Decía Bernhard, en alguna parte, que él se imaginaba esta obra protagonizada por trozos de carne (solomillos o mollejas, por ejemplo) sobre sillas de ruedas. Tal vez le estoy poniendo imaginación de más, pero la cosa era más o menos así de grotesca.
La fiesta de Boris es una interesante obra de teatro protagonizada por una mujer en silla de ruedas y otra, también mujer, que no. La una con muy mala hostia (se entiende, en cierto modo) y la otra con santa paciencia. Hay también un pobre infeliz, tullido, como su esposa, la del mal carácter, que ha venido a la obra para sufrir. De ahí que le regalen el título.
El caso es que Boris está de cumpleaños y le van a organizar, adivinen, una fiesta a la que asistirán sus viejos compañeros de asilo, una banda de trece tullidos a cual más cojo que se quejarán amargamente (¿cómo si no?) de su lamentable situación: en el asilo las camas no son camas, sino cajones —cajones, sí— y a todos les van pequeños, que ya tiene que ser pequeño el cajón para que no quepa un tipo sin piernas. De ahí que tengan todos prácticamente que dormir de pie.
El caso es que la gente, en esta novela, se queja continuamente y se queja con razón y se vengan, también, los que pueden, por tan lamentable situación.
En la meta
Una madre, una hija y un escritor frente a su primer gran éxito. Unas vacaciones, una invitación apresurada, una aceptación. Una playa. Una reflexión. Una crítica —como siempre- en Bernhard, contra todo y contra todos.
La mejor obra de las tres, sin lugar a dudas.
«Pero mi pasión ha cedido un tanto
Me he vuelto un poco escéptica
Hacia lo que nos llega del escenario
Antes no lo era
Ahora me pregunto
Si todavía sirve de algo
Si no debiera cancelar mi abono
Todo se repite
Lo hemos visto ya todo
Visto todo y oído todo
Lo que viene de la escena.
[…]
Quién dice
Que quiero ver lo nuevo
Quizá no quiera ya lo nuevo
Porque he tenido bastante»
Si no debiera cancelar mi abono, dice. Si no debiéramos todos, ya, de una vez, cancelar nuestros abonos.
Esa lucidez. Ese desprecio. Ese Bernhard. Ese deseo, tan moderno, tan de siempre, de prenderle a todo fuego, de arrancarlo de raíz o arrasarlo. También una crítica al conformismo, en la sociedad, en la cultura; una apuesta por el grito y el desgarro. Una oda a la revolución política, social y cultural y sobre el peso, enorme, de saber que nunca la literatura ha cambiado nada. Un lamento, en definitiva; un grito al aire, a ver si cuela.
«No doy crédito a mis ojos cuando veo a esos jóvenes
en lugar de despertar y destruir todo
lo que se interpone en su camino
y la historia entera se interpone en su camino
siempre se interpuesto la Historia entera en el camino de la juventud
y siempre ha tenido la juventud fuerzas
para apartar esa Historia totalmente podrida y corrompida
con todas sus fuerzas y con la mayor voluntad de aniquilación
cada juventud ha puesto orden con sus medios pero esta
nunca ha habido una juventud con menos fuerzas.
El teatrero
Pequeña decepción. Y mira que me gusta, el chaval, pero en esta obra no pude entrar, tal vez por esos largos monólogos sobre el teatro, continuamente interrumpidos por lo que ocurre en la escena, que revientan el ritmo cada dos líneas y uno se cansa, ya, de imaginarse a un actor moviendo un mano o quitándose un sombrero o acercándose al posadero. Pero claro, es teatro; quién me manda a mí leer teatro. Retoma, como En la meta, la cuestión del arte, en este caso en los escenarios, donde todo, también, es repugnante y una continua estupidificación y un sinvivir (o eso parecía en la duermevela de la lectura) y que viene a demostrar, una vez más, que la mejor literatura es aquella que nace del odio.
«Este horroroso Utzbach
en el que ya al segundo día
me moriría de depresión católica
fue su salvación
Es torpeza constructora
ese espanto de paredes
ese horror de techo
Esa repulsividad de puertas y ventanas
esa absoluta falta de gusto
le permitió seguir existiendo».
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