Leo mucho (bueno, o sea, mucho) por ahí que El último encuentro es una novela sobre la decadencia. La del imperio austro-húngaro, la de uno mismo, la de esto, lo otro y lo de más allá. No sé, lo que se le ocurre al de turno. Mentira. Una cosa es que esté ambientada en determinado momento (que será todo lo decadente que quieras o más) y otra cosa muy diferente que ese y no otro sea el tema de fondo. Esto va de lo que va y aquí el problema es que no va absolutamente de nada y nos tenemos que ir agarrando a clavos ardiendo, llámense decadencia, llámense como quiera que se llame.
Lo cierto es toda la obra se construye sobre una gran mentira: la de un autor prometiendo algo que nunca llega a cumplir, empezando por una buena novela y terminando por un secreto inconfesable que los personajes se quieren llevar a la tumba.
Les adelanto el argumento, les destripo la trama y hasta es posible que les desvele el final. Avisados quedan.
Esto va de un general ya retirado en su castillo que un día recibe la largamente esperada noticia de que un viejo amigo, al que no ve desde hace décadas, se pasará esa noche a hacerle una visita, momento que nuestro buen soldado aprovechará para saldar una cuenta pendiente (que bueno es este señor para guardar rencores). Pasa que ese amigo no parece tan amigo ahora como lo fue entonces por motivos que, claro, Márai nos irá desvelando poco a poco, demorando en lo posible todos los detalles no vaya a ser que dejemos el libro a medio terminar.
La primera parte de la novela es el general recordado a mamá, papá y la chacha y su recién descubierta amistad con Konrad, el invitado, una amistad fuerte, prácticamente indestructible pese a la más que notable diferencia de clase entre ambos (de uno que lo tiene todo, léase el general, y otro que no ha tenido nunca nada, léase Konrad).
Pues bien, una vez sentadas las bases de esa amistad la segunda parte de la novela es el invitado recién llegado, sentado en una butaca aguantando como buenamente puede el monólogo (cero diálogo, ya se lo adelanto) insufrible y repetitivo de un general amargado que se ha pasado media vida esperando el momento de una venganza que no acaba de materializar no se sabe bien por qué.
«¿Qué venganza puede haber entre dos viejos a quienes ya sólo les espera la muerte?… Han muerto todos, ¿qué sentido tiene entonces la venganza?… Esto es lo que pregunta tu mirada. Y yo te respondo y te respondo así: sí, la venganza, contra todo y contra todos. Esto es lo que me ha mantenido con vida, en la paz y en la guerra, durante los últimos cuarenta y un años, y por eso no me he matado, y por eso no me han matado, y por eso no he matado a nadie, gracias a la vida. Y ahora la venganza ha llegado, como yo quería. La venganza se resume en esto: en que hayas venido a mi casa; a través de un mundo que está en guerra, a través de unos mares llenos de minas has venido hasta aquí, al escenario del crimen, para que me respondas, para que los dos conozcamos la verdad. Esta es la venganza. Y ahora me vas a responder».
De cual se deduce que Konrad ha debido ser un poquito cabrón. Se ve que en algún momento cometió una villanía contra su amigo motivo por el cual hubo de salir por piernas Destino El Trópico, un destino en aquel momento tan poco apetecible que inevitablemente nos lleva a pensar que la acusación no carece de fundamento.
Pues tal cual. Parece que Konrad sí fue un poquito cabrón, sí hizo bien en marcharse y qué bien que ha vuelto para responder a dos preguntas que mantienen la intriga durante toda, absolutamente toda, la novela. Preguntas que, ya se lo adelanto, jamás serán respondidas porque el general decide en algún momento durante su irritante monólogo que ya no quiere conocer la respuesta ni de la una ni de la otra. Que nos den. Que o bien se lo imagina o bien le trae sin cuidado. No llega nunca a quedar claro el motivo de tal decisión y no queda claro porque en realidad y pese a las doscientas páginas de intimidades, no sabemos gran cosa del general, ni de las razones de Konrad para volver, ni de la bella esposa y amante y ya fallecida Kriztina, tres personajes a los que se dota de la profundidad de un plato de sopa, tres personajes que, atormentados por una infidelidad mal llevada, viven vidas tristes propias de las novelitas de Sándor Márai.
Oh, ¿he dicho infidelidad? Vaya, se me ha escapado. Lo siento. Ahora ya lo saben todo, maldita sea.
Pero no se apuren; no pasa nada. Ni por decirlo aquí, ni en la novela, ni en la plaza del pueblo, porque al final todo lo que uno saca de este último encuentro es un bella y elegante prosa y poco más, si acaso un inmenso vacío argumental y una cháchara de viejo, ahora sí, decadente.