jueves, 19 de enero de 2017

“Tardía fama” de Arthur Schnitzler (Trad. Adan Kovacsics)

«Es la historia de siempre». 

Así es. He aquí LA CITA:

«Es la historia de siempre. Al principio nos basta y sobra la propia alegría de crear y el interés de los que pocos que nos entienden. Pero después, cuando comprobamos lo que prospera a nuestro alrededor, todo lo que cobra cierto renombre y hasta fama, terminamos deseando que también se nos escuche y aprecie. ¡Y entonces llegan las desilusiones! La envidia de los que carecen de talento, la frivolidad y malevolencia de los críticos y la terrible indiferencia de la multitud. Y uno acaba cansado, cansado, cansado. Tendría muchas cosas que decir, pero nadie quiere prestar atención, y al final olvida que ha sido uno de esos que aspiraban a algo grande y quizá incluso llegaron a crear algo grande».

O no. En esta novela un hombre de avanzada edad recibe la visita de un joven poeta que quiere presentarle sus respetos: ha leído un poemario que el vejete escribió en sus años mozos; poemario que pasó en su momento desapercibido y que ahora es visto por los ojos de este simpático muchacho como una obra absolutamente genial que debe ser rescatada al precio que sea.

Por favor, levanten la mano aquellos de ustedes que en algún momento han escrito y publicado algún libro que, pasado el tiempo (o no), ha caído en el olvido y ya nunca más. Déjenme contar… uno, dos, tres… doscientos trece mil quinientos doce. Bien, ahora dejen levantada la mano aquellos que crean que su libro (ya sea novela, ya sea poemario, ya sea un algo experimental o simplemente una inclasificable fusión de géneros), no ha sido valorado en su justa medida, esto es, ha sido injustamente menospreciado y llantos y lamentos. Veamos: uno, dos, tres… ¡doscientos trece mil quinientos once! 

Vaya, un único honrado entre tanto ladrón.

Bueno, como introducción ya está bien.

En la novela se habla de esto y más cosas. Se habla de un hombre que un día escribió una obra que hoy alguien considera magistral. Este hombre, ahora taciturno funcionario de bares de tapas y cafés de dos horas, se ve de pronto reconocido e inmerso en un círculo literario de jóvenes poetas, narradores y dramaturgos que se creen audaces y se creen brillantes y se creen el futuro como natural relevo generacional. Este grupo diverso devuelve la nuestro héroe —a golpe del mismo elogio desmedido que para sí quisieran y que un día reclamarán, también, a otros más jóvenes que ellos— la fantasía que en su momento sucumbió a la realidad: la de que su obra merecía la inmortalidad.

«Había creado una obra y aspiraba al reconocimiento que hasta entonces le había sido negado. Y en ese momento lo recibido al menos en parte, cuando casi había olvidado que lo merecía. Sin embargo, ya no podía dudar de ello, y ahora, al hojear sus poesías, como hacía a veces, se fijaba con cierta emoción en algún que otro poema y comenzaba a extrañarse de que el mundo hubiera pasado por alto esos versos».

La novela enfrenta la vejez y la desilusión a la juventud y el arrojo como una forma de recordarnos lo que un día fuimos y en qué nos convertiremos o en que se convertirá la gran mayoría de la población escribiente: fantasmas que un día soñaron con un éxito y un reconocimiento que pusiese en evidencia su innegable talento.

«La gente tiene que enterarse de nuestra existencia, tiene que saber algo de nosotros. Nadie sabe nada, ni un alma se interesa por nosotros. Los periódicos no toman en nota lo que hacemos. ¿Quién conoce a Christian? Nadie. ¿Quién conoce a Meier? Nadie. ¿Quén conoce a Blink? Nadie».

La lucha, diaria, por ese reconocimiento, les lleva a organizar un evento en el que salten a la vista sus virtudes pero todo se queda en luchas intestinas e intereses particulares que no van mucho más allá de verse publicitados un día y elogiados otro por esa prensa que es al final la única forma que tienen de hacerse escuchar. Como en la vida misma —porque tan novela de ficción no es, si lo piensas bien— el resultado es catastrófico: al silencio casi total de unos medios se suman los desprecios de otros y la constatación brutal de su soledad cuando el único artículo que habla mediamente bien de ellos tiene su origen en la amistad o el compañerismo toda vez que uno de ellos es o será colaborador del medio en cuestión.

Para que nos entendemos:

La novela, de rabiosa y permanente actualidad, es el ejemplo perfecto de la triste historia de cuatro o cuatrocientos infelices que a día de hoy publican la misma mierda y se retroalimentan en un medio cerrado más o menos grande —compuesto por un indeterminado número de grupúsculos especializados— conocido como mundillo literario. El fin último del mundillo es hablar bien de ti cuando publiques una novela, amigo, o acompañar una nota de prensa elogiosa cuando la revista de turno, dirigida por el primo del cuñado del vecino de tu editor, publique la caquita con la que te llevas peleando semanas total para no ser leída ni haciéndola viral en la red social.

Con este argumento y conociéndome mínimamente, a estas alturas ya tendría que haber llegado la sangre al río, y sin embargo, será que estoy madurando, sólo siento lástima, sincera lástima, por tanto esfuerzo inútil, por tanta gente sin talento y sin amigos que les digan la verdad: que están malgastando su vida y perdiendo de hacer muchas otras cosas para las que sin duda tienen mucho más talento, tipo follar o visitar ancianos o ambas cosas a la vez.

Desde aquí, mi más sincero afecto y compasión.


jueves, 12 de enero de 2017

“El nadador en el mar secreto” de William Kotzwinkle (Trad. Enrique de Hériz)

Harto (HARTO) de no escuchar más que buenos comentarios de esta [digamos, de momento] “novela” y sabiendo como sabemos la facilidad tiene la gente, alguna gente, ocasionalmente lectores, para caer en el elogio desmedido y ser víctimas de sus propias pasiones y sensibilidades, hipersensibilidades, a según qué lenguaje poético («Decir exactamente lo que pasa —dicen que dice The New York Times Review of Books— sería como parafrasear un poema») y siendo conscientes, como lo somos, de nuestra función social, nuestra portavocía en este Ministerio de La Gran y Única Verdad, nos hemos puesto manos a la obra y nos hemos leído el susodicho aprovechando que sus noventa miserables páginas mal aprovechadas no dan ni para robarle el tiempo al café de la mañana (no así esta reseña que ya veo que tiende al infinito).

Y sí, se confirman las sospechas: una vez más, ¡sobrevaloración!

La cosa va de lo siguiente:

Un mal parto lo tiene cualquiera; un mal día, también. Pues bien, uno de esos malos días una mujer, medio ermitaña medio artista, rompe aguas. Su marido la lleva al hospital, corre que te corre y tal. Una tercera parte de la novela son ellos camino de allí con los nervios propios de los primerizos —que a ver si me arranca el coche y no sé qué— y los derrapes propios del invierno en la montaña. Les dicen que el niño viene de culo y entran un poco en pánico. La segunda tercera parte de la novela es ella empujando y un médico tratando de reanimar el cadáver del niño que ha parido. El resto es shock, cajitas de pino y entierro en bosque con testigo.

Claro, con semejante tema, o te gusta o dices que te gusta o eres un grandísimo hijo de puta. Yo me pido lo último.

Sinceramente: yo no lo veo. Me puede valer como relato si me lo cuelas en una revista o lo metes con otros veinte en una antología de la penita pena y me lo vendes como UNO MÁS. Ahora bien, si me lo vendes como nouvelle o como pequeña obra maestra o simplemente como un algo magistral del tipo te dejo con la boca abierta, TE LO COMES. No me vale aunque me lo pongas para regalo, que es para lo que se ha diseñado esta edición. Porque, se pongan algunos (ustedes mismos) como se pongan, esto no es un relato sobre la vida y la muerte, por más que en él se viva y se muera, que ya ves tú que novedad, sino sobre la desgracia de perder un hijo y tener que enterrarlo y ser escritor y querer contarlo. Que sí, que horrible, de verdad, que qué pena, pero eso sólo no hace buena una novela. La hace, como mucho, lacrimógena, que es al final lo que parece que andamos buscando, que ya no se puede escribir sobre niños sin te menten para el Nobel.

El nadador en el mar secreto es el relato de una experiencia terrible, sí, qué duda cabe, (basada en hechos reales, nada menos, uhh) narrada cierto oficio y mucha sobriedad, que evita caer, en la medida de lo posible, en el mismo sentimentalismo barato en el que se empeñan en sumergirse, cual nadadores poco experimentados, sus lectores y sus lectoras que, transidos de dolor, rompen aguas y dan a luz reseñas infames llenas de lágrimas, almas, corazones, sentimientos, emociones, lectores agradecidos de su brevedad, lectores que la tienen por bella a pesar de intensa y dura (sic) y soplapolleces por el estilo.