Leer a Faulkner, hoy.
Qué locura, no?
Reviso mis últimas lecturas y me encuentro lo siguiente: me encuentro a Connolly, que, bueno, bien; me encuentro a Brodkey y a Salinger, que, bueno, genial; me encuentro al Doctorow cuentista, que no al novelista (lamentablemente). Me encuentro relatos de Schwebling y una novelita de Larry Brown que lo mismo podía haberlas leído como no. Ah, y a un desconocido Steve Erikson (Zeroville), que también bien. Incluso el rescate de un comic de Peter Kuper tuvo su aquel. Y hasta aquí. Después de eso, la muerte: Clemot, Pablo Ramos, Aixa de la Cruz, Recaredo Veredas, Juan Vilá… Hablamos de novelas o relatos completamente inofensivos en unos casos, ofensivos en otros pero insultantes en cualquier caso. Y uno no deja de preguntarse qué sentido tiene todo esto. A qué viene que yo lea tanta chorrada que no vale ni para ser comentada.
En el mundo hay dos clases de personas: los que escriben y los que leen. Hay otras clasificaciones, pero aquí estamos a lo que estamos. Los que escriben son gente que, un día, después de mucho leer (o no) se dicen, porque algún imbécil se lo ha dejado caer, que deberían probar suerte al otro lado de la barra de este bar. Qué coño, si a ellos les ha sobrado siempre talento. Entonces escriben un cuento, por ejemplo, al que dan provisionalmente el nombre de relato número uno, un poco por hacerse los interesantes y otro poco por darle al asunto carácter de continuidad. El relatito tiene tres o cuatro páginas a doble espacio y lo quieren publicar, claro, porque uno escribe para que lo lean. Y buscan y rebuscan y dan con una revistita medio casa de putas medio medio literario que se ofrece a publicarlo (toda vez que, entremientras, se han ido dando a conocer) en el mes de abril, por ejemplo, que es un mes genial para todo lo que tenga que ver con leer porque llueve mucho, no apetece salir y ya habrá terminado la última temporada de Walking Dead. No pagan, lo siento, con dinero (en la revistita no hay pasta) sino con promesas de futuro. Entonces nuestro joven héroe, grita: me van a publicar, me van a publicar, en abril, aquí. Dónde. Aquí. Aquí, dónde. Porque abril lo conoce todo el mundo pero aquí no. Aquí (señalando con el dedo). Y todos: geeeenial! La respuesta es inmediata: dos le piden que les regale un ejemplar (madre y pareja, generalmente), siete se lo comprarán, lo juran por Dios, de hecho llevan horas deseando que salga; dieciséis demuestran interés pero no saben dónde encontrar la revista; cuarenta y tres le dan su más sincera enhorabuena y seis (colegas, me temo) prometen pillarse la del siglo a su salud. Y después están los dos gilipollas que guardan silencio, esperan pacientemente, se compran la puta revistita y se lo leen, el cuentito number one. Pues bien, de estos dos gilipollas, yo soy el de la derecha, el guapo.
Qué se me habrá perdido a mí en esa revista, me pregunto. Qué se me habrá perdido en Aixa de la Cruz o en Veredas o en Vilá o incluso en Ramos (que parecía que sí hasta que le pasó por encima el tren del tiempo). Qué se me habrá perdido en una novela o colección de relatos que sé positivamente que no me llevará a ninguna parte; en la que todo lo que se cuenta ha sido contado ya; en la que todo lo enseña está más que sabido; que está plagada de gansos de tercera, traumófilos y memos injustificadamente tristes; burguesitos de mierda obsesionados con bajarse lo último de Marlango, alicaídos por no follar lo suficiente, alicatados de puro encorsetados.
Y uno va leyendo estas cosas, a esta gente, y pese a no disfrutar exactamente con ello le (les) acaba cogiendo cariño, un afecto a todas luces inmerecido pero en cierto modo inevitable. Es incluso capaz, uno que yo me sé, de justificar frente a desconocidos el valor de ciertas lecturas apelando a pobres argumentos: que es por estar al día en literatura actual; por saber qué se cuece o qué caminos toma la literatura; por ser el primero en dar con algo realmente sorprendente. Fantasear con ese día, dentro de cuarenta años, en que uno pueda ya gritar el esperado os lo dije, os lo dije, os lo dije justito media hora antes de morir, a escasos segundos de ser verdaderamente consciente de que ha desperdiciado su vida leyendo las memeces de cuatro imberbes y siete perroflautas.
Y acordarse entonces de Faulker. Y cagarse en todo lo que se menea.
Acordarse, por ejemplo, con meridiana claridad, de Mientras agonizo, aquella novela que por nada queda sin leer tan ocupado que uno estaba con el catálogo de Salto de Página o Lengua de trapo. A esto,ha estado uno de darlo por vencido. Y es que, entre lo incontestable está, además del pésimo momento por el que pasa la literatura (hecho este que no nos cansaremos de repetir, porque conviene no olvidarlo y tener siempre muy presente, para no caer en lo que se denuncia, que ya sólo leemos humo y que cualquier día la OMS nos vendrá a decir que leer narrativa española actual provoca cáncer de vista), está también, decía, entre lo incontestable, que Mientras agonizo es, citando al famoso pensador que todos tenemos en mente, una puta maravilla.
En Mientras agonizo, y sin ánimo de hacer la menor crítica, se concentra todo lo mejor que uno espera encontrar en una novela. Una historia, unos personajes, una estructura… Porque no se olvida, y esto es así, lo que en ella tiene lugar. Porque no se puede olvidar. Hay cosas que quedarán para siempre en la retina y cuando digo esto pienso en esa madre viendo a su hijo montar el ataúd en el que pronto viajará; esa lluvia torrencial; ese carromato con la carga inestable y a reventar de hijos y padres; ese madre que es un pez; ese río; esa testarudez. Esa épica de pobre, inolvidable. Y ese final. Ese final. Ese padre y ese final. Ese padre. Esa sonrisa de padre.
Ya no se escribe así, pienso mientras pienso en la novela. Ya no se busca la inmortalidad. Ya es sólo un hobby, escribir, una forma de llamar la atención. Y publicar, el único objetivo. Ni siquiera ser leído. Publicar. Y ya. Hemos comprado la maquinita de escribir y ya todo se escribe igual; ya se publica nada más que la misma mierda una y otra vez y otra puta vez y que si ahora fulanito ahora zutanito ahora menganito y la crisis de los cuarenta, de los sesenta, de los setenta y esa total ausencia de humor, humor sutil, inteligente, no de monologuista de garrafón; y ese postureo en la prosa, invento de poetastros venidos a menos que nada más que lo dejan todo perdido de un afectado e insoportable lirismo robado a poemas no escritos que nadie leerá.
En 1930 Faulker era escritor de relatos, de tres o cuatro novelas y vigilante nocturno. Es decir, NADA. NADIE. Escribió Mientras agonizo a los 33 años, justo después del El ruido y la furia. El ruido y la furia, ¿vale? Que te puede no gustar, pero hay que escribirlo, ¿vale? Vale. Y después: Mientras agonizo. Vale. Y entonces, y sólo entonces, escritor de culto. Ahora para ser escritor de culto sólo tienes que escribir quince relatos y quedar más o menos bien en las fotos de la contra. Y entonces ya esto, por ejemplo: «Esta es la primera novela de una autora de culto» (es decir: la primera; es decir: no jodas!) o «[1978] es autora de dos libros de relatos que bastaron para convertirla en autora de culto, y que merecieron elogios de la crítica», como si ahora los elogios de la crítica, esto es, suplementitos pagados y blogs de amigos y vecinos o colegas de profesión, fuesen garantía de algo y no un simple dedo acusador.
Nos hemos vuelto conformistas, los lectores, los escritores. Nos hemos vuelto conformistas. Y mediocres. Nadamos, buceamos en mediocridad y conformismo y lo único que va a librarnos de esto, lo único que podrá salvarnos, es Faulkner y los que son como Faulkner: escritores de verdad, no mecanógrafos. Mecanógrafos, caca. Aquí ya no queremos maquinistas, ni queremos pianolas. Aquí queremos sogas para colgarnos si no cambian las cosas pero sobre todo queremos faulkners. Ya sólo queremos faulkners. Ya sólo aceptamos faulkners, ahora.
Todo lo demás, a la hoguera. Tú el primero.