martes, 9 de noviembre de 2021

‘Los extraños’: carta abierta a Jon Bilbao

Querido Jon,

navegando entre redes descubro algo en lo que parece haber cierto consenso: escribes bien. Bueno: muy bien. Insisto: dicen. Y sí, supongo que es verdad, Jon: escribes bien. Pero YA. Es decir: sin más.

Pero.

Pero me pregunto en qué momento ha dejado de ser ese el mínimo exigible a partir de la cual se debe o puede, no solo ejercer cualquier tipo de crítica, sino afrontar cualquier tipo de lectura. Quiero decir: uno que se dedique a esto ha de escribir necesariamente bien porque de no ser así deberíamos, los lectores, a poco que nos acompañe el sentido común, o bien obviarte o bien leerte, si mediase afecto, y luego, como Rimbaud, sentarte en nuestras rodillas y, si amargas, injuriarte. Fuera de eso, ni la hora.

Y yo lo siento, Jon, pero para un servidor eso no es suficiente, al fin y al cabo hoy en día escribe bien hasta Google Translator.

Deja que te lo aclare: el criterio de convivencia es este: si escribes bien y publicas una obra maestra (o ni tanto, siquiera destacable) te haré el amor dulcemente. Sin embargo, si la novela es mediocre será, la nuestra, una relación de idéntico calado, a la par que anodina e insustancial. Ahora bien, si repites esto de hoy ya te adelanto que te vas a encontrar las maletas en la puerta cuando vuelvas a casa, AMOR.

Entre nosotros: hay dos, —y ni una más— razones por las que me he terminado este librito: una, porque tiene 140 páginas y dos, porque está decentemente escrito. El resto ha sido CARIDAD. Y lo siento, pero no estoy por la labor. O sí lo estoy, pero no debería. Lo he estado, vaya, hoy y un rato ayer, pero ya no más. Lo juro por estas. (Y van...)

En cualquier caso, Jon: ha sido un placer. Pequeñito. Sin orgasmo. Como de frotarte contra la mochila dos paradas de metro. Pues igual. O parecido.

Quizá algo menos. Hace tiempo que no subo a uno.

¿A qué viene esto, entonces? A nada. Me aburría. Y así hago dedo. (Ese dedo no; el otro). Y dejo constancia, también. Así, la próxima vez que publiques yo vendré, leeré, recordaré e inmediatamente después, TE OBVIARÉ.

Te dejo ya, que tengo al pequeño en la ducha organizando no sé qué desastre. Ya que en lo profesional no tanto (ja) espero que en lo personal todo bien. Nosotros como nunca; tan ocupados viviendo que no nos da para avistar ovnis. No sé si me explico. Jaja. Seguro que sí. Bueno, cuídate, Jon. Ya veremos si nos vemos.

Abrazo,

lunes, 14 de junio de 2021

“Una Odisea” de Daniel Mendelsohn

Esto va de lo siguiente: el protagonista — que no es otro que el propio autor en lo que supongo falsa autobiografía— se dispone a impartir un seminario sobre la Odisea cuando su padre le dice que él también se apunta, que quiere aprender, que nada mejor que un buen clásico que llevarse a la tumba. No les quiero estropear la lectura pero la cosa va de enterneceros un poco sí (con la parte en la que el hijo habla de su padre, que es como medio libro) y otro poco no (con la dedicada a la obra de Homero). Personalmente me quedo con la segunda. Es más: pueden perfectamente saltarte todo lo que no tenga que ver con esto. Conste que yo me lo he leído entero, claro que yo soy mucho de hacer el imbécil.

Seamos sinceros: la única razón por la que uno llega a este libro (uno que no sea de Cercedilla, se entiende) es porque quiere profundizar en el clásico al que hace referencia. Todo lo demás (su padre, los alumnos, los recuerdos de infancia) es artificio. Mera decoración. Todo lo demás está pensado para hacerse un hueco en las mesas de novedades y no ir directamente al lugar que merece. Un padre, un hijo, un noséqué. Anda, no me jodas; a mí háblame de las razones de Odiseo para quedarse con Circe y quédate con todo lo demás. Que si papá no pudiendo recalar en Ítaca, que si menudo carácter, que si mira que casualidad todo este paralelismo entre Odioseo y mi santo padre, que parece que hayamos nacido para coincidir en este seminario.

Yo entiendo que Daniel Mendelsohn quiera a su padre. Entiendo que le quiera, que le rinda tributo y hasta que le escriba un libro, pero a mí qué me importa si, al final, no me aporta. Y no lo hace. Nada, además. Ni un ápice. Este libro es un engañabobos con todas las de la ley.

Cuánto hubiera ganado (¡cuánto hubiera ganado!), Daniel, si nos hubiésemos limitado a hablar de lo que teníamos que haber hablado, que no es otra cosa que la Odisea, sin tener que fingir tanta inquietud paternofilial, que no te la crees ni tú. Qué fácil hubiera sido regalarnos el seminario escrito y no esta ración triple de ternura descafeinada.

A mí dame nostos, Daniel. A mí dame de esto:

«Los relatos de Néstor son ejemplos de lo que denominamos nostos. Nostos es la palabra griega para «regreso a casa»; su plural, nostoi, era, de hecho, el título de poema épico perdido en que se contaba el regreso a casa de los reyes y caudillos que combatieron en Troya. La misma Odisea es un nostos, que a veces se aparta de Odiseo y su asendereado viaje de regreso a Ítaca para describirnos en breves términos los nostoi de otros personajes, como hace aquí Néstor —casi como si temiera que estos relatos no llegaran sanos y salvos al futuro—. Con el tiempo, esta melancólica palabra, nostos, tan firmemente arraigada en los temas de la Odisea, acabará combinándose con algos, otro término del abundante acervo de dolores que posee el griego, para suministrarnos un modo elegante y simple de referirnos a la sensación agridulce que a veces nos genera una añoranza especial e inquietante. Literalmente, la palabra significa «dolor asociado con la añoranza del hogar», pero, como todos sabemos, en especial cuando envejecemos, el hogar puede ser un tiempo a la vez que un lugar. La palabra es nostalgia».

Una Odisea está lleno de interesantes análisis y reflexiones; y todos los momentos que tienen que ver con la etimología son tan buenos que llega uno a sentir más interés por aprender griego que por leer la Odisea. Lamentablemente en Una Odisea hay mucho que sobra; demasiado, diría yo. No sé ustedes (quienes lo hayan leído) pero yo no dejo de tener la sensación de que con este acercamiento tan “comercial” a la obra de Homero se nos está tratando un poco de imbéciles. Lo que quiero decir es que para leer sobre la Odisea no necesito para nada que el autor me hable de su padre.

A los padres, en la literatura, solo para matarlos.

jueves, 27 de mayo de 2021

“Tienes que mirar” de Anna Starobinets

1

Hace unos ocho años escribí una reseña sobre La hora violeta, un libro en el que Sergio del Molino narraba la historia más triste del mundo: la muerte de un hijo; el suyo, de dos años. El relato, se pueden imaginar, es demoledor. El caso es que a raíz de la lectura de este libro de Starobinets he sentido curiosidad por saber qué había dicho yo entonces. Quería ver cómo había justificado la escritura de semejante reseña y no “qué razones me habían movido a escribirla” puesto que para eso no hay claves: o bien un libro sugiere o bien no lo hace. Aléjense de los segundos como de la peste. Tienes que mirar es de los primeros. La hora violeta, no tanto. Y eso pese a ambos tratan el tema del duelo de un padre por la muerte de un hijo, sea nonato (caso de Anna) o no. Pero dentro de ese parecido más que razonable hay algo que los hace muy diferentes: la intención con que han sido escritos. A este respecto hice, en su momento, algunos comentarios sobre el libro de Sergio del Molino: dije que La hora violeta solo era útil para quien lo había escrito (para quien había necesitado escribirlo) ya que únicamente servía a sus propios intereses. A los demás no nos servía para nada; si acaso para hacer de nosotros palmaditas en su hombro.

«Este libro es el dolor de Sergio, un dolor común en la medida que puede ser común el dolor de todos los padres que se encuentren en la misma situación. En mi opinión, la decisión de publicarlo sólo puede ser entendida como la necesidad del escritor de compartir un grito de dolor. Pues bien, el grito de Sergio del Molino cuesta 16,90 euros, 12 en versión digital. Lo edita Mondadori».

Al otro lado del ring, Anna Starobinets nos hace una advertencia en el prefacio de Tienes que mirar que la exime de toda responsabilidad y toda crítica: nos dice que este libro es demasiado personal, demasiado real; que «no es literatura». Quédense con esto. Y seguramente tiene razón, al menos en la medida que un libro, todo libro, tiene un público, por lo general, muy claro y evidente: el lector: ustedes. Claro que el lector también (o exclusivamente) puede ser uno mismo cuando el escritor se postula indirectamente como tal, caso de Sergio, que escribe, además, un texto más lírico que el de Anna, una escritora que tiende menos a lo literario, digamos, en el sentido que este tiene de poético (a partir de aquí voy a dejar el “entrecomillado” a su imaginación).

Como bien dice Anna en ese prefacio que lo concentra todo, este libro no trata tanto de su pérdida como de constatar la deshumanización (inhumanización, en realidad) del sistema sanitario de SU PAÍS (luego vamos con esto) al que son arrojadas todas aquellas mujeres que se ven obligadas a interrumpir el embarazo por razones médicas. Lo que se ha perdido, se ha perdido, ya sea un hijo, ya sea la humanidad. Lo primero es irreversible, lo segundo no. Y este es el objetivo (frustrado de antemano y ella lo sabe y de ahí el aparente absurdo) o, más bien, la esperanza, de Anna: devolver la humanidad a las personas institucionalizadas que ocupan puestos de la responsabilidad que sea en el organismo de turno.

«Es posible que mis esperanzas no se hagan realidad. Que quienes toman decisiones y lubrican los engranajes de este sistema nunca abran este libro. Que algunos de aquellos cuyos nombres he mencionado no sientan más que ira. Así sea».

Y ojalá fuese así. Pero ya les digo yo que no. Esa gente no siente ira. Esa gente no siente nada. 

Y quizá lo que más se echa de menos en este libro es que se indague un poco más, no tanto en las razones como en el hecho mismo de tanta “deshumanización”. Quizá tratar de entender el origen de esto sería mucho más útil, de cara a corregirlo o prevenirlo, que “quejarse amargamente de”. Pero entonces sería otro libro. Y nadie lo leería. Y los medios no se indignarían como lo han hecho con este porque, de puro ignorado, lo hubieran obviado. Lo que quiero decir con esto es que durante la lectura no he dejado de tener la sensación de que a esta silla le falta una pata. Ocurre que el relato es tan terrible como efectivo (he estado a punto de escribir efectista) ergo a todos nos gusta y a todos nos hace sentir. A todos nos cierra la enorme bocaza y ya el equilibrio lo buscamos nosotros.


2

De la web de Impedimenta: 

«En 2012, la escritora Anna Starobinets descubrió, en una visita rutinaria al médico, que el hijo que esperaba tenía un defecto congénito incompatible con la vida. Un diagnóstico que transformó la alegría más pura en dolor. ¿Qué hacer cuando los sueños y el futuro se desmoronan en la pequeña pantalla de un ecógrafo? Starobinets narra con una dureza extrema, pero con una humanidad desgarradora, el peregrinaje por las instituciones sanitarias de su país, indiferentes a su drama, su posterior viaje a Alemania y el duelo por el hijo perdido. Finalista del Premio Nacional de Bestseller 2018, Tienes que mirar desencadenó a su publicación una tormenta en Rusia, y la condena de parte del establishment sanitario ruso al atreverse a abordar el tabú del poder que tienen las mujeres sobre sus propios cuerpos, las secuelas del aborto espontáneo en el matrimonio y la vida familiar, y la insensibilidad e ignorancia mostradas por muchos en su país en situaciones límite como la suya».


3

«En la tragedia que vivió Anna Starobinets (Moscú, 1978) queda expuesto lo deshumanizado del sistema sanitario ruso, que, inflexible en sus procedimientos, le hizo pasar un auténtico calvario añadido al dolor de la pérdida de su hijo». Eva Cosculluela, ABC Cultural.

«En la pesadilla de Anna Starobinets habitan médicos sin empatía que invitan a una quincena de residentes a presenciar, sin pedir permiso, uno de sus peores momentos vitales; un sistema sanitario —el ruso— deshumanizado y acostumbrado a arrebatar la capacidad de elección a las mujeres, a tutelarlas; personas superadas ante la densa burocracia de herencia soviética; profesionales que, sin otras pautas, solo medicalizan el duelo de la pérdida de un hijo y tratan de hospitalizar a toda costa alas pacientes». María Sahuquillo, El País

«Tienes que mirar es también una impugnación en toda regla de la deshumanización que experimentará en carne propia en su periplo por la sanidad pública de su país». Íñigo Urrutia, El Diario Vasco.

«Fue entonces cuando comenzó su historia de terror, un crudo camino a través de las instituciones sanitarias rusas, que la obligaron a esconder el aborto por ser “feo y pecaminoso” y a “guardar silencio sobre su pérdida”». Laura de Grado Alonso, EFEminista

«Tienes que mirar parece la clase de exhortación planteada en múltiples direcciones: tienes que mirar las fallas del sistema, ese sedimento de los tiempos soviéticos todavía palpable en el trato de la administración, la desconexión cada vez mayor con el resto de Europa y la dificultad de llevar una vida normal cuando algo, por mínimo que sea, comienza a fallar». Oscar Brox, Détour

«Es el terror al desamparo ante del monstruo del sistema sanitario ruso». Laura Fernández, Vanity Fair

«Un relato desgarrador en el que retrata un modelo sanitario, como es el ruso, en el que a este tipo de situación, su trato a las mujeres deja mucho que desear, distante, sin casi ayuda: “no nos dedicamos a estas cosas”». Pablo Delgado, ABC Blogs


4

“No nos dedicamos a estas cosas”

Propongo que durante dos minutos dejemos de rasgarnos las vestiduras por lo que pasa en Rusia, ese país deshumanizado de médicos deshumanizados y sistemas sanitarios deshumanizados.

Una Nochebuena, pocos años antes de que Anna Starobinets preguntase al radiólogo cuál era el sexo de su hijo (corría la vigésima semana de gestación), un hombre y una mujer recibían, en idéntico momento, una noticia muy similar a la suya: en la ecografía recién realizada se observaba una irregularidad que hacía imperativo un análisis más detallado en el Hospital Materno Infantil de su localidad. Imperativo quería decir YA, hoy. Se acompañaba volante de urgencia. La revisión fue inmediata. El resultado, demoledor. Su embrión presentaba un cuadro muy similar al del Anna; con ligeras variaciones (el órgano afectado), el caso era el idéntico. La esperanza de vida (minutos, horas), también. Se recomendaba, pues, interrupción inmediata del embarazo por causas médicas. Lo de inmediata no era gratuito; faltaban muy pocos días para que venciese el plazo legal que permitía llevar a cabo esa intervención. Lamentablemente, en el Hospital Materno Infantil de esa localidad, situada muy al norte de la península ibérica (muy lejos, también, de la madre Rusia y, por supuesto, de Alemania) no se dedicaban a esas cosas, claro que aquí le llamaban objeción de conciencia. Cuando les dijeron esto, eran las dos de tarde. La pareja tuvo que coger un taxi que los llevase al centro de planificación familiar encargado de gestionar la logística necesaria para la intervención en un centro privado de Madrid toda vez que las instituciones sanitarias públicas de la región estaban llenas, por no decir plagadas, de objetores de conciencia, como hemos visto, el equivalente patrio a los “médicos deshumanizados rusos” aunque en esta casa les llamamos simplemente hijos de puta. La gestión, por lo demás, impecable (la experiencia es un grado): en cuatro días —y ya jugamos con fuego—, bien temprano, se coge usted un tren, o bien va en coche y ya le pagaremos la gasolina, y se dirige a esta clínica, salta el vallado de antiabortistas y deja que la intervengan ipso facto aprovechando que estará usted en ayunas. Luego, a más tardar por la tarde, nunca al día siguiente, repito, nunca al día siguiente y menos con fondos públicos, vuelve usted a saltar el vallado y se coge el tren de vuelta. Puede viajar de noche, no hay problema. Será por comodidades. Se agradecería parto natural inducido para estudio médico del embrión, pero entenderemos que no quiera pasar por el trago. Gracias. Ya luego nos cuenta. Inmediatamente después: la pesadilla de los siguientes cuatro días, el temor a sentir las primeras patadas, el trayecto en coche, el ingreso, la pérdida, la vuelta, la ausencia permanente y una médico cabrona que aún tenía más que decir. 

Lo que quiero decir con esto es que a mí la indignación de los medios me parece cojonuda, pero no estaría de más que, ya que se dedican a esto del periodismo, aprovechasen la oportunidad que les brinda ser el cuarto poder para hacer un poco de (auto) crítica y otro poco de investigación y otro tanto de documentación y fuesen arremetiendo contra todos aquellos políticos o sanitarios que a día de hoy todavía no entienden o no quieren entender o directamente no quieren ver, que ni tan progresistas o europeos los unos, ni tan soviéticos e inflexibles los otros. Que el problema ha de ser otro si al final va a resultar que estamos todos igual de jodidos y deshumanizados. O, para que me entiendan: si somos todos exactamente la misma clase de hijos de puta.


jueves, 6 de mayo de 2021

“El jardín de Reinhardt” de Mark Haber

«Madrid es lo que pasa cuando millones de idiotas procrean, y sus hijos, que son todavía más idiotas, procrean también, que follar es lo único que puede que se os dé bien a vosotros, los españoles, y, cuando estuve en Madrid, me dolía el alma, y el tiempo simplemente se detuvo, como si me hubieran mandado al infierno, porque Madrid es el arquetipo del infierno, Madrid es el simulacro del infierno: se parecen los dos hasta en el último detalle, hasta en la más mínima arista imaginable, y, si estuviera en mi mano, ni siquiera te mataría, sino que valdría con que te mandara de vuelta a esa tierra maldita, que es, en realidad, lo que te mereces […]».

Esto no lo digo por nada, eh. O sí.

Bueno, al lío. Hoy, menos que reseña: mero apunte de lectura. Dejar constancia de y poco más, esto es, recopilar citas. Con ellas la reseña se hará sola. Lo entenderán cuando las lean.

El argumento:

Jacov Reinhdard es un hombre obsesionado con la melancolía y, por extensión con otro hombre, Emiliano Gómez Carrasquilla, a quien se supone, o supone Jacov, una autoridad en la cuestión. Siguiendo el rastro de Carrasquilla, Jacov “huye” de su país de origen (Croacia) y cruza medio mundo hasta llegara la selva sudamericana, su jardín particular, donde se supone que se oculta esa suerte de profeta de la melancolía. Todo esto, claro, cargado de matices: sus compañeros de viaje, inolvidables a su manera, como Ulrich, verborreico narrador y admirador confeso del hombre al que sirve, o Sonja, «prostituta retirada que solo tenía una pierna, examante de Jacov e inestimable ama de llaves» de su señor castillo.

¿El problema? El de siempre: las putas expectativas.

Hay dos razones por las que he leído esta novela: uno, que el tema girara en torno a la melancolía, que de todos los estados es mi preferido y dos, el estilo, que parece sacado directa e impúdicamente de la pluma de Thomas Bernhard. Es decir: Bernhard y la melancolía. Como para no leerlo.

Pero.

Ese es, básicamente, el problema. La alargada sombra de Thomas Bernhard cubre y empeña la novela de una forma que roza lo indecente. Es decir, que aquello que atrae es lo mismo que repele.

«Maldigo esta repugnante tierra croata, despotricaba, esta tierra me da urticaria, bramaba, esta tierra, que es más endeble y descompuesta y cruel que otras tierras. Deseando estoy cruzar la frontera, porque no hay país que tenga una tierra tan fea, tan remisa ni tan despiadada; solo con mirar al suelo ya se ve su repelencia, murmuró, y, en cuanto entremos en Austria, me bajaré del carruaje y besaré la tierra austriaca, no porque sea tierra austriaca, que no es diferente de la serbia, la húngara o la eslovena, ¡sino solo porque no es tierra croata! […]»

Lo cual no quiere decir que sea una mala novela. No lo es. Mala, quiero decir. Es solo que bebe demasiado de algo de lo que no se debería abusar en tanto que particular, etcétera. Croacias que parecen Austrias y lugareños que parecen austríacos o, si hacemos caso de la primera cita de este post, madrileños:

«Los lugareños eran unos catetos de andar por casa, dijo Jacov, con creciente apasionamiento, unos catetos atrapados en un pueblo atrapado por una geografía atrapada en la mediocridad de su propia existencia».

De esta novela, sin llegar a recomendarla, me quedo con todos aquellos momentos dedicados a la aventura (divertidísima escena en Yasnaia Poliana) o aquellas partes en la que se hace referencia al que debería ser el tema de la novela (sin acabar de conseguirlo, en tanto que solo se teoriza sobre ello, llegando a resultar cansino): la melancolía.

«Todos y cada uno de nosotros somos unos melancólicos, de tal manera estamos construidos en lo más íntimo; sin embargo, nos pasamos la vida negándolo, intentamos esquivar el estado natural que más propio nos es; aun así, con que estemos un rato solos, aflora la melancolía; siempre está ahí, inagotable, incólume. Los filósofos han tildado la melancolía de enfermedad, aseguran que es una tristeza sin razón, pero yo estaba convencido de que era la tristeza de la razón. Cuando uno está melancólico, ve la realidad con total lucidez. Bienaventurados son los melancólicos en este mundo, los videntes y visionarios, y, según hablaba de su melancolía, Jacov se tornaba menos melancólico, porque, para estudiar esta emoción, comprendí, había que dejarla atrás, ya que la melancolía nos chupa la fuerza, debilita nuestro espíritu, erosiona el talento, y una de las ironías más crueles de la melancolía es la fuerza que hay que tener para estudiarla».

O bien:

«[…] la melancolía, en su forma más pura, era solo un darse cuenta de lo insignificante que uno era, y darse cuenta de esta insignificancia era, de suyo, significativa, y era un sentimiento plácido la melancolía, un sentimiento de la más honda alegría, escondida, incrustada quizá, en el caos del corazón humano, y cuando uno comprendía su propia tristeza inherente y no intentaba derrotarla ni ahogarla o convertirla en su enemigo, cuando no entablaba con ella una batalla constante y sin sentido, podría llegar a ser, con todas las letras, civilizado […]»

Resumiendo: que sí, pero NO. 

jueves, 29 de abril de 2021

“Desde la línea” de Joseph Ponthus

Hay cosas que me da mucha rabia. Una de ellas es esta: Que un señor escriba un libro. Que sea un libro de marcado carácter social. Que se venda bien. Que reciba buenas críticas. Que el autor se muera. Que se venda muuucho mejor. Que tenga que venir yo a ponerlo en su sitio.

No lo soporto. Esto último. No lo soporto.

No, no es verdad. Sí lo soporto. Es solo que rentabilizar la muerte de un escritor me parece más propio de una editorial que de un blog. Lo que quiero decir con esto es que me jode un poco que me puedan acusar de intrusismo cuando yo solo quiero hacer ruido.

Bromas aparte, dejen que les cuente el argumento y luego ya procedemos con el desollamiento:

Desde la línea” es autobiográfico ergo el autor hace de sí mismo. Ponthus era un joven alto y fuerte que tenía un buen trabajo hasta que, por motivos que tenían que ver con el amor, tuvo que mudarse no sé si a pastos más verdes pero desde luego sí menos fértiles. Como de lo suyo no había, acabó en una ETT. Pero como en la ETT tampoco se vio obligado a aceptar lo que le ofrecían, que no era otra cosa que un trabajo (tras otro) en una línea de producción (tras otra) de una fábrica. Tras otra. Que si tofu, que si gambas, que si carne.

Ya está. Es eso.

El libro, digo (casi digo “novela”). Va de eso y nada más. 

Y nada menos.

Porque, claro, una cosa es hablar de líneas de producción y otra muy diferente un señor golpeando un martillo cada doce segundos durante ocho horas al día con dos pausas: una para fumar y otra para el Sandwich Club. Que no era el caso de Ponthus, tampoco, ojo. Lo suyo era más de fuerza bruta, condiciones de mierda y un tipo inespecífico de malestar general. Por poner un ejemplo: en Chile, en 2007, unas cajeras de supermercado “denunciaron” a la patronal porque su contrato laboral no incluía pausas para mear, motivo por el cual optaron primero por ponerse pañales y luego quejarse amargamente a la prensa local. Pues bien, este no era tampoco el malestar general de Ponthus. Lo suyo era más bien una mezcla de incertidumbre (por depender de la tiranía de la ETT), monotonía (propia de la línea de producción) y precariedad (consecuencia directa de).

Que sí, que fatal. Las ETTs mal, las condiciones laborales mal y no tener para un coche fatal, también. Las jornadas leoninas, las horas extras mal pagadas (en el mejor de los casos), el olor a pescado, tofu o vaca vieja pegado en el paladar veinticuatro horas al día. Los fines de semana que no llegan a nada, la incertidumbre de no saber si el mes que viene seguirás ahí. Un poco lo de ser camarero pero en cachas y con los fines de semana prácticamente libres, vaya.

No seré yo quien defienda esa aberración llamada ETT, ni seré yo quien justifique la precariedad en tanto que “diferencia de clase” y tal, pero tampoco voy a romper una lanza en defensa de este libro solo porque en su trabajo hiciese frío, oliese a pescado o las vacas sangrasen en exceso al ser rebanadas. 

Pero dejémonos de lugares comunes.

* * * *

Todo libro-denuncia, en tanto que ésta sea social y legítima, merece mi respeto y hasta mi voto, ahora bien, no dejo de preguntarme dónde reside el valor de esta novela toda vez que lo denunciado tiene un carácter excesivamente local e íntimo. Quiero decir con esto que, en Desde la línea, no percibo realmente una denuncia a algo en concreto sino algo de una generalidad asociada a un sentimiento que lo mismo se puede tener en una cadena de montaje de coches, que en un matadero, que en una piscifactoría, que en la caja de un supermercado, que vendiendo seguros de puerta en puerta, que rellenando canutillos con patatas fritas. 

O como diría Joseph Ponthus:

un sentimiento
que lo mismo se puede tener
en una cadena de montaje de coches
que en un matadero
que en una piscifactoría
que en la caja de un supermercado
que vendiendo seguros de puerta en puerta
que rellenando canutillos con patatas fritas

No sé si lo pillan.

Por si no es así, se lo aclaro:

El mérito de Joseph Ponthus no reside en hacer un libro-denuncia de la cuestión laboral y sino en hacer un libro-denuncia de la cuestión laboral en verso. Y cuando digo en verso no estoy hablando de poesía, aunque podría (qué más da, si total se han dinamitado los márgenes y ya todo el campo es orégano) sino de algo que tiene más que ver con tener el salto de página averiado en Word.

Brevemente: un ejemplo: 

Cuando entré en la fábrica
Naturalmente me imaginaba
El olor
El frío
El transporte de cargas pesadas
La rigurosidad
Las condiciones de trabajo
La cadena
La esclavitud moderna

No iba para hacer un reportaje
Menos aún para preparar la revolución
No
La fábrica es por la pasta
Un curro alimenticio
Como se suele decir
Porque mi esposa está harta de verme tirado en el sofá esperando un contrato de lo mío
Así que entro
En el sector agroalimentario
El agro
Como dicen ellos
Una factoría bretona de producción y transformación y cocción y todo eso de pescado y gambas
No voy para escribir
Sino por la pasta


Y yo, con esto, cero problema. Las primeras cien páginas, al menos. Luego ya no tanto. Luego ya bastantes. Concretamente, aquí, TODOS:

 

Hay que leer el Diario de un obrero de Thierry Metz
Es una obra maestra
Publicada en la colección L’Arpenteur de Gallimard en los años noventa
El libro
Me lo recomendó Isabelle Bertin por Facebook
Lo encargué inmediatamente como cualquier libro obrero que encuentro ahora mismo
Lo recibí ese mismo día
Un bofetón

Búsqueda en Google
El tal Thierry se internó voluntariamente bebía se suicidó uno de sus hijos había muerto atropellado
Un poeta comentan en las webs
Más que eso
Encargué ipso facto el resto de su obra

Apenas un esbozo
Esa lengua
Eso hacia lo que yo quisiera aspirar
Esas palabras
Ese silencio del trabajo
Cito
«Es sábado. Las manos no hacen nada. Se oye a los chavales que juegan en la arena y los coches que pasan... En la casa las sillas hablan. No se sabe de qué. Lo que se dice carece de importancia. Solo es una palabra que se desgrana, un murmullo de viejas... Entre dos comidas, dos fregados de platos».

Esto es:

Dicen que cuando William Gaddis descubrió a Thomas Bernhard, tuvo claro cómo debía escribir el libro en el que llevaba toda la vida trabajando (el más breve y último de su carrera: Agape se paga). Cualquiera que haya leído ambos habrá visto el parecido razonable, pero solo eso, un parecido razonable. Pues bien, yo creo que cuando Joseph Ponthus leyó el libro de Metz tuvo claro cómo debía escribir el suyo: exactamente igual sustituyendo la puntuación por saltos de página. Básicamente. Y parecidos razonables, los justos. Es por esto por lo que Desde la línea parece el libro que Metz hubiese escrito de haber tenido folios suficientes.

La pregunta que tendríamos que hacernos es si el estilo utilizado por Ponthus en este libro le otorga el valor que justifica la etiqueta de obra maestra que le han colgado o si se trata nada más que una forma digamos que curiosa de llamar la atención sobre un problema. 

O si es uno que ha plagiado un estilo para hablar de sí mismo Y YA. 

No sé si yo puedo votar.


viernes, 23 de abril de 2021

“La anomalía” de Hervé Le Tellier

Me pregunta A. que qué hago leyendo Seix Barral; que cuándo fue la última vez que esos señores publicaron algo decente. Yo intento, sin éxito, justificarlos, no porque lo merezcan sino para evitar quedar como el clásico imbécil que se gasta veinte euros en un libro que se ve a leguas que no los vale. Frente al reto de su mirada apelo a la inocencia desde una sonrisa, le digo no sé qué del Goncourt y es probable que nombre a Rushdie en algún momento, sin demasiada convicción, pero con la vaga esperanza de que eso sirva para refrendar mi argumento de que hasta la peor editorial puede publicar un buen libro por casualidad (me cuido bastante de no dar títulos, eso también es verdad, o a esta hora seguiría escuchando su risa). 

Más tarde, en la soledad de mi celda, comprobaré que, efectivamente, la última vez que leí alguna “novedad” de Seix Barral que valiese realmente la pena fue hace demasiado tiempo. Jesús Carrasco, Menéndez Salmón, Isaac Rosa, Javier Calvo, Laura Fernández, Rosa Montero, Vicente Luis Mora… Las cosas como son: fácil no lo ponen, por mucho que sea yo quien acostumbra a jugar con fuego. Que sí, es verdad, no hace falta que griten, les escucho perfectamente: también Peter Matthiessen, Don Delillo, Jonathan Franzen, Lydia Davis… Pero hablamos de un “ahora” relativamente amplio: pongamos diez años. Y siendo así, no hay salida: MAL. 

Pero estoy divagando. 

A ver si por una vez soy capaz de centra el debate en la cuestión: Premio Goncourt. No, perdón: La anomalía

Arranquemos con un chiste fácil: aquí la única anomalía digna de mención es que le hayan dado este premio a este libro. Claro que, por otro lado, tampoco tenemos porqué volvernos locos con esto, al fin y al cabo el historial del Goncourt deja lo suyo que desear:  echando la vista atrás no encuentra uno demasiados motivos para el alboroto al que supongo nos conduce la desesperación propia de quien vive rodeado de escritores incapaces de crear una obra que marque alguna diferencia respecto del encefalograma plano habitual. Con esto no pretendo insultar a nadie (aunque si alguien quiere sentirse insultado por mí no hay problema), simplemente recomendarles que, si en algún momento se les ha pasa por la imaginación leer este libro, convendría que lo hiciesen desde la perspectiva de quien se sabe frente a una obra de características similares a las que Pierre Lemaitre nos ofreció hace unos años en su también Premio Goncourt, “Nos vemos allá arriba”, esto es, una novela de corte clásico que apuesta por el entretenimiento desde una técnica bastante conservadora, tanto en la forma como por el fondo.

Esta novela —que podría haber escrito Stephen King en una mala tarde haciendo la mitad de ruido— tiene un argumento bastante sencillo: un avión que sobrevuela no sé qué cielo, atraviesa una tormenta de la que sale dos veces: la primera cuando corresponde, la segunda tres meses después. Y ya está. El gobierno del país, liderado por un presidente que roza la discapacidad, entra en pánico y aplica protocolos imposibles desarrollados tras el 11S por una pareja de frikis venidos a más. Esto supone derroche presupuestario: científicos a paladas, reuniones, gabinetes de crisis éticas y técnicas y hasta un favor personal a líderes confesionales, como si ahora esta gente fuese de fiar. 

Quisiera poder decir que la novela aporta alguna reflexión interesante al campo de la filosofía, la mística o la física pero me temo que no es así. Le Tellier, que así es como se llama el padre de la criatura, prefiere entregarse sin asomo de rubor a la novela de acción porque mucho Oulipo mucha hostia pero al final lo que da pasta es Expediente X. 

Personalmente he pasado un rato la mar de entretenido (al menos durante la primera mitad de la novela, luego ya no tanto) pero hubiese preferido que el seguimiento a los once personajes protagonistas (once, eh), a cual menos interesante, hubiese sido menos exhaustivo, apenas una pincelada, por lo innecesario, básicamente, y porque de ese modo no hubiese tenido que aguantar como sí he tenido que aguantar (y como tendrán que hacerlo ustedes si no detienen esta locura) las previsibles confrontaciones (llámenlos careos si les place) entre personajes duplicados, ni las lacrimógenas despedidas en forma de carta dejada sobre la mesilla de noche. No, en serio: no me jodas, Hervé.

Lo mejor de esta novela, aparte del ritmo endiablo que hace posible terminarla en dos sentadas, es la tranquilidad que tiene haberse quitado de encima para siempre la presión del Goncourt y las ocho cervezas anuales que disfrutaré gracias al ahorro que supondrá  no volver a gastarme un euro en Seix Barral.





Editorial: Seix Barral
Colección: Biblioteca Formentor
Traductor: Pablo Martín Sánchez
Número de páginas: 368


miércoles, 21 de abril de 2021

Resumen de lecturas 2020-2021 (1ª parte)

Brevemente.

Bueno… más o menos.

2020, o gran parte de él, estuvo… iba a decir plagado, cargado, pero sería mentir demasiado descaradamente hasta para mí, digamos hubo unos cuantos libros que, lejos de merecer alguna consideración, lo que merecían y finalmente tuvieron fue una caída a plomo en el olvido. Y lo digo en un sentido menos figurado de lo que parece, pero ya llegaremos a eso en futuros episodios.

Han sido catorce, en total (aunque sé que me dejo alguno, como “Amor” de Pearl S. Buck, que omito porque no estoy seguro de la fecha y porque no sé por qué), los libros empezados y terminados entre marzo de 2020 hasta que decidí retomar este espacio. Solo empezados no sabría decirles. ¿Decenas? Seguro. Quemados no sé, por ahí, también. En cualquier caso, una cifra LAMENTABLE.

Con “La trama nupcial” de Jeffrey Eugenides me ha pasado algo curioso que creo (creo) no me había ocurrido nunca: en el momento de empezar este post había olvidado por completo su lectura. No el argumento, ojo (que también), sino el hecho mismo de haberlo leído, hasta el punto de jurar y perjurarme que no había sido así. Observadoras externas mucho más atentas que yo, aseguran que me equivoco (“¿no te acuerdas?, lo hiciste animado por un comentario de Luna Miguel, en el que decía que qué bien o algo así”) lo cual he confirmado en la web de la editorial, tirando de argumento y agradeciendo, en esta ocasión al menos, la insana costumbre que tiene Anagrama de reventar el libro en la contra, no vaya a ser que quieras descubrirlo en el interior. Y puedo decir que sí, que efectivamente, lo he leído. Albricias. Y que sí, que efectivamente se lo pueden ustedes ahorrar porque, pese a las garantías que ofrecen según quienes de estar ante una “obra deslumbrante” lo cierto es que La trama nupcial es una novela que fuera de lo suyo, que sabrá ella lo que es, no aporta absolutamente nada y su valor reside en lo que dure su combustión si la tarde viene fresca.

Mismo caso para “Otra vida por vivir” de Theodor Kallifatides, que leí tras la “interesante” (por lo que tiene de acercamiento al mito y el trabajo que te quita de tener que leerte la obra original, no por su excelencia) “El asedio de Troya”. “Otra vida…” me dejó frío glaciar y me alejó probablemente para siempre de este escritor prácticamente antes de haberlo descubierto. Al igual que en caso de Eugenides, recurro a la contra del libro en busca de inspiración y me encuentro lo siguiente: “Kallifatides ofrece una meditación profunda, sensible y cautivadora sobre la escritura y el lugar de cada uno de nosotros en un mundo cambiante”. Pues igual sí, pero sería entre sueño y sueño.

Algo parecido a lo de este señor me ocurrió con Rachel Cusk, de quien había oído maravillas, motivo por el cual me metí entre pecho y espalda dos libros que, fuera de párrafos puntuales, me provocaron poco más que indiferencia. El primero de ellos, “Despojos”, gira en torno a la ruptura matrimonial (no sé hasta qué punto es autobiográfico, tampoco creo que importe), y dentro de ese marco bien, supngo que podría uno sentirse identificado en algún momento, pero fuera de él despierta poco más que desinterés y, si quieres, algo de compasión. Si se van ustedes a divorciar sin duda mucho mejor Sun Tzu que Rachel Cusk. Les dejo una cita, al fin y al cabo esto es un blog de literatura:

«Le digo a Y: El matrimonio es un modo de manifestación. Absorbe el desorden y lo manifiesta como orden. Reúne cosas distintas y las convierte en una sola. Recibe caos, diversidad y confusión y los convierte en forma.
Y se acaricia los nudillos.
El matrimonio es civilización, y ahora los bárbaros están retozando entre las ruinas, digo.
Pero encontramos ruinas exquisitas, señala Y.
Parece que me acusa de sentimentalismo. Parece que sospecha que tengo nostalgia.
La gente derroca gobiernos y luego quiere recuperarlos, digo. Desaloja al dictador y luego no sabe qué hacer. Se queja de que ahora todo es caos, de que ya no existen la ley y el orden».

Pues así a ratos. Luego tiene también mucho de esto otro: “El dolor no es amor, pero es como el amor. Es su primo lejano, un personaje cruel, hecho de insomnio y adrenalina sin endulzar por la esperanza”, que son frases que están muy bien si llevas un libro de citas o quieres ligar en twitter.

Tras “Despojos” (pese a, más bien) llegó “A Contraluz”. Yo leí ese libro. Juro por dios que lo leí. Ahora, no me pregunten nada porque así como vino así se fue. Di tú que andaba uno a otras cosas, pero hemos estado a otras cosas más veces y esto no pasaba o sea que igual sí es culpa de esta señora.

Más errores.

Ay, sí. Dios, que bajón. 

“Las brujas” de Celso Castro. Y ya me jode, eh, que este chico es casi del barrio, pero mira, NO. Las brujas, no. Lo siento. No es una mala novela, en el sentido es que es puro Celso Castro pero yo a aquellas alturas, con el mundo viniéndose abajo, esperaba más. No más de lo mismo, sino más. Y en Las brujas no estaba. Ni está. Con todo, volveremos a Celso, porque algunos siempre volvemos a Celso, quizá porque la tierra tira y Celso otra cosa no, pero de aquí es un rato largo.

De “A lo lejos” de Hernán Díaz (probablemente el primer libro leído durante el encierro) guardo un recuerdo de novela entretenida y poco más. Y nada menos. Habida cuenta que eso es exactamente lo que buscaba, digamos que Díaz cumple con lo prometido con el valor añadido que tiene reencontrarse con un género como el western, siempre tan menospreciado pese a las satisfacciones que acostumbra a dar.

Mismo caso para “Cartas de la monja portuguesa” de Mariana Acoforado (supuestamente, dicen), novela por la que he pasado sin pena ni gloria y de la que rescaté, un poco por caridad y otro por simpatía, algunos fragmentos que tenían que ver con el deseo (o la falta de este) y sus consecuencias, tipo los inconvenientes de amar en exceso, que, de todo lo que tiene que ver con el amor, es el único que me suscita algún interés.

«Pero lo que me mortifica sin cesar es el disgusto y el fastidio que tengo para todo… Mi familia, mis amistades, este convento, todo se me ha hecho insoportable. Aborrezco todo lo que tengo que hacer y a lo que tengo que asistir por obligación. Tan celosa soy de mi pasión, que me parece que todas mis acciones, todas mis obligaciones te pertenecen. Sí, me siento culpable cuando no dedico a ti todos los momentos de mi vida. ¡Qué haría, ay de mí, sin este odio tan grande y este gran amor que hinchan mi corazón! ¿Podría, acaso, sobrevivir a lo que incesantemente me absorbe y llevar una vida tranquila y lánguida? No, no podría, no me conformo con ese vacío y esa indiferencia».

Dos más y ya termino.

“Contemplaciones” de Zadie Smith es un libro escrito durante la pandemia. Son pequeños…. “ensayos” digamos, que hablan de esto, lo otro y lo de más allá, asuntos en general que no despiertan gran interés y en los que no vale la pena detenerse. Es pequeño y es barato (es un decir), o sea que tampoco es una gran pérdida. Estoy pensando ahora que hubiese estado bien tenerlo cuando hacíamos cola para ir al supermercado. Bueno, qué coño, todavía estamos a tiempo. Prescindible, en cualquier caso.

Cerrando este catálogo de despropósitos, esto es, de libros que no merecen la atención recibida (quizá en algunos casos no tanto por su calidad como por el momento elegido para leerlos, pero en cualquier caso decepcionantes en tanto que otros en igualdad de condiciones no lo fueron), está “La mujer helada”. Annie Ernaux me pareció más que interesante en “Pura pasión” pero en este caso no ha pasado de correcta. Honestamente, no merece que le dedique más tiempo.

Hasta aquí la primera parte de esta recopilación de lecturas que pasaron directamente con pena por mis manos durante esta mi excesivamente larga ausencia. Me hubiese gustado dedicarles más tiempo; quizá tendría que haberme documentado un poco más para este post pero la realidad es que son libros que ni me interesaron gran cosa en su momento ni lo hacen ahora.

Mañana o pasado o cuando pueda, que yo también tengo vida, hablaremos de aquellos otros libros que sí valieron la pena, en algunos casos más, en algunos casos menos, en algunos casos en parte. En algunos casos MUCHO. De esos hablaremos con calma.

O lo intentaremos.

Que tenga buena tarde.




lunes, 19 de abril de 2021

2.0

Ave María purísima. 

¿Cuánto hace de la última vez? ¿Un año? No. Año y pico. ¿Año y dos meses? Casi.

Que ya no está mal.

Lo que he pecado desde entonces, madre mía. Ni se imaginan.

Pero bueno. Aquí estamos. Otra vez. O eso parece.

Les confieso que llevo algo así como la mitad de ese tiempo jurándome no volver y otro tanto fantaseando con la idea de hacerlo, animado por comentarios, insinuaciones y otras nostalgias propias (y ajenas) de la edad, al menos las mías. Como pueden ver, ha ganado ella. De modo que, bueno, probemos, a ver que sale: si sale algo o no sale nada o sale rana o se sale de madre, que sería lo suyo.

* * * *

Un año y dos meses dan para mucho, sobre todo si parte de ese tiempo te lo vas a gastar mirando la vida pasar. 

En circunstancias normales (en circunstancias normales confinado, no en circunstancias normales normales) hubiese leído no menos de doscientos libros, reseñado cien y cervezas ni te cuento. Pero no ha sido así. Durante el confinamiento me ocurrió lo que a tantos (quiero pensar): una absoluta e irritante falta de interés hacia todo lo escrito, fuese lo que fuese. Y por libros no era, eso se lo aseguro. Ni por ganas. Pero ni modo: durante meses fueron cayendo uno tras otro contra el cemento. Su peso en plomo. Dos páginas, dos, y a veces ni eso, era cuanto necesitaba para detectar la impostura, la mentira y la falsedad en cada palabra, en cada frase. Saltaba a la vista aquello que había estado siempre allí: la mediocridad. La pandemia o la necesidad de devolverle a las cosas la importancia que nunca debieron perder, parecía hacer evidente lo que hasta entonces había encontrado la forma pasar desapercibido, de ser disimulado, edulcorado o diluido; ocultado, en cualquier caso, a la vista de todos. 

 Y ahí se quedaron, tantos libros, no sabe uno si tirados o caídos, la mitad de las veces, la mitad de ellos. Por el resto hice un esfuerzo, en ocasiones merecido, otras no tanto, pero pocas, muy pocas, con resultados “reseñables”, valga la redundancia.

Tengo para esto la teoría antes insinuada, una teoría de un único uso, magnífica, cargada de razón y mala hostia que viene a dar a entender que en tiempos de pandemia —como espacio asolador y que sobrepasa con mucho a la cruda realidad de antes—, prevalecen aquellos libros que tiene un valor que va más allá del ombliguismo de quienes los escriben y la ignorancia supina de quienes los leen (y la estulticia de quienes los editan, porque no-me-jodas). Esto es, ¿qué sentido tiene leer el último de Javier Marías teniendo, por ejemplo, a Montaigne? (Y que dios me perdone la comparación). 

Pero.

Quisiera estar en condiciones de decir que el poco tiempo que servidor de ustedes ha dedicado a la lectura ha sido de un aprovechamiento ejemplar, fuera de toda duda, digno de un Tongoy de clase A. Pero no. El tiempo que quien esto escribe dedicó a la lectura, y salvo honrosas y en algunos casos notables ocasiones, se malgastó y se perdió como se malgasta y se pierde el tiempo escribiendo, editando y publicando según que cientos de miles de millones de libros.

Se me está pasando por la imaginación dejarles un botón de muestra, esto es, una relación comentada de aquellos libros que sí he podido terminar, pero creo que será mejor ceñirnos a la idea original: saludar, insinuar una vaga declaración de intenciones y poco más. Al menos de momento. Quizá (que coño “quizá”, si ya he empezado) en los próximos días me ocupe de desgranar aquellas lecturas, dedicarles el tiempo que merecen, incluso más, pero no será hoy. Hoy no. Porque, no nos engañemos, todos sabemos que por encima de las quinientas palabras no hay dios que aguante a un post así sea de lo que sea.

Y no seré yo la excepción.


P.D. He llamado a este post 2.0 por razones obvias. Ignoro qué Medicina nos deparará el destino pero sí puedo asegurarles una cosa: volveremos a hablar de literatura; de la de verdad y de la otra. Que ya iba siendo hora, también, tanto Netflix tanta hostia.