lunes, 27 de junio de 2016

Fe de lecturas JUNIO 2016 y anuncio de ausencia

Ayer.

El tres de agosto hará seis años (¡seis!) de la primera entrada de este blog. Recuerdo, porque lo tengo anotado, que aquel mes de junio de 2010 leí la friolera de 13 libros. Venía yo de una de larga e involuntaria sequía; me estaba desquitando. El junio siguiente fueron catorce. El siguiente, diecisiete. En 2013, diez. En 2014, doce. En 2015, seis (culpen a Giles, el niño cabra). En 2016 han sido tres. Sí, tres. Puede sonar increíble pero lo cierto es que llevo desde que terminé la novela de Marlon James, Breve historia de siete asesinatos (concretamente el 10 de junio) sin saber qué leer. He probado de todo: clásico, moderno, género, comics… pero nada, ni modo. Por pura desesperación rescaté de una pila Estrómboli, una colección de relatos de Jon Bilbao editada por Impedimenta que terminé por puro masoquismo. Pecados sin cuento, de Richard Ford, del que leí nada más que los tres primeros relatos, me sacó de mi error. Ford impresionaba, apasionaba, Ford me aportaba aquello que en otros no encontraba. Ford provocaba algo; Bilbao no.
Los relatos de Bilbao me parecieron tan flojos y aburridos como correctamente escritos y tan inofensivos como un petardo sin pólvora. En un principio asumí la culpa. Sería yo, que estaba de no, pensaba. Y probablemente sí, una parte, al menos. Pero

Pero sin duda era yo, el menos, ya lo he dicho, en parte. Me he pasado el resto del mes buscando. Lo intenté con Franzen (Pureza); con Henry James (Las alas de la paloma); con Eleanor Catton (Las luminarias)… Siempre primeras páginas y siempre la misma desgana. Fuese lo que fuese lo que buscaba, no era nada de aquello. 

Me pasé al género. Español, para más señas. Concretamente La polilla en la casa de humo, de Guillem López, novela de la que hasta entonces sólo había escuchado maravillas. Adivinen: nada. O casi nada. Abandonada por la mitad y retomada un poco por orgullo y otro por aburrimiento, La polilla se demostró, ella también, totalmente inofensiva y en modo alguno original. La reseña llegará pronto, cuestión de días. 


Eso ayer.

Hoy:

Pese a que no me vuelve loco, ni mucho menos, Narcisa, de Jonathan Shaw, editada hace nada por Sexto Piso, parece haberme sacado de este tonto aturdimiento, de esa incapacidad para avanzar en novela alguna. Admito haber puesto de mi parte pero es que este inmovilismo me estaba matando. La historia, de amor y descenso a los infiernos, no es precisamente nueva, ni los personajes especialmente atractivos, pero tiene algo. Las páginas vuelan. De no poder leer, a ventilarme 50 de una sentada. 200 en tres días. Con todo, no las tengo todas conmigo. Ya veremos en qué queda la cosa. 

* * * * *

Este lastimero post viene a cuento de algo, claro. Viene a cuento de justificar mi desaparición, una desaparición que espero y supongo (porque me conozco) temporal. Pero desaparición al fin y al cabo.

Con gran dolor de mi corazón es hora de que este blog y yo pongamos tierra de por medio. Para reconciliarnos, recuperarnos, redecorarnos, reencontrarnos, reinventarnos… qué sé yo, lo que sea.

Y digo con gran dolor de mi corazón porque este mes, pese a no haber llegado todavía a su fin, ya ha hecho historia: récord de visitas. Ahí es nada. Conste que se veía venir. Inexplicablemente la tendencia de los últimos meses estaba siendo esa (los dos inmediatamente anteriores ya figuran entre los cuatro con más visitas), pero con todo le coge a uno un poco por sorpresa esta repentina pasión por La Medicina. Lo cierto es que casi da pena no aprovechar el tirón para…, no sé, para lo que sea que sirve tener un blog.

Gracias, en cualquier caso, por este regalazo y disculpen el silencio que se les vendrán encima una vez haya publicado las cuatro o cinco reseñas que guardo en un cajoncito de la mesilla de noche (a saber: Volt, Estrómboli, La polilla en la casa de humo e, inevitablemente, Narcisa y creo que alguna más). Espero volver con fuerzas renovadas. 

Nos vemos cualquier día de estos. 

Prometido.

Sean malos (si se atreven).



* * * * * * 

«Pero mi pasión ha cedido un tanto
Me he vuelto un poco escéptica
Hacia lo que nos llega del escenario
Antes no lo era
Ahora me pregunto
Si todavía sirve de algo
Si no debiera cancelar mi abono
Todo se repite
Lo hemos visto ya todo
Visto todo y oído todo
Lo que viene de la escena.
[…]
Quién dice
Que quiero ver lo nuevo
Quizá no quiera ya lo nuevo
Porque he tenido bastante»
(En la meta, Thomas Bernhard)


jueves, 23 de junio de 2016

‘Breve historia de siete asesinatos’ de Marlon James

Dejé de leer a James Ellroy hará cosa de, no sé, diez años. Fue poco antes de publicar Sangre Vagabunda, la novela que cerraba el ciclo de los bajos fondos de EEUU. Razón: ninguna. O sí, todas. Nunca era un buen momento: o no era lo que me pedía el cuerpo, o era demasiado largo,… qué sé yo; siempre, a lo largo de estos diez años, he encontrado alguna excusa para demorarlo, para no rescatarlo de ese menosprecio que ya daba por permanente, y eso pese a que, tantos años después, sigo recordando los nombres y los apellidos de los personajes principales, que tampoco es algo que me pase todos los días.

Pero todo eso, hasta ayer.

Marlon James —y tengo que decir que, aunque no el único, este es el mejor cumplido que se va a llevar— me ha devuelto no sé si la ilusión o las ganas o simplemente me ha recordado qué era aquello que tanto me gustaba de Ellroy y qué fácil es, si te lo propones, ventilarte 700 u 800 páginas de intrigas, asesinatos y otras cosas de matar. Porque Breve historia de siete asesinatos, de ley es reconocerlo, tiene mucho de James Ellroy con algunos años de menos y algunas rastas de más. 

«En el gueto no existe la paz. Sólo existe una realidad: que lo único que puede frenar tu poder para matarme a mí es mi poder para matarte a ti. En el gueto vive gente que lo único que puede ver es cómo son las cosas dentro. […] El mundo no es un gueto y el gueto no es el mundo. La gente del gueto sufre porque hay gente que vive para hacerla sufrir. Los buenos tiempos también son malos para alguien». 

Breve historia de siete asesinatos es esto:

En la novela Bob Marley es el Cantante, «un hombre capaz de hablar con Dios y con el diablo y conseguir que hagan las paces, siempre y cuando ninguno de ellos tenga mujer»; un hombre que, pese a no decir una palabra, consigue que toda la novela gire en torno a él. O, si no toda, la mitad. La premisa está basada en un hecho real: el intento de asesinato que sufrió días antes de un concierto por la santa paz de su país en su santa casa, y eso que «todos los caballeros grandilocuentes, todo el mundo de Copenhagen City, de Eight Lanes, de Jungle, de Rema, de los barrios altos y de los bajos, todos saben que al Cantante no hay que sacarle una pistola». Siete pistoleros siete, hasta las cejas de tranquimazin, entraron, se liaron a tiros y salieron dejando un rastro de sangre, que no de cadáveres. Quién dijo que matar era fácil. Sobre esta base, sobre ese momento concreto de la historia jamaicana, Marlon James teje una ficción, una red de intrigas varias, de asesinos a sueldo, drogadictos, agentes de la CIA, mafiosos, mafiosillos, mierdecillas, fumados, guerras locales, políticos corruptos y meados en la cara… bueno, qué coño, prácticamente todo lo que pueden ustedes encontrar en América o en Seis de los grandes, otras novelas del amigo Ellroy, pero situando la acción en una Jamaica convulsa no, lo siguiente, y no buscando matar a un Kennedy si no a un trovador que prometía cambiar el mundo o al menos la parte de mundo que creía poder cambiar, que no era poca.

La novela es coral por una razón que Marlon James explica, poniendo las palabras necesarias en boca de uno de los personajes, casi al final del libro:

«Bueno, llega un momento en que hay que desarrollar la historia. No puedes limitarte a centrarla en una sola cosa, hay que darle perspectiva. Las cosas no pasan en el vacío, hay efectos y consecuencias y siempre hay un mundo entero alrededor que sigue con su vida, da igual lo que estés haciendo. Si no, acabarás escribiendo un simple informe de un suceso y eso lo puedes encontrar en las noticias de la noche.»

Y es ahí donde encontramos justificación para la voz de una joven enamorada de un cantante; un periodista enamorado de Jamaica; un traficante enamorado sí mismo, una bestia parda de antología, un clásico intemporal y otros dos capos, a cual más bestia, más triste, más viejo y prácticamente arrepentido. Y un agente de la CIA pagado de sí mismo a la vez que un perfecto inútil… Incluso un muerto. Pero sobre todo, lo hemos dicho, JAMAICA. Jamaica como cuna de, como el comienzo y como fin de todo y de nada, como un país que se cuece y enriquece según avanza la novela:

«He estado preguntando por el tal Papa-Lo. Fraudes, extorsiones y cinco acusaciones por asesinato, de las que sólo una llegó a juicio y fue absuelto. Gobierna un barrio de chabolas llamado Copenhagen City. Así que ahí estaba el Cantante, acompañado de dos mafiosos de un partido político al que se supone que él no apoya y tan coleguitas como si hubieran ido juntos a la escuela. En los días siguientes, además, lo vieron por ahí con Matasheriffs, que es el padrino de Eight Lanes, un barrio controlado por el otro partido, el otro bando. Dos capos mafiosos en una misma semana, dos tipos que en buena medida controlan las dos mitades en lucha del centro de Kingston. Es posible que el Cantante sólo esté trabajando por la paz. Al fin y al cabo, no es más que un cantante. La cuestión es que estoy empezando a darme cuenta de que en Jamaica nadie es sólo lo que es. Algo se está cociendo y yo ya empiezo a olerlo. ¿He mencionado ya que dentro de dos semanas se celebran elecciones?».

Tras una primera parte (cuatrocientas páginas para narrar escasos dos días, ahí es nada), llega la decepcionante segunda parte, momento que la novela elige para bajar el ritmo; nada preocupante, no teman, de hecho hasta se le puede perdonar si uno tiene un buen día. A partir de ahí, vuelta al ruedo. Jamaica y sus demonios se expanden y llegan al mismísimo New York en otro de esos momentos vergonzantes de su historia, a menos para el lugar en que ocurre, allá en Bushwick, un lugar que más parece un campo de batalla que otra cosa.

«Los únicos dos edificios que quedan en la manzana a los que nadie ha prendido fuego o que no se han quemado por accidente. Ahora hay uno en casi cada manzana o calle de Bushwick, una casa o un apartamento o un edificio de ladrillo rojo que alguien ha quemado hasta los cimientos para cobrar el seguro porque en Bushwick es imposible vender una sola casa».

En definitiva: una correcta, puede que incluso más que buena novela. Interesante, intensa, a ratos frenética, a ratos (los menos) no; con una de esas galerías de personajes que gustan tanto a los amantes de género negro, antihéroes de moral retorcida o directamente amorales, grandes conspiraciones y batallas campales. Incluso un episodio carcelario que hará las delicias de casi todos. Y Jamaica. Y lo peor de Nueva York. 

Realmente sí parece un momento perfecto para rescatar al amigo Ellroy o, cuando menos, retomar el negro como color de fondo.


lunes, 20 de junio de 2016

‘La fórmula Miralbes’ de Braulio Ortiz Poole

Fe de lectura

Fe de lectura. Y casi ni eso. Cómo estará hoy de mal la cosa que ya no hay ni ganas de poner a parir.

La fórmula Miralbes es una novela absolutamente prescindible, eso para para empezar. Está escrita por tal Braulio Ortiz Poole, otra de las apuestas de esa editorial subsidiada que es Caballo de Troya.

Vayamos al grano.

Cito la contra:

«La fórmula Miralbes recurre al falso documental para tratar el caso —no tan improbable— de un plagio literario que un autor fracasado endosa a un escritor eminente. Testimonios, fotografías y documentos de archivo hábilmente entremezclados por Braulio Ortiz Poole nos muestran las entrañas del mundo cultural español, donde ni editores ni autores ni periodistas pueden permitirse decir todo lo que saben».

El principal atractivo o reclamo de esta novela es ese supuesto desvelo de las entrañas del mundo cultural español (ahí es nada); es esa promesa nunca formulada pero en cualquier caso insinuada de que ya nos vamos a enterar de una puta vez qué mentiras son esas, qué miserias y qué miserables siembran en ámbito cultural de esta pequeña nación de corruptelas y doble moral.

Lo sé: ñam, ñam. Bueno, pues olvídense, porque de eso nada, ni la primera mención a pecado alguno, ni un triste secreto inconfesable. Nada que no estemos hartos de saber, nada que no hayamos visto cien veces.

¿Un famoso haciendo uso de un negro para escribir? Anda, por favor, no me jodas. Lo sorprendente sería encontrar un famoso que supiese hacerlo.

Claro, en este caso, la trampa es otra. Se supone que la escritora que hace su trabajo es una figura ejemplar, maestra en el arte de escribir, la caña de España. Imagínense pues, no sé, a una Matute decadente tirando de negro para cerrar una novela que no tiene más que heridas abiertas. Está ella que quiere cerrar trato y no quedar en evidencia ante una legión de lectores ávidos de costumbristas dramas humanos, esto es, que tiene «miedo de perder a su público»; está el editor que quiere un huevito más antes de la muerte natural de la gallina; y por último está el negro de noche que es un blanco de día, esto es, escritor de lo suyo que no acaba de colocar libro y ve en todo esto posibilidades varias hasta que un día, recién estrenado el delito siente punzada de dolor y, cuchillo en mano, sopla la causa fatal al oído de un imberbe periodista, becario para más señas, que ve en todo esto la oportunidad de hacer olvidar el enchufismo que lo colocó en el periodismo cultural.

Aquí todo son intereses, ya ven, y una pobre tonta cayendo en desgracia y pagando el pato en pleno brote de alzhéimer.

La novela (o más bien, falso documental) y pese a su corrección estilística (poco o nada que objetar, pero tampoco que ensalzar) es una pequeña tontada que no tiene mucho que rascar si no es para quitarle todo lo que le sobra, que no es poco, y buscar lo que le falta, que es bastante. Por ejemplo: nos faltan miserias que den contenido a la promesa, toda vez que, ya lo hemos dicho, lo del negro y el error informático es algo que ya no es ni digno de mención. Quiero decir:

«Al parecer, los retrasos en la redacción del libro por parte de la autora extremeña habían exasperado a los directivos del sello y recurrieron a un colaborador para que completara la obra aunque no constara su autoría, una práctica frecuente en el sector editorial».

¡Una práctica frecuente en el sector editorial! ¡Toma puñalada! Ser joven y publicar en pequeñas editoriales es esto, señores, ¡es irreverencia! Que no quede sin morder la mano que te da de comer.

Tendría que haber algo más. No lo hay. La novela juega, como se ha dicho, a ser falso documental y de ahí el acercamiento cámara oculta en mano, a diferentes momentos en la vida de esa lesbiana que no merece el reconocimiento recibido, que ha perdido su derecho a la gloria literaria prometida: 

«¿Puede la autora de joyas con tantas aristas como Ejecución del ángel y La garganta de la soprano mirarse al espejo sin sentir vergüenza, tras haber mandado a su editor un manuscrito tan demagógico y anodino como El ombligo de Midas? ¿Se reconoce la señora Miralbes en las fotografías del pasado, cuando su mirada se prometía un halagüeño horizonte sin similitud alguna al paraje, tan yermo de talento, que ahora habita?».

Así se derriba una torre.

Lo siguiente sería salir por patas pero a estas alturas ya todo nos importa muy poco y tampoco es un esfuerzo “tiránico” seguir adelante unas páginas más, no vaya a ser que la liebre se haya ocultado en el tramo final. Craso error. La novela, llegado el momento en que sabe que no tiene nada que aportar, se dedica a pasear por jardines ajenos, hecho este que no sabe uno muy cómo tomarse o si lo sabe pero calla por educación. Por alguna razón el negro cobra protagonismo. El negro es el señor que ha escrito las partes del libro que plagian la obra de un australiano. Lo digo por si habían perdido el hilo. El negro se arrepiente, claro, porque es un negro bueno y se marcha a Londres (creo que era a Londres) y se reencuentra con una vieja amiga y toman un tecito en su casa de revolucionaria domesticada y acaban como uno espera que acabe una novela que no tenga nada que ver con esta que nos ocupa hoy, que ya me dirás tú qué nos importa los polvos de los escritores de tercera: 

«Ella articuló un movimiento a modo de respuesta: extendió la mano hacia los pantalones de él, a la altura de su sexo. Entendía aquella maniobra lúbrica de Margot, aquella voluptuosidad súbita y desesperada. Sólo les quedaba el consuelo de lo tangible, la evidencia estremecedora de la carne. Entregarse a un cuerpo ajeno les reportaría aquella inusual sensación de seguir vivos».

Ya, yo tampoco lo entiendo, pero es lo que hay.

Lo mejor de la novela, si me lo preguntan, son las posibilidades que ofrece y no aprovecha. Lo peor, su adscripción a la marca España: la mediocridad de su existencia, su conformismo, su prosa de academia de escritura creativa, su falta de personalidad y esa mala costumbre de irse por las ramas continuamente sólo para buscar historias toda vez que la propuesta no da mucho de sí.

Resumiendo: una novela más.

Una novela menos.



lunes, 13 de junio de 2016

‘Seré un anciano hermoso en un gran país’ de Manuel Astur

Hoy vamos a inaugurar una generación literaria. Me apetece. Lo echo de menos. Incluso le he buscado nombre: GENERACIÓN EMOCIONAL. ¿Les gusta? Ya verán como sí. 

Al lío.

[‘Lo emocional’, parte uno]: Seré un anciano hermoso en un gran país, se vende, desde la editorial y desde donde sea que ustedes miren, como un Ensayo Emocional, que es algo que yo nunca había escuchado antes –y si lo había hecho, maldito el caso− y que a poco que nos dejemos llevar le dedicamos una estantería en nuestra biblioteca. Para mí esto ha sido determinante. La etiqueta, digo. Porque si se inaugura un género (o subgénero o fusión de géneros, que está todavía por ver en qué queda la cosa) yo quiero estar ahí, y si no, también.

El caso es que antes de continuar creo que deberíamos aclarar qué demonios es esto de ensayo emocional, a dónde nos conduce y qué tiene de verdad verdadera. Y lo más importante: si es o no un valor añadido o si sólo se trata de buscar una etiqueta que llame la atención de las masas.

Les voy a poner en contexto, para que sepan a qué atenerse: 


[‘Lo emocional’, parte dos]: Seré un anciano… está escrito por Manuel Astur. A los que estén de paso y sean nuevos en el barrio les diré que Manuel Astur es uno de los padres fundadores del Nuevo Drama, aunque en esta ocasión no he visto por ninguna parte el logotipo que habitualmente estos señores (Juan Soto Ivars, Sergi Bellver y el amigo Astur) medio ocultan entre sus páginas como declaración de intenciones, por lo que supongo que, o bien Astur es ahora disidente o es que en esta ocasión vamos en plan experimental y tampoco es cuestión de desvirtuar de un plumazo lo imaginario del sello. Eso, o que la editorial pasa de gilipolleces. O no a todo.

Maldades aparte, decíamos que Seré un anciano… está escrito por Manuel Astur, un escritor ya-no-tan-joven nacido en los 80 que ha sido todo uno verse la primera cana y lanzarse a escribir sus memorias de pura nostalgia de sí. El resultado es una obra de unas doscientas páginas en las que el autor habla de sí mismo y sus circunstancias desde el origen de sus tiempos y cómo ha cambiado todo y qué bien se vivía siendo el niño de Aquellos maravillosos años y qué grande Asturies, madre.

Pero estoy divagando. Para que entiendan lo de Ensayo Emocional: hay una parte de este ensayo que tiene lugar, si no recuerdo mal, cerca del final, pero eso es algo que no tiene maldita importancia. El autor se acuerda de lo que ocurría en su casa, en el campo, cuando era niño, en las noches de tormenta. 

«Rugía la tormenta y la luz oscilaba unos instantes, como si fuera de gas. Entonces, mi madre me mandaba a buscar las velas y yo corría con gran regocijo a revolver en los cajones del salón hasta reunirlas todas. Siempre eran menos de las esperadas, pues había gastado algunas jugando a derramar cera en la palma de mi mano cuando nadie me veía. Después, se iba la luz durante unos segundos. Ese era el segundo aviso. Mis hermanas salían de sus habitaciones y venían al salón. Mi madre ponía el chocolate al fuego. Mi padre sacaba su linterna, era suya y de nadie más, ya que el niño de posguerra civil que fue considera algunos objetos, hoy comunes, sobre todo mecheros, navajitas y linternas, como auténticos tesoros para aventureros. La tormenta retumbaba y centelleaba fuera. La lluvia descargaba con furia y un río de agua bajaba por la calle. Algunas personas empapadas corrían a resguardarse en los portales, y corrían riéndose, como si les hubieran pillado haciendo una trastada. Nosotros mirábamos desde la ventana y también nos reíamos, y nos sentíamos tan protegidos, tan unidos, la pequeña tribu de homínidos en su confortable cueva. Finalmente, un gran trueno hacía temblar hasta los cimientos y se iba la luz, para no volver hasta dos o tres horas después. Ese era el momento de viajar en el tiempo. Encendíamos las velas y nos sentábamos a la mesa del salón a tomar una taza de chocolate, tan denso y cálido como la oscuridad redescubierta que nos rodeaba».

La narración se tira de cabeza en la nostalgia y los que hemos vivido aquellos larguísimos apagones (en los que, dicho sea de paso, a nadie se le ocurría llamar a la compañía eléctrica para exigirle una reparación inmediata ni reclamarle daños y prejuicios porque se nos fuesen a derretir los colajets) en los que también cenábamos y estudiábamos y padecíamos la tormenta sentados alrededor de aquellas ruidosas lámparas de gas, lloramos de la emoción. O casi. Eran otros tiempos. Ni peores ni mejores, si acaso lo segundo (infancias infelices aparte). Cuando Astur nos cuenta que su padre les decía que así se vivía antes, lo que está haciendo es encadenar una nostalgia con otra y demostrar que el hombre es un animal optimista que tiende a la infelicidad.

Resumiendo: Astur se hace mayor o, más bien, Astur siente que se hace mayor, porque a los treinta y cinco o treinta y seis no se puede ser mayor; se puede ser, en todo caso, una máquina de follar pero no mucho más. No hay necesidad. Porque una cosa es la crisis de los cuarenta, que es un cosa que podemos entender todos, hayamos o no sido escritores, y otra cosa muy diferente la necesidad de llamar la atención sobre un yogur que todavía no ha caducado. No sé si me explico. Cuando las personas normales, con oficio y beneficio, se acuerdan de las friegas que su santa madre les hacía en el lavadero para sacarles la roña del día, lo comentan frente a una cerveza y se ríen y alguno hasta se emociona. El resto escribe un libro.

Con todo, no está mal, se lee con cierto agrado. Astur está muy lejos de ser el abuelo cebolleta con sus batallitas y tampoco hace suya la frase cualquier tiempo pasado fue mejor (aunque en el fondo todos sepamos que así es exactamente como es) gracias seguramente a esa visión, ya hemos visto, optimista, a esa costumbre de ver siempre el lado bueno (o no exactamente “bueno” pero tampoco necesariamente malo) de las cosas o la vida o como quieran ustedes llamar a este desastre.


[‘Lo emocional’, parte tres]: Yo sé que sólo uno no hace generación por mucha nocilla que le ponga a la tostada pero visto con cierta perspectiva este desbarre de hoy tiene mucho más sentido del que parece. Porque si a la necesidad o el deseo o simplemente las ganas de dar un paso atrás en la narrativa que proponen los New "kids" on the block de la letras, también conocidos como los New Drama (Astur incluido, le pese lo que le pese), le sumas la sobrecarga emocional de los dos tomos dos del Yo fui a EGB (P&J), lo acompañas del Hit Emocional (emocional, ven) de Juanjo Saez (Sexto Piso) y lo rematas con la penúltima y originalísima idea de Miqui Otero consistente en escribir un Elige tu propia aventura para adultos (La cápsula del tiempo, Blackie Books); si sumas todo esto, decía, el resultado será (es) un grupito la mar de majo que lo mismo te anima un guateque en la parroquia que te escribe una obra maestra. Porque todos son de la quinta y todos miran al pasado con la misma mirada vidriosa y todos ocultan las primeras calvas o peinan las primeras canas, y todos hacen de la nostalgia una herramienta de promoción y de la emoción, su argumentario.



lunes, 6 de junio de 2016

‘Cocaína’ de Daniel Jiménez

Hoy voy a empezar con una cita de esta novela. Es más. Hoy voy a incluir muchas citas en la reseña; voy a dejar que el libro hable por sí solo. Mi intromisión será mínima. O casi; ya saben que me pierde la boca.

En un momento determinado una madre pregunta a su hijo (el protagonista) qué problemas tiene. Aquí la respuesta del nene: atentos: «Por ejemplo, la soledad, la incapacidad para volver a amar, la desesperación, la frustración, el rencor hacia todos vosotros, el fracaso de mis inquietudes literarias, las ganas de desaparecer, culpabilizar a mi hermana por haberse suicidado y haber destrozado mi posibilidad de ser feliz, y la adicción a la cocaína como única salida, como válvula de escape, como manera de sobrevivir, y tal vez algún otro problema de índole menor como la aparición de canas en la barba, unas erecciones cada vez menos intensas y una envidia malsana a todos los escritores jóvenes del nuevo boom, o miniboom, o postboom, que tienen más facilidades para publicar que yo

La negrita es mía.

Qué importante, publicar, eh, qué gran problema que otros mindundis lo hagan antes y mejor que tú, eh, qué gran putada no ser literato de reconocido prestigio en este barrizal de letras varias que no merece ni un ápice de la atención que recibe: «[…] , lo mejor que le podía pasar a la triste literatura de este país miserable es que se fuera muy a tomar por el culo». 

Pero sí, PUBLICAR, ¡qué importante y qué necesario!

Claro que por otro lado, el muchacho, el protagonista, al ser escritor, qué otra cosa puede hacer, a qué más puede aspirar. Bueno..., escritor..., quiero decir, ser humano al que le gusta la literatura e intenta escribir un nuevo libro pero no le sale, claro, porque está siembre metiéndose cocaína y claro, bajonazo, y claro, la literatura como tabla de salvación, y claro, todo este esfuerzo para qué si al final na de na: «Has escrito dos novelas que nadie ha querido publicar y tienes otras dos empezadas, has terminado una veintena de cuentos, has escrito más de cien artículos sobre literatura que no han cambiado nada, has entrevistado a más de cincuenta escritores españoles y extranjeros, en persona, por teléfono o por email, has publicado reseñas de libros, algunos de los cuales ni siquiera te habías leído».

De ahí la autoficción. Bueno, de ahí y de aquí: «Necesitamos saber si los autores son héroes o villanos para evaluar si son o no verdaderos escritores. Para contar cuentos de príncipes y dragones ya están los políticos, las series de televisión y la prensa. La literatura del siglo XXI exige algo más. Henry Miller escribió: la literatura del siglo XXI será autobiográfica o no será».

Requisitos, pues, para ser escritor: saber escribir, tener suerte, un padrino, saber chuparla correctamente. Ganar un premio. Cuando no, llorar: beber, drogarse, contarlo: «Cualquier texto es mejor que la vida real porque en una ficción siempre habrá más sentido y verdad que los hechos insustanciales de la cotidianidad. Estás harto de escribir este Diario de un cocainómano, estas Confesiones de un madrileño consumidor de cocaína, esta Historia de un cocainómano contada por sí mismo, este Autorretrato con cocaína, esta lucha desesperada por salir adelante. La literatura ¿podrá salvarte? ¿Qué o quién lo hará? ¿Existe la salvación? ¿Está a tu alcance?». No, claro que no, la tontería no tiene cura. Pero al menos podrás publicar. Porque de eso de trata, ¿no?, de publicar. No perdamos de vista el objetivo, no se nos vaya a escapar: «El tirano Soto Ivars te asegura por teléfono que gracias a la tragedia que has padecido y a las cicatrices que ha dejado en tu cuerpo es más fácil que ahora te publiquen». Pues claro que sí.

El tirano Soto Ivars. Esa es otra.

Llegado un momento en la puta novela (o en el dichoso diario, como prefieran) casi no se habla de otra cosa que de Soto Ivars (un joven escritor al que le han regalado una columna no sé dónde no sé por qué ni en base a qué filias) como ejemplo a seguir.

Lo digo completamente en serio. Yo sé que esto hay que tomárselo con humor, es decir, con el humor con el que está escrito, pero a mí estos chistes privados de endogamia literaria me hace gracia un rato y otro rato me hacen llorar de vergüenza ajena: «Hace días que te persigue el fantasma del tirano Soto Ivars, un joven escritor a quien aún no has tenido la suerte de conocer, un joven escritor que termina todos los proyectos que emprende y se lanza a por otros nuevos que nunca deja a medias, un escritor que huye del patetismo de los principiantes y asume su valía y se enfrenta a cualquier reto para lograr el éxito a toda costa, una postura lúcida y desde luego más rentable que la tuya, lo que no hace sino evidenciar tu condición de escritor fracasado, inédito y desesperado».

Y a partir de ahí todo son señales.

«Cuando estuviste con la joven doctora te habló de un joven escritor del que, por cierto, no estaría nada mal que aprendieras algo puesto que se había leído una novela suya y además le seguía en Twitter y era su amiga número un millón, aproximadamente, de Facebook. Tú no tienes Twitter ni Facebook y ni siquiera conoces al tirano Soto Ivars, pero está claro que la nueva literatura de este país desmemoriado necesita escritores como él».

¿Ven lo mismo que yo?

Sí, eso es. La LUZ.

En cualquier caso si algo queda claro en esta novela o diario o lo que sea es que drogarse sería, caso de no ser tan cara, una solución cojonuda a los problemas derivados de la pobreza y/o la mediocridad: «Cuando estás drogado no piensas en el dinero que no tienes ni en los libros que jamás escribirás ni en los países que no has visitado ni en tu triste condición de escritor fracasado, y ni siquiera piensas en la muerte que te espera y que está cerca».

También queda claro, en este conglomerado de experiencias vitales, que la literatura (perdón, la literatura no, ¡la nueva literatura!) ya no sirve absolutamente para nada: «La literatura no sirve para nada». 

Pero es que… PARA NADA DE NADA DE NADA: «Cada vez tienes menos claro por qué los escritores siguen escribiendo libros cuando ni aunque viviéramos doscientos años seríamos capaces de leer los miles de ellos que ya están escritos y que en cierto sentido son insuperables. […] Ortega y Gasset, hace casi un siglo, se preguntaba qué sentido tenía dar más libros superfluos a la imprenta. ¿Alguno de los libros que planeas escribir tú podrán escapar a este pobre destino?»

Probablemente no, pero mira, de entrada, te han dado un premio, Dani. Ya es algo. 

Pasito a pasito. 

Lo siguiente será cambiar el mundo.

«Con la primera copa en la mano, todos empezabais a hablar de la necesidad de renovar la repetitiva literatura de este país decadente. Con la segunda copa, todos te decían que tenías que ser tú quien renovara la ultrajada literatura de este país corrompido. Tras ingerir la tercera copa, tú les asegurabas que no, que estaba claro que iban a ser ellos los que renovaran la pútrida literatura de este país pestilente. Encerrados en el baño, con la cuarta copa apoyada en el retrete, todos estabais de acuerdo en que la literatura de este país da asco y que no merece la pena renovarla porque está muerta».

Excepto la de Soto Ivars, of course, pero esta es una cosa que, con poco que leas, lo ves enseguida: «[…] lees libros. Relatos de alguna antología de jóvenes escritores en las que están todos los gilipollas con suerte que no son tú y novelas que empiezas con admiración pero nunca terminas por hastío o envidia».

En cualquier caso la novela, diario… bah, la autoficción esta se resume, y muy bien, en esto: «A lo mejor la adicción a la escritura es más peligrosa que la adicción a la cocaína. A lo mejor ambas adicciones son una sola. A lo mejor sólo eres adicto a una vaga idea de lo heroico y lo enfermizo. A lo mejor eres un genio. A lo mejor eres mediocre. A lo mejor eres una persona normal y corriente, tan normal y tan corriente que te asusta pensarlo».

El miedo a la mediocridad como señal de normalidad, el miedo a no destacar (a los treinta años, no me jodas); el miedo a ser uno de tantos que se creían tanto, que prometieron tanto, que se vendieron como tanto y acabaron no siendo nada más que unos pobres imbéciles: «Reordenas una serie de escritos inacabados y se los envías por email al tirano Soto Ivars. Durante el proceso te descubres comparando esos textos con los de José Ángel Mañas, Alberto Olmos, Ray Loriga, Agustín Fernández Mallo y algunos autores más que en su momento fueron una revelación y dieron alas a una generación de escritores. Tus objetivos son más ambiciosos y tus pretensiones superlativas, lo cual no dice nada en tu favor, pero tal vez ellos también creyeron, en sus inicios, que eran diferentes y que serían diferentes y que su rebeldía y su escritura no era deudora de nadie y que su maestrazgo crearía escuela aunque nadie que supere la treintena vaya a leer jamás cualquiera de sus libros. Ser joven y ser escritor te coloca en una tesitura incómoda que no es fácil de manejar. Ser joven, ser escritor y ser famoso te convierte en un auténtico gilipollas».

Yo aquí me perdí, no sé ustedes, y ya no sabía si hablaba también de Soto Ivars o lo excluía por amor a su arte, pero en cualquier caso a esta novela ha tenido un reconocimiento que probablemente no merecía por razones que tiene mucho que ver con esa puta manía que tenemos los cuatro que leemos y los doscientos que escriben de dejarnos engañar por las memorias literarias firmadas por borrachos o drogadictos o jugadores empedernidos, por hombres y mujeres que no dudan en arrastrarse por el cieno cual serpientes y desde la mayor de las desvergüenzas nada más que para acceder al cuestionado Olimpo que ocupan los columnistas de moda aunque sea vía sospechoso (no tanto por jurado como por definición) premio que te crío.