T.C. Boyle era, hasta ayer (excuso decir que para un servidor), un perfecto desconocido. O eso creía, vaya. Hoy, como por arte de magia, se ha convertido, no sé si para mí tanto como para los demás, en uno de los mejores escritores de su generación.
La literatura es lo que tiene: hoy no eres nada, mañana el rey.
Descubro en su biografía que el buen hombre escribió El balneario de Battle Creek, que es una película que yo nunca he tenido por demasiado buena pero que me sirve para, al menos, tener alguna referencia, por más que sea lejana y cinematográfica. Recuerdo incluso haber comprado el libro en la edición más lamentable posible, esto es, tapa blanda a módico precio con periódico dominical. No sé ya qué ha sido de él. Del libro, digo, no del escritor.
Me acerco a Boyle, pues, no a través de Battle Creek, que hubiera sido no tanto lo deseable como lo más natural, sino de El pequeño salvaje, una novelita que nació como parte de otra (recurso finalmente descartado) y que originalmente se vendió conjuntamente con otros relatos pero que aquí, fieles a nuestra costumbre de exprimir gallinas, se publicó de forma independiente.
La historia es bien sencilla: Francia, siglo XVIII. Un niño aparece, en estado salvaje, en no sé qué bosque. Es capturado. Es un poco libro de la selva, esto es: el crío, piensan, se habría criado entre bestias tras haber sido abandonado por sus padres vaya usted a saber por qué razón. De tan en apariencia tonto sus captores lo ingresan en un hospital para sordos pero pronto se le da por imposible. Más tarde se le asigna un presupuesto y un profesor y un proyecto educativo de integración social más por demostrar la valía del instituto que por sincero interés en su recuperación. A su cargo, un entregado profesor.
Sí, se lo que están pensando: ya he visto la película. Yo también. La dirigió Truffaut en 1970 y aquí se llamó exactamente igual. En riguroso blanco y negro y estilo documental, trata sobre la sociabilización de Victor de Averyron (que así se les dio por llamar a la criatura), un chico nada fácil, hijo de familia desestructurada y tal. Ja.
Así pues, la novela al igual que la película, plantea la tentativa de reinserción social de un niño que ha vivido los diez o doce primeros años de su vida en un estado completamente salvaje: su alimentación, su sexualidad, sus primeras palabras o gemidos o como quieran llamar a lo que hace con la boca cuando no se está comiendo alguna rana o roedor. Su forma de relacionarse, en definitiva.
Es, insisto, un relato breve que, más allá del interés que pueda tener para cada uno la historia en sí, no aporta gran cosa a la literatura. Lo que sí hace es mostrarnos un narrador excelente en tanto que correcto, elegante, más cercano al periodismo (a un periodismo decente, se entiende, no al amarillismo al que nos tienen acostumbrados) que al lirismo, que evita en todo momento sacar otras conclusiones que las evidentes. Que ya no está mal para ser un resto descartado de otra novela.
El pequeño salvaje no es una novela que pueda o quiera recomendar encarecidamente en tanto que la historia me parece muy poco original y desde luego en modo alguno sorprendente, pero es precisamente por esa, digamos, normalidad o… no sé, corrección, lo que la hace más atractiva en tanto que Boyle, partiendo de tamaña desventaja, consigue suscitar el interés suficiente como para atrapar al desconfiado lector que tienen ustedes delante. Si Boyle es capaz de conseguir algo así con esta novelita en cierto modo “tan poca cosa” me pregunto qué ocurrirá con aquello que es realmente objeto de deseo como puede ser Música acuática, por ejemplo, que editó ya en su momento (allá por 1999) Galaxia Gutenberg y que en breve reeditará (ignoro los detalles de la traducción) Impedimenta.
Parece que volveremos pronto a Boyle.
Parece que volveremos pronto a Boyle.