lunes, 29 de julio de 2013

Píldoras críticas (1)

Que el tiempo es relativo lo demuestra el hecho de que yo antes tenía más. Leía más, escribía más…. todo más. Ahora, será la edad, todo va a menos. Casi todo. Me han dicho que estoy entrando en la flor de la vida pero lo mismo me dijeron a los treinta. El caso es llevo algo así como doscientos meses leyendo a un ritmo demasiado lento. La idea de este post es, pues, la siguiente: resumir resumidísimamente algunas lecturas que no merecían quedarse a vivir en un tintero. No veo otro modo de conciliar la vida real con la digital. Déjenme ir al grano; detesto tanto como ustedes estas introducciones. 

“El desierto de los tártaros” de Dino Buzzati 

Resumiendo hasta la náusea “El desierto de los tártaros” podría pasar perfectamente por ser la historia de un joven teniente que es destinado a una fortaleza en el medio del desierto. ¿Sabe alguien que pueden hacer doscientos tíos en una fortaleza con vistas a un arenal infinito? Aparte de follar, quiero decir. Nada, efectivamente. Por eso la novela no trata sobre el ejercicio militar ni sobre la soledad de la garita del fondo sino sobre el tiempo y la espera; sobre el atractivo de dejar la vista fija en un punto y que todas tus preocupaciones sean lavarte los dientes antes de irte a la cama o asegurarte de mecanizar tu trabajo hasta punto de poder abstraerte completamente de todo. Objetivo: la inacción absoluta en espera de la invasión. Suena estúpido pero no lo es tanto. No hace mucho un presidente del gobierno de cuyo nombre no quiero acordarme agradecía la pasividad ciudadana ante la injusticia social en un país sobre el que pesaba la permanente amenaza de rescate invasor. Bueno, definitivamente sí es bastante estúpido, pero Buzzati tiene ese no sé qué en la prosa que no puedes dejar de mirar ni queriendo; querría uno también irse al desierto a mirar por la ventana de la garita la arista de alguna garganta. 

“El desierto de los tártaros” es una novela absolutamente genial que habla de ese tiempo de espera, ese mirar las manecillas del reloj, de la capacidad del ser humano para no hacer absolutamente nada por salir de una existencia voluntariamente soporífera. Si las novelas más grandes son aquellas que nos hablan de nosotros mismos en cualquier época, la de Buzzati merece sin duda ese puesto de honor por estos tiempos tan poco solidarios que vivimos. Brillante. Imprescindible. 

* * * * * * * * * 

“Kanikosen. El Pesquero” de Takiji Kobayashi

Un crítico del New York Times dice, de este libro, lo siguiente: “Un best-seller inesperado que retrata la angustia de los trabajadores frente a la precariedad laboral”. De los trabajadores hablamos, si les parece, después, pero para este párrafo me quedo con lo de “bestseller inesperado” haciendo hincapié esto último (inesperado). Que el mundo del bestseller se divida entre esperados e inesperados me hace albergar esperanzas para tanto genio incomprendido como tenemos en este país. 

Dicen también que Kanikosen lleva vendidos más de millón y medio de ejemplares. Y quién sabe, igual sí; una afirmación como esta es creíble a voluntad; desde luego aquí en España no ha sido. En Japón 1,6 millones viene a suponer el 1% de la población total, que comparándolo con las cifras de ventas de “50 sombras de Grey” en Gran Bretaña tampoco es tanto vender. Normal, por otro lado; al fin y al cabo no es lo mismo ver a los protagonistas zurrándose con látigos consentidamente para llevarse al orgasmo que a uno sólo zurrando a quinientos y luego tirando al mar a los que se le mueren por exceso de celo. Puestos a hablar de algo mejor de sexo que de derechos humanos. 

Y de eso va esto: un cangrejero japonés de 1930, más o menos, se echa al mar con chorrocientos desechos humanos víctimas de unas lamentables condiciones sociales. A los pobrecitos les dan hasta en el carnet de identidad gracias a la falta total de escrúpulos de unos, avalada por la laxitud de una legislación diseñada por otros no muy diferentes a los primeros. Capitalismo en estado puro. Uno se pregunta, durante la lectura, si va a tardar mucho en llegar la revuelta. Un rato sí que tarda pero teniendo en cuenta que el libro tiene 140 páginas tampoco es que se haga largo. No les voy a contar el final, pero baste decir que tiene toda la pinta de ser bastante realista. 

El señor que la escribió se llamaba Kobayashi, como la mitad de los japoneses, y era un comunista de tomo y lomo. Así se entiende la intención de la novela. Murió joven. Lo mató a golpes la policía por esa manía que tenía de propagar ideas subversivas y anticapitalistas. Eran otros tiempos; ahora para callarte te conceden una hipoteca. La cuestión es que Kanikosen es ideal para llevar a congresos de izquierdas y demostrar a los derechas lo cabroncísimos que son y que este desastre de ahora ya se veía venir, que miren el cangrejero, qué cosa de terrible, que ejemplo de vida y que gran lección. Una novela ideal para rojos con ganas de bronca. 

viernes, 26 de julio de 2013

“Leonardo” de Guillermo Aguirre

Me aburro. La madrugada no es lo mismo sin un blog en la retina. Total, que se acabaron las vacaciones blogueras.

Me llevo este libro, Leonardo, a la playa. Me lo llevo a la piscina. Me lo llevo al campo, nos sentamos debajo de una higuera un día y de un limonero, otro. Abrimos juntos siete cervezas. Lo llevo conmigo en el coche. Nos hacemos inseparables. Nos falta meternos mano, nada más. Pero no hay modo. La cosa no avanza. Todo es sangre, sudor y lágrimas y cada párrafo es un dolor de muelas. Sus 186 páginas semejan peores que un parto, con perdón. Leonardo, de Guillermo Aguirre, es un libro que yo suponía interesante, se fue haciendo pesado y acabo siendo directamente insoportable. 

Llegué a la página 52, que ya no está mal. Lo honroso es llegar al final, pero se ve que yo no soy tan hombre como los demás. Me refiero a todos esos críticos que van de maravillamiento en maravillamiento y que ven en esto de Aguirre algo que yo no. Mateo de Paz, por ejemplo, escribe una crítica en tres partes de esta novela para Factor Crítico en la que dice lo siguiente: “Guillermo Aguirre construye un artefacto literario muy inteligente; indispensable y efectivo. En un tiempo en el que los editores solicitan libros fáciles, sencillos, líquidos o digeribles, se hacen necesarios libros así, formalmente complejos, discursivos y profundos.” Como tontería ya no está mal. Para calificar este libro de indispensable hay que tenerlos muy bien puestos (a esto me refería cuando decía que hay mucho macho suelto reseñando esta novela). Pase el elogio que en su momento le dedicó Rafael Reig (una gran novela, dijo) porque al fin y al cabo es amigo y le presentó el libro nosédónde pero el resto podía morderse un poquito la lengua, que se juegan el prestigio, leches.

El caso es que yo no pude con esto de Aguirre porque como prosa tiene un pase si a uno le pirran los excesos pero como trama la cosa cojea de puro insufrible. La cosa va un pollo llamado Leonardo (“Llamadme Leonardo”, dice) persiguiendo una Teta Blanca, del mismo modo que otro, llamado Ismael, perseguía una ballena de idéntico color. Igual esto es lo que Mateo de Paz entiende por “inteligente” y “profundo”, sin saber exactamente cuánto hay que cavar para dar con la puta trufa, pero meter a Moby Dick en una novela para darle una pátina de prestigio al relato es una moda que empieza a resultar vomitiva.

Yo, lo siento, no puedo con tanta dispersión y tanta reflexión de bote. Dedicar una cuarta parte del libro a contarme en primera persona que un imbécil (que Reig, con otro par, comparó con el protagonista de Memorias del Subsuelo y con Oblomov) se va a vivir con una mujer que un poco más tarde lo abandona por infiel es esperar demasiado de mi tiempo libre toda vez que se va demostrando, página a página, que la cosa está otra vez en exagerar el cómo y ver si así, con el ruido, cuela. Bueno, pues no. O sí, vaya, pero no siempre. 

Con diferencia, una de las novelas más aburridas que me he echado a la cara en mucho tiempo.

Puedo escuchar cómo se tensan las jarcias, cómo la nave quiebra su espinazo cuando un cambio de mar atiza su rumbo. Puedo escuchar las tablas que parecen querer quebrarse bajo mis pensamientos, llenas de gorgojos y polillas.
Como ya he dicho, todo amor tiene en su inicio una etapa de florecimiento y, así, nuestro amor se abrió, floreció y creció a la sombra de mi falsedad de un modo tan lustroso y arrogante que incluso aquellos que nos rodeaban —ya no nosotros, que vivíamos en medio de aquella selva demasiado espesa para ver más allá— se sintieron engañados y, para mi absoluto regocijo, compartieron aquel excéntrico paraíso con nosotros. Y tan alto, tan alto estábamos, tan en el cénit de nuestro cielo sentimental vivíamos —o al menos así me sentía yo por entonces, tan feliz como pueda serlo el más infeliz de los mortales— que no supe prever la tragedia que se había gestado bajo mis respuestas engañosas y mis complicadas bravatas.

lunes, 22 de julio de 2013

“Los hermanos Sisters” de Patrick deWitt

Hoy toca crítica breve, no todo va a ser incontinencia verbal. Además, la novela tampoco lo merece. Reseña modelo Advertencia, digamos.

La acción transcurre en la soleada california a finales del siglo XIX. Esto va de dos asesinos a sueldo (y a su vez hermanos) que son contratados para matar a un señor, un buscador de oro, que vive a tomar por culo de dónde ellos están. Preguntas, las justas. A tal efecto han de desplazarse de un punto X a un punto Z pasando por un punto C, D, E, F e incluso, si me permiten el chiste, G. Sabiendo como sabemos que del punto X al Z distan semanas a caballo, la cosa va de contar los ires y devenires de ambos durante el trayecto, con sus tiros, sus bandidos, sus putas y sus amores no correspondidos.

Cuenta entre sus virtudes el cachondeo y entre sus defectos, también. Quiero decir que si te quieres reír, puedes, faltaría más, pero también llorar, de pena fundamentalmente, por esa incansable e inútil búsqueda del humor en tiempos revueltos. Ya sabemos como son los "humores", que o te llegan o no te llegan. A mí ni me rozó. 

Media culpa es de la contraportada, que promete el oro y el moro, al nombrar, como sin querer, a Cormac McCarthy (aunque sea para desmentir supuestos parecidos razonables), William Faulkner (¡Faulkner!) o los Hermanos Coen. Pues de la misa, la media. Nada de McCarthy, más allá del blanco de los ojos de los caballos y a Faulker lo he buscado pero no lo he visto. Con los Coen… bueno, sí, con los Coen tiene algo, el humor tirando a absurdo, quizá, pero tampoco mucho más. Les recuerdo que estamos hablando de una novela mucho menos graciosa de lo que se cree.

El problema es que el protagonista (la novela está narrada en primera persona) es un poco gilipollas y cuesta tragar con la continua dinámica de rozar la depresión, querer montar una ferretería y volver a los brazos de su madre. Ora le da por descubrir el cepillo de dientes, ora por seguir una dieta baja en grasas, ora por regalar su dinero a mujeres a cambio de sonrisas y ni una triste mamada. Y todo esto mientras su hermano, un perfecto hijo de puta, tiene una actitud mucho más normal, más propia de la imagen que el lector tiene de un canalla amoral en el contexto histórico de la fiebre del oro. Cierto es que para realismo ya tuvimos Deadwood y no funcionó. Ya supongo que de ahí el humor, pero de la mezcla no saltan chispas. No funciona. No es divertido lavarse los putos dientes, deWitt, ni enamorarse tres veces, ni creer que es mejor darse a la ensalada. 

Novela floja dónde las haya, que encadena situaciones absurdas que no conducen a nada, que como relleno está bien y que no sirven nada más que para describir la peculiar relación entre dos villanos hermanos ni tan villanos ni tan peculiares.






miércoles, 17 de julio de 2013

“Batman desde la periferia” VVAA (Alpha Decay)

“Batman desde la periferia”, editado por Laura Fernández, Enric Cucurella y Ana S. Pareja lleva el siguiente subtítulo: “Un libro para fanáticos o neófitos”. Cuando dicen fanáticos y cuando dicen neófitos debemos entender que se refieren tanto los expertos como a los que acaban de llegar. Esto está muy bien; mismas condiciones para todos. Además ayuda a vender libros. Ahora bien, de verdad tiene lo justo tirando a poco. Tirando a NADA, más bien. Esto lo digo desde mi posición de no-fanático no-neófito, o lo que es lo mismo, como ex lector de las aventuras del murciélago y como desconfiador no oficial de los productos de la marca Alpha Decay.

El libro de escasas doscientas páginas contiene diez, digamos, ensayos que tratan diversos temas con un denominador común. No me detendré el mismo tiempo en todos porque no todos merecen la misma atención. De hecho algunos no merecen ninguna. En cualquier caso no estará de más prevenir, no vayamos luego a lamentar. 

Slavoj Zizek cierra el recopilatorio con un interesante ensayo en el que echa mano de la última película de Batman para hacer un análisis de la problemática social actual que incluye a los llamados OWS (Occupy Wall Street). Como broche final está francamente bien. La pena es que el resto, todo lo anterior, salvo excepciones, no esté ni remotamente a la altura.

En el primer ensayo, Juan Francisco Ferré trata de demostrar que “Batman y todos esos otros patrióticos y disfrazados luchadores contra el crimen son realmente sociópatas violentos con inclinaciones fascistas además de mesiánicas y una perversa fetichización de los calzones”, que como descubrimiento va un poco pillado. Se hace un repaso ligero de su vida, obra y milagros a través de una serie de archiconocidos comics y las películas que cualquiera con más de veinte años habrá visto un par de veces así como del famoso relato de Barthelme que lamento confesar no he releído para la ocasión. 

Blake Butler (autor de “Nada”, publicado por Alpha Decay), firma un artículo en el que habla de su relación con Batman: “Compré dos ejemplares del cómic simplemente porque sabía que su valor sería en el futuro muy superior al de salida; ni siquiera los leí, muchísimos de los cómics que compré en aquella época no los leí jamás y no los compraba por ningún otro motivo que por una cierta idea de inversión. […] lo único que deseaba era poseer algo de valor creciente, objetos únicos de producción limitada creados para venderse en comercios específicos donde los niños como yo entraban y se gastaban todo su dinero en lugar de hacerlo en mierda deportiva o comida o cualquier otra cosa que les guste comprar a los preadolescentes.” Cuenta más cosas, claro: que tuvo un pijama/disfraz, que le gustan los superhéroes sin superpoderes y otras consideraciones personales que como diario de algo de algo están bien pero como ensayo vuelven a ser un tema más que discutible.

Greg Baldino, crítico de comics conocido en su casa a la hora de comer, defiende la teoría de que lo que realmente hace de Batman un gran personaje son sus villanos. Este asunto es tan poco discutible y da tan poco juego que me niego a perder ni un minuto más con él.

Eloy Fernández Porta, su artículo, al menos, es directamente insoportable. No se me ocurre ni una sola razón para leer esta suerte de análisis del arte que rodea a la figura de Batman, y mucho menos desde la pedante perspectiva del filósofo que confunde verborrea con algo que tiene que ver con el sincero interés de un lector neófito: “El biomorfismo cobra una nueva dimensión cuando se despliega en el tiempo de la secuencia: en esa nueva serialidad que Andrei Molotiu denomina abstract comics, y en la que ve, en una concepción más formalista que la de Fahlstrom, la prolongación, por otros medios, del legado greenbergiano.” Pues esto así durante 6.707 palabras que se acompañan de fotos de figuritas de Batman tras una vitrina de mariposas, reproducciones de Mark Chamberlain o un fotograma de Batman chupándosela a Robin que parece ser poco más o menos lo que obsesiona a casi todos.

Laura Fernández, antologadora del presente volumen, habla de las chicas murciélago. Es la aportación feminista o feminoide del recopilatorio y como tal hay que tratarla. Esto es un poco como lo de meter un negro haciendo de Kingpin en Daredevil: se hace porque se tiene que hacer, para cumplir con los mínimos, r no porque tenga razón de ser. Por aquello de darle continuidad al chiste quisiera poder decir lo mismo de la aportación de Elisa G. McCausland, pero maldito si me acuerdo de qué hablaba más allá de darle otra (o la misma) vuelta de tuerca a las Batgirls y Batwomans. Así de interesante debía ser.

Igual o parecida basura es el ensayo del fallecido Aaron Swartz llamado “Lo que sucede en El Caballero Oscuro”. Y digo basura y digo bien porque eso es exactamente lo que es: un resumen del argumento, diálogos escogidos incluidos. Esto ayuda a dar una idea de lo mal que se puede editar un libro. Es una pena que el muchacho haya muerto tan joven, pero eso no quita para que sólo por eso vayamos ahora a leernos todas sus chorradas. Es importante recordar una cosilla insignificante: uno no siempre se revaloriza cuando se muere. Para que quede claro: Porta, Laura Fernández y este completo desconocido se cargan solitos ellos la antología. Si yo fuese Ferré o Zizek les retiraba la palabra a los editores por juntarme con semejante banda. 

También puedes ser Calvo o Claro (como el anuncio de atún), y que te dé todo igual. Ir a tu puta bola. Javier Calvo, por ejemplo, escribe sobre la etapa de Grant Morrison en Batman que es precisamente la etapa que yo interrumpí cuando dejé de leer comics (una decisión que entonces creía yo temporal). Digamos que como artículo no está mal, resulta interesante sobre todo para quienes, insisto, fuimos lectores de la saga, pero no deja de ser un artículo que no tiene nada que ver con la periferia desde la que se observa a Batman. De hecho, es todo lo contrario: es un artículo que únicamente leerán y disfrutaran aquellos que estén de vuelta y media. 

Claro (Christophe Claro) con quien ya me crucé durante la no-reseña de Nada de Blake Butler que publicó en su momento Diario Kafka, escribe algo que parece un guión para un comic de Batman. Es un texto muy divertido, tanto, que lleva a desear que Claro sea publicado de una puta vez por estos lares. En mi opinión este relato es, junto con el ensayo de Zizek, lo único que vale medianamente la pena.

En resumen: una mierda pinchada en un palo. Para qué vamos a darle más vueltas si yo lo que quiero es irme de vacaciones.

jueves, 11 de julio de 2013

“Shakespeare y la ballena blanca” de Jon Bilbao

Mal mal mal mal mal mal. MAL. Estoy indignado. Uno pone todas sus esperanzas en un libro y, ¡zas!, mal. Por si no ha quedado claro: he leído cosas mejores. De Jon Bilbao, también. No es horrible, pero desde luego no está a la altura de lo que sugiere el título, porque, a ver, estamos hablando de Shakespeare y estamos hablando de Melville. Vamos, es que ni como homenaje. Me explico.

El argumento es el siguiente: Shakespeare viaja a Dinamarca en barco. Los motivos (la monarquía estrechando lazos) importan poco, apenas son una excusa para meter al escritor en altamar. Lo acompaña su amigo y supuesto amante el conde de Southampton. Hasta aquí todo normal: dos amiguetes aprovechando un viaje de trabajo para hacer turismo sexual sin salir del camarote. Bromeo, bromeo. Llega un momento durante la travesía en el que el barco queda varado durante casi una semana en un mar sin viento ni oleaje. Es decir, vacaciones. En un momento dado aparece junto al costado una enorme ballena blanca que arrastra cadáveres humanos y amenaza con hacer naufragar el barco. 

“Medía más de noventa pies, desde el morro hasta el extremo de su gran cola plana; casi un tercio de esa longitud lo abarcaba la pesada cabeza rectangular, coronada por el espiráculo. Era un ejemplar de avanzada edad; la piel de su espalda estaba arrugada y descolorida, salpicada de abundantes marcas circulares, como los que dejaría una enorme ventosa.
El lomo se halaba erizado por infinidad de arpones, muchos de ellos retorcidos como sacacorchos. Algunos colgaban flojos, a puntos de desprenderse. Debían llevar largo tiempo allí clavados, pues la carne alrededor del hierro estaba ulcerada. Varios arpones arrastraban restos de cabo. Otros llevaban tras de sí algo más.” 

Es por culpa de esa imagen que se le desata al buen William la inspiración: nace la idea para una nueva obra de teatro: un capitán de barco (imagen que construye con su admirado conde) persigue obsesivamente a la ballena que le arrancó la pierna. Media novela es Shakespeare resumiendo Moby Dick.

Para que nos entendamos, la novela es ALGO que tiene que ver con Moby Dick y con Shakespeare. Antes de leerla uno ya la suponía escritura-homenaje-plagada-de-guiños pero esperaba que los guiños y el homenaje no se comiesen la historia. No pudo ser. Al final de la novela, en los agradecimientos, Jon Bilbao detalla todas las obras a las que ha recurrido para documentarse y conseguir que esta pequeña ficción saliese lo más realista posible o bien lo más ajustada a la realidad, aquella que fuese capaz de jugar con la credulidad del lector. No seré yo quien le reste merito al esfuerzo ni deje de agradecerle tanta dedicación, pero tampoco puedo dejar de pensar que la extensa relación de libros referenciados tiene más que ver con un ensayo imposible que con una ficción fallida y que esto, quiéralo Jon o no, tiene un precio que acaba pagando la novela y lo que esta pudiera tener de entretenido. 

“A Shakespeare cada vez le asfixiaban más las limitaciones que el teatro de la época le imponía: un escenario desnudo, sin nada que proporcionara una idea de dónde tenía lugar la acción; lo reducido del espacio disponible; la impresión de fiesta tabernaria cuando más de cuatro actores figuraban en escena; la prohibición de emplear mujeres para los personajes femeninos; que a los niños encargados de interpretar esos personajes les cambiara la voz o les brotara el bigote…” (Pág.21)
“Estaba seguro de que el futuro se hallaba en los locales cubiertos, donde las puestas en escena podían ser más elaboradas, se actuaba también de noche y nada importaban las inclemencias del tiempo. El número de localidades era más bajo, aunque se compensaba con un precio mayor.” (Pág.116)

Y un largo etcétera de obviedades y repeticiones similares. Esta novela se pierde en la profusión de datos que Jon Bilbao no es capaz de trasladar al texto con elegancia y discreción: datos sobre cómo era el teatro, sobre las relaciones personales de Shakespeare o sobre la dificultad del proceso creativo en tiempos de censura y pocos recursos. También es marear la perdiz y donde Melville se inspiró en Shakespeare para crear Moby Dick ahora Jon Bilbao se inspira en Moby Dick para recrear a Shakespeare.

“Si narrara la misma historia en forma de poema o novela, el inconveniente [cómo dosificar la extensa parte documental, haciéndola comprensible para todos y sin que robara protagonismo a los hecho] no sería tal, o quedaría reducido en gran medida. Sólo tendría que marcar las partes explicativas, separándolas del resto a modo de cantos o poemas o capítulos independientes. El lector al que no le interesan podría saltarlas y centrarse en la acción. Pero el teatro no ofrecía esa posibilidad; el público debía presenciar la obra de principio a fin, no se le podía pedir que se ausentara cada dos o tres escenas y se fuera a beber una cerveza o a orinar contra la fachada del teatro mientras un actor explicaba cómo se forja un arpón ballenero o qué partes de las ballenas son comestibles y cuales más exquisitas.”

Lo dicho: un encadenar obviedades y secretos confesados de Rosa Montero. Así es que el asunto va cogiendo forma de novela sobre cómo escribir un guión de Moby Dick en tiempos de Isabel I. Pero seguramente viendo que la cosa no da para más de veinte páginas, se acompaña el discurso de reflexiones varias sobre la novela y su significado, esa eterna cuestión: “La ballena blanca desempeñaría un papel crucial en la obra, pero no podría ser la protagonista. Sería una idea, un símbolo sin voz ni discurso propio. Un catalizador que permitiera la construcción de otro personaje, si no a la misma altura, sí a la simbólica. El verdadero protagonista sería el capitán del ballenero.” Y todo así; hasta el agotamiento. 

El resultado es un totum rovolutum de ideas en el que es fácil imaginarse a Jon Bilbao queriendo hablar de Shakespeare y queriendo hablar de Moby Dick pero sin saber exactamente cómo arreglárselas para aportar alguna idea interesante por culpa de una historia que parece un tutorial de teatro para ballenas. El futuro está en serializar la idea metiendo a Shakespeare en otros barcos o coches de caballos y mandarlo por ejemplo a los Cárpatos a parir Drácula o bien matarle algún amigo y dejar que se le ocurra Frankenstein. No habría que descartar adaptación televisiva en Fox o dibujitos animados con la aparición estelar de Pocoyó o el chapulín colorado.


jueves, 4 de julio de 2013

"Todo irá bien" de Matías Candeira

No voy a caer en el tópico de fingir que me escandaliza el [ya aburrido] asunto de la corrupción en los premios literarios, por lo que no voy a perder ni un minuto de mi tiempo en denunciarlo. Hoy no. Quien más quien menos reconoce que el único premio no amañado es el premio que ganan los amigos. Sé lo que están pensando: alguno más hay. Seguramente tengan razón pero aquí nos gusta pensar que la gente está de mierda hasta las orejas. 

Bromas aparte, hay seres humanos que de premios literarios saben mucho. Matías Candeira es uno de ellos. Lo cuenta él mismo en su blog, por más que la cosa vaya en plan cachondeo, que no lo sé: “También he recibido bastantes premios literarios, para seguir viviendo y comiendo (como mucho, me temo), entre otros muchos, el Premio INJUVE de narrativa, el Premio de Cuentos Ignacio Aldecoa, el Certamen de Jóvenes Creadores del Ayuntamiento de Madrid o el Premio Internacional de Narrativa Tomás Fermín de Arteta.”

Ganar bastantes premios literarios demuestra talento, aunque no sepamos exactamente para qué. Quizá para las letras. Tal como están las cosas, quizá no. Pero vayamos por partes: por un lado tenemos a Matías Candeira ganando un premio y por otro tenemos a Matías Candeira ganando otro premio y uno se pregunta cómo es posible que con tanto premio no sea, Matías Candeira, el rey del mambo. Aquí, ya lo he dicho, suponemos siempre lo peor, ergo suponemos que no lo es. Esto, además de darles la medida del éxito de la literatura en general y de Matías Candeira en particular, servirá para demostrar lo injusta que es la vida, que a pesar de encadenar premios como cuentas de rosario, te ves condenado al peor de los anonimatos posibles: el de aquellos que se creen alguien sin serlo.

Puede que se pregunten si no estaré juzgando a Candeira por sus premios más que por el objeto de los mismos. Tendrían razón; eso es exactamente lo que estoy haciendo. Aquí somos así. Y es que cuando cojo un libro de Matías Candeira no puedo dejar de pensar en sus muchos premios, los que dice que le dan de comer y los que deberían ser fiel reflejo del dechado de virtudes que debería tener entre manos. 

Y, bueno, pues no.

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Leía el otro día, medio por casualidad, una reseña de Hotel DF de Fadanelli (novela que no tiene nada que ver con esta de hoy, advierto) en la que se decía algo que me llevó inmediatamente a pensar en Candeira: “[Fadanelli] no quiere convencer al lector de que conoce atmósferas y rumbos a los cuales pocos escritores pueden acercarse”. Pues bien, a Matías Candeira le ocurre todo lo contrario. Hay en su estilo una postura un tanto chulesca a la hora de abordar los relatos, eligiendo, de todos los posibles, el más confuso. No hablo de desestructurar o fragmentar la narración. No. Hablo de escribir relatos de, digamos, terror abusando de la desinformación como medio para mantener el suspense. De ocultar la ausencia de fondo sobre un exceso de forma. De hacer juegos malabares con dos naranjas; de eso hablo. Hay que tener una gran fe en la paciencia del lector para tenerlo leyendo seis páginas antes de permitirle ubicarse. 

Sirva como ejemplo el llamado Punto Cero, donde se habla de una voz que sirve de consuelo a gente que vive escondida por algo, es de suponer que una guerra o vayan ustedes a saber qué catástrofe. El relato que se acompaña de una prosa de exagerada trascendencia: “Asegura que va a volver y que, como las palabras transparentes de los muertos, siempre hay algo importante que decir.” Leyendo estas cosas no sabe uno si arrancarse a llorar o a gritar.

Incluso en Gólgota, —el que más ha gustado—uno debe aceptar que no se le dé ninguna explicación hasta que ya la cosa está muy avanzada. Esto se entendería si el viaje en sí mismo fuese la recompensa (su atractivo radica en mezclar sangre, hija, padre, madre, dolor y consentimiento) pero no es el caso; nunca lo es, pero Candeira cree que sí (o esa impresión da). Es exactamente lo mismo que ocurre en Purgatorio, un relato ya incluido en la antología Mi madre es un pez, en el que se repite 21 veces la palabra PELOTA(s). 21. Esto no es serio, por más que se trate de una piscina de PELOTAS. Pelotas, pelotas, pelotas. Pe-lo-tas. Las pelotas no dan miedo; dan risa. Las esferas (como me decía no hace mucho un amigo), por ejemplo, sí que acojonan, especialmente si son de colores y se amontonan en una piscina.
Nadie debía estar tan loco como para intentar divertir a sus hijos con eso. Existían límites, o eso creía. Las líneas que uno no podía permitirse cruzar. Esta idea se había hecho más poderosa en su cabeza desde que las piscinas ilegales de pelotas comenzaron a aparecer. […] Las antiguas piscinas, sucias de tábanos y limo verde, habían sido sustituidas por cubículos de pelotas; […]

No voy a hablar de Alguien al otro lado, el relato sobre un técnico de ventiladores que acaba en la cama con la dueña mirando un cacharro estropeado. 3 páginas. 812 palabras. Tanto tiempo invertido, total para qué. Para esto. Tampoco hablaremos de Los que vuelven, un relato de hombres que vuelven de la tumba y encuentran ángeles salvadores en lo profundo del bosque; un relato que parece surgido de los restos imaginativos de John Connolly. No, mejor lo dejamos aquí.



El resultado es una colección de relatos moderadamente disfrutables si uno tiene querencia por el suspense o el terror o el desasosiego, pero que de puro inasibles acaban resultando irritantes. Si esa era la intención del escritor (no hay que descartar nada) habría que ir pensando en darle otro premio para que pueda comprarse un bocata de calamares o algo.



lunes, 1 de julio de 2013

“Todo va bien” de Socrates Adams

La cuestión va de ser un tubo o qué. 

Nos quejamos (no todos, no siempre) de que la narrativa actual vive en una nube de algodón anestesiante que adormece los sentidos y evita que caigamos en la insondable profundidad de una reflexión. Se habla mucho de novelas vacías de contenido, ricas en prosa pero faltas de todo lo demás.  Esto porque queremos. Si pusiéramos un poquito de nuestra parte podríamos ver la trascendencia de las novelitas infumables tipo las que escribe Tao Lin, el hombre de los 50.000 dólares y genio de la reventa de pilas por Ebay. En general, hay exceso de ruido mediático y abuso de herramientas sociales de promoción salvaje.

Con Todo va bien, Pálido Fuego nos dice que estamos equivocados, que la sombra de Wallace es alargada. Y también la de Barthelme y la de Kafka y la de Hamsun y la de Orwell y la de Brautigan, que son los nombres que suenan cuando se habla de Sócrates Adams (leer Nota de Prensa para más información). Y todo esto está bien y todo esto está mal. Bien por unos y mal por otros, porque junto a los arriba mencionados, se incluye a Tao Lin y Blake Butler (héroes modernos de Alpha Decay) como parte de ese movimiento literario al que se apunta Adams: el “ALT-LIT” o “literatura alternativa”. Será por generaciones espontáneas...

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Pero hablábamos de contenido. Y la verdad es que la novela de Sócrates Adams, maldades aparte, lo tiene. Habla, lo dije al comienzo, de ser un tubo. O qué.

Me explico. Ian, el protagonista es un drone (“individuo asalariado y alienado de la revolución postindustrial” aka comemierda) que desarrolla la aburrida y monótona tarea de vender tubos de PVC. Al no cumplir los objetivos es degradado a “encargadillo de mierda”, tarea consiste en mirar una pantalla que tiene un contador que va del veinte al uno. Debe asegurarse que “todo va bien”. También, a modo de lección, ha de ocuparse de cuidar, como si fuera su propia hija, de un tubo al que llamará Mildred y que se convertirá en la segunda voz narradora, una voz, todo hay que decirlo, mucho más interesante que la de Ian, con lo que esto significa. A todo esto el chico se enamora de una agente de viajes que le coloca un vuelo a los Alpes Italianos, cuando lo que él quería era ver los franceses. Etcétera. Va más o menos de eso. Los detalles no son importantes, lo que importa es la intención y la intención (de la novela) es dejar clara una cuestión que el autor pone en boca de Mildred:

“El estado natural de un tubo es formar parte de un sistema de fontanería, o, más específicamente, llevar algo de un sitio a otro sitio. Cuando no forma parte de un sistema de fontanería, el tubo dará vueltas y estorbará y se convertirá en un incordio, pues no está haciendo lo que se supone que tiene que hacer. No está haciendo aquello para lo que fue fabricado.
El problema de los humanos es que no saben para qué fueron fabricados. Ninguno sabe cuál es su estado natural.
Por eso hay tantos que dan vueltas y provocan molestias y acaban no haciendo nada en toda su vida.
Adiós, Ian.
He aborrecido cada momento que he pasado contigo, pero no se trata de nada personal.”

Y bueno, poco más. Se trata de un tipo que es un mierda, que tiene un trabajo de mierda en un país de mierda y con unos objetivos vitales de mierda, que un día cree descubrir, medio por casualidad, que lo suyo es más de ser antisistema. Un antisistema pasivo, en cualquier caso. Ojo, esto no va de revoluciones, ni de sentar las bases de un levantamiento popular; va de ser un código de barras. En los Alpes entra en comunión con la naturaleza hasta que se le acaban las latas de judías y comprende que lo suyo es más de beber café mientras se asegura que el contador no falle, cobrar a fin de mes y dormir a pierna suelta. Al terminar la novela, decide escribir un libro para contar su experiencia en los Alpes, que ya es lo más bajo que puedes caer. Así de miserable todo.

Resumiendo: Todo va bien es una novela en la que uno aprende que la vida es eso que tiene lugar mientras no estás trabajando, sobre todo si eres un currito de mierda. Imagino que ser una abeja y que te toque limpiar la colmena tampoco es divertido pero al menos ellas no saben escribir.

La novela se lee en una patada y deja una huella con la profundidad de un plato de sopa. Después de eso uno vuelve a su trabajito de mierda, se alegra de que Sócrates Adams haya aprendido la lección y a cosa  mariposa. Será la novela del año para todos aquellos que elijan sus lecturas con el culo. Para todos los demás, un entretenimiento ligero.