lunes, 22 de agosto de 2016

“Cero K” de Don Delillo

Me van a perdonar que empiece esta reseña con una cita del siempre festivo E.M. Cioran. Es un fragmento de un texto breve llamado Encuentros con el suicido (incluido en El aciago demiurgo) que traigo a colación porque viene muy a cuento de la novela que hoy nos ocupa. Dice así:  

«Esperar la muerte es sufrirla, degradarla al rango de un proceso, resignarse a un desenlace del que se ignora la fecha, el modo y el decorado. Se está lejos del acto absoluto. […] La muerte no es necesariamente sentida como liberación; el suicidio libera siempre; es el súmmum, es el paroxismo de la salvación. Se debería por decencia elegir uno mismo el momento de desaparecer. Es envilecedor extinguirse como se extingue uno; es intolerable verse expuesto a un fin sobre el que nada se puede, que te acecha, te abate, te precipita en lo innombrable.»

La novela de Delillo no es, como me ha parecido leer por ahí, una novela de [ciencia] ficción que trata sobre hombres y mujeres que mueren, antes o cuando les corresponde, con la esperanza de, un día, en un futuro indeterminado, volver a la vida, criogénesis mediante. Decir algo así es de un simplismo que roza la estupidez toda vez que la novela de Delillo es, pese a su aparente sencillez y estética ochentera, mucho más compleja que eso, por más que sí, efectivamente, su trama gire en torno a un centro de criogenización de ideología apocalíptica («Me habló con detalle de los sistemas alimentarios, de los sistemas climáticos, de la pérdida de los bosques, de la propagación de la sequía, de las muertes masivas de aves y de formas de vida oceánica, de los niveles de dióxido de carbono, de la escasez de agua potable, de las oleadas de virus que abarcaban geografías extensas») en el que gente con posibles deja sus maltrechos y ya finiquitados cuerpos con la esperanza de, algún día, cuando la ciencia haya avanzado lo suficiente, resucitar en otro cuerpo más joven, más bello y más sano. 

«Entendemos que la idea de la prolongación de la vida generará métodos que intentarán mejorar la congelación de los cuerpos humanos. Rediseñar el proceso de envejecimiento, invertir el proceso bioquímico de las enfermedades degenerativas. Tenemos plena confianza en estar en la vanguardia de cualquier innovación genuina. Nuestros centros tecnológicos en Europa están examinando estrategias de cambio, ideas que puedan adaptarse a nuestro formato. Nos estamos adelantando. Es aquí donde queríamos estar».

Los paralelismos con la religión (católica, para más señas) son tan evidentes como inevitables: el centro de criogenización llamado La Convergencia guarda un parecido más que razonable con la estética papal de grandes espacios, grandes silencios y grandes maestros. De hecho hay monjes, también, en la novela de Delillo pero sobre todo hay una profunda religiosidad no entendida como tal pese a serlo absolutamente: desde la fe en un futuro mejor, pasando por una más que notable afición al ritualismo y acabando con una pasión desmedida por el apocalipsis: una fe ciega en el inminente fin del mundo tal como lo conocemos y la idea de que la Convergencia es la única solución al problema, la única que puede garantizar la vida eterna. «Nadie va al padre si no es por mí», que decía el otro.

«La gente que pasa un tiempo aquí termina descubriendo quién es. No a base de consultar a otros, sino por medio del examen y la revelación de sí mismos. Una parcela de tierra perdida, una acepción de la naturaleza agreste que sobrecoge. Estas salas y pasillos, la quietud, la situación de espera. ¿Acaso no estamos todos aquí esperando que pase algo? Que pase algo en otra parte que defina mejor nuestro propósito aquí. Y también algo mucho más íntimo. Esperando para entrar en la cámara, esperando para aprender lo que afrontaremos allí».

Ross Lockhart, principal inversor del centro y padre del (más que protagonista) narrador, se encuentra pasando unos allí en compañía de su mujer moribunda que está a nada de recibir pasaporte cuando, inesperadamente, decide acompañarla en el viaje (¡qué demonios!). Lo que decide, pues, pese a contar con un impecable estado de salud físico y económico, es morir con la esperanza de volver. No es una estrategia comercial, no es lo último en inversiones a largo plazo; aquí no hay truco: es una decisión que nace del hastío de vivir, de un tedio existencial, de un hartazgo total, de un desprecio absoluto por lo que sea que la vida puede ofrecer: 

«Siento que me estoy acomodando en la vida larga y blanda, y la única pregunta que me hago es cómo de letal va a resultar ser. […] Pero ¿acaso me creo esto, o solamente estoy intentando ser efectista a fin de contrarrestar la comodidad de mi vida cotidiana?»

Que quede claro: en Cero K no se habla de la criogénesis. Ese tema, ya más que superado, es prácticamente nuestro pan de cada día. De lo que habla Cero K es, entre otras cosas, de la necesidad que tiene el ser humano de creer en el más allá y, por extensión, y pese a negativa de la santa madre iglesia a reconocerlo, de entender el suicidio como de un acto de insoportable lucidez. («Hay tantas razones de suprimirse como razones de continuar», asegura Cioran en el ensayo antes mencionado, «con la diferencia de que las últimas tienen más antigüedad y solidez»). En definitiva, de aquellos que, no viendo razones suficientes para vivir, deciden morir previo cobijo bajo el ala protectora de quienes aseguran tener el secreto de la vida eterna. 

Es, por lo tanto, y recordando una frase de Chateubriand que decía «No advertía mi existencia sino en el tedio», una novela sobre la identidad, sobre lo que somos respecto a nosotros mismos y los demás («Son las cosas que olvidamos las que nos dicen quiénes somos»), lo que nos mueve, lo que nos mantiene vivos, la mecánica diaria, en definitiva; aquello que, pese a su condición de “olvidable”, aceptamos como suficiente.

«Las cosas que hace la gente habitualmente, esas cosas olvidables, esas cosas que respiran justo por debajo de la superficie de lo que reconocemos que tenemos en común. Quiero que esos gestos y esos momentos tengan significado, comprobar que llevas la billetera y que llevas las llaves, algo que nos une a todos, implícitamente, cerrar con llave una y otra vez la puerta de casa, inspeccionar los fogones en busca de llamitas azules débiles o escapes de gas. Los elementos soporíferos de la normalidad, mis días de deriva mediocre».

Pero.

Pero un buen fondo o mejor intención no hace buena una novela. No, al menos, si no va acompañada de algo más. En el caso de Delillo hay, además, una estética muy futurista, minimalista, muy rollito 2001, una odisea en el espacio, incluyendo esa primera impresión de estar completamente pasado de moda. 

Pero esto no sirve de mucho, porque esto tampoco hace buena una novela. 

Tampoco los personajes, meros esbozos, seres incompletos con la profundidad de un plato de sopa, que se mueven entre la incomprensión y la apatía por espacios asépticos y literalmente desiertos llenos de pasillos y corredores y puertas de colores y pantallas que refuerzan la idea de que lo bueno, lo que está por venir, sólo llegará previa hecatombe y esos hermosos seres que algún día seremos reconquistaremos, con nuestros culos prietos y pechos firmes, la tierra prometida. Y otra vez el suicidio y otra vez la esperanza, etcétera etcétera, porque si algo ha demostrado la historia es el sinsentido de una evolución que es al fin sólo repetición.

Pero tampoco de aquí sale una buena novela.

Lo que hace buena (o simplemente mejor de lo que a primera vista pueda parecer) a esta novela, más allá de la conexión que uno pueda establecer con ella, es la sensación de que pese a su imperfección, sus disonancias y sus aparentes improvisaciones (secuencias que no conducen a otra cosa que la estupefacción del lector pero que en cualquier sirven para reforzar la atmósfera) hay una lectura que nace tras la lectura: que hay, por decirlo de algún modo, una doblez en cada página; un poso, un ritmo, una cadencia, un silencio de muerte y también la impresión de que Delillo vuelve una vez más, a dar en el clavo. Porque Cero K, en definitiva, nos recuerda que la ausencia de Dios (una vez expedido su certificado de defunción) ya no supone un problema para todos aquellos que necesiten creer en el más allá, que como tema de actualidad ya no está mal.

¿Qué si me ha gustado? Probablemente más de lo que esperaba y menos de lo que estoy dispuesto a reconocer, pero no lo bastante menos.



12 comentarios:

  1. Después de haber sufrido lo indecible con los delirios pseudocientificos de "La estrella de Ratner", creo que necesito reponerme durante algo más de tiempo, antes de leer otra novela de "ciencia ficción" de DeLillo; No sé si has luchado contra ella Tongoy.

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  2. Sabía que DeLillo acabaría escribiendo literatura newage. Se barruntaba. Para interesados en el tema aconsejo la lectura de "La Posibilidad de Una Isla", de Houellebecq, que no se parece a absoltamente a nada que no sea al propio Houellebecq y que para mí es la obra cumbre del autor francés. De momento.

    julian bluff

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  3. "Cero K" es un magnífico ejemplo de esa clase de literatura basura que se presenta disfrazada de supuesto prestigio o altura intelectual, y que suele ser tan cara y aplaudida por progres y demás iluminados culturetas. La peor, a mi juicio.

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  4. ese cabrón de lilo es el que necesita escribir 200 palabras que sólo viendo el diccionario sabe uno lo que significan, para decir que alguien abrió la puerta; una especie de karl ove knausgard intoxicado de semántica... cada vez que me veo frente a la oportunidad de leer uno de sus libros, doy la vuelta y voy a mi biblioteca y releo por enésima vez el guardián del centeno: no se puede utilizar mejor el tiempo

    atte

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  5. "Lo que hace buena... más allá de la conexión que uno pueda establecer con ella, es la sensación de que pese a su imperfección, sus disonancias y sus aparentes improvisaciones... hay una lectura que nace tras la lectura: que hay, por decirlo de algún modo, una doblez en cada página; un poso, un ritmo, una cadencia, un silencio de muerte..."
    Parece que lo que la hace buena no es algo que en realidad posea. Es como algunos objetos de diseño que están vacíos para que sus usuarios puedan llenarlos de contenido, supuesto contenido.
    Yo, al leerla, sinceramente no he visto más que una pared pintada de blanco. Y como no me he empeñado en proyectar nada en ella, sigue tan inane, absurda e impoluta de toda emoción como al principio.
    Yo sinceramente no he visto más que una pared pintada de blanco. Y como no me he empeádo en proyectar nada en ella, siga tan inútil e impolúta

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  6. Remitiéndome a las resonancias que dices que te provoca la novela, creo que lo mejor de una buena novela es que se quede en tu interior desprendiendo su esencia durante un tiempo. Claro que para que esto ocurra, una novela debe tener esencia, profundidad, identidad y ¿cuántas lo tienen? Es difícil que alguien posea ese talento que supone ser capaz de desprender parte de tu olor corporal para arrogárselo a tus escritos pero, quien dispone de esa cualidad de imantar sus obras, puede considerarse escritor.

    Por mi parte, felicitarte porque en tu reseña ha primado esta vez las ganas de trasladarnos tu opinión sobre la obra por encima de tu deseo de quedar como ingenioso o mordaz o satírico (que lo eres).

    Un 0 (CERO) muy grande a los lectores que entran aquí. Muy pocos y muy pocas veces son capaces de escribir una opinión con un poco de profundidad ¿somos gilipollas o qué? Ya se sabe que nadie querrá darse por aludido, pero aquí queda esto.

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  7. A mí esta novela me ha decepcionado un poco, promete en la sinopsis, hace filigranas durante el relato pero no acaba nunca de rematar la faena entre los tres palos.

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  8. ¿Lleva dibujos dentro? No has dicho nada de esto.

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  9. No es el DeLillo de los ochenta y noventa, pero para mí es la mejor que ha escrito desde Submundo (que pueden ser manías mías, pero creo que en esto ha tenido bastante que ver la muerte de Gian Castelli Gair). De todas formas, a mí me ha alegrado encontrar por momentos la voz y el tono del DeLillo de hace unos años, sobre todo en la segunda parte.
    Lo que sí me ha parecido terrible es la reseña de la contra. En una novela de 300 páginas no puedes contar tan ricamente un giro que ocurre ¡en la página 170! (me refiero a la decisión del padre) y luego echar todo el peso de la novela a la reacción del hijo (que se rebela, sí, pero durante catorce líneas). Me pasé media novela esperando ese puto momento para ver cómo seguía.

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  10. Pues yo me quedo con “Libra”

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