Mientras rescato, recopilo y —cómo evitarlo— releo las citas que quiero incluir en esta reseña —ese ciento y la madre que me obligo a dejar en dos— me descubro nuevamente fascinado por esa prosa infatigable y demoledora de Faulkner, y no deseando ya otra cosa que volver a Faulkner. Volver compulsivamente a Faulkner.
Pero esto no es nuevo.
Recordarán, algunos, los que queden, que no hace tanto —demasiado, me temo— hablábamos de Faulker y lo hacíamos en estos términos: «Nos hemos vuelto conformistas, los lectores, los escritores. Nos hemos vuelto conformistas. Y mediocres. Nadamos, buceamos en mediocridad y conformismo y lo único que va a librarnos de esto, lo único que podrá salvarnos, es Faulkner y aquellos que son como Faulkner: escritores de verdad, no mecanógrafos. Aquí ya no queremos maquinistas, ni queremos pianolas. Aquí queremos sogas para colgarnos si no cambian las cosas pero sobre todo queremos faulkners. Ya sólo queremos faulkners. Ya sólo aceptamos faulkners, ahora. Todo lo demás, a la hoguera. Tú el primero». Desde entonces, desde aquel afectado 28 de octubre de 2015, hemos hecho de todo, empezando por faltar a nuestra palabra; hemos leído de todo y lo hemos hecho eligiendo casi siempre mal, creyendo, tal vez, que nadie se acordaría, que caería el grito en el olvido, no sospechando, ni remotamente (o tal sí, remotamente sí), que seríamos nosotros, mis socios capitalistas y yo, quienes no podríamos olvidarlo y quienes tendríamos que vivir con esas palabras que han terminado por convertirse en una pesada losa difícil de llevar de puro injustificable.
(Una vez más me dejo llevar por el dramatismo).
Y a pesar de esto han tenido que pasar dieciocho meses (dieciocho, que se dice pronto, pero que hay que pasarlos, todos, eh, con sus hipotecas y sus temporales y sus rentreés y sus vueltas al cole); dieciocho meses han pasado, decía, antes de volver, con la cabeza gacha, bien gacha, a Faulker, total para llegar una vez más a la misma conclusión: que ya sólo queremos Faulkners, etcétera.
Luz de agosto roza (¡roza, dice, el hijo de puta!) la perfección o así lo percibe uno mientras se adentra en ella (porque a estas alturas ya hemos aprendido que uno no lee a Faulkner, uno se sumerge en Faulkner o de otro modo no llega). Porque están los libros (atentos, que viene el tópico) que se olvidan o que se van olvidando o que sabes positivamente que serán pronto olvidados y que maldito si te importa, verdad, y después están los libros que se quedan ahí, un día tras otro, y no te dejan en paz y que son un recordatorio constante de a qué debemos aspirar o con qué no nos debemos conformar o directamente a quién debemos escupir en la boca.
Si ya sólo queremos faulkners, si ya sólo leeremos faulkners, va a estar la cosa jodida.
Pero la verdad es que no tenía hoy yo muchas ganas de generalizar; les quería simplemente hablar de la novela, poniéndome en plan, no sé, en plan instructor militar y obligarles, en la medida de lo posible, a dejarse de historias, inventos y excusas y entregarse inmediatamente (no como otros, eh, que acumulamos un retraso notable, con tantos años perdidos en basuras infectas de saltos de páginas y lenguas de trapo), entregarse, inmediatamente, decía, a este librito con la garantía (¿he dicho bien? Sí, he dicho bien: Garantía) de la satisfacción inmediata que proporciona y cuando quiero decir inmediata quiero decir desde la puta primera página.
Me voy a tener que coser la boca.
A lo que iba.
La novela trata sobre una mujer, embarazada, que busca al padre de su hijo. Lo único que ella sabe es que ha ido en no sé qué dirección y estará trabajando no sé dónde en no sé qué pueblucho miserable, llamémosle equis. Es llegando a equis que la novela explota. Más personajes, más tramas. Por ejemplo, Byron, el primer mierdecilla que se encuentra Leena, «era de esa clase de individuos a los que no se les ve a primera vista, aunque estén solos en el fondo de una piscina de cemento vacía», «y no es que él tuviera nada malo. Tenía aspecto de buena persona, uno de esos individuos que están mucho tiempo en el mismo puesto de trabajo y que trabajan en el mismo oficio durante mucho tiempo sin fastidiar a los demás pidiéndoles aumentos, y que siguen trabajando allí mientras les dejan. De eso tenía aspecto. Menos en el trabajo, parecía un objeto cualquiera. No era fácil imaginar que nadie, que ninguna mujer se acostara con él y menos aún que tuviese pruebas de que se había acostado».
También por ejemplo, Christmas, un blanco atormentado por su condición de negro, un secreto que lo encadena a un infierno en vida, un infierno del que se resiste a salir de puro racista. Christmas alquila una choza anexa a una casa, casa en la que vive una mujer que a primera vista parece de armas tomar pero que en el fondo «es como las demás. Es igual que tengan diecisiete años o cuarenta y siete, el día que se deciden a entregarse por completo, siempre lo hacen con palabras»(1); mujer con la que acuerda, en silencio, resolver la cuestión sexual a golpe de visitas intempestivas: «A veces Christmas pensaba así, recordando aquella rendición, una rendición sin lágrimas ni compasión, una rendición casi masculina en su dureza. Un aislamiento espiritual conservado intacto durante tanto tiempo que su propio instinto de conservación lo había inmolado, presentando en su fase física la fuerza y el valor de un hombre. Una doble personalidad: una de ellas, la mujer cuya visión, al resplandor de la vela (o quizás hasta el rumor de pies en zapatillas que se acercaban), le había revelado, bruscamente, como un paisaje a la luz de un relámpago, un horizonte de seguridad física y de corrupción, si no de placer; la otra, una mujer con los músculos adiestrados como los de un hombre, con la costumbre de pensar también como un hombre, resultado del atavismo y del entorno, cosas contra las cuales había tenido que luchar Joe hasta el último instante. Ninguna vacilación femenina, ningún falso pudor, ningún fingimiento de deseo evidente y de intención de dejarse conquistar al fin. Para Joe fue como si luchase físicamente con otro hombre por la posesión de un objeto que no tenía valor ni para el uno ni para el otro, y por el cual se peleaban por principio».
Y más: su socio, por ejemplo, un joven que se siente obligado a ocultar un secreto si quiere alcanzar no sabe si la libertad o la felicidad o qué y un viejo reverendo venido a menos que ha aprendido que la felicidad es incompatible con la mentira («La ciudad pensó que acaso era feliz. Que acaso era feliz por no tener ya que mentir»). O la propia Leena, la dulce y endiablada Leena. Historias que se cruzan, vidas que... A quién le importa. Es Faulkner.
(1)«Pero si usted tuviese algo más que un cerebro de hombre, sabría que las mujeres, cuando hablan, nunca quieren decir nada, que hablan por hablar. Son los hombres los que toman las palabras en serio».
Volver a Faulkner. Probablemente sea la decisión más acertada en estas fechas, sí. Lo mío es más grave, más de 4 años que no lo leo (entonces me pateé sus 6 primeras novelas de arriba abajo, devoción por Absalom Absalom!), luego ha habido mucho Gaddis, todo Proust, algunos Dickens y muchas novedades de mierda. Ahora leyendo la trilogía de La frontera de McCarthy y algún Caldwell (gracias a este sitio maldito) y los cuentos de Rulfo (Rulfo es muy Faulkner, más incisivo, menos digresivo) me entra la gran tentación, pero de volver a lo bestia: todo Faulkner de principio a fin, incluidos los cuentos y la tarea difícil de insertarlos por orden a lo largo de toda la obra. Sin piedad. Sin perdón. Encerrarme con Faulkner. A punto estoy, en cuanto la temperatura suba y se haga irrespirable este aire del sur.
ResponderEliminarPelín pedante la intervención. En mi opinión,
EliminarPues será todo lo Faulkner que quieras pero a mí esa confrontación masculinidad/feminidad tan llena de tópicos me da una pereza...
ResponderEliminar¡Hace tantos años que leí "Luz de Agosto" que parece que fue ayer mismo por la tarde, con aquel calor y la sensació de hacer un largo y pedregoso camino bajo el sol despiadado. Sigue en mi como un coágulo que, de vez en cuando, quema.
ResponderEliminarAquí desaparecen comentarios. Fallo informático del blog o censura? Debe ser lo primero porque no me pareció un comentario censurable.
ResponderEliminarAquí no se censura. Había uno en spam. Si no es ese no sé qué ha podido pasar.
EliminarLo siento, me llega un correo de cada mensaje pero no me informa si está en spam.
Un libro muy largo para tan pocas páginas. Nos entendemos, no? Lo mismo que Intrusos en er porvo. Faulkner es Dios, pero, al igual que Dios, su obra es imperfecta y desigual, bastante desigual. Hay que saber verlo y saber decirlo. Anímese con er Ulysses,galeno Tongoy.
ResponderEliminarAlguien me dijo que con Volverás a Región, Juan Benet quiso llegar a ser Faulkner y lo logró.
ResponderEliminar¿Alguien se anima?
Para ser Faulkner hay que ser norteamericano. O sea, como mucho soportar el peso de un bolsita que contiene la influencia de Twain.
ResponderEliminarSin embargo Benet arrastró, como todo Europeo, siglos de cultura, y así salió Benet, Ibérico, letra del terruño, frases del páramo, hijo de la inquisición, como todo hidalgo
Es una pura cuestión de genética literaria y toponimia
Si, pongamos por caso, no conozco la obra de Faulkner ni la de Benet no me aclara nada lo de la genética literaria y la toponimia. Aunque tampoco entiendo mucho conociéndola.
ResponderEliminarLa verdad es que yo tampoco. Demasiado Bourbon
ResponderEliminarPero qué hablas, macho. La literatura europea es 15 o 20 autores con poder de irradiar; España aporta su Quijote y casi nada más interesa de este país (Benet estaría de acuerdo conmigo).
ResponderEliminar