martes, 30 de agosto de 2016

Fe de lectura: “Una danza para la música del tiempo: Primavera” de Anthony Powell

Reseñar (entendiendo “reseñar” como “hablar de”) la primera parte de las cuatro que componen una de las novelas inglesas más importantes y extensas de la literatura de ese país tiene, probablemente, el mismo sentido que reseñar el primer capítulo de los cuatro que compongan alguna pequeña novela que se cuente entre las peores de su generación. Sí, sería exactamente igual de injusto pero al mismo tiempo no puede uno dejar de sentir la necesidad (es decir, “la necesidad”) de compartir con el resto del mundo (tal vez aquí esté exagerando demasiado) la experiencia de su lectura toda vez que el volumen en cuestión tiene más de seiscientas páginas que a ratos, tengo que decirlo, parecían muchas más pero que, en cualquier caso, hacen que esta empresa sea algo que a uno le apetece compartir a no tardar demasiado y viendo que la lectura del resto de los volúmenes va a llevar su tiempo (me he marcado el imposible objetivo de finalizarla antes de fin de año). Por lo tanto, me van a tener que perdonar el atrevimiento de dar por escrito una simple y en exceso breve Fe de Lectura.

Decía al principio que esta era la primera de cuatro partes pero esto es falso y es verdad al mismo tiempo. Ocurre que la edición española se ha publicado de ese modo pese a que la obra en su totalidad está formada por 12 novelas cortas (poco más de doscientas páginas cada una en la edición española). El título hace referencia a una pintura de Poussin en el que aparecen una mujeres bailando y que representa según qué para según quien. A mí dar esta clase de información me aburre muchísimo de modo que si está ustedes interesados en esos detalles tiren de Wikipedia que para eso está.

Pues bien, las tres primeras novelas incluidas en esta Primavera de nuestro señor Powell arrancan en 1921 y tratan de lo siguiente:

Jenkins, un joven estudiante del que apenas sabemos nada (una dinámica que se mantendrá a largo y ancho del volumen) se relaciona, en el college, fundamentalmente con un par de compañeros prototipos del clásico burguesito inglés, y, tangencialmente, con un tercero, el [también] clásico gordito torpe, rarito y un tanto acomplejado objeto de burlas varias imprescindible en toda novela que se precie. La novela, el volumen, es, pues, Jenkins de un lado para otro hablando con este con otro y con el de más allá. Con su tío Giles, por ejemplo, que representa el perdedor que se niega a reconocerlo pero que, fideicomiso mediante, malvive con cierta dignidad sin hacer grandes esfuerzos. También con sus profesores, prefectos de los diferentes colleges en los que vive y otras amistades más o menos aconsejables. Un fauna diversa, alguna peculiar, otra más convencional pero en cualquier caso abundante en exceso. Para que se hagan una idea sólo en la primera de estas tres novelas hay un total de 36 personajes diferentes todos con alguna línea de diálogo. Se dice se cuenta se rumorea que, en total, la cosa pasará de doscientos. Que ya no está mal. Recomiendo, pues, algo que yo no hice hasta que ya era demasiado tarde: tomen nota, háganse su propia carta de personajes, no dejen que su mala cabeza les arruine una buena novela.

Sin entrar en mucho detalle (por aquello de no aburrirles más de lo necesario), la segunda y tercera parte es Jenkins de fiesta en fiesta, básicamente, mientras termina los estudios, empieza a trabajar, entra en la edad adulta y se enamora perdidamente de una mujer que es, a todas luces, veinte veces más interesante que él. A su alrededor todo cambia pero todo permanece. Fiestas y más fiestas, corrillos y más corrillos y todo el mundo casándose, divorciándose y volviéndose a casar. A ratos, en mi opinión “a demasiados ratos”, la novela peca de preocuparse en exceso de quién está con quién cómo cuándo y dónde, como si la vida no fuese nada más que aquello, como si la política, la economía, la educación, el mundo laboral no fuesen en nada en comparación con la relación entre fulanita de tal con zutanito de cual; como si fuese la hormona la dueña de nuestros destinos.

En definitiva, un fresco de salvaje contención; una novela a ratos desquiciante, a ratos divertida, a ratos más interesante que aburrida. A ratos no. En cualquier caso lo bastante buena como para llamar la atención de quien esto escribe, y valorarla, en su conjunto y con cierta perspectiva, más positiva que negativamente (si bien es cierto que gran parte del interés que suscita tiene más que ver con el reto que supone afrontar una lectura de estas características y volumen que el argumento en sí mismo). Tanto, al menos, como para invertir unas cuantas horas más en conocer esa burbujeante sociedad inglesa de mediados de siglo XX pese a la total falta de carisma del protagonista.

Quedan tres volúmenes. Ya habrá tiempo de sacar alguna conclusión.

lunes, 22 de agosto de 2016

“Cero K” de Don Delillo

Me van a perdonar que empiece esta reseña con una cita del siempre festivo E.M. Cioran. Es un fragmento de un texto breve llamado Encuentros con el suicido (incluido en El aciago demiurgo) que traigo a colación porque viene muy a cuento de la novela que hoy nos ocupa. Dice así:  

«Esperar la muerte es sufrirla, degradarla al rango de un proceso, resignarse a un desenlace del que se ignora la fecha, el modo y el decorado. Se está lejos del acto absoluto. […] La muerte no es necesariamente sentida como liberación; el suicidio libera siempre; es el súmmum, es el paroxismo de la salvación. Se debería por decencia elegir uno mismo el momento de desaparecer. Es envilecedor extinguirse como se extingue uno; es intolerable verse expuesto a un fin sobre el que nada se puede, que te acecha, te abate, te precipita en lo innombrable.»

La novela de Delillo no es, como me ha parecido leer por ahí, una novela de [ciencia] ficción que trata sobre hombres y mujeres que mueren, antes o cuando les corresponde, con la esperanza de, un día, en un futuro indeterminado, volver a la vida, criogénesis mediante. Decir algo así es de un simplismo que roza la estupidez toda vez que la novela de Delillo es, pese a su aparente sencillez y estética ochentera, mucho más compleja que eso, por más que sí, efectivamente, su trama gire en torno a un centro de criogenización de ideología apocalíptica («Me habló con detalle de los sistemas alimentarios, de los sistemas climáticos, de la pérdida de los bosques, de la propagación de la sequía, de las muertes masivas de aves y de formas de vida oceánica, de los niveles de dióxido de carbono, de la escasez de agua potable, de las oleadas de virus que abarcaban geografías extensas») en el que gente con posibles deja sus maltrechos y ya finiquitados cuerpos con la esperanza de, algún día, cuando la ciencia haya avanzado lo suficiente, resucitar en otro cuerpo más joven, más bello y más sano. 

«Entendemos que la idea de la prolongación de la vida generará métodos que intentarán mejorar la congelación de los cuerpos humanos. Rediseñar el proceso de envejecimiento, invertir el proceso bioquímico de las enfermedades degenerativas. Tenemos plena confianza en estar en la vanguardia de cualquier innovación genuina. Nuestros centros tecnológicos en Europa están examinando estrategias de cambio, ideas que puedan adaptarse a nuestro formato. Nos estamos adelantando. Es aquí donde queríamos estar».

Los paralelismos con la religión (católica, para más señas) son tan evidentes como inevitables: el centro de criogenización llamado La Convergencia guarda un parecido más que razonable con la estética papal de grandes espacios, grandes silencios y grandes maestros. De hecho hay monjes, también, en la novela de Delillo pero sobre todo hay una profunda religiosidad no entendida como tal pese a serlo absolutamente: desde la fe en un futuro mejor, pasando por una más que notable afición al ritualismo y acabando con una pasión desmedida por el apocalipsis: una fe ciega en el inminente fin del mundo tal como lo conocemos y la idea de que la Convergencia es la única solución al problema, la única que puede garantizar la vida eterna. «Nadie va al padre si no es por mí», que decía el otro.

«La gente que pasa un tiempo aquí termina descubriendo quién es. No a base de consultar a otros, sino por medio del examen y la revelación de sí mismos. Una parcela de tierra perdida, una acepción de la naturaleza agreste que sobrecoge. Estas salas y pasillos, la quietud, la situación de espera. ¿Acaso no estamos todos aquí esperando que pase algo? Que pase algo en otra parte que defina mejor nuestro propósito aquí. Y también algo mucho más íntimo. Esperando para entrar en la cámara, esperando para aprender lo que afrontaremos allí».

Ross Lockhart, principal inversor del centro y padre del (más que protagonista) narrador, se encuentra pasando unos allí en compañía de su mujer moribunda que está a nada de recibir pasaporte cuando, inesperadamente, decide acompañarla en el viaje (¡qué demonios!). Lo que decide, pues, pese a contar con un impecable estado de salud físico y económico, es morir con la esperanza de volver. No es una estrategia comercial, no es lo último en inversiones a largo plazo; aquí no hay truco: es una decisión que nace del hastío de vivir, de un tedio existencial, de un hartazgo total, de un desprecio absoluto por lo que sea que la vida puede ofrecer: 

«Siento que me estoy acomodando en la vida larga y blanda, y la única pregunta que me hago es cómo de letal va a resultar ser. […] Pero ¿acaso me creo esto, o solamente estoy intentando ser efectista a fin de contrarrestar la comodidad de mi vida cotidiana?»

Que quede claro: en Cero K no se habla de la criogénesis. Ese tema, ya más que superado, es prácticamente nuestro pan de cada día. De lo que habla Cero K es, entre otras cosas, de la necesidad que tiene el ser humano de creer en el más allá y, por extensión, y pese a negativa de la santa madre iglesia a reconocerlo, de entender el suicidio como de un acto de insoportable lucidez. («Hay tantas razones de suprimirse como razones de continuar», asegura Cioran en el ensayo antes mencionado, «con la diferencia de que las últimas tienen más antigüedad y solidez»). En definitiva, de aquellos que, no viendo razones suficientes para vivir, deciden morir previo cobijo bajo el ala protectora de quienes aseguran tener el secreto de la vida eterna. 

Es, por lo tanto, y recordando una frase de Chateubriand que decía «No advertía mi existencia sino en el tedio», una novela sobre la identidad, sobre lo que somos respecto a nosotros mismos y los demás («Son las cosas que olvidamos las que nos dicen quiénes somos»), lo que nos mueve, lo que nos mantiene vivos, la mecánica diaria, en definitiva; aquello que, pese a su condición de “olvidable”, aceptamos como suficiente.

«Las cosas que hace la gente habitualmente, esas cosas olvidables, esas cosas que respiran justo por debajo de la superficie de lo que reconocemos que tenemos en común. Quiero que esos gestos y esos momentos tengan significado, comprobar que llevas la billetera y que llevas las llaves, algo que nos une a todos, implícitamente, cerrar con llave una y otra vez la puerta de casa, inspeccionar los fogones en busca de llamitas azules débiles o escapes de gas. Los elementos soporíferos de la normalidad, mis días de deriva mediocre».

Pero.

Pero un buen fondo o mejor intención no hace buena una novela. No, al menos, si no va acompañada de algo más. En el caso de Delillo hay, además, una estética muy futurista, minimalista, muy rollito 2001, una odisea en el espacio, incluyendo esa primera impresión de estar completamente pasado de moda. 

Pero esto no sirve de mucho, porque esto tampoco hace buena una novela. 

Tampoco los personajes, meros esbozos, seres incompletos con la profundidad de un plato de sopa, que se mueven entre la incomprensión y la apatía por espacios asépticos y literalmente desiertos llenos de pasillos y corredores y puertas de colores y pantallas que refuerzan la idea de que lo bueno, lo que está por venir, sólo llegará previa hecatombe y esos hermosos seres que algún día seremos reconquistaremos, con nuestros culos prietos y pechos firmes, la tierra prometida. Y otra vez el suicidio y otra vez la esperanza, etcétera etcétera, porque si algo ha demostrado la historia es el sinsentido de una evolución que es al fin sólo repetición.

Pero tampoco de aquí sale una buena novela.

Lo que hace buena (o simplemente mejor de lo que a primera vista pueda parecer) a esta novela, más allá de la conexión que uno pueda establecer con ella, es la sensación de que pese a su imperfección, sus disonancias y sus aparentes improvisaciones (secuencias que no conducen a otra cosa que la estupefacción del lector pero que en cualquier sirven para reforzar la atmósfera) hay una lectura que nace tras la lectura: que hay, por decirlo de algún modo, una doblez en cada página; un poso, un ritmo, una cadencia, un silencio de muerte y también la impresión de que Delillo vuelve una vez más, a dar en el clavo. Porque Cero K, en definitiva, nos recuerda que la ausencia de Dios (una vez expedido su certificado de defunción) ya no supone un problema para todos aquellos que necesiten creer en el más allá, que como tema de actualidad ya no está mal.

¿Qué si me ha gustado? Probablemente más de lo que esperaba y menos de lo que estoy dispuesto a reconocer, pero no lo bastante menos.



martes, 16 de agosto de 2016

Fe de lectura: “Pureza” de Jonathan Franzen

Casi había olvidado lo que era leer sin cargar un blog a las espaldas, esto es, sin “subrayar” para después, tal vez (a pesar de que este santo blog sólo reseña un treinta por ciento de lo que lee), compartir; leer sin perpetrar un comentario despectivo cada dos páginas. Leer, en definitiva, sin una doble intención, por muy buena que ésta sea.

Pero detrás de esta ausencia total de presiones externas hay algo más que estas cada vez menos indefinidas vacaciones que me he sacado de la manga; detrás está, sin duda, el propio Jonathan Franzen. Porque leer a Franzen, como leer a Richard Ford o Philiph Roth o Thomas Bernhard y dos o tres más, es un placer que no acostumbro a compartir (pocas reseñas encontrarán de estos autores en el blog) por razones que nada tienen que ver con temores reverenciales o intereses editoriales sino más bien con el deseo, más que la necesidad, de… recuperar, digamos, la inocencia de ese lector que un día enfrentó y se maravilló con Las Correcciones o cualquier otra lectura que deviniera en descubrimiento.

De ahí que, no la reseña, sino la fe de lectura de hoy tenga más que ver con un intento de recuperar poco a poco (muy poco a poco) la actividad del blog que con un sincero interés en analizar una obra que, ya sólo por su autor, tiene toda mi atención, como debería tener la suya, especialmente la de aquellos que malgastan su tiempo con libros de amigos y vecinos, de colaboradores; libros casi siempre infumables; libros banales, ejercicios de becarios ociosos; literatura inofensiva, implosiva, las más de la veces nacional, partos íntimos, búsquedas del yo, y demás cutrerío postadolescente.

Pero hablábamos de Franzen. 

No voy a mentirles. Pureza está muy lejos de ser una obra maestra. Diría, incluso, que es más que probable que pase a la historia como una obra menor del autor. Con todo, una novela poco más que entretenida de Jonathan Franzen es, por norma general, entre veinte y setenta veces mejor que la obra maestra de turno que cada mes se anuncia en la redes, le pinten ustedes la nacionalidad que le pinten.

(Empecemos admitiendo que Pureza no es Las correcciones. Pero es que sólo Las correcciones es Las correcciones, a ver si nos enteramos. Sólo una vez se descubre un autor, como sólo una vez se toca el cielo. Al menos la mayoría. Franzen lo hizo y no importa cómo se ponga, no importa lo que mejore y octanos que suba porque publique lo que publique siempre llevará las de perder. Porque contra la nostalgia, el descubrimiento literario que un día hicimos tirados en el sillón, no hay nada que hacer. Pero eso significa que el resto no valga la pena. Quisieran muchos que sí, especialmente aquellos que temen ponerse en evidencia, pero NO).

Pues bien, en Pureza, esa obra menor que tantos venderían su alma por escribir, vuelve ese Franzen que tanto nos gusta a quienes nos gusta, esto es, a los valedores del buen gusto y el sentido crítico más exquisito. La historia, como ocurre siempre con las mejores historias, es prácticamente imposible de resumir pero para que se hagan una idea les diré que la cosa va de una joven que, tras dejar la universidad, busca su lugar en el mundo. Precariedad laboral, deudas impagables, una madre medio loca, un padre que no conoce… Pureza es Pip (Purity) buscando a su padre, básicamente. Esa búsqueda irá poco a poco ampliando considerablemente el microcosmos de la novela, dejándolo a un paso de reventar por exceso de una trama que tendrá como fondo (un fondo fondísimo me temo, que se podría haber explotado mucho más) el acceso o derecho a la información reservada.

Pureza probablemente sea, de todas las novelas de Franzen aquella a la que más se le ven las costuras por culpa de una estructura prácticamente infantil de puro repetitiva (bloques que presentan a dos personajes y su pasado) y sin embargo todo se le perdona gracias a la capacidad de Frazen de despertar y mantener el interés del lector (del lector común, no del lector minimalista acostumbrado personajes planos y un excesivo simplismo argumental) a lo largo de sus nada interminables 700 páginas.

Conviene tener claro antes de abrir la primera página que en esta novela tienen tanta importancia los hechos como los personajes, de ahí que esa obsesión de Franzen por entrar en los detalles más nimios sea confundida, en ocasiones, con una excesiva prolijidad, especialmente cuando olvidamos que muchas veces son esos nabokovianos detalles los que mejor hablan de nosotros y los que mejor nos definen en tanto nos adscriben a un espacio, a un momento y una clase social. 

«A última hora de la tarde se detuvo en la tienda de una gasolinera Toot’n Totum y compró una ensalada del chef envasada en una caja de polietileno. En la habitación del hotel, donde el ocupante anterior había estado fumando, mientras retiraba el precinto del bote de salsa para la ensalada tuvo la sensación de que aquel producto se dirigía exactamente a su sector demográfico: mujer solitaria de cincuenta años en busca de algo adecuado para comer. Le dio por pensar que la soledad que sentía no era de orden genérico.»

He disfrutado con Pureza como hacía tiempo que no disfrutaba con una novela. Porque le pese a quien le pese (y me consta que le pesa a mucha gente) Franzen es un magnífico narrador de historias modernas. Sabe hacerlas interesantes; sabe llegar al lector, sabe engatusarlo y crear personajes, sabe darles una voz y una personalidad a cada uno y sobre todo sabe qué hacer con ellos una vez que los enfrenta. Sabe llevarlos a su terreno y a nosotros con ellos.

En resumen, Franzen sigue siendo tan recomendable como siempre.



lunes, 8 de agosto de 2016

Fe de lectura: “Una fiesta para Boris / En la meta / El teatrero” de Thomas Bernhard


Una fiesta para Boris

Decía Bernhard, en alguna parte, que él se imaginaba esta obra protagonizada por trozos de carne (solomillos o mollejas, por ejemplo) sobre sillas de ruedas. Tal vez le estoy poniendo imaginación de más, pero la cosa era más o menos así de grotesca. 

La fiesta de Boris es una interesante obra de teatro protagonizada por una mujer en silla de ruedas y otra, también mujer, que no. La una con muy mala hostia (se entiende, en cierto modo) y la otra con santa paciencia. Hay también un pobre infeliz, tullido, como su esposa, la del mal carácter, que ha venido a la obra para sufrir. De ahí que le regalen el título. 

El caso es que Boris está de cumpleaños y le van a organizar, adivinen, una fiesta a la que asistirán sus viejos compañeros de asilo, una banda de trece tullidos a cual más cojo que se quejarán amargamente (¿cómo si no?) de su lamentable situación: en el asilo las camas no son camas, sino cajones —cajones, sí— y a todos les van pequeños, que ya tiene que ser pequeño el cajón para que no quepa un tipo sin piernas. De ahí que tengan todos prácticamente que dormir de pie.

El caso es que la gente, en esta novela, se queja continuamente y se queja con razón y se vengan, también, los que pueden, por tan lamentable situación. 



En la meta

Una madre, una hija y un escritor frente a su primer gran éxito. Unas vacaciones, una invitación apresurada, una aceptación. Una playa. Una reflexión. Una crítica —como siempre- en Bernhard, contra todo y contra todos. 

La mejor obra de las tres, sin lugar a dudas. 

«Pero mi pasión ha cedido un tanto
Me he vuelto un poco escéptica
Hacia lo que nos llega del escenario
Antes no lo era
Ahora me pregunto
Si todavía sirve de algo
Si no debiera cancelar mi abono
Todo se repite
Lo hemos visto ya todo
Visto todo y oído todo
Lo que viene de la escena.
[…]
Quién dice
Que quiero ver lo nuevo
Quizá no quiera ya lo nuevo
Porque he tenido bastante»

Si no debiera cancelar mi abono, dice. Si no debiéramos todos, ya, de una vez, cancelar nuestros abonos.

Esa lucidez. Ese desprecio. Ese Bernhard. Ese deseo, tan moderno, tan de siempre, de prenderle a todo fuego, de arrancarlo de raíz o arrasarlo. También una crítica al conformismo, en la sociedad, en la cultura; una apuesta por el grito y el desgarro. Una oda a la revolución política, social y cultural y sobre el peso, enorme, de saber que nunca la literatura ha cambiado nada. Un lamento, en definitiva; un grito al aire, a ver si cuela.

«No doy crédito a mis ojos cuando veo a esos jóvenes
en lugar de despertar y destruir todo
lo que se interpone en su camino
y la historia entera se interpone en su camino
siempre se interpuesto la Historia entera en el camino de la juventud
y siempre ha tenido la juventud fuerzas
para apartar esa Historia totalmente podrida y corrompida
con todas sus fuerzas y con la mayor voluntad de aniquilación
cada juventud ha puesto orden con sus medios pero esta
nunca ha habido una juventud con menos fuerzas.


El teatrero

Pequeña decepción. Y mira que me gusta, el chaval, pero en esta obra no pude entrar, tal vez por esos largos monólogos sobre el teatro, continuamente interrumpidos por lo que ocurre en la escena, que revientan el ritmo cada dos líneas y uno se cansa, ya, de imaginarse a un actor moviendo un mano o quitándose un sombrero o acercándose al posadero. Pero claro, es teatro; quién me manda a mí leer teatro. Retoma, como En la meta, la cuestión del arte, en este caso en los escenarios, donde todo, también, es repugnante y una continua estupidificación y un sinvivir (o eso parecía en la duermevela de la lectura) y que viene a demostrar, una vez más, que la mejor literatura es aquella que nace del odio. 

«Este horroroso Utzbach
en el que ya al segundo día
me moriría de depresión católica
fue su salvación
Es torpeza constructora
ese espanto de paredes
ese horror de techo
Esa repulsividad de puertas y ventanas
esa absoluta falta de gusto
le permitió seguir existiendo».


viernes, 5 de agosto de 2016

‘Volt’ de Alan Heatcock

Me niego a seguir dedicando reseñas de mil y pico palabras a libros de relatos por muy buenos que sean. 

No soy experto en relatos y no puedo ofrecerles, lo lamento, demasiadas referencias que les ayuden a entender de qué hablamos cuando hablamos de Volt, pero que no sea mucho de algo no quiere decir que no sea nada de nada. Es por ello que, si les sirve de ayuda, les diré que en Volt hay mucho, o así me lo ha parecido, de Donald Ray Pollock (recordarán aquel estupendo Knokensiff) y un tanto, no mucho, del Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson, que es un libro a mí francamente tampoco es que me volviese loco.

Hablamos pues, de relatos que, buscando el paralelismo con Pollock, tienen como protagonistas seres humanos que ha tenido la mala suerte de nacer o caer, de vivir, en definitiva, un lugar tan de mierda como cabe imaginar en la américa profunda y desolada, un espacio carente por completo de atractivo y por la que cruza un tren que demasiada gente sueña con poder coger algún día. La gente que huye de muchos países, seguro que están al corriente, pero también de lugares como ese del que se habla en este libro. 

Los protagonistas son pues, aquellos que se quedan o aquellos que vuelven o aquellos que no se pueden ir. Aquellos que están, en definitiva, de mierda hasta el cuello sin tener que mover una ceja.

Un ejemplo sería un hombre que un día mata a su hijo por accidente con el tractor por esa puta manía del nene de meterse donde no debe. Él huye de sí mismo y el silencio que se ha instalado en su casa pero lo hace de forma literal, cruzando bosques y arroyos y montañas y un buen día, meses después se encuentra en otro pueblo de mierda viviendo una vida que ni es vida ni es nada. El relato no es esto, sino la imposibilidad de huir de lo intangible: léase un hijo muerto, el recuerdo de una mujer o el terruño que te vio nacer y que es básicamente todo lo que tienes de aquí a que te mueras de asco.

O el criajo que vuelve de la guerra de Irak y que se reintegra contra una voluntad de la que carece en un grupo de jóvenes que sólo encuentran salida a golpe de crueldad y actos infantiles de venganza. O el que entierra el cadáver de un hombre que su padre ha matado un poco por accidente y otro poco no sabe por qué; o los que chavales que organizan su propia película de catástrofes cuando son expulsados del cine. 

Jóvenes y no tan jóvenes, seres violentos por necesidad o por aburrimiento o por simple desahogo, desesperados frente a su encierro y enfrentados a una vía del tren que parece no servir absolutamente para nada, que anula toda esperanza de cambio al tiempo que les recuerda que no hay soledad mayor que aquella que se siente estando acompañado.

Volt es el relato de un grupo de gente que, básicamente, está condenada a la infelicidad permanente; es un microcosmos que sólo invita al suicidio que muchas veces parece buscado con ansia.

«—No importa —dijo Hep, las lágrimas se le acumulaban en el ojo partido-. Quedarse o marcharse, es lo mismo. Yo me largué al extranjero a matar chavales que no eran como yo porque odiaban a otros chavales que tampoco eran como ellos. ¿Y qué cambió eso? Mete a un chaval negro en ese bar, o a uno de esos judíos, y ya verás lo que pasa. No me importa lo que diga Lonnie. Quema mil boleras, quema todo el puto mundo si quieres, pero nada va a cambiar».

En mi opinión, bien, pero no lo suficiente.