo repetiré para los que leen demasiado rápido: NOVELÓN.
El hombre que amaba a los niños es mejor que buena. Es excepcional. No será el caso, porque todo es relativo, pero quisiérala, por aquello de hacerles a ustedes un inmenso favor, imprescindible o, si fuera posible, de obligada lectura.
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Tengo la novela en la cabeza pero no sé cómo sacarla de ahí, cómo dibujarla para que vean lo que quiero decir, para que sepan exactamente a qué me refiero cuando digo que esta novela es una auténtica maravilla. No sé cómo hacer, no sé qué decir para que obligarles, a ustedes, a todos aquellos de ustedes que todavía conserven los tres dedos de frente con los que se supone que hemos venido al mundo, a reservarlo en la librería más cercana, porque ya les adelanto que tener no lo van a tener, estos libros nunca se tienen. Pero al lío.
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La historia es demoledora.
En esta historia hay una casa. Una gran casa con un inmenso jardín. Hay una mujer, hay un hombre, un hombre, un imbécil, que ama a los niños, sus hijos y hay mucho, muchos niños; niños de todas las edades y condiciones: desde atormentadas y acomplejadas adolescentes hasta tiernos ingenuos infantes.
«Cuando no puedo llamar a mi pequeña Evie, mi Mujercitita, mi niña de bonitos ojos oscuros con una aureola sombría en ellos, ¿sabes lo que hago? Le grito: “¡Alasílvida, Alasílvida!”. (Es una palabra que me he inventado y que me recuerda a ella.) “Alasílvida, ven a hacerme masajito en la cabezita. Ella sale rodando de la cama, quejándose con dulzura, algo que me encanta oír, y entra en mi dormitorio trotando con su camisón rosa de algodón, haciendo pucheros y diciendo: “¡Papi, no me disturbes, quero dormir!”. Pero cuando le muestro mis brazos, cruza la habitación con pesadez, se sube de un salto a la almohada y mete sus suaves deditos entre mi pelo para acariciarlo. Entonces, si me duele la cabeza, el dolor desaparece. Después llamo a mi hija mayor, Louie, una niña que tiene una cabeza extraordinaria, quizá con demasiados problemas, pero que será más sabia con el devenir del tiempo. Ella es la que prepara el té matutino. Acto seguido, Ernie, los Géminis y yo, los cuatro silbando, hacemos una ronda por la casa para evaluar el trabajo de carpintería y de albañilería que haya que hacer. Wan Hoe, eso sí que es una vida feliz. Sammy se sienta, meditabundo, en el camino, dando vueltas a esos extraños y dilatados pensamientos propios de la infancia, reflexionado sobre cosas que algún día convertirá en ideas científicas. Y Saúl, sensato y sereno, va a su aire buscándole un sentido a todo y sacando sus conclusiones. Y Ernie, mi joven prodigio, que llegará a ser un gran matemático o un gran físico, aunque confío en que no me salga pedante ni intelectualoide».
Pues bien, esta casa tan llena de tantos niños con tanto tiempo libre, tan luminosa, tan apetecible; esta casa tan, en apariencia, próspera, oculta un secreto a voces: sus dueños, el fecundo matrimonio Pollit, se odia como sólo se odian los mejores matrimonios en las mejores novelas, con esa visceralidad, con ese desprecio resultado de años de convivencia.
Esta novela, que transita entre el drama familia y terror infantil para adultos, es un ejercicio de crueldad como pocos. Sam y Henny libran una permanente batalla sobre un campo minado en el que juegan, inconscientes unos e ignorantes otros, un grupo de niños a todas luces inevitablemente inocentes.
El terror, en esta novela (y la razón por la que es tan jodidamente buena), tiene un origen evidente: nace de lo de descarnado de su realismo. Es todo tan real, tan posible, es tan fácil, o lo parece, llegar a ese punto, tanto, olvidar, una vez más, quiénes son las verdaderas víctimas... En la guerra que libra este matrimonio las balas nunca dan en el blanco pero tampoco dejan nunca de alcanzar un objetivo en tanto que los daños colaterales son, a la larga, tanto o más perjudiciales que un grito o una desatención esporádica.
Estoy hablando de Pobreza.
Ya no se trata únicamente de un problema de convivencia. Se trata de ir privando, poco a poco (y este sentido la novela es ejemplar) a quienes no lo merecen -y a quienes más lo necesitan- de lo esencial. Estoy hablando de no tener nada más que un vaso para quince.
«Se fue hacia la cómoda en que antes se guardaba la ropa de su padre y rebuscó en ella, pero sólo encontró una polvorienta colcha de lino y un sobre. Henny miraba a su hijo con tristeza, en silencio. Impulsivamente, el niño se dirigió al armario y abrió el compartimento en que su madre solían guardar los sombreros. ¿Dónde estaban los sombreros, las tres plumas negras de avestruz que le regaló su prima, aquella capa de seda para la ópera que tenía desde hacía diez años y que una vez le había visto puesta? ¿Dónde estaba la colección de sellos, con estampillas de todo el mundo? No alcanzaba a recordar cuándo fue la última vez que jugó con ellas, hacía mucho tiempo. Volvió frente a la silla en que estaba sentada su madre. Henny alzó la vista, forzando una sonrisa, y observó los ojos oscuros de Ernie, idénticos a los suyos».
Porque no se trata únicamente de ser pobre o tener unos padres que discuten demasiado. Se trata, también, de hacerse mayor, de cruzar esa frontera que separa el universo infantil del infierno adulto. Se trata de ese momento en el que un niño toma conciencia de que aquello que llenaba sus horas, su vida, ha dejado de ser un juego.
Se trata de ser un niño y saberte, por ello y a pesar de ello, condenado.
«Louie estaba feliz y se recluía cada vez que se le presentaba la ocasión: poseía un don innato para la soledad y lograba el consuelo del aislamiento incluso en aquella comunidad familiar. Era una niña perezosa, según Henny. Era una niña reservada, según Sam. Pero el caso era que Louie, a pesar de sus esfuerzos denodados por escapar de aquel aterrador abismo de desesperación, incertidumbre y suciedad, que parecía engullirla con labios pasionales y fangosos, presenciaba rachas de relámpagos, cuando el universo se rajaba desde el cielo hasta el infierno y en su sima se retorcía el delirio de la gloria, las saturnales que le revelaban la condición de aquel mundo. Se quedaba en la playa observando los hierbajos secos en la parte más fangosa de la orilla y pensaba de repente: “¿Quién puede apreciar algo bueno en ti, Tristeza desmoralizadora?” Y mediante aquel destello de inteligencia comprendía que tanto su vida como la del resto de la familia estaban malgastándose en aquella contienda, y que las peleas entre Henny y Sam estaban arruinando la naturaleza moral de todos».
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Toda la novela, en realidad, gira en torno al cambio, la degradación, los velos que se levantan de muchos de los personajes que la pueblan. Toda la novela es un viaje que no puede acabar bien, donde la sensación es que todas las decisiones que se toman conducirán al desastre y donde los personajes, cada día un poco más desdichados, van tomando, poco a poco, conciencia de su infortunio.
«Louie, la más involucrada de todos, estaba convirtiéndose en una persona impulsiva que se indignaba fácilmente por lo injustos que eran el uno con el otro, y, en la medida en que era víctima de aquellas injusticias, acumulaba un aluvión de sentimientos vengativos, una tempestad reprimida que pensaba desatar en algún momento indeterminado del futuro».
Si en los próximos días, meses, años, tienen pensado leer una buena novela, procuren que sea esta.