miércoles, 28 de octubre de 2015

Una reflexión en torno a ‘Mientras agonizo’ de Faulkner

Leer a Faulkner, hoy.

Qué locura, no?

Reviso mis últimas lecturas y me encuentro lo siguiente: me encuentro a Connolly, que, bueno, bien; me encuentro a Brodkey y a Salinger, que, bueno, genial; me encuentro al Doctorow cuentista, que no al novelista (lamentablemente). Me encuentro relatos de Schwebling y una novelita de Larry Brown que lo mismo podía haberlas leído como no. Ah, y a un desconocido Steve Erikson (Zeroville), que también bien. Incluso el rescate de un comic de Peter Kuper tuvo su aquel. Y hasta aquí. Después de eso, la muerte: Clemot, Pablo Ramos, Aixa de la Cruz, Recaredo Veredas, Juan Vilá… Hablamos de novelas o relatos completamente inofensivos en unos casos, ofensivos en otros pero insultantes en cualquier caso. Y uno no deja de preguntarse qué sentido tiene todo esto. A qué viene que yo lea tanta chorrada que no vale ni para ser comentada. 

En el mundo hay dos clases de personas: los que escriben y los que leen. Hay otras clasificaciones, pero aquí estamos a lo que estamos. Los que escriben son gente que, un día, después de mucho leer (o no) se dicen, porque algún imbécil se lo ha dejado caer, que deberían probar suerte al otro lado de la barra de este bar. Qué coño, si a ellos les ha sobrado siempre talento. Entonces escriben un cuento, por ejemplo, al que dan provisionalmente el nombre de relato número uno, un poco por hacerse los interesantes y otro poco por darle al asunto carácter de continuidad. El relatito tiene tres o cuatro páginas a doble espacio y lo quieren publicar, claro, porque uno escribe para que lo lean. Y buscan y rebuscan y dan con una revistita medio casa de putas medio medio literario que se ofrece a publicarlo (toda vez que, entremientras, se han ido dando a conocer) en el mes de abril, por ejemplo, que es un mes genial para todo lo que tenga que ver con leer porque llueve mucho, no apetece salir y ya habrá terminado la última temporada de Walking Dead. No pagan, lo siento, con dinero (en la revistita no hay pasta) sino con promesas de futuro. Entonces nuestro joven héroe, grita: me van a publicar, me van a publicar, en abril, aquí. Dónde. Aquí. Aquí, dónde. Porque abril lo conoce todo el mundo pero aquí no. Aquí (señalando con el dedo). Y todos: geeeenial! La respuesta es inmediata: dos le piden que les regale un ejemplar (madre y pareja, generalmente), siete se lo comprarán, lo juran por Dios, de hecho llevan horas deseando que salga; dieciséis demuestran interés pero no saben dónde encontrar la revista; cuarenta y tres le dan su más sincera enhorabuena y seis (colegas, me temo) prometen pillarse la del siglo a su salud. Y después están los dos gilipollas que guardan silencio, esperan pacientemente, se compran la puta revistita y se lo leen, el cuentito number one. Pues bien, de estos dos gilipollas, yo soy el de la derecha, el guapo.

Qué se me habrá perdido a mí en esa revista, me pregunto. Qué se me habrá perdido en Aixa de la Cruz o en Veredas o en Vilá o incluso en Ramos (que parecía que sí hasta que le pasó por encima el tren del tiempo). Qué se me habrá perdido en una novela o colección de relatos que sé positivamente que no me llevará a ninguna parte; en la que todo lo que se cuenta ha sido contado ya; en la que todo lo enseña está más que sabido; que está plagada de gansos de tercera, traumófilos y memos injustificadamente tristes; burguesitos de mierda obsesionados con bajarse lo último de Marlango, alicaídos por no follar lo suficiente, alicatados de puro encorsetados.

Y uno va leyendo estas cosas, a esta gente, y pese a no disfrutar exactamente con ello le (les) acaba cogiendo cariño, un afecto a todas luces inmerecido pero en cierto modo inevitable. Es incluso capaz, uno que yo me sé, de justificar frente a desconocidos el valor de ciertas lecturas apelando a pobres argumentos: que es por estar al día en literatura actual; por saber qué se cuece o qué caminos toma la literatura; por ser el primero en dar con algo realmente sorprendente. Fantasear con ese día, dentro de cuarenta años, en que uno pueda ya gritar el esperado os lo dije, os lo dije, os lo dije justito media hora antes de morir, a escasos segundos de ser verdaderamente consciente de que ha desperdiciado su vida leyendo las memeces de cuatro imberbes y siete perroflautas.

Y acordarse entonces de Faulker. Y cagarse en todo lo que se menea.

Acordarse, por ejemplo, con meridiana claridad, de Mientras agonizo, aquella novela que por nada queda sin leer tan ocupado que uno estaba con el catálogo de Salto de Página o Lengua de trapo. A esto,ha estado uno de darlo por vencido. Y es que, entre lo incontestable está, además del pésimo momento por el que pasa la literatura (hecho este que no nos cansaremos de repetir, porque conviene no olvidarlo y tener siempre muy presente, para no caer en lo que se denuncia, que ya sólo leemos humo y que cualquier día la OMS nos vendrá a decir que leer narrativa española actual provoca cáncer de vista), está también, decía, entre lo incontestable, que Mientras agonizo es, citando al famoso pensador que todos tenemos en mente, una puta maravilla.

En Mientras agonizo, y sin ánimo de hacer la menor crítica, se concentra todo lo mejor que uno espera encontrar en una novela. Una historia, unos personajes, una estructura… Porque no se olvida, y esto es así, lo que en ella tiene lugar. Porque no se puede olvidar. Hay cosas que quedarán para siempre en la retina y cuando digo esto pienso en esa madre viendo a su hijo montar el ataúd en el que pronto viajará; esa lluvia torrencial; ese carromato con la carga inestable y a reventar de hijos y padres; ese madre que es un pez; ese río; esa testarudez. Esa épica de pobre, inolvidable. Y ese final. Ese final. Ese padre y ese final. Ese padre. Esa sonrisa de padre.

Ya no se escribe así, pienso mientras pienso en la novela. Ya no se busca la inmortalidad. Ya es sólo un hobby, escribir, una forma de llamar la atención. Y publicar, el único objetivo. Ni siquiera ser leído. Publicar. Y ya. Hemos comprado la maquinita de escribir y ya todo se escribe igual; ya se publica nada más que la misma mierda una y otra vez y otra puta vez y que si ahora fulanito ahora zutanito ahora menganito y la crisis de los cuarenta, de los sesenta, de los setenta y esa total ausencia de humor, humor sutil, inteligente, no de monologuista de garrafón; y ese postureo en la prosa, invento de poetastros venidos a menos que nada más que lo dejan todo perdido de un afectado e insoportable lirismo robado a poemas no escritos que nadie leerá.

En 1930 Faulker era escritor de relatos, de tres o cuatro novelas y vigilante nocturno. Es decir, NADA. NADIE. Escribió Mientras agonizo a los 33 años, justo después del El ruido y la furia. El ruido y la furia, ¿vale? Que te puede no gustar, pero hay que escribirlo, ¿vale? Vale. Y después: Mientras agonizo. Vale. Y entonces, y sólo entonces, escritor de culto. Ahora para ser escritor de culto sólo tienes que escribir quince relatos y quedar más o menos bien en las fotos de la contra. Y entonces ya esto, por ejemplo: «Esta es la primera novela de una autora de culto» (es decir: la primera; es decir: no jodas!) o «[1978] es autora de dos libros de relatos que bastaron para convertirla en autora de culto, y que merecieron elogios de la crítica», como si ahora los elogios de la crítica, esto es, suplementitos pagados y blogs de amigos y vecinos o colegas de profesión, fuesen garantía de algo y no un simple dedo acusador.

Nos hemos vuelto conformistas, los lectores, los escritores. Nos hemos vuelto conformistas. Y mediocres. Nadamos, buceamos en mediocridad y conformismo y lo único que va a librarnos de esto, lo único que podrá salvarnos, es Faulkner y los que son como Faulkner: escritores de verdad, no mecanógrafos. Mecanógrafos, caca. Aquí ya no queremos maquinistas, ni queremos pianolas. Aquí queremos sogas para colgarnos si no cambian las cosas pero sobre todo queremos faulkners. Ya sólo queremos faulkners. Ya sólo aceptamos faulkners, ahora.

Todo lo demás, a la hoguera. el primero.



jueves, 22 de octubre de 2015

Una introducción a ‘Modelos animales’ de Aixa de la Cruz

Dice Vicente Luis Mora que Aixa de la Cruz «despliega todas sus posibilidades en Modelos animales». Nótese, por favor, el hijoputismo del comentario: no todas las posibilidades del relato sino «todas sus posibilidades». Las de ella. O lo que es lo mismo: esto es todo lo que Aixa tiene ofrecer, folks. Firmado Vicente L. Mora, de natural amigo.

Nosotros, fingiendo buenos deseos, pedimos que todas, lo que vienen siendo TODAS, no hayan sido. Algunas…, muchas, si quieres, pero todas no, por favor, porque si esto es lo mejor de, si esto es todo lo que Aixa de la Cruz tiene que ofrecer, entonces va tocando preparar otro epitafio y ya empiezo a estar un poco harto de que me toque siempre a mí escribirlos.

La pregunta que estarán haciendo es: ¿y quién demonios es Aixa de la Cruz? Dejen, no busquen, yo se lo digo. 

Hace un par de años y fiel a su costumbre de alegrarnos la primavera con alguna lista ejemplar e imprescindible, El Cultural publicó la relación de los 12 narradores menores de cuarenta años que, a su escaso entender, tenían mayores perspectivas de futuro (en el mundo de las letras, se entiende). Pues bien, junto a gente como Elvira Narravo (chica Caballo de Troya), Cristina Morales (ídem y ahora chica Lumen), Matías Candeira (chico para todo) o Pablo Martí (chico de un único libro) −escritores todos ellos camino de la consagración a marchas forzadas (haciendo hincapié en FORZADAS)− aparecía el de esta muchacha, Aixa, creo que la más joven y ya por entonces con dos novelas publicadas (no como otros, que sólo saben vivir del cuento), aunque la primera, al tratarse de los deberes que le pusieron por ganar la beca de la Gala Foundation, no debería contar como valor añadido.

Modelos animales, quitando su participación en antologías varias, es su tercer trabajo. O sea, trabajo… quiero decir, el tercer libro que publica. Se trata de relatos. Aquí no nos gustan los relatos. O no todos. Los que nos gustan nos vuelven locos; los que no nos gustan, también. Es lo mejor que tenemos.

Comentar relatos es siempre complicado. Personalmente es algo que voy camino de odiar y que por lo tanto evito en la medida de lo posible, como supongo que queda claro con semejante introducción (introducción que todavía no ha terminado, dicho sea de paso, y que probablemente no termine nunca, como los poetas con sus cositas). 

Empecé a leer este libro hace meses, al poco de salir, cuando empezaron a sonar los elogios, las trompetas, la fanfarria habitual: Axia, una joven y simpática estrella (no como las lánguidas esas) había vuelto. Lo dejé inacabado por culpa de un relato (Doble) que no acabó de interesarme más allá de la primera página (no siempre soy de dar oportunidades). Pasó un mes, pasaron dos, tres… qué sé yo; pasaron las estaciones... Llego el olvido. Imagínense el drama de sentarse a escribir una reseña y tener que buscar el título en google. 

Pues eso.

Total, que volví a leer el libro y esta vez, entero. Fue en octubre, hace nada, días. Adivinen que pasó a las dos semanas. Premio. Estoy aquí, hoy, una vez más, para evitar el desastre, para intentar que no caiga otra vez todo en el pozo del olvido, algo que a día de hoy supongo inevitable. 

En este libro se van ustedes a encontrar algunos relatos, no muchos. Eso ya lo saben. Lo que seguramente no sepan es que en el primero (Modelos animales) una mujer, obsesionada con la imagen que los demás tienen de ella, se coge un cabreo fenomenal cuando no le hacen los mimos que le hacía mamá y se lo hace pagar a la actriz que, sin saberlo, la interpreta y al gato que ameniza sus frías noches en un país lejano. Teatro y torturas como excusa para hablar de la locura y la obsesión en un relato que ni enloquece ni obsesiona.

Otro. TrueMilk es un cuento sobre un niño vampiro (de esos que sólo quieren chuparte la sangre) y de una madre dispuesta a un sacrificio personal sin límites. Yo estuve a punto, hace años, de ver la película. Se titulaba Grace (2009). Una mujer daba a luz un niño que, bueno, tendría que estar muerto. La portada es un biberón lleno de sangre. Muy gráfico, todo y muy original, como ven. Aixa pone como fondo aquella famosa historia de cómo se gestó Frankenstein y un relato de Polidori llamado El vampiro, porque Aixa, que todavía no tiene público espontáneo, sabe perfectamente qué ojo tiene que guiñar para hacerse leer. No sé si me explico.

Otro. Doble. Relato a dos columnas. Ambos empiezan exactamente igual y poco a poco se van separando total para acabar reflejándose uno a otro como en un espejo. Interesante, es verdad, si te gustan los juegos de palabras y no te importa leer dos veces casi lo mismo. Ese es el juego: mira lo que sé hacer, bendita beca, mira cuánto he aprendido, qué bien invertido tu dinero. Y todos aplaudiendo como memos, fijándose nada más que en las luces de colores. 

Otro. El cielo de Bilbao es la historia de unos jóvenes que hacen lo que hacen los jóvenes, esto es, gamberradas. Con el pasar de los años todo se va olvidando y un buen día, años después, dos de ellos, el narrador y el líder del grupo de antaño, se tropiezan en la calle y explotan los recuerdos y llegan los sonrojos. Arrepentirse de lo que una hace a los quince es de gilipollas. A los quince uno está a lo que tiene que estar, esto es, a las chicas y las pajas y un poquito a estudiar y otro poquito a leer lo que no se debe, no a la política ni a los grandes temas que para eso ya están las corbatas. Hay un momento en la vida en el que equivocarse está permitido y no solo permitido sino aconsejado. Es un momento muy breve. No jodamos.

Por aquello de no eternizarnos más de necesario (pero sobre todo no más de lo que este libro merece) vamos a pasar el resto en avance rápido, muy rápido y vamos a obviar el más prescindible de todos, Romperse, para pasar de puntillas por Famous Blue Raincoat, relato que tiene de bueno en final medio cachondo, en cierto modo inesperado. Y breve. Por último AbuGhraib, una (casi se me escapa reflexión) narración que tiene de fondo el tema de las torturas.

Puesto que les supongo a ustedes más hartos que yo de esta introducción, déjenme, por favor, ponerle punto y final. Modelos animales es otra colección de relatos, escrita con la habitual corrección de esta ya vieja legión de escritores que invaden el país (recientemente se han contabilizado más de cuarenta imprescindibles sin vello en la entrepierna) pero que, como los de la mayoría, carece de personalidad propia. Son relatos que solo tienen en común que los personajes que los pueblan no son felices: nunca están enamorados, nunca sonríen a la cámara. El que no se desangra está torturado, el que no envejecido, el que no colocado, el que no jodido y para una que tiene un hijo, momento feliz donde los haya, va y le sale vampiro. Hay una tristeza que no se sabe de dónde viene y que lo impregna todo y que caracteriza este libro que pueden leer con la tranquilidad de saber que pese a tanta desolación no sentirán ustedes absolutamente NADA.



lunes, 19 de octubre de 2015

Actos de fe [v.2015)

«[...] No deja uno de tener la sensación de que la pertenencia a cierto gremio (o la sensación de pertenecer a tal, ya sea por cercanía o interacción habitual en medios más o menos digitales) obliga, o induce, en cierto modo, a la acumulación (quiera Dios que “no desmedida”) de obras de colegas de profesión o afición, obras que no aspiran a ser leídas pero desde luego sí elogiadas o directamente bañadas en calidad y mejores deseos [...]». (De las notas recién inventadas de Tongoy aburrido)


No soy yo mucho de comprar libros. Ya no. El metro cuadrado va caro y a uno le queda todavía vida por delante o eso quiere pensar. Y total para dejárselo a las polillas… Pero soy humano y soy lector y soy como soy, esto es, como cualquiera y disfruto como el que más del olor de la tinta y del tacto del papel y de los gramajes perfectos y de los satinados o los phs adecuados. Y, claro, inevitable: el presupuesto se hace un hueco para estas cosas de papel, cada vez menos, si tal cosa es posible, pero también cada vez mejor, más selectivo, dejando los márgenes de error en porcentajes vergonzosos ya sea porque el libro sea buenérrimo, ya porque el autor sea devoción inconfesable. 

Este post viene a cuento de un tuit leído ayer por puro azar en el que un ser humano al que llamaremos El Sujeto A hacía pública la compra de la última novela de Jonathan Franzen. Otro ser humano, al que llamaremos El Sujeto S, replicaba: «En serio? Y tienes ganas?», como si esta fuese una pregunta de lo más normal, como si uno comprase libros no tanto para leerlos como para… no sé, amarlos, simplemente, como si el acto de comprar un libro no tuviese en realidad mucho que ver con la literatura. A no ser, claro, que la intención fuese dar a entender el prejuicio, en el que uno se habría instalado, respecto a la(s) novela(s) de Franzen como algo no digno de interés y mucho menos de ser comprado, y que tal prejuicio se hubiese hecho extensible al resto de la raza humana, como si fuese un hecho demostrado que todo el mundo piensa exactamente igual que El Sujeto S. A ver, di tú que Franzen no es Chejov, pero coño, sigue siendo Franzen, un escritor que, aunque no sea más que por Las correcciones, algo ya ha demostrado. 

Por aquello de hacer públicas mis intenciones (y dar, de paso, respuesta a una pregunta que me formularon por privado hace unas semanas (soy lento de reflejos)) relacionaré a continuación los nombres de aquellos escritores (o no) VIVOS a quienes compro (casi) cualquier cosa que publiquen con ánimo de leerlo, independientemente de los que después (lista de espera obliga) tarde una eternidad en hacerlo.


* * * * * * 

En la categoría de extranjeros tenemos a…

Jonathan Franzen, ese señor que ya vemos que sólo escribe basura y es leído nada más que por ignorantes. Me gusta leer a Franzen. Disfruto lo indecible sentándome a leer a Franzen. Y por más que sus novelas no sean obras maestras, vale cada euro invertido.

James Ellroy. Pese a que tengo mucho por leer y mucho más a medio terminar, las dos primeras partes de su trilogía americana (América y Dos de los grandes) me pusieron en su momento lo bastante cachondo como para tenerle desde entonces (hablamos de unos quince años) una fe inquebrantable. Se dice se cuenta se rumorea que su Perfidia es, más que pérfida, fétida. Ya será menos. Ya sólo por su ego y su cara de perro que tiene le subo la nota un punto a cualquier cosa que escriba.

Michel Houellebecq. No será perfecto ni el mejor escritor del mundo, pero es guapo y aquí es lo que miramos. Eso y la personalidad. Bromas aparte, Houellebecq escribe la clase de libros un servidor quiere leer y lo hace como sabe que me gusta. De ahí mi voto y mi capital.

Cormac McCarthy siempre y cuando no sean guiones de cine u obritas de teatro espantosas. Nos queda mucho por leer, también, de este señor pero nos queda vida por delante para aburrir. Se prodiga poco y eso está bien; ahorramos.

Thomas Pynchon. No podía faltar. Lo tengo todo, de Pynchon, y apenas he leído nada más que dos o tres libros pero me gustan esos lomos negros de Tusquets en la estantería y me gusta imaginarme leyéndolos bajo frente a una cerveza y con horas libres para aburrir. Es bonita la imaginación, no me digan. Me he jurado leer Al límite antes de que acabe el año, Mason y Dixon antes de que mi hija se marche de casa y Contraluz en cuanto me rompa una pierna. Vamos poco a poco, quemando etapas. Y Al Arco iris de la gravedad, que le den.

John Connolly. Decisión tomada recientemente. Compré los primeros. Dejé de leerlo. Deje de comprar. Ha vuelto la fiebre, la lectura y con ella la intención. Insisto: la intención. Luego ya…

Caitlin R. Kiernan. Esto por meter una mujer, que dicen que también saben escribir. O sabían, viendo la proporción de esta lista. Dos cosas le he leído (una novela y un relato) y dos cosas le he disfrutado. Si no la meto… quiero decir si no la incluyo, reviento.


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También hay entidades no humanas a las que he decidido conceder un voto de confianza por más que alguna compra sea más donación que inversión. Estamos hablando de editoriales o sellos que desde este santo blog nos hemos comprometido a seguir a golpe de talonario. Estamos hablando de:

Insomnia. Sello de terror moderno de Valdemar. A Kiernan la descubrí allí. Es un tanto irregular y su interés por incluir autores españoles da más miedo que un toro bravo pero quien no arriesga no pierde. O no gana, no sé. A favor, estar al día en un género que por lo general desatiendo involuntariamente. Cosas de obligarse y así no perderse. Tanto drama de vida cotidiana y tanta hostia…

Pálido Fuego. Tengo todavía tres o cuatro títulos por conseguir pero todo se andará. Es de las pocas editoriales NUEVAS conocidas -y pese a alguna inexplicable inclusión o reedicion- que cuenta con un catálogo que, como poco, llama la atención. Y miman los libros y editan bien y lo hacen con prudencia y sin la prisa que cubrir una cuota anual. Y tienen un nombre tan bonito que cuando se lo susurras a una librera, pegando tu boca a su oído, inmediatamente se le caen las gafas al suelo.


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En el apartado NACIONAL (ahí vamos) nos damos a la bebida y también a…

Celso Castro. Será por gallego, no digo que no, pero sobre todo porque escribe como yo quiero leer y escribe lo que yo quiero leer. No se me ocurre pareja más perfecta que la nuestra.

Anoté también, en su momento, a Jon Bilbao, pero su último libro (Shakespeare y la ballena) me dejó un tanto confundido y ahora no sé si seguir apostando por su educación o directamente dejar que se lo coma el cetáceo.

Juan Francisco Ferré. Me gustó mucho su Providence, no así Karnaval, que dejé a medio leer por falta de interés. Nos la jugamos a una carta: su nueva novela (El rey del juego, recién publicada) decidirá si sigue o no siendo objeto de deseo. 

Colectivo Juan de Madre. Inclusión de última hora, pendiente de la aprobación del tesorero. A quién quiero engañar, caí con New mYnd (el anterior fue cortesía editorial) y caeré con el siguiente siempre y cuando no sea un libro de recetas alternativo, que tampoco sería de extrañar (ni su publicación ni mi posterior compra).



Y ya.


jueves, 15 de octubre de 2015

‘Trabajo sucio’ de Larry Brown

Con este libro podemos hacer dos cosas (tres, si tenemos a mano un bote grande vaselina): nos lo podemos tomar en serio o no. Yo prefiero que no. A ustedes no sé pero a mí, si me lo tomo en serio, me entra la risa. En cambio, si no es así, es decir, si me lo tomo a cachondeo, nos reímos juntos, los dos, el libro y yo. Y oye, mucho mejor. 

Hoy toca reseña breve. Mi sentirlo mucho, pero somos lo que queda de nosotros al llegar la noche y yo últimamente me recojo con cucharita. 

Ahora, la reseña.

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La historia.

Un negro y un blanco. Un hospital. Al negro le faltan los brazos y las piernas. Al blanco no. Al blanco le falta un poquito de cara por aquí y otro poquito de cara por allí y tiene el cutis más arrugado que una chaqueta de Adolfo Dominguez. Total, que acaban los dos en un hospital veintidós años después de haber salido hechos unos zorros del puto Vietman. Y dice el gangoso… No qué va, es broma. Están los dos en un hospital, eso es verdad. Esto también: la acción tiene lugar un día, un único día con su única noche y la novela es aquello que se cuentan uno a otro. Sobre todo uno al otro, que la cara la habrá perdido, el blanquito, pero la lengua se ve que la tiene intacta. El mutilado es más de profundidad en la mirada y dobles intenciones. Ya lo irán conociendo.

La situación es la siguiente: el negro no puede estar más jodido ni queriendo (ya es seguro a quién le darán el Oscar cuando hagan la película) y el blanco está allí por haber sufrido un desvanecimiento (de tantos) mientras se beneficiaba a la que parecía que iba a ser la mujer de su vida, una señorita de una juventud rayana en lo legal que va fina también de lo suyo. Resulta que a la pobra criatura, cuando tenía nada más que cinco años y jugaba en un jardín, la pilló por banda un perro cabrón que le dejo las piernas más machacadas que las teclas de un piano. 

Total, que están los tres para montar una parada de monstruos.

Pues bien, ese día pasa lo siguiente: 

«Le miré y pensé: «Cómo tiene que ser estar tumbado de espaldas sin brazos ni piernas, sin poder sonarte la nariz, ni poner la tele, ni fumarte un pitillo, ni beberte una cerveza, ni leer un libro, ni rascarte el culo».
—¿Desearías estar muerto? -le pregunté. Mantuve la cerveza oculta entre las sábanas y le miré directamente a los ojos. Ardían.
—Cada minuto que pasa -me respondió.
Me lo temía».

Mal rollito. O sea, veintidós añacos mirado al techo y recurriendo a la evasión mental como solución al lento paso del tiempo. Y mira que veintidós son muchos años pero ni con esas está nuestro protagonista tan loco como para no ver una posibilidad donde en realidad hay un hombre desfigurado. Y le dice, así como quien no quiere la cosa: mátame. Ni por favor le pide. El otro quenó-quenó que él no es así, que él sólo quiere dejar atrás los malos rollos. Y los problemas de conciencia, se ve. Qué malos rollos ni que ocho cuartos, le insiste el negro. Y entonces va y se le cuenta. Su vida digo. Se la cuenta. La novela es, pues, un negro con grandes carencias y un blanco con grandes lagunas pasando revista a la vida del segundo un poco por darle contenido a la novela y otro poco por darle al colega material para pensar en cómo llevarlo a su terreno. También para que tengamos muy clara una cosa: la suerte que ha tenido de dar con tan fantástica mujer, porque si a la novela le quitas demembramientos, desfiguramientos y dos o tres cervezas lo que te va a quedar es poco más que una historia de amor entre feos.

Toda la novela uno preguntándose si lo hará o no lo hará (matarlo, digo) y si lo hace por qué lo hace y si no lo hace cómo puede ser tan hijo de puta. No se plantea realmente una cuestión ética, que es lo primero que espera uno encontrarse, porque no se trata de convencer a nadie a golpe de argumentos desde el momento en que no hay nada que argumentar ni nadie a quien convencer: vivir así no sólo no es vivir, sino que es peor que morir y si no se hace lo que se tiene que hacer es, o bien porque no se tiene corazón o bien porque se tiene demasiado.


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Por cambiar de tema, toda vez que no me interesa seguir hablando del asunto (que ya sé yo que, si sigo así, se me va a escapar lo que no debiera como, por ejemplo, la razón por la que prefiero reírme de la novela que sufrir con ella), les diré que esta es la segunda publicación de (redoble de tambores) una nueva editorial.

Sí, otra.

¿Hacemos publicidad? Venga, va, que no se diga.

Dirty Works se llaman, casi como la novela. Es decir, que te estrenas y te bautizas al mismo precio. Cuentan en su haber, los señores, con dos libritos. De momento. El diseño, muy bueno, las cosas como son. Tanto el título del libro como el de la editorial no pueden ser más atractivos ni queriendo. 

Lo otro que tienen por ahí es algo que también pinta bien, una cosa autobiográfica de Burrougs Jr. Y lo que está por llegar también promete, pero de eso ya se informan ustedes donde corresponda que a mí no me pagan por palabra. Aquí la web: http://www.dirtyworkseditorial.com/ que, por cierto, tiene un botoncito por ahí que pone blog que lo pinchas y hace clic y abre, pues eso, un blog, pero un blog más que interesante en el que Javier Lucini (editor, escritor y traductor) comenta, pues cosillas que va viendo tipo series (muchas series) pero sobre (aquí quería yo llegar) discos que va escuchando porque se los recomienda no sé quién de no sé qué tienda de Callao o por ahí. Bueno, el caso es que ni corto ni perezoso y sabiendo como sabemos que somos lo que comemos, vemos y escuchamos, me hice con un par de cosillas (tipo Gill Landry, William Elliot Whitmore, Old Crow Medicine Show…) que resulta que me vienen haciendo las horas muerta al volante y las lecturas de las últimas semanas un tanto más felices que antes. 

Y acabo ya esta reseña que iba a ser tan breve.

Dirty Works (y digo esto sin haber cruzado una palabra con ninguno de sus miembros, a los que conozco por ocultarse por otro botón de la web, y habiendo leído nada más que un libro que tampoco es que me haya dejado con el culo torcido) parece, así, a primera vista e independientemente de lo más o menos que te gusten estas cosas, una editorial con un estilo bastante definido, cosa que es muy de agradecer en estos tiempos de publicar lo primero que se ponga a tiro. Mi atención ya la tienen; mi dinero de momento no. Abusaremos un poco más de lo público, si nos dejan, y después… bueno, después ya veremos.

Les mantendré informados.



martes, 13 de octubre de 2015

Breve nota de urgencia sobre ‘Risa en la oscuridad’ de Nabokov

Hay una cosilla, una insignificancia, que me viene ocurriendo desde… bueno, realmente desde siempre pero que últimamente, no sé bien la razón, me tiene medio trastornado o algo trastornado o simplemente me apetecía sacarlo a colación. Se trata de esto: cuanto menos tiempo dedico a una reseña, cuanto más a vuelapluma va, (cuanto más breve es, también), más visitas tiene. Esto viene a cuento de un post anterior, una pequeña chorrada sobre el mercadeo crítico que hay en este país (ya supongo que en otros también, pero uno habla de lo que conoce) que, sin romper baraja alguna, tuvo un inesperado número de visitas (pese a ser agosto históricamente, y con diferencia, el peor mes del año para dedicarse a esto del blog). 

De ahí que lo de hoy vaya como Breve Nota de Urgencia (invento menudo que sirve de excusa para no perder mucho tiempo con una reseña pero evita dejarla pasar, que es algo que hago mucho últimamente). 

Y, bueno, nada, aquí estamos. 

NABOKOV.

No dejo de tener la impresión de que a Nabokov se le lee siempre mucho menos de lo que merece. Y yo el primero. Quitanto lolitas, cursos de literatura, este de hoy y alguna cosilla más, apenas lo he leído. Es un escritor que nunca tengo en cuenta en mis elecciones y creo que es algo que tiene mucho que ver con el boca a boca. Es decir, parece que si nadie nos recuerda que Nabokov existe, Nabokov no existe

Realmente no parece muy justo condenarlo al ostracismo, angelito, sólo por haber escrito esa pequeña obra maestra que es Lolita; que parece que no haya hecho otra cosa que lolitas. Nabokov es mucho más. Es, por ejemplo, un señor al que no le gustaba Dostoievski, que ya no está mal, tampoco, como logro.

Respecto a libro que nos ocupa (y por evitar que esta breve nota pierda tal condición) sería muy fácil convencer a cualquiera que tenga un poco de gusto de lo acertado de afrontar su lectura. Bastaría con poner su “famoso” comienzo:

«Érase una vez un hombre llamado Albinus, que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Un día abandonó a su mujer por una amante joven; amó; no fue amado; y su vida acabó en un desastre. Éste es el cuento, en suma, y podríamos haberlo dejado aquí si no fuera por el interés y el placer de narrarlo. Pues aunque basta el espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, los detalles siempre se agradecen».

¿Les he convencido? ¿Han anotado ya el librito en su libretita, en su hojita de cálculo, en su tablita dinámica? ¿Sí? Bien. ¿No? Mal. Tienen un problema. Resuélvanlo. 

Risa en la oscuridad es la demostración de que cualquier historia, cualquiera, la más insignificante historia de amor del mundo, puede acabar en obra maestra. Pero esto ya lo sabíamos. Nabokov, simplemente nos lo recuerda. Otra vez. De acuerdo, tal vez sea exagerado hablar de obra maestra (sin duda lo es pero aquí nos gusta exagerar) pero no cabe duda que estamos frente a una magnífica novela. 

Risa en la oscuridad es la historia de un imbécil, casado y con hija, que un buen día se enamora de una hermosa zagala que resulta ser una cazafortunas. 

«[…] mientras permanecía junto al lecho, fijos sus ojos en aquella cara pueril de labios rosados y coloreadas mejillas, Albinus rememoró la primera noche que pasaron juntos y pensó, con horror, en el futuro al lado de su esposa, pálida y desvaída. Ese futuro se le antojaba como uno de esos largos y polvorientos corredores a cuyo fin encontramos una caja claveteada o un cochecito de niño, desvencijado.».

La linda putilla lo tiene bien pillado pero quiere más. Lo quiere todo. Un día a esa alma cándida e inocente se le escapa (o eso dice) una nota que intercepta la mujer del susodicho que no podrá por menos que abandonarlo dejando así vía libre para que la mala pécora se meta en el lecho conyugal a esperar el prometido divorcio que no acaba de llegar porque los hombres son como son y las mujeres ya ni te cuento. Las cosas se complican cuando llega Rex, un viejo amante de la bicha, más bicho que ella, todavía, si acaso tal cosa es posible, que se las arregla para ser el nuevo inseparable mejor amigo de nuestro memo favorito. 

«Rex era apto para hablar sin cesar, infatigablemente, inventando historias acerca de amigos no existentes y proponiendo a la mente de su interlocutor reflexiones no demasiado profundas, disfrazadas por un estilo de oropel. Su cultura era dudosa, pero su mente, astuta y penetrante, y aquella pasión por embromar a sus semejantes equivalía casi al genio. Quizá lo único de real que había en él radicaba en su convicción innata de que todo cuanto había sido creado en el terreno del arte, de la ciencia o del sentimiento era tan sólo un truco más o menos inteligente».

Sospechamos, mientras leemos, que tal sendero sólo puede acabar en desastre y no nos equivocaremos.

Hasta aquí, nada especial, si acaso el goce de leer a Nabokov, que es puro dejarlo a uno con la boca abierta. A partir de aquí, todo.

Esta es una historia de amor sin amor (les reto a encontrar un solo personaje enamorado) que nos llevará por el tortuoso camino de la infidelidad y que nos regalará algunas escenas realmente memorables —escenas que me voy a guardar por el respeto que les tengo y por aquello de no estropearles la sorpresa— que recuerdan a aquella interesante película de Kim Ki-duk llamada (o traducida como) Hierro 3). 

Denme una escena, una sola escena pero que sea inolvidable y me tendrán para siempre rendido a sus pies. Bueno, pues esta novela la tiene. Pero no se la puedo contar.

En Risa en la oscuridad se sufre mucho (¿acaso puede haber mayor felicidad?). Sufren los personajes, y sufrimos nosotros, lectores ávidos de sangre y crueles y sangrientos actos de venganza. Se sufre por los unos, los otros y los de más allá. Y se le revuelve a uno el estómago frente a lo despreciables que son todos y cada uno de esos seres inhumanos y sin embargo no deja uno de enamorarse, en cierto modo, del primero al último de ellos, aunque tal vez por las razones equivocadas o con ese amor que tiene poco de amistoso y mucho de interesado y que resulta ser el verdadero motor de la novela.



martes, 6 de octubre de 2015

‘Polaris’ de Fernando Clemot

Solaris, no. Po-la-ris. Solaris es una obra maestra. Polaris, no. El parecido, razonable, es sólo eso, razonable. Razonable por el nombre y razonable por pequeños detalles, matices, cosillas sin importancia tipo los recuerdos o los fantasmas, esos fantasmas del pasado de los que no acabamos de librarnos, que juegan con nosotros a su antojo («Los barcos no cambian a nadie, señor Christian, ¿no será usted otro?, ¿ha pensado en ello?») o la tensión creciente que parece tener mucho que ver con la geografía y más concretamente con el exceso de humedad en el ambiente

Pero empecemos por el final.

Lo peor que se puede decir de Polaris es que no deja poso. Si no tenemos cuidado esto podría llevarnos a otra reflexión (reflexión que nada o poco tendría que ver con la novela; reflexión que intento evitar sin mucho éxito) que vendría a poner en evidencia la poca ambición que demuestra tener la literatura (quisiera decir “de este país”, pero presumo que es un mal general) y más concretamente los seres humanos que juegan a ser escritores. No puedo entender (sin ánimo de desmerecer, todavía, este trabajo) que la gente, empeñada en dar salida a una vocación que nace en lo privado y en lo privado debería morir —preferiblemente colgado de una soga—, dedique horas, días o semanas (segundos, inapreciables instantes, tiempos relativos en el caso de la poesía) a perpetrar obras destinadas a permanecer en la memoria no más de dos paradas de autobús. 

La novela de Clemot (y ya nos vamos centrando) padece de tal. Te puede gustar o no (al final todo es subjetivo), pero lo que es innegable —y lo es porque salta a la vista y porque la experiencia es un grado— es que Polaris no perdurará fuera de la biografía que habitualmente se oculta en la solapa de futuros libros o presentaciones curriculares porque Polaris, diluye la fuerza de su “discurso” en un exceso de información. Que le pierde la boca, vaya.

No todo el mundo opinará lo mismo. De hecho, no todo el mundo opina lo mismo.

Fernando Valls, por ejemplo, no opina lo mismo. 



Abrimos paréntesis: LOS FERNANDOS

En este blog siempre nos ha gustado mucho poner en evidencia las miserias ajenas y, por extensión, a los miserables

Hace ya tiempo que hablamos de Fernando Valls y Fernando Clemot (desde ahora Los Fernandos). Hablamos (en este post) de cómo su estrecha amistad hizo posible que Clemot llegase a dirigir la revista Quimera (esa cosa que ya no leen ni los cuatro que la compran). En pago, Menoscuarto, (en la que Valls ejerce de algo, tipo editor o así) y por extensión el microrrelato, cobraron protagonismo en la revista, como si esto, a la larga, fuese a tener maldita repercusión. A día de hoy probablemente Quimera, revista marginal, es la única que recomienda los libros de esa editorial de tercera. De ahí lo de miserables; no por otra cosa, eh.

Pues bien: suma y sigue. En El viejo Topo 333, publicado este mes de octubre de 2015, Fernando Valls publica una “extensa y profunda” (en palabras del agradecido autor) reseña de Polaris un poco porque pasaba por allí y otro poco porque te quiero. Aquí, que estamos hasta las mollejas de tanto amor y tanta leche y tanto trato de favor y tanta reseña de diseño, ya no nos creemos nada pero tampoco podemos dejar de hacernos eco de lo que aquellos ojitos lindos ven en los suyos. 

«Diría, por tanto, que estamos ante una novela existencial, cuya trama se sustenta en la intriga, pero que compone una alegoría sobre el poder, y más en concreto sobre la crueldad humana (“el lugar más solitario del mundo se llena de muerte si desembarca el hombre”; “apenas hace falta la presencia del hombre para que el horror llegue con él”, pp, 68 y 73), y por tanto sobre el perdón, el castigo y la necesaria expiación. Y aunque la acción transcurra en el pasado, creo que apela al presente y nos alerta sobre el futuro (“Nos dirijimos hacia un mundo sin ideología —le espeta Vatne al doctor—, un mundo herramienta, pequeños engranajes que forman parte de un engranaje mayor. Todo debe estar sincronizado, ser previsible…”, p. 155), de ahí que nos atreviéramos a calificarla de cacotopía o distopía». Fernando Valls para El viejo Topo 333, octubre 2015.
(La errata no es mía, ni de Clemot, sino del propio Valls, el editor, y si la destaco, cosa que nunca hago porque un error lo comete cualquiera, es única y exclusivamente porque sé que uno de Los Fernandos (el más alto) disfruta mucho echando en cara estas cosas y yo quiero que, ya que de esta reseña nadie va a sacar gran cosa, al menos él pase un buen rato). 
(De nada). 

Cacatopías al margen me quedo con dos ideas que comparto: que la trama se sustenta en la intriga y… bueno, esa mención a lo existencial. El resto de la reseña es un discurso interminable (a modo de extenso resumen, tampoco crean que se le va al amigo la mano con los elogios) que me niego a reproducir, en el que Valls ve sólo lo que quiere ver. (Creo que tengo una viga en el ojo, por cierto). 
  
Cerramos paréntesis



El problema estriba en que Polaris no es, como alguno parece creer, especial ni… diferente. Ni siquiera tiene un estilo que pueda ser considerado “personal” más allá de la tan veces vista inclusión de las líneas de diálogo en el “grueso” del texto por razones que no acabo de entender, razones que en otras novelas o en otros autores sí tienen una razón de ser (razones que, como en el caso de Thomas Bernhard o celso castro, por poner dos ejemplos de prosas, digamos, extremas, recientes y no exclusivamente extranjeras, tienen mucho que ver con la música y los biorritmos y las dietas ricas en hierro). Lo que quiero decir con esto es que ese arrebato de falsa originalidad que hay en Polaris juega claramente en su contra desde el momento en que distrae de lo que realmente debería llamar nuestra atención. Es una forma muy poco elegante y desde luego muy poco sutil de llamar la atención.

«Me hubiera gustado hablar de aquello con Mutter aunque él era demasiado joven. Tal vez me hubiera gustado estar un rato mirando aquel mapa, disfrutando de un silencio que rescataba otros tiempos mejores. Me hubiera gustado quedarme allí pero debía ir al despacho de Farrard, empezaba a demorarme más de la cuenta y al capitán no le gustaba esperar. Guardé el mapa en el primer cajón y le comenté a Mutter que iba al puente y que si tardaba más de media hora pasara a ver al herido malayo. Es curiosa la relación que mantenía con su ayudante, doctor. ¿Confiaba en él realmente? No me lo había planteado, en un principio sí, creo, aunque luego nuestra relación fue a peor, me es difícil ahora hablar de esto con lo que ha pasado. Tenemos que hacerlo, señor Christian. Conoce la gravedad de la situación y como puede entender es importante. Volveremos, siga ahora, doctor. Está bien. En el pasillo que lleva a los comedores oí el ruido de los cabestrantes, chirriaba el arganeo al rozar con la obra muerta».

Y así todo, quitando algún desvanecimiento lírico….

«Pensé en las canciones de la radio, en las ondas sobrevolando la cubierta y alejándose de las bordas y perdiéndose por encima de las olas, cruzando los mares helados, hasta Terranova, hasta tierras llenas de árboles y animales, más feraces que las que nos rodeaban. Las ondas saltarían, mojándose como gaviotas o cormoranes, cada vez más lejos, eran ondas concéntricas de estanque».

…algún desafortunado párrafo…

«Como pude, le hice entender que por la tarde estaría también allí y que quería verla más tarde. Ella sonreía y se dejaba querer pero al fin conseguí que me dijera que sí y aquella tarde volvimos a encontrarnos».

…algún diálogo en exceso freudiano y muy poco creíble en boca de quién está puesto…

«¿De qué huye, doctor Christian? Crea relaciones inmediatas de memoria y vuelve una y otra vez a los lugares que le obsesionan. Se diría que alberga un dolor en su interior que se inflama como si lo estuviera reviviendo de nuevo. Está ahí, ¿cierto? Es una herida infectada, siempre tirante, a punto de estallar. Tendremos que llegar hasta el fondo y desenterrar todo lo que le hace daño. ¿Hasta dónde llegaría, doctor, para poder aliviarlo?»

Lo que sí hay, en Polaris, (toda vez que, insisto, carece de estilo propio y ambición suficiente) es una tendencia a la evasión a golpe de subtramas narrativas que en algún momento deberían confluir y no lo hacen. Tramas que se abren y no se cierran (una permanente referencia a un violento caos que tendrá lugar, secuencia que no llega (supongo) ante el temor de no estar a la altura de las expectativas creadas), tramas que son recuerdos que ocultan horrores (horrores que no se ven acompañados por una atmósfera suficientemente asfixiante), y misteriosas organizaciones con misteriosos planes («La Central es así, a veces cuesta comprender sus designios. Es como un niño que juega, a veces se equivoca, pero siempre aprende. Es un ente que está por encima de nosotros, no alcanzamos a entender sus decisiones. No tenemos su punto de mira, no les entendemos porque ellos observan por encima de nosotros»). Todo el ejercicio es un juego que tiene mucho que ver con los recuerdos (los recuerdos inmediatos y los recuerdos lejanos) y uno espera que todo o algo nos explote en la cara pero no de modo que lo hace, no con un vulgar crimen. No, así no. Así no se mata un hombre. Así se mata una novela. 

Si me lo preguntan, y ya terminamos esta reseña infinita, creo que la novela acierta al inclinarse hacia lo existencial al utilizar como excusa un vulgar interrogatorio (sin ánimo de dar a “vulgar” un tono peyorativo); al tratar asuntos que tienen mucho que ver con el miedo como motor universal y como medio de control, ya sea individual o de masas («La nueva civilización se basa en el miedo, en lo colectivo, en lo universal, y no hay nada más humano y universal que el miedo. Nuestras han de ser las herramientas para homogeneizarlo, para convertirlo en dialéctica. Todo ha cambiado y algunas organizaciones como la nuestra sí que han llegado a la esencia de estos cambios») y al situar la acción en un paraíso tan lovecraftiano (pese al poco partido que se le acaba por sacar) como el elegido. (Aciertos que me han recordado a los de una ya clásica —y muy recomendable— película de ciencia ficción llamada ‘Even Horizon’ (Horizonte Final) en el que una nave especial viaja en modo rescate al quinto infierno (valga la redundancia), todo para darse de bruces con el horror más horroroso).

Pese a lo ambiguo, por momentos, y en exceso crítico, a ratos, de mi discurso, creo que Polaris es una propuesta interesante (y mal resuelta) que falla (amén de lo ya mencionado) cuando se empeña en colar en la narración demasiados recuerdos del protagonista, recuerdos que se demuestran prescindibles demasiado tarde, cuando ya ha dilatado en exceso la novela y uno ha terminado por aburrirse, y que suenan a una innecesaria necesidad de dar contenido a un relato que hubiese funcionado mejor como una pieza más breve (concentrada, si quieres), especialmente cuando, para colar ese relleno —todas esas páginas que a la postre no aportan gran cosa— se recurre a una bastante forzada exigencia por parte de uno de los investigadores existenciales más desaprovechados de la historia de la literatura.

«Es importante que sea riguroso a partir de ahora, doctor Christian. Creo que lo estaba siendo. Quizá en lo que le ha interesado sí y en lo que nos concierne no tanto. Ahora explíquelo todo, doctor, como un forense que inspecciona un cuerpo: el cadáver ha de ser ese día cuatro, con sus extremidades y heridas, con sus humores y dudas, con su bilis y su sudor, con sus miedos. Relátelo todo como si realizara una autopsia. Narre lo que vio, pero también lo que sintió, lo que pasó por su cabeza en cada momento: señálelo por insignificante que parezca. Un forense no informa de lo que piensa, señor Vatne. Tiene razón, doctor Christian, pero tampoco un día es un cadáver, no sea cínico. Deténgase donde quiera y profundice. Es un asunto grave y cualquier aclaración nos puede ayudar y creo que también le podría ayudar a usted. Al señor Dodt y a mí nos han mandado del otro lado del océano para escucharle. Estamos aquí por usted. Nos explicará la jornada, pero también pararemos a preguntarle sobre lo que nos interese o no quede claro».
Y ya.

viernes, 2 de octubre de 2015

Una aproximación al ‘Polaris’ de Salto de Página

Polaris, de Fernando Clemot, se publica en Salto de Página. Antes de entrar en materia, tengamos unas palabras sobre esta editorial. Nada personal, simplemente me gustan las introducciones casi tanto como las peleas y hoy me he levantado charlatán.

Hace nada, en un muro de Facebook, alguien se preguntaba si era yo masoquista o si era que, tal vez y dando por hecho un particular desprecio por la literatura que se hacía en este país, sentía en el fondo placer leyendo lo que Salto publicaba (placer que ocultaba por, no sé, vergüenza, oportunismo o una misteriosa inquina). Hasta donde le alcanzaba el entendimiento, el susodicho consideraba que yo siempre ponía a parir sus libros. Siempre. En fin, tal vez la gente debería dejar la lectura diagonal para los recibos de la luz. De SdP hay muchos libros que no me han gustado, pero hay muchos otros que sí. Tal vez es la mía una inquina que viene y va. Hagamos un resumen: he defendido a muerte la trilogía de Pinedo (Subte, Plop, Frío). Todas mis simpatías, también, para aquella estupenda novela de Jon Bilbao llamada Padres, hijos y primates o la colección de relatos del viejo amigo Juan Carlos Márquez, Norteamérica profunda. Me he confesado en numerosas ocasiones seguidor de Emilio Bueso, y eso, digo yo, será por algo (inquina inversa, probablemente). Que no sea necesario sentir devoción por un autor para seguirle la trayectoria es algo que no todo el mundo llega a comprender. Me hago cargo. También Sacrificio, de Román Piña (lo mejor, en mi opinión, que ha escrito este señor), llevó su dosis de elogios y me robó un merecido par de carcajadas. Es más, si tiro de archivo encuentro que no son tantos los libros que catalogaría como “malos” o “aburridos” o “insuficientemente buenos”. Estarían el de Nere Basabe (probablemente, de todos, el que menos me ha gustado o, si lo prefieren, el peor), del que hablaremos en breve; los relatos de Bárcena, que no me parecieron ni remotamente para tanto como se nos prometían (tal vez porque no los leí en alemán); los de Luisgé Martín, de calidad desigual pero siempre muy por debajo de la que se encuentra uno en sus novelas; Todo irá bien, de un Candeira con una prosa en exceso afectada o El año del desierto (Mairal), novela que arranca bien pero a la que pierde su intención… Y algunos más que quedan en el limbo de la indiferencia.

Leo Salto de Página porque, más allá de la calidad de sus productos (que se supone, como en toda editorial, irregular), ofrece un interesante catálogo de novedades y sobre todo de escritores; un catálogo que considero imprescindible para entender y conocer (no es lo mismo) el panorama literario de este país. Si quieres saber qué se cuece en España, tienes que leer Salto de Página. Esto es así, no sólo porque sí, sino también porque lo digo yo. Y a callar.

Quedarse con la idea de que al puto Tongoy no le gusta lo que publica Salto de Página (ya sea por inquina o capricho de malote) sólo porque ha puesto a parir algunos libros, es de un simplismo tal que no puede despertar otra cosa que sincera compasión por ese tardío despertar intelectual del comentarista. 

Vaya por delante que mientras las bibliotecas (la mía, al menos) provea, Salto de página será, junto con otras (no muchas, Sexto Piso o Pálido Fuego, por ejemplo), una de mis editoriales de cabecera. Y ya lo siento por ellos y sus niños, pero es lo que hay.

Lo que nos lleva a lo último (creo que es lo último, no podría jurarlo porque había por ahí planes de resucitar a Roberto de Paz) que se ha publicado en Salto: Polaris, de Clemot, Fernando. Veamos si podemos alimentar la leyenda y ya de paso damos a unos cuantos un par de argumentos más para seguir diciendo chorradas.

* * * * *

Fantaseemos. Vamos a pensar que Fernando Clemot contrajo, en un momento X, una deuda con el editor de SdP, Pablo Mazo, a quien a partir de ahora deberíamos referiremos, por ser ya hecho consumado, como Su Editor. Vamos a pensar que Su Editor consideraba que tal deuda podía ser saldada con un libro. Vamos a pensar, pues, en un entregado Clemot que escribe Polaris para librarse de esa losa en su vida que es Pablo Mazo. Tal vez estoy llevando las cosas a un punto que supera con mucho lo razonable. Seguramente no. Esto no lo digo, en cualquier caso, por la deuda contraída, lo digo porque no sé en qué cabeza cabe que un libro, tal como están el panorama, pueda ir en pago de algo. No parece un trueque muy justo. Será que Su Editor es un hombre generoso, amigo de sus amigos, profesional entregado (y algo cegado, también), dispuesto a aceptar Lo Que Sea con tal de acabar con esa pesadilla.

Esto, bondades aparte, explicaría por qué está teniendo Polaris tan poca repercusión en los medios humanos o virtuales o por qué no hay reseñas o por qué las que hay son tan complacientes. (Hay otras razones que explicarían tal complacencia pero hoy no me apetece insultar a nadie). Digo explicaría porque lo cierto es que Salto de Página no se caracteriza precisamente por hacer gala de una efusiva defensa de sus autores, a quienes parece tener en nómina sólo como publicistas programados. 

Los libros del Salto de Página se leen o no se leen, pero desde luego no se descubren. 

Ahora, olvidándonos de estas coñas marineras deberíamos entrar a analizar qué le ha vendido exactamente Clemot a Mazo y qué nos quiere vender Mazo (si en algún momento éste llega a poner de su parte) a los lectores, pero he superado con mucho el límite autoimpuesto para una introducción y me voy a ver obligado a partir esto en dos. Lo dejamos, pues, de momento, en aproximación, y ya la semana que viene, probablemente el lunes, hablamos de lo que importa y no tanto de los inevitables percances de ser librero o sucedáneo de tal.


jueves, 1 de octubre de 2015

Resumen de lecturas SEPTIEMBRE 2015

Con todos ustedes, el habitual resumen de lecturas de este mes. No han sido muchas, pero han sido buenas. La mayoría. Otras han sido… bueno, no tan buenas. O, qué coño, directamente malas. Mala.


Los amantes’ de John Connolly

A ver, lo de John Connolly ya no es ni comentable. Novela de intriga y/o terror con tintes sobrenaturales. Leí varios seguidos y todo se mezcla pero no guardo un mal recuerdo. Curiosa. Para fans.



Primer amor y otros pesares’ de Harold Brodkey

Colección de relatos de corte, digamos, clásico, es decir, relatos que tratan sobre relaciones humanas en situaciones en las que nunca ocurre nada y demasiadas cosas al mismo tiempo. No he escrito reseña porque, honestamente, no tengo muy claro cómo hacerlo ni que decir y porque tengo pendiente una obligada segunda lectura, muy necesaria toda vez que me encuentro frente a una de esas escasas (escasísimas) colecciones de relatos que rozan la perfección o así me lo ha parecido. Brodkey, hasta ahora escritor desconocido para un servidor, ha sido todo un descubrimiento. Si pueden (el libro esta está más que descatalogado) échenle un vistazo. En cualquier caso prometo plantear algo más serio (o, si esto no es posible, “diferente” en la medida de mis posibilidades) que esto en un par de meses. Mis disculpas.



Franny y Zooey’ de Salinger

Obra maestra. Imperdonable: era el único libro de Salinger que tenía sin leer (aunque de Levantad, carpinteros, la viga del tejado queda un recuerdo en exceso vago, algo que tendremos que corregir en breve). Si tuviese un mínimo de decencia escribiría una reseña. Otra vez será. Sólo diré una cosa: hay que leer Franny y Zooey. Todos los escritores deberían leer, antes de coger un lápiz, este libro, e inmediatamente después, conscientes ya de su mediocridad, volver a dejarlo en su sitio (el lápiz, no el libro) y meterse las manos donde nadie pueda verlas. Yo no regalo estrellas, pero este libro se las lleva todas. Los diálogos, esos diálogos, esos gestos, la luz de la habitaciones… tan visual, todo, tan íntimo… Los personajes, simplemente perfectos. Esa madre en el baño, ese hijo en la ducha… Nada se deja al azar, en Franny y Zooey y sin embargo es todo tan… azaroso. Absolutamente genial.



Cuentos completos’ de E.L. Doctorow

Recién comentado. No gastemos más saliva. Esto se dijo y esto se mantiene. Somos gente de palabra. 

«A Doctorow hay que leerlo porque hay que leer a Doctorow. Punto. Es lectura obligatoria para todo aquel que aprecie la buena literatura. De lo poco que he leído de Doctorow esto es lo que menos me ha gustado pero teniendo en cuenta que se trata de relatos (genero que, como norma, odio) creo que estoy en disposición de afirmar sin temor a exagerar que sale, en líneas generales, muy bien librado. Mejor que bien, diría. No son muchos los libros de relatos que he completado/terminado a lo largo de mi vida (generalmente son miserablemente abandonados en algún momento, recuperados, reducidos); este es , pese a la antes mencionada irregularidad, uno de ellos».



Pájaros en la boca’ de Samantha Schweblin

Idem. Ya comentada. Acaban de leer sobre ella. Me niego a ser más pesado de lo que ya soy. ¿Y qué dijimos? Esto, dijimos: «[…] relatos de extensión adecuada (a excepción de La pesada maleta… en el que a la amiga Schweblin se le va la mano innecesariamente) que destacan por una correcta dosificación de la intriga. Su forma de combinar el fantástico, con el terror, con lo social, con el humor (negro, casi siempre) -y pese a que muchos finales no están a la altura de las expectativas creadas- es probablemente la receta de su éxito y el motivo del exceso de salivación de tanto crítico amateur y tanto delincuente reconvertido en pirata digital. Eso y el nivelón que nos gastamos de un tiempo (s. XIX) a esta parte (s.XXI). Bueno, lo que sea: entretenido».



Zeroville’ de Steve Erikson

En nada saldrá la película. De momento tendremos que conformarnos con el libro. Saldremos ganando, supongo. Esto no acabo de verlo en pantalla pero si alguien está por la labor, fenómeno. No he tenido todavía tiempo de sentarme a pensar un poco en serio en lo que he leído pero eso es algo que se arregla fácilmente (o sea, “fácilmente”), no tengo más que ponerme con la reseña. El caso es que Zeroville parece una novela fácil de leer (imagínense: algo así como 450 breves escenas). Bueno, de hecho, es una novela fácil de leer. Ocurre que a veces las cosas que parecen fáciles no lo son tanto. Es un poco esquiva, esta novela, si lo pienso. Trata muchas cuestiones: la locura, el rencor, la infancia, la religión. El cine. Sobre todo, el cine. Esto es, sin duda, lo mejor. Leyendo Zeroville uno arde en deseos de mandar el libro a la mierda para sentarse a ver todo aquello de lo que tanto se habla él: que si Liz Taylor, que si Montgomery Cliff, de primero; Rio Rojo, Centauros del desierto, Casablanca y tantas otras, después. Para los que crecimos con cine clásico de fondo (qué de especiales, de cine negro, de western… qué maravilla de ayer y qué pena de hoy) Zeroville es una excusa perfecta para sumergirnos en la nostalgia de aquellos reveladores ochenta. Para todos los demás, no lo sé. Prueben. En breve, reseña.



Polaris’ de Fernando Clemot

Polaris no empieza nada mal, sin que llegue a desatarse la locura. Hay un barco con un destino incierto, una organización secreta que lo controla todo, unas cartas con extrañas instrucciones. La novela es un interrogatorio. Así, de entrada, uno encuentra cierto parecido razonable con Distancia de rescate, de Schweblin, por aquello de un interrogador en busca de una falla en el relato del interrogado, un hombre la que poco a poco iremos suponiendo sospechoso de algo que el escritor se resiste a desvelar. Es decir: el escaso valor de esta novela reside en el tensión sostenida. El eterno problema es el siguiente: si está a la altura o no está a la altura, ese misterio, de la expectativa creada y si realmente la novela se sostiene una vez desvelado. En ambos casos la respuesta es un NO rotundo. 

Polaris es un libro que se desinfla frente a uno y en el que todo lo que era tensión termina en relajación. El título, eso se lo concedo, es bueno. No muy original (Lovecraft tiene un relato llamado igual) pero bueno. 

En algún momento (cuando tenga tiempo, básicamente), reseña.


* * * * *


Y esto ha sido todo. Ahora mismo estoy leyendo “La ley de la ferocidad” de Pablo Ramos. Después no sé. Salinger, supongo. Lars Iyer (Dogma), seguro. Larry Brown (Trabajo sucio). Y lo que surja.

Nos vemos en un par de días. Cuídense.