(INTRODUCCION)
Hace unos días, de viaje en Murcia por motivos de trabajo, me senté, un poco por azar, en una terraza del Café Santos: aquel en que Miguel Espinosa conoció a Mercedes Rodríguez, musa natural y amiga, y donde es de suponer que concibió y en parte escribió “Escuela de Mandarines”. Fui atendido por un hombre muy mayor, pálido y ojeroso, delgado como una estaca, que llevaba en la solapa de la camisa blanca nuclear de camarero una placa identificativa que le otorgaba el peculiar nombre de Macacio, como aquel “Macacio El Canoso”, personaje de la novela de Espinosa, “Enmucetado de Historia, Fundador de la Secta de los Resurrectos y último Ditirámbico de la Feliz Gobernación”, albino, soberbio y arrogante que nació tarde y quiso ser terrible en un época que solo permitía ser majadero. (1)
De vuelta en casa me dio por recordar a Oblomov Varese, suicida ejemplar e infeliz amigo, pensando sin querer en lo imposible de la resurrección y queriendo establecer, -a pesar de todo- como en su día hizo Macacio, una secta destinada a tal fin: resurrectora de seres queridos, importantes o de efímero e intrínseco valor, dándoles una segunda oportunidad con una única condición: que hiciesen con su vida aquello a lo que parecían destinados antes de perderla. Oblomov, sin duda, estaría obligado a reescribir su pasado, testigo inmutable de la buena literatura. Aunque su temprana muerte nos privó de ese placer, queda todavía, afortunadamente, abundante correspondencia y numerosos relatos. Quizá fuese posible, aplicando la Medicina adecuada, alargarle, en cierta manera, la vida; la literaria.
Animado por esta idea de la resurrección rescaté, de entre todo su legado, un relato breve que llevaba el misterioso título de “Relato Original de Ajancio, Proconsul Ovejero” (2), que también, como aquel camarero de Murcia, es un personaje de la novela de Espinosa. A continuación reproduzco íntegro y sin correcciones el texto íntegro de Oblómov:
“Relato Original de Ajancio, Proconsul Ovejero” por Oblómov Varese.
Primera Parte
Fue durante una jornadas gastronómicas visitando “Casa de la Ermita”, una bodega cuyos viñedos se encuentran en El Carche, la sierra con las montañas más altas de toda la región de Murcia, donde me descubrieron otro vino, un Cabernet Sauvignon, un Syrah Chileno del Valle del Maule, en la cordillera andina, llamado “Oveja Negra”; un tinto muy expresivo, especiado y con un toque de pimienta que le confiere un matiz muy singular. Quien me lo vendió, un hombre viejo, viejísimo, la Vejez Andante si existiera, aseguraba ser camarero de aquella bodega y decía llamarse Ajancio; y algo de verdad había pues demostró ser lo bastante hábil para convencerme de comprar varias botellas de ese vino ovejero del que era, secretamente, representante. Quedamos esa misma noche en una vinoteca del centro de Murcia (creo recordar que en la calle Jimenez Baeza, cerca de la plaza Sandoval en la que estaba mi hotel) y acompañados de unos ibéricos dimos cuenta de algunos Ribera del Duero cuyo nombre nunca he logrado recordar. En la conversación se colaron inevitablemente cosas de nuestro pasado; yo le hablé de mi familia y de mi particular mal: la pereza, la desidia, la desesperanza; aquel que más tarde, cuando descubrí la novela de Goncharov, bauticé como oblomovismo. Hablamos de libros y literatura, de arte y ensayo, de filosofía y de política. Avanzada la noche y la confianza le invité a llamarme Oblomov pero él insistió en usar el apodo de “Ermitaño”, puesto que había sido en la Ermita donde me había conocido. Me acordé sin quererlo de aquel Eremita que un día bajó de una montaña para luchar con la palabra contra cierta Feliz Gobernación. No podía imaginar entonces cuán cerca estaban mis recuerdos de vincular hechos con verdades. Un par de botellas después, desinhibido por el alcohol o la confianza empezó Ajancio a hablar de su pasado y lo hizo del modo siguiente, tergiversando la gramática y llamando a las cosas por nombres que aún hoy no acierto a comprender cómo logro recordar:
Segunda Parte: "Breve Historia de Ajancio"
Te contaré mi vida en pocas palabras, Ermitaño querido, pero precisamente por ello has de tener la mente despierta o correrán entre por tus orejas sin anclar significancia y perderanse los ulteriores motivos en el insondable olvido de la ignorancia, supina o no. No preguntes ni interrumpas mi relato ni por sorpresa ni por pasmo pues solo así podremos avanzar en el infortunio de mi vida y concluir la historia antes de que truene el alba y deba partir. Y disculpa mis palabras, restos de un pasado difícil de borrar. Soy Ajancio Cornelio, hijo de Sila y Belania: dictador él, consorte ella. Gocé por mor de mi rancio abolengo de dádivas que aquí, frontera aparte, son cuando menos prefectura de alcalde corrupto. Mi infame condición era el pilar sobre el que se sustentaba el futuro de el Molino de la Noble Vaguada, que es como se conoce también al Consistorio Locuaz o Concejo Local Decisorio, lugar en el que no duelen prendas hacer imperiosas las más simples legislaciones locales y del que era regente mi antecesor y padre hasta que a su muerte lo fuese yo por designio consanguíneo, manifiesta voluntad esta la suya al tomar el poder semanas antes; pero quiso la mala fortuna que un golpe de estado al golpeado estado anterior dejase mi osamenta maltrecha en un lagar, viviendo de limosnas y gracias a las lisonjas que hiciere a las damas de alterne y a cuantas putas esclavinas tuviese a bien encontrar, mientras padre y madre, desgraciados ellos en su propia culpa, servían altramuces y limpiaban el culo al nuevo Gestor Ordenante Consuetudinario. Quizá te extrañe que una gobernación de segunda, anexa a poblaciones de jurisdicción nacional como aquella de la que tú procedes, tolere Golpes de Estado y Gracia Funesta en favor de políticas arbitrarias como aquellas que devienen de dictaduras amorales y periódicas; pero el reino al que hago referencia habita entre inexpugnables montañas y se circunscribe a legislación propia. No atiende a imposiciones externas ni tolera sistematizaciones democráticas que deformen la práctica de la corrupción como modelo de envilecimiento local. Aporta y sostiene este régimen político que el esclavismo en un bien común exclusivo de clases altas que busca únicamente beneficiar al conjunto de la casta noble y aquella subalterna por anexión forzosa y necesaria. La escasa población ha favorecido durante años la tropelía local auspiciada y protegida siempre por prácticas habituales de terror común. Y hallábame yo así, desprovisto de altares y condenado al fragor del trabajo diario mal remunerado, -habiendo sido días antes locuaz referente de dispendio excesivo-, cuando tomé la oportuna y necesaria decisión de liberarme por piernas de tan nefasto destino. Pero el Concordato por la Defensa del Mayúsculo Oprobio estaba compuesto por numerosa soldadesca ávida de latigar y someter a la plebe a una voluble normativa, adoctrinada desde los estamentos superiores (3), que aplicaba las normas atendiendo a una absurda filosofía de salón de té, estando entre ellas aquella conocida como “Estética del Temor” establecida por Donicilo durante su efímero mandado que excluía de libertad de movimiento a aquellos descendientes de dictadores, en previsión de algún manifiesto contra el Gobierno Del Momento. Hube de esperar setenta veces siete lunas antes de coincidir con aquella noche cerrada que me permitió soltar mis nocturnas cadenas y cruzar a caballo las montañas que cerraban la Gobernación. Hubo la fortuna de cruzar en mi camino a quien se dio en llamar Espinosa, bondadoso hombre que tuvo a bien ocultarme en su vehículo. Llevóme a la ciudad y diome vestimento y alimento a cambio nada mas de hablarle de mi vida tarde tras tarde, acompañado, unas veces sí y otras no, de una joven acuñada Merceditas. Su insistencia me obligó a confesarle la ubicación aproximada (ni yo la sabía, con aquella noche tan cerrada y aquellos cerros tan lejanos) de mi casa, de mi vieja ciudad, aún sin nombre definido. Me dejó una noche de abril en casa de unos amigos chilenos, exportadores de oficio, tras haberme conseguido un empleado en la bodega que ya conoces. El resto es historia. No he vuelto a ver a Espisona -ni me ha dado jamás por retornar a mi aldea- y no sé de sus obras más que de oídas, tan falto de interés quedé de todo lo de antaño.
Tercera Parte
No me duelen prendas admitir que le creí; su peculiar fisonomía y su más que particular forma de hablar me convencieron, quizá también por estar sumido como estaba en brumas etílicas, de que no era del todo descabellado pensar que Espinosa se había inspirado en él y sus relatos para construir, años después, su Escuela de Mandarines. Numerosos estudiosos han hablado siempre de varias versiones de la obra (tres, que se sepa) de la que solo queda constancia la última; dejándonos sin saber si sería aquella primera un relato más fiel a la realidad de esa comunidad intemporal que habita en sólo Dios sabe que monte Murciano. Borrachos perdidos salimos juntos de la bodega y entonces, torpe, caí. Al levantarme ya no estaba Ajancio, ni sus posturas, ni su flema ni su prosa. Solo una noche fresca y un recuerdo a pesar de todo imborrable. Años después retomo su historia, su flema y su prosa y espero nada más que haber sido más fiel de lo que, a la vista de los resultados, Espinosa fue.
Dedicado a cierta Oveja,
Negra también, como aquel vino,
más ecléctica que eléctrica,
descubridora del Hecho
y cómplice en proyectos imposibles.
(EPILOGO)
Y así acaba la historia, narrada por Oblómov Varese, de Ajancio, Vejez Andante, Proconsul Ovejero, quizá también Infeliz Gobernante. Su muerte, fatal, me deja sin saber si hay asomo de verdad en algo de lo que dice: si no es más que un relato, una excusa para invitar a la lectura del libro de Espinosa o si realmente existe en Murcia un espacio, una génesis de aquel otro conocido como la Feliz Gobernación.
(1) “Escuela de Mandarines” - Introducción - 6 y 7
(2) En la novela de Espinosa el Proconsul Ajancio era Ovejero de la Ciudad; se reveló con motivo de una Sublevación de Curtidores, negados a pagar tributos, hacia el año 400.012. Los agrupó, citándolos en un campo de aljibes para discutir la jefatura de la protesta, y los degolló sin dejar de gritar: «¡Mata, Ajancio, mata!... Didipo admiró la hazaña desde niño, y la emuló en su famosa matanza de los mandaderos [...]. Cambazzio lo describió «tan fuerte e irracional como un toro, y tan loco como cien legiones en saqueo». Alcanzó los más altos honores, aunque no la Dictadura, porque le aburría el Gobierno. Ya viejo y chocho, tornose sentimental, fundó un Orfanato para Hijos de Curtidores, y murió paternal. Nunca conoció mujer. [54, 547, 6]
(3) Más tarde supe que se autodenominaban “Miembros Comunes del Concejo Leguleyo Determinante”.